—¡Apryl! ¡Apryl! ¡Joder! —Miles se apartó el teléfono de la oreja y echó a correr hacia la entrada de Barrington House. Subió la escalera de tres en tres hasta la plataforma de mármol pulido que había frente a las amplias puertas de cristal. La inercia hizo que patinara de costado sobre sus zapatos de suela de cuero. Era incapaz de respirar por la sorpresa y el miedo que le había provocado aquel grito: el terror en la voz de Apryl, perdida dentro de una ventolera que hizo que la señal, con un chirrido, se interrumpiera intermitentemente y al fin se cortara. Alargó la mano hacia el teclado y pulsó los botones de acero inoxidable. Uno. Nueve. Cuatro. Nueve.
En el interior del pesado marco de bronce que mantenía unidas las dos puertas de cristal, el mecanismo de la cerradura emitió un fuerte chasquido al abrirse. Pasó corriendo al interior y luego continuó por el largo y enmoquetado pasillo. Sólo al acercarse al amplio círculo del mostrador de recepción y el silencioso invernadero, con sus sillas, sus mesitas de café, sus revistas y sus jarrones de flores secas logró respirar de nuevo. Aspiró una enorme bocanada de aire cálido con unos pulmones que no estaban acostumbrados al ejercicio vigoroso.
«Por la salida de incendios», se dijo. Aquella salida de incendios. Hasta la escalera y el ascensor. Podía oír la voz vivaz de ella, hablándole de apartamentos y ascensores con frases que parecían extraídas de un diálogo de película, dando vueltas en un torbellino de pensamientos que era incapaz de detener.
Se lanzó escalera arriba. Entonces se detuvo. Y permaneció un momento impotente, con los miembros temblorosos, mientras su razón trataba de contener lo suficiente el incendio de su pánico para poder decirle que el apartamento se encontraba ocho pisos más arriba y él estaba casi rendido tras haber atravesado corriendo la zona de recepción. Ahí estaba el ascensor, podía cogerlo. Se encontraba en la planta baja. Sí, allí lo veía, con el espejo detrás, los paneles de madera y todo iluminado por una luz amarillenta.
Al entrar le temblaban las manos. Su dedo índice pulsó el botón equivocado, el del quinto piso. Luego pulsó el nueve. El cinco permaneció iluminado. También el nueve.
—¡Joder! —Gritó para sí, antes de controlarse y pulsar el ocho, el piso que tenía los números 16 y 17 esparcidos junto al botón.
¿Qué estaría haciendo ese cabrón de Seth? ¿Atacarla? ¿O algo peor?
¿Cuánto podía tardar aquella cosa? Le pareció que transcurría algo así como un minuto entero mientras el ascensor, entre chasquidos y chirridos de maquinaria, comenzaba a ascender hacia Apryl.
¿Qué iba a hacer? Sólo ahora que había dejado de correr y de aporrear los botones y se veía obligado a permanecer inmóvil y aguardar tenía tiempo de pensar lo que se esperaba de él. Se preguntó si podría incluso pelear, llegado el caso. Simplemente, no estaba seguro. Su última pelea había sido en el colegio, décadas atrás.
—Oh, Dios —dijo al pensar en lo absurdos que estaban resultando los acontecimientos de aquella noche. ¿En qué estaba pensando Apryl? Cuando el condenado ascensor se detuvo en el quinto piso, su nerviosismo se transformó en rabia dirigida contra ella. Sus ridículas historias, sus alocadas especulaciones sobre asesinatos y luego aquello, colarse en una casa de noche en compañía de un guardia de seguridad chiflado como una especie de detective aficionada. Se maldijo a sí mismo por haberse dejado involucrar en aquello. Nunca se había parado a considerar la posibilidad de que tal vez estuviera tan loca como su tía.
Finalmente, el ascensor llegó al octavo piso. Pero ahora que se encontraba tan cerca ya no quería salir. Desde la ventanilla de observación enrejada de la puerta del ascensor, comprobó el descansillo. No había nadie, pero la puerta principal de uno de los apartamentos estaba abierta. Debía de ser el dieciséis.
