Capítulo 39

Seth levantó el pestillo y cerró la puerta detrás de él.

Las luces del vestíbulo estaban encendidas. El pasillo se alejaba de él como un embudo rojo de apariencia carnosa, con coágulos de sangre en el suelo, en los espacios entre las lámparas. Y estaba en completo silencio. Todos los cuadros estaban cubiertos de muselina como la última vez que entrara allí acompañado. Apartó el recuerdo de su mente y cruzó el pasillo teñido de color sangre hasta la sala de los espejos, con una vaga sensación de movimiento en el aire que lo rodeaba, como si una energía inquieta invadiera aquellas salas, dando vueltas y vueltas, incluso cuando él no se encontraba allí.

Las cosas parecían tranquilas aquella noche en la sala de los espejos. Al otro lado de la puerta no se oía ningún grito arrastrado desde el techo por una corriente de aire lejana. Nada daba golpes, ni reptaba o arrastraba otras cosas hacia la oscuridad. Nada. Sólo el aire inmóvil y frío en el que el mayor artista conocido por el hombre se ocultaba detrás de sus cuadros.

Se detuvo un instante. Contuvo las vueltas que daba su cabeza. Hizo acopio de fuerzas para enfrentarse a lo que pudiera ver, para soportar lo que pudieran compartir con él aquella noche y para no pensar en lo que sería de Apryl, la dulce Apryl. Allí dentro, en aquel cuarto. Era «la última». Eso había dicho el chico. Luego tendría que aprender a vivir con ello. Y si el tal Miles lo denunciaba, ¿qué?

¿Qué podrían probar él o cualquier otro? Diría que ella lo había obligado a mostrarle el apartamento porque estaba obsesionada con una conspiración relacionada con un pintor muerto. Sólo tenía que conservar la sangre fría y mantener la puerta cerrada hasta que ellos hubieran tomado lo que querían. Pero ¿luego seguiría viva, como la vieja señora Shafer? Tenía que ser así. ¿Qué iba a hacer con una muerta? ¿Dónde estaba el muchacho? Tenía que hablar con el muchacho antes de meter a Apryl allí.

Tragó saliva, abrió la puerta y se asomó a la fría y oscura habitación. No había nada salvo los suelos de madera desnuda, los marcos tapados y los espejos vacíos. Su cuerpo se estremeció de alivio. Puede, sólo puede, que no fuese a ocurrir nada aquella noche. Nunca se podía estar seguro, pensó, cuando se trataba con tales criaturas.

Tanteó en la pared interior hasta encontrar el interruptor de la luz y, al pulsarlo, una luz débil y rojiza inundó el espacio. Algún conservador invisible había vuelto a cubrir los cuadros, pero había dejado destapados los cuatro grandes espejos, frente a frente por parejas, de manera que sus plateados pasillos se reflejaban unos en otros y formaban sendos túneles que se alejaban hasta los últimos confines de la luz y de la visión. Paso a paso, caminó hasta el centro de la habitación, observando los espejos por si veía algún movimiento. En busca del que quería conocer a Apryl.

Pero sólo se vio a sí mismo.

Entonces apretó los dientes al pensar en lo que vería aquella noche entre los bordes de los marcos dorados, chillando, retorciéndose y desplegando los miembros. Estaba todo preparado. ¿Los destaparía? ¿Expulsarían a las criaturas para que todo volviera a empezar una vez más?

Era hora de ir a buscar a su invitada.

Pero al volverse hacia la puerta, un movimiento repentino y veloz atrajo sus ojos hacia el espejo de la derecha, sobre la chimenea vacía. Y cuando miró en aquella dirección, lo único que vio en el espejo fue un reflejo de su propio semblante pálido.

No había sido nada. Sólo su imaginación.

Entonces, en la periferia de su campo de visión, a la izquierda, volvió a detectar un movimiento rápido pero lejano dentro de otro espejo. Se volvió rápidamente hacia él. Y no vio nada, salvo el reflejo de sus ojos negros devolviéndole la mirada.

