Cuando llegó Apryl, a la una de la mañana, Barrington House estaba envuelto en una oscuridad húmeda. Las luces de la mayoría de los apartamentos estaