Capítulo 40

Seth llevaba dentro cinco minutos. Y ella había permanecido allí, nerviosa, junto a la puerta del apartamento dieciséis, dando vueltas a un mechero en el interior de uno de los bolsillos de su abrigo mientras trataba de oír algo en el interior del piso.

En una ocasión le pareció oír que se acercaba a la puerta a paso vivo, como si estuviera corriendo hacia ella. Pero ésta no se abrió. Y los pasos sonaban diminutos, como los de un niño.

Cuando alzó la voz y lo llamó «¿Seth? ¿Seth?», los pasos se detuvieron y su recuerdo sobre ellos se volvió vago de repente, lo que la llevó a pensar que procedían de otra parte del edificio, de otro piso, de otro apartamento. Puede que fuese así.

Y entonces le pareció oír que se cerraba una puerta en el interior del apartamento. Lejos, detrás de la mampostería y la madera. Claro que también aquel ruido podía haberse originado en otra parte del edificio. Era difícil de decir.

Pero no podía quedarse fuera mucho más tiempo. ¿Qué estaba haciendo allí, de todos modos? Se preguntó si Miles tendría razón. Si aquello sería una trampa, una emboscada. No podía seguir así mucho más tiempo. Sacó las manos de los bolsillos.

—Hola. Soy yo.

—Apryl. ¿Estás bien?

—Sí.

—¿Qué está pasando?

—Ni idea.

—¿Has entrado?

—No, sigo esperando fuera. Lleva una eternidad ahí dentro. No sé qué está haciendo. Me ha dicho que esperara aquí. ¿Lo espero toda la noche?

—Esto no me gusta. Voy a subir.

—No. No lo hagas. Lo estropearás todo. Se lo he prometido.

—Podría ser una trampa.

—No. Ya te lo he dicho… Creo que es inofensivo. —Lo dijo para tranquilizar a Miles, pero no estaba segura de seguir creyéndolo ella misma.

—¡Crees que es inofensivo! Por Dios, Apryl.

—No sé por qué está tardando tanto. Así que voy a entrar. No ha cerrado con llave. Sólo quería decirte que voy a dejar la línea abierta. Por si acaso.

—Apryl, no entres. No quiero que lo hagas. Es un error. Estás cometiendo un allanamiento de morada. No me gusta cómo se está poniendo todo esto.

—No me pasará nada. Confía en mí. Tú limítate a escuchar. Por si acaso. No me quedaré mucho rato. Sólo quiero ver qué hay ahí dentro. Nos veremos en unos minutos.

—Me estoy hartando de esto. Es una locura. ¿No te sientes ridícula?

Apryl empujó la puerta principal.

Los goznes chirriaron al abrirse hacia dentro la pesada puerta. Al otro lado había un pasillo a oscuras. La luz del descansillo le permitía vislumbrar a duras penas el extremo de un lúgubre ático en estado de abandono.

—Seth —susurró en dirección a la penumbra—. Seth. Seth.

Dio un paso hacia el interior y buscó el interruptor de la luz. Y se encontró con un antiquísimo trasto de cerámica que se parecía a la mantequera de su abuela, sólo que del revés. Lo accionó, y sonó un chasquido hueco que no recibió respuesta de los elaborados apliques de las paredes.

Guiada tan sólo por la luz procedente del descansillo, siguió adentrándose en el desierto corredor, acompañada por los crujidos del parqué bajo sus pies.

—Seth —dijo de nuevo, esta vez en un tono más alto—. Seth. ¿Dónde estás?

Al pasar junto a otros dos interruptores, los accionó también sin ningún éxito. No funcionaban.

Se estaba quedando sin luz. La oscuridad del apartamento se tragaba el brillo amarillento del descansillo antes de que pudiera propagarse desde la entrada. Y entonces, de repente, todo se volvió negro a su alrededor.

Volvió la cabeza hacia atrás y vio que la puerta principal se había cerrado silenciosamente hasta la mitad, como empujada por su propio peso en dirección al marco. Retrocedió, temiendo que sus tacones hicieran demasiado ruido sobre el suelo de madera, abrió la puerta y la bloqueó con su espejito de mano. Luego volvió a encaminarse al pasillo.

Esta vez se fijó mejor en las puertas por las que estaba pasando. Suponía que las más pequeñas, pintadas de blanco, pertenecían a armarios. Las otras debían de dar a habitaciones, como en el piso de Lillian.

—Seth —dijo. Una nota de autoridad, mezclada con irritación, tornó penetrante la palabra en medio del silencio.

Apryl sacó el mechero, lo encendió y lo levantó para tratar de ver mejor.

Un papel decididamente feo cubría las paredes. El paso del tiempo lo había teñido de marrón y tenía una textura granulosa bajo los dedos de Apryl. Las paredes estaban desiertas, como en el resto de los apartamentos que había visto. No había ni rastro de los cuadros que Seth había prometido mostrarle, ni tampoco de él, por cierto.

—¿Seth? ¿Seth? Me estás asustando. ¿Dónde estás?

Tras avanzar unos pasos más, se quedó prácticamente sin otra luz que un tenue vestigio de la que entraba por el pasillo y el pálido parpadeo de su mechero. La brillante pero escasa llama de éste se dispersaba en la fría y densa atmósfera sin llegar a penetrar en las sombras más allá de un pequeño radio. Pero alcanzó a revelar una puerta cerrada a mano izquierda del pasillo. En el piso de su tía abuela correspondía al salón. Y en su interior le pareció oír una voz lejana.

—¿Seth? ¿Eres tú?

Como desde muy lejos, la voz de él respondió:

—¡Apryl, no! No entres. ¡Quieta!

Una corriente escapó por la ranura que quedaba entre la puerta y el suelo y sopló fría sobre sus manos. La llama del mechero parpadeó un momento, teñida de azul, y luego empequeñeció sobre la rosca del mechero antes de apagarse. Aunque pareciera imposible, era como si la voz de Seth hubiera llegado hasta ella desde muy lejos. Permaneció inmóvil, con todo el cuerpo tenso, sintiendo un hormigueo en la base de la columna vertebral. Escuchó.

Alguien estaba hablando de nuevo dentro de aquella habitación. Sí, se oía una voz. No, varias voces. ¿Sería un televisor? ¿Una radio? Se acercó a la puerta y pegó la oreja a la madera. El sonido parecía lejano, como si estuviera andando junto al estadio de los Yankees en hora de partido. Debía provenir de más allá del edificio.

A su mente afloró de repente todo lo que la señora Roth y el señor Shafer le habían contado sobre los ruidos que oían dentro de aquel apartamento. Se llevó el móvil al oído y se apartó de la puerta.

—¿Miles?

—Sí, aquí estoy. ¿Qué pasa?

—No sé. Aquí dentro no hay luz. No veo gran cosa. Pero oigo algo. Aunque no sé si viene de fuera. ¿Tú oyes algo desde ahí abajo?

—¿Cómo qué?

—Como una multitud.

—¿Qué quieres decir?

—¿Hace viento fuera?

—¿Qué?

—Viento. Que si hace viento fuera.

—No. Hace un frío de mil demonios y hay mucha humedad, pero no sopla nada de viento. ¿De qué estás hablando?

—Estoy oyendo algo. —Desde luego que lo oía. O estaba aumentando de intensidad o su oído mejoraba por momentos. Era como una tormenta. O algo realmente ruidoso y lejano pero que no captaba con toda nitidez. Desde debajo de la puerta, el aire frío aumentó su fuerza e hizo que se apartara otro paso.

—¿Apryl? ¿Apryl? —oyó que decía la vocecilla de Miles desde el teléfono.

—¿Seth? ¿Qué estás haciendo? —preguntó ante la puerta al tiempo que volvía a levantar el mechero delante de su cara. Intentó encenderlo, pero la corriente de aire lo hacía imposible.

—Aquí abajo —dijo una voz desde el interior de la habitación, al otro lado de la puerta. ¿Era Seth?

—¿Cómo? —Rápida, desesperadamente, sus dedos hicieron girar la ruedecilla de metal del mechero. Levantó el teléfono—. Me parece que oigo a alguien dentro de la habitación.

—Apryl, me estás preocupando. ¿Qué demonios está pasando ahí?

Apryl levantó el mechero. Éste soltó una chispa y se apagó. Entonces, al siguiente intento, se encendió. Dio un paso titubeante hasta el umbral mismo del cuarto, con la llama delante de la cara. Aturdida por los furiosos latidos de su propio corazón, entornó los párpados por encima del mechero y decidió echar un vistazo al interior de la habitación para averiguar qué estaba haciendo Seth. Tenía que ser él. Con alguien más. ¿O estaría hablando solo? Acercó la mano al picaporte.

Y la puerta se abrió sola.

Alguien la había abierto desde el otro lado. Apryl aspiró profundamente. La llamita del mechero se apagó al instante, engullida por la oscuridad y el frío que salieron de pronto de aquel cuarto con un rugido atronador, como si una presión tremenda se abriera paso desde un espacio confinado pero volátil. Sí, todo estaba vivo allí dentro. El aire estaba vivo y tan saturado de gritos que retrocedió ante su embestida.

La escasa luz procedente del descansillo se apagó y todo cuanto había en su campo de visión —el mugriento papel de las paredes, la forma imprecisa del techo, la moldura— se esfumó. Todo desapareció. Eclipsado por algo tan denso y negro que no dejó otra cosa que una sensación térmica.

Mientras Seth salía huyendo de allí, de aquella eternidad, el pelo de Apryl se pegó a su cráneo y sus párpados se entrecerraron bajo la repentina acometida de un viento ártico. Y con él salió una ráfaga de aullidos de tal miseria y frenesí que Apryl no pudo hacer otra cosa que sumarles su propio y prolongado grito. Pero al menos el suyo procedía de una boca viviente.