Le sorprendió que los cuatro espejos estuvieran conectados en un lado de cada reflejo. Como si los cuatro, al mirarse, ofrecieran un medio de paso a lo que quiera que contuviesen. Antes de ser utilizados como salida por todo lo que fuese arrastrado hasta su interior.

Anticipándose a un movimiento circular, se volvió al instante hacia el siguiente espejo, en el extremo de la sala rectangular. Y allí vio que un rostro pálido cruzaba por el fondo de la superficie plateada, a medio camino del túnel de los reflejos, pero esta vez más cerca de la superficie del espejo. Esta vez fue una mancha roja, un momentáneo florecimiento de color escarlata cerca de la base del espejo, como si una cara coloreada sobre un cuerpo encorvado estuviera mirando hacia dentro, hacia la habitación donde se encontraba él solo en aquel momento.

Tenía demasiado miedo como para volverse y ver lo que se había acercado a la superficie en el siguiente espejo, el que tenía detrás. Una inesperada estática le había erizado los pelos de la nuca.

Movió los ojos hacia abajo y hacia la derecha, pero fue incapaz de volverse del todo. En su lugar, se quedó mirando el suelo de madera a sus pies. Y escuchó.

Las luces emitían un pequeño zumbido. No había otro sonido. O puede que sí. En la lejanía. Quizá fuese el tráfico lejano del mundo del exterior, más allá de las cortinas, las ventanas y las paredes. O el rumor de una tormenta que, al aproximarse a Barrington House, arrastrara sus inicios sobre los tejados y los desfiladeros de piedra de las calles y los callejones.

No. No era un movimiento hacia adelante, sino hacia abajo, y desde una distancia enorme que, sin embargo, menguaba a cada segundo que pasaba.

Un momento de mareante pánico invadió cada molécula de su ser, y entonces, de repente, logró escapar de las garras de la parálisis que lo aturdía y correr hacia la puerta. Pero el muchacho encapuchado se encontraba frente a él, en el umbral. Con las manos en los bolsillos y el rostro escondido en el interior en sombras de la capucha.

—Vienen a por esa guarra, Seth —dijo—. Quieren enseñarle el otro lado. La vieja zorra de su tía se les escapó, pero no se van a quedar sin ésta, colega. De eso puedes estar seguro.

La enormidad de lo que estaba sugiriendo aquel delincuente lo dejó sin aliento. Negó con la cabeza. Su sonrisa nerviosa lo hacía sentir idiota.

—No. No lo haré.

Dio otro paso hacia el muchacho.

La capucha se movió de un lado a otro.

—De eso nada. La vas a traer aquí a toda leche. No permanece abierto mucho tiempo. Ya te lo dije. Tienes que darte prisa. Mete aquí a esa guarra y cierra la puta puerta. Ya sabes cómo se hace, colega. Se te da bien. No empieces a ablandarte ahora. Sólo te está utilizando, tío. Piensa que eres un capullo chiflado. Está tratando de jodernos el negocio. Así que tiene que desaparecer. Lo de esta noche va a ser especial, Seth. Va a pasar al otro lado. Allí abajo, con nuestro amigo.

—Pero ¿qué hago con el cuerpo? A ella no puedo dejarla en una cama y largarme sin más. Hay un tío que sabe que está aquí.

El muchacho cerró la puerta de la sala de los espejos dejándolos a los dos allí dentro. Levantó la mirada.

—No habrá ningún cuerpo, colega. Ya te lo he dicho. No va a quedar ni rastro de esa guarra cuando el jefe termine con ella. La tía va a pasar al otro lado, como él, hace muchos años. No va a quedar absolutamente nada, joder.

—Pero…

—¡Ya viene! Va a empezar, tío. —La voz rezumaba tanta dicha infantil que parecía cargada de tensión. Los pequeños brazos salieron de los bolsillos y una fila de dedos, fundidos todos en una única masa, apareció por un momento a la luz.

Sobre ellos las luces parpadearon. Luego, de repente, se ensombrecieron. Fue como si una nube pasara por delante del sol. El cuarto se cubrió de sombras. Y entonces llegó una voz desde el exterior de la habitación, pero demasiado lejana como para formar parte de aquel lugar. Una voz que lo llamaba por su nombre:

—¿Seth? ¿Seth? Me estás asustando de verdad. ¿Dónde estás?