—Joder. —Con el máximo cuidado posible, abrió la puerta exterior y miró hacia los lados para asegurarse de que nadie lo esperaba allí agazapado—. Apryl —susurró en un tono muy bajo—. Apryl. —Y esperó, con la mitad del cuerpo fuera del ascensor, a que llegara una respuesta.
No llegó.
Salió del ascensor, se acercó al apartamento dieciséis y, al asomarse, sólo vio un pasillo sin iluminar, descuidado y vacío.
Desde el umbral volvió a llamarla otras dos veces. Entornó lo ojos y trató de ver lo que había al final del pasillo, pero estaba demasiado oscuro. Tendría que entrar.
Así que lo hizo, lentamente, incapaz de dar crédito a lo que le estaba sucediendo: entrar sin que lo invitaran en un apartamento privado de un edificio privado. Pero no había dado ni dos pasos dentro del apartamento cuando se agazapó, con el cuerpo tenso, y exclamó en voz alta:
—¡Jesús!
Podía oírlo. La multitud. La tormenta. Las voces. Todas las cosas de las que ella le había estado hablando. Daban vueltas y vueltas al otro lado de la puerta central de la parte izquierda del pasillo. Por la que el tío abuelo de Apryl había arrojado a Hessen.
Dudaba que tuviera las fuerzas necesarias para tocar siquiera el picaporte. Pero entonces la oyó. En la lejanía, allí dentro. Llorando. En medio de aquellos rugidos y aquel griterío excitado, como si una tribu de simios se hubiera reunido en las ramas de los árboles por encima de un leopardo, la oyó. Con pequeños y quebrados sollozos. Gimiendo y suplicando clemencia, como si la estuvieran asesinando.
—¡Dios! —Se abalanzó sobre la puerta.
Y cayó en la nada. En la más pura ausencia.
Un lugar en el que sólo se percibían un frío glacial y el clamor de miles de voces que gritaban. Pero cayó sobre un suelo sólido que no podía ver, con las manos pegadas a las orejas. Y al retorcer el cuerpo en busca de la chica, sintió que sus pies y la parte baja de sus piernas colgaban por encima de un borde, cuyas profundidades eructaban un viento aún más frío y más violento, como si hubiera topado con un gigantesco acantilado y no tuviera otro sitio adónde ir salvo arriba, en dirección a la eternidad.
Arrastrándose, logró apartarse del abismo junto al que había caído, pero en ese momento una colección de cosas parecidas a dedos, tan finas como lápices y tan duras como huesos, lo asió por el tobillo como si fuese un inesperado asidero aparecido de repente en una penosa escalada desde el olvido.
Se puso trabajosamente de rodillas, con los brazos extendidos para que el viento no lo arrastrara al precipicio que podía sentir cómo se abría a su alrededor en medio de aquel caos negro como la pez. Tenía la camisa hinchada como un globo y su corbata se agitaba de lado a lado como la cola de un perro.
—¡Apryl!
La vio, agitando los brazos de un lado a otro, tratando de arañar con los dedos a dos figuras encorvadas que había sobre ella. Una de sus botas lanzó una patada y giró violentamente las caderas en un gesto desesperado. En las puntas de sus tacones se veían los reflejos de la escasa luz que lograba colarse a través de la puerta abierta por la que había caído.
Apoyado sobre las manos y las rodillas reptó hacia allí. Y vio un niño. Aunque le pareciera imposible, un niño con un abrigo con capucha sacudía los brazos tratando de alcanzar la cara de Apryl, que se debatía de un lado a otro para esquivar los golpes. Luego la emprendió a patadas con ella para que se moviera. Para empujarla hacia adelante… Miles pensó en el abismo sobre el que sus propias piernas acababan de estar suspendidas. La otra figura, capaz a duras penas de permanecer en pie en medio del tifón, intentaba inmovilizarla agarrándola por los brazos.
