Capítulo 43

Stephen paseaba por el abarrotado salón. Las perneras de sus pantalones rozaban los dedos inertes de los pies de Janet, que sobresalían por debajo de la manta de cuadros que le cubría el regazo.

—Y ahora no hay ni rastro de Seth. Supongo que se lo habrán llevado consigo. Increíble, ¿no? Que puedan pasar cosas como ésa… He comprobado todas las cintas esta mañana antes de borrarlas, y lo he hecho a fondo. No salió del edificio. Se le ve yendo de la recepción al ascensor en la cámara tres, con esa chica, Apryl, y luego nada. Piénsalo, querida. No ha bajado desde entonces.

»Pero tampoco está en el dieciséis. Lo he revisado de arriba abajo. Está vacío. Lo que entró por allí ha vuelto a desaparecer. Se llevó lo que quería y se ha esfumado sin dejar ni rastro. La policía busca a Seth. Pero les va a costar mucho encontrarlo. —Se echó a reír, pero no había ninguna alegría en el sonido que brotó de su interior.

Se sentó en el sofá, cuyo desgastado tejido había quedado brillante tras diez años de roce con sus nalgas.

—La chica se marchó en una ambulancia. Tenías que haber visto cómo estaba. —Tomó un trago de la botella de whisky que empuñaba su enorme mano e hizo una mueca al sentir el ardor del licor en la garganta, antes de señalar con ella a su silenciosa e inmóvil esposa, que se limitaba a observarlo con ojos inquietos—. Parece que las cosas no han salido como estaba planeado, querida. Lo supe en el momento en que su novio, o quienquiera que sea ese tío, me despertó en plena noche. No, cariño, yo diría que un par de cosas no salieron como estaba previsto anoche.

En ese momento se disponía a preguntarle a su silenciosa esposa si podía oler aquello… aquel tufo terrible a algo quemado y podrido a la vez. Pero se detuvo al ver la pequeña figura que aparecía justo al otro lado del radio de la luz de la lámpara, en el minúsculo vestíbulo que había junto a la puerta principal.

Se quedó allí, sin amenazar con entrar del todo en el salón, cosa por la que los dos se sintieron agradecidos. Por el hedor que precedió a su aparición, su cabeza debía de estar echando humo todavía, pensó el jefe de porteros.

Stephen se levantó y tragó saliva. Janet comenzó a proferir un sonido frenético que parecía nacer detrás de su esternón. Empezó a columpiarse adelante y atrás en la silla de ruedas aparcada junto a la ventana, usando los pocos músculos de su abdomen que aún funcionaban después de los tres ataques consecutivos que habían paralizado el noventa por ciento de su sistema nervioso la noche que se introdujo en el apartamento dieciséis y se encontró con su hijo muerto por primera vez.

—Dios. —Stephen se apartó un paso de la sonriente aparición—. Dios mío.

—Ya te gustaría —dijo la cabeza ennegrecida.

Ya no había capucha alrededor de su cabeza. Parecía que se la hubieran arrancado. Al igual que una manga junto con el brazo que contenía. A la altura de la articulación brillaba algo oscuro. El resto de la trenca estaba ennegrecido y cubierto de manchas alargadas y desagradables, como si unas manos húmedas hubieran pasado las palmas a lo largo de la tela al tratar de agarrarse a ella. Pero lo peor, lo que hizo que Stephen gimiera en voz alta y dejara caer la botella de whisky, fue la cabeza de la que salía la voz.

El blanco de los ojos y de los relucientes dientecillos de su sonrisa dolorida acentuaban aún más la alquitranada ruina de la carne por el contraste.

—Traigo noticias.

—No las queremos. Ya no. No queremos nada de ti. —Stephen tragó saliva y trató por todos los medios de apartar los ojos de la masa tambaleante que había en el umbral—. Se acabó. Se ha terminado, ¿me oyes? He hecho lo que me pedisteis.

—De eso nada. Las cosas han cambiado.

—Para mí no. Teníamos un trato.

—Pues se ha ido a la mierda. Salvo que puedas traer otra vez a esa guarra aquí y meterla en ese cuarto con las criaturas, no vas a ir a ninguna parte. Pero no creo que quiera volver a ver ese sitio, ¿verdad?

Stephen negó con la cabeza lentamente mientras el impacto de las palabras de su hijo muerto iba haciendo efecto.

—No te pasará nada. Nadie sabe que estás en el ajo. Pero alguien tiene que mantener los símbolos de las paredes. Y debajo de los tablones. Si no eres tú, ¿quién nos va a hacer ese favor?

—No. Ya no. Tenéis a Seth. Teníamos un trato.

El cráneo ennegrecido y carbonizado sonrió.

—Será mejor olvidarse de Seth. Sólo nos quedas tú.

Stephen cayó de rodillas con las manos unidas en una súplica.

—Dile a él… Dile a esa cosa… que se acabó.

—Ve y díselo tú mismo. En la oscuridad. Donde yo acabo de estar. —El muchacho miró el lugar que antes ocupaba su brazo y luego, mientras recorría con la mirada el manchado abrigo, soltó una risilla—. No vas a ir a ninguna parte, papi. Te vas a quedar aquí a cuidar de mamá. Como una familia feliz.