Era Apryl.

—¡Apryl, no! —gritó—. No entres. ¡Quieta!

—¡Cierra la bocaza! —chilló el crío, y a continuación alzó los pequeños brazos como si pretendiera entablar una pelea con él.

En ese momento, la temperatura descendió bruscamente hasta que Seth se sintió como si tuviera los huesos llenos de finos carámbanos. Lo que quedaba de la habitación, las paredes, el suelo y el rodapié, el muchacho encapuchado y la misma sustancia de lo sólido y lo visible, se fundió en la oscuridad tan de prisa que dejó de ver hasta el suelo de madera bajo sus pies.

El instinto le suplicaba que huyera. Que corriera en dirección a la puerta y abandonara el edificio seguido por Apryl. Pero sabía que no tenía alternativa. Había sentido tal impotencia desde su llegada a la ciudad que la voluntad ya no era un recurso que pudiera emplear. ¿Lo había sido alguna vez?

Y de todos modos, el encuentro era inevitable. La presencia que se había colado en sus sueños y lo había vigilado desde lejos, la que le había permitido abrir los ojos al mundo, acabaría por presentarse más tarde o más temprano. Siempre lo había sospechado.

Dio dos pasos titubeantes hacia donde su memoria le decía que se encontraba la puerta, con todos los músculos del cuerpo temblorosos por el frío glacial y la repentina aparición de los gritos que descendían desde lo alto, dando vueltas, impotentes, arrastrados de un lado a otro por frías turbulencias.

A su espalda, algo exhaló un suspiro. Llenó la fría sala con un chirrido que parecía salido de unos pulmones más grandes que los que habría podido albergar un cuerpo humano. El sonido se prolongó formando una dilatada espiración y se dispersó como un gas lleno de escarcha por todos los rincones del cuarto. Se arrastró por el suelo para tragarse los últimos vestigios visibles a los ojos de Seth.

Su compañero encapuchado no estaba por ninguna parte. No había ni rastro de él. Ni de calor o evidencia alguna de que el mundo existiera o hubiera existido alguna vez.

Y entonces llegaron todos los demás. Desde arriba, en una multitud de gritos y alaridos distantes. Precipitándose tan rápidamente hacia él que sintió deseos de desplomarse de terror para no poder verlos.

Dio varios pasos temblorosos sobre unas piernas que apenas alcanzaba a sentir y tuvo la certeza de que se le pararía el corazón y la sangre se le helaría y luego estallaría en mil pedazos si algo llegaba a tocarlo allí dentro, en la oscuridad.

Tras él, muy cerca ya, en competición con el torbellino que caía sobre él y que no se atrevía a mirar por miedo a ver cómo descendía, oyó el ruido de unos pasos sobre un suelo duro.

El tono del suspiro continuado que inundaba el lugar a bocanadas se alzó con una nota de expectación. O de excitación. Bajo aquel manto de temor fue incapaz de discernirlo. No podía pensar con claridad. Ya no sabía casi nada: ni en qué dirección estaba mirando, ni si sus pies seguían tocando el suelo, ni si su cuerpo estaba cayendo, cayendo y cayendo hacia el lugar en el que tendría que haber estado el suelo. Ni por qué en un lugar en el que no había norte ni sur, cielo ni tierra, seguía llegando tan lejos con la mirada. Puede que sólo distinguiese unos centímetros más allá de su nariz, pero podía vislumbrar algo rojizo que se movía cuando él parpadeaba y trataba de enfocar la mirada. Y que sólo se hacía nítido durante una fracción de segundo, momento en el que creía entrever lo que parecía ser una tela teñida de rojo sobre una cabeza de pequeño tamaño, con unas facciones marcadas que presionaban contra el ajustado tejido escarlata. Y cómo brotaba el suspiro de lo que podría haber sido una boca abierta.

Se tapó los ojos al sentir que el frío le quemaba la carne de la cara.