Se puso en pie y dio dos pasos, como un borracho, en dirección a ellos. Tuvo que rodearse el tórax con los brazos en un intento desesperado por soportar los terribles y violentos escalofríos que amenazaban con arrojar su cuerpo helado al abismo. Pero entonces se detuvo en seco al ver lo que entraba y salía del vacío sin luz que rodeaba a las figuras que forcejeaban.
Había rostros sin cara y carne sin piel sobre huesos que se retorcían de manera atroz en aquella luz mínima, y patas traseras que lanzaban coces a las demás criaturas ciegas y de zarpas ávidas. Y frente a este tapiz en movimiento de desfiguración y criaturas óseas de miembros convulsos, cuyas mandíbulas parecían estar dislocadas de sus cráneos, un rostro rojizo de brazos largos y marrones que nacían de unos hombros imposiblemente pequeños parecía precipitarse sobre el trío enzarzado en la pelea. Pero entonces, con una brusca sacudida, volvía hacia atrás, como si tirara de él algún invisible arnés, alejándolo de la luz, antes de repetir el movimiento. Pero cada vez que regresaba estaba un poco más cerca de Apryl y de las siluetas sacudidas por el viento que nunca volverían si llegaban a caer allí dentro.
El muchacho encapuchado levantó la mirada hacia Miles en el último momento, cuando el pie de éste lo alcanzó en mitad del torso. Empujado por el viento, salió despedido hacia atrás como una cometa en una corriente y fue tragado al instante por los miembros móviles y tendinosos, demasiado flacos para servir de gran cosa aparte de arañar en la oscuridad. Pero Miles había sentido la solidez de la criatura contra la suela de su zapato, la misma solidez de un niño de verdad. Y el saliente del que todos ellos colgaban lo había prácticamente succionado.
Con los sentidos cada vez más embotados y aquejado por una dificultad creciente para respirar, Miles comprendió que el hombre de la camisa blanca, con el rostro y los ojos cubiertos por una película de escarcha, era Seth. Y el demente portero de noche, con las fuerzas que aún le quedaban en aquella terrible tormenta, estaba tratando por todos los medios de arrojar a Apryl al abismo, tirando de ella por un brazo que había logrado sujetar a la altura del codo.
El cuerpo de Apryl giró sobre sí mismo hasta quedar boca abajo, y tanto su cabeza como los hombros desaparecieron tras el borde, en medio de un racimo de criaturas temblorosas y blancas de miembros ávidos. El ser de la cabeza rojiza volvía a estar casi encima de ellos.
Miles saltó impulsándose con el pie que tenía más adelantado y embistió a Seth en pleno pecho con el hombro.
Y entonces cayó, con la mitad del cuerpo sobre la plataforma invisible, la única cosa que los sustentaba en medio de aquel remolino, y la otra mitad fuera. Miles oyó el agudo grito que profirió Seth. Y con el rabillo del ojo tuvo la certeza de ver cómo la esquelética y rojiza criatura abrazaba la forma frenética de Seth con un movimiento espantoso que le recordó al que hace un cangrejo para llevarse la comida a las fauces con las pinzas.
Y entonces su cabeza se hundió por un instante en algo que primero le pareció un montón de helechos y ramitas puntiagudas y luego una masa de carne fría. Pero entonces empujó con todas sus fuerzas hacia atrás y se apartó del borde del saliente.
Y vio el cuerpo de Apryl de cintura para abajo. El resto de ella se había perdido, como si la hubieran seccionado por la mitad, y colgaba del borde de la plataforma. Las garras de las criaturas que arañaban desde un lugar que, afortunadamente, sólo estaba iluminado parcialmente, estaban arrastrándola hacia el vacío. De rodillas, lanzó un largo grito y la agarró por los tobillos. Asió uno y luego otro con los dedos entumecidos y tiró hacia atrás, hacia la superficie sólida que seguía sin poder ver. Donde Apryl se balanceó de lado a lado, con las manos en la cara, ciega y contusionada por el terrible frío.
