—Dios. Dios, joder, coño —maldijo Archie mirando las paredes—. Es que no me acostumbro.
A su espalda, Quin no dijo nada. Se limitó a parpadear un par de veces como si estuviera mirando al sol.
—¿Tú qué crees que es? —preguntó Archie con las manos en las caderas, al pie de la deshecha cama de la habitación abandonada.
Quin no pudo o no quiso responder. Hacía cuatro semanas que no se pagaba el alquiler de la habitación y que nadie recordaba haber visto a Seth entrar o salir del edificio o usar la cocina. Que es precisamente lo que le había dicho a la policía cuando vino a buscarlo.
Tendría que haberse tomado más interés en Seth, pero no le gustaba espiar. Todo el que acababa viviendo en el Green Man tenía sus razones. Razones personales. Quienes pasaban por allí no solían hacerlo por decisión propia. Y Seth siempre se había portado como un buen inquilino. Pagaba a tiempo y no molestaba a nadie. Así que no le había importado que se retrasara un poco con el alquiler. Pero cuatro semanas ya era demasiado, y tampoco quería que la pasma anduviera metiendo las narices por el pub.
No había nadie en la habitación un mes antes, cuando les abrió la puerta, ni lo hubo en ningún otro momento desde entonces, cuando probó a llamar o asomó un momento por la puerta. No era la primera vez que pasaba: la gente vivía allí, a veces durante años, y luego se esfumaban sin dejar ni rastro. El trastero estaba lleno de cosas dejadas por inquilinos anteriores. En el Green Man no se llevaba un archivo ni se hacían preguntas. Ése era precisamente su atractivo. Mientras pagaras tus setenta libras a la semana y no molestaras a nadie, era como si no tuvieras casero.
Pero ahora que lo pensaba, ¿no había dicho Seth que era pintor? Una vez, hacía mucho tiempo. Quizá sí. No se acordaba. Allí había estado pintando algo, desde luego. En las paredes. Incluso en el techo.
—¿Qué hago con esto? —preguntó Archie mientras señalaba la ropa amontonada de la esquina, las pinturas resecas, los pinceles tiesos, los dibujos esparcidos sobre las sábanas polvorientas, el cenicero lleno a rebosar de colillas y la mochila que había detrás de la nevera—. ¿Quin?
—¿Qué?
—Que qué hago con esto, digo.
Quin apartó los ojos de las tonalidades rojizas de la parte alta de la chimenea. Era como estar contemplando una autopsia.
—Meterlo en el trastero. Por si vuelve a buscarlo.
Archie asintió y luego miró la pared opuesta a la puerta.
—Ese desgraciado estaba chalado. No creo que volvamos a verlo.
Quin miró el perfil de la cara de Archie, esperando que se explicara mejor o que al menos, al volverse, intercambiaran una mirada de entendimiento mutuo. Pero entonces se dio cuenta de que en realidad no sabía lo que quería. No sabía lo que había en aquellas paredes ni lo que aparecía en su cabeza al mirarlas. Las imágenes lo hacían sentir incómodo y un poco enfermo al mismo tiempo, como si de pronto estuviera muerto de preocupación. Y sin embargo, tampoco sabía muy bien qué era lo que estaba viendo.
Archie movió la cabeza con incredulidad.
—¿Qué es eso, una cara o algo así? O un perro. Parece que tiene dientes.
Hablaba para aliviar un poco la sensación que lo había embargado al encender las luces y abrir las finas cortinas. Tendrían que haberse enfadado por lo que les había hecho a las paredes. O haberse reído por lo absurdo que era. O incluso admirarse por la habilidad que había demostrado al retratar aquello de un modo que afectaba tanto al espectador. Era algo que dejaba sin aliento, no se podía negar. Pero Quin no podía sentir gran cosa en ese momento, aparte de una profunda incomodidad para la que no tenía palabras y un deseo de cerrar los ojos con fuerza. No quería ver más.
—Deja las sábanas donde están y pinta las paredes hoy mismo. Vas a tener que poner dos capas de pintura blanca.
—Tendré que usar un rodillo.
—Me da igual lo que tengas que usar, pero líbrate de esto. Quiero el lugar disponible el viernes. Al primo de Kenny lo ha dejado la parienta y está buscando un sitio. Que se venga.
Archie asintió sin apartar la mirada de las paredes. Quin salió del cuarto.
—Dios —dijo Archie por lo bajo, y negó con la cabeza una última vez antes de quitarse las gafas. Pintaría el cuarto sin ellas. Al menos así no tendría que mirar muy de cerca aquellas cosas que trepaban por las paredes y reptaban por el techo. Pero incluso una vez que las hubiera tapado, se preguntó si llegaría a olvidarlas algún día.