Con sus últimas fuerzas, gritando hasta que sus cuerdas vocales amenazaron con romperse, mantuvo agarrados los dos tobillos por las botas. Tendido de espaldas, tiró de ellos como si estuviera remando en una balsa para sacarla de allí. Hacia la puerta abierta y la luz.
Apryl se movió. En el suelo, a su lado, donde estaba hecha un ovillo contra la pared, frente a la puerta que se había cerrado violentamente cuando salieron arrastrándose, helados y balbucientes. Al otro lado, en lo que desde fuera aparentaba ser una habitación, los últimos murmullos del viento y los terribles gritos de los condenados finalmente quedaron en silencio.
Entonces Apryl volvió a moverse y emitió un gemido. Miles se arrastró hasta ella, que yacía encogida dentro de su abrigo en la penumbra.
—Apryl. Apryl. Apryl —musitó, dirigiéndose a ambos en realidad, para introducir algo real y familiar en aquel lugar siniestro—. Soy yo. Estoy aquí, cariño. —Alargó una mano hacia donde creía que debía de estar su brazo, pero ella retrocedió rápidamente hacia la pared ocultando todos los miembros bajo el abrigo, sin dejar de ocultar la cara mientras seguía profiriendo aquellos pequeños sollozos.
—Me duele —dijo en medio del llanto.
—Apryl, soy yo, Miles. No pasa nada, cariño. Estoy aquí.
Pero ella, en lugar de responder, permaneció inmóvil junto a la pared, tiritando bajo el abrigo.
Miles miró a su alrededor en la oscuridad para asegurarse de que todas las puertas estaban cerradas. En algún lugar de su interior prendió y luego se propagó una chispa roja de rabia. Se puso de rodillas.
—La policía está de camino —dijo, respondido por el eco de su voz en el apartamento—. ¿Los oyes?
Apryl comenzó a llorar con voz débil y a columpiarse adelante y atrás, como si le doliera mucho. Al acostumbrarse a la oscuridad, Miles vio que se agarraba el cuerpo con fuerza y que tenía la cabeza gacha. Estaba realmente mal. Tenía que sacarla de allí de inmediato.
Dejó que la levantara sin oponer resistencia. Se puso en pie como si estuviese acostumbrada a que la llevaran de un lado a otro. Pero Miles no le separó los brazos del torso y ella mantuvo el cuerpo inclinado y la cabeza orientada hacia el suelo hasta que estuvieron fuera del apartamento, bajo la luz amarilla de delante de las puertas del ascensor, donde, con toda la suavidad que le fue posible, dijo:
—Enséñamelo, Apryl. Enséñame dónde te duele. —Sólo entonces le mostró ella las heridas.
Vio la carne ennegrecida de sus muñecas y por todas las manos, como si se las hubiera lastimado al tratar de quitarse algo. Sus preciosas manos blancas estaban negras con algo que emitía un brillo apagado, como el cuero endurecido o el tejido congelado. Y le faltaban algunos dedos.
Sus finos brazos temblaron cuando por fin levantó la cara y le mostró su hermoso rostro, pálido y cubierto de lágrimas en algunas zonas, y con el pelo arrancado a un lado de la cabeza.
La apretó contra su pecho y tragó saliva. Cerró los párpados con fuerza para expulsar de su mente la última visión de la criatura que los había seguido justo hasta el umbral de la puerta. Algo que se movía a cuatro patas y había tratado de agarrar a Apryl en la misma entrada. Hasta que ella le había dado una patada. Le había clavado los tacones con todas las fuerzas que le quedaban a su mente y a su cuerpo. Lo había pisoteado como si fuese un montón de leña. Y Miles se dio cuenta de que lo que había visto esfumarse allí, mientras lo absorbía el borboteo de aquel vacío, era todo lo que quedaba de Félix Hessen. Había estado lo bastante cerca del pintor como para verlo una vez más, y quizá durante todas las noches hasta el fin de sus días, cuando tendió hacia la muchacha unos brazos tan largos y tan finos que no podían ser más que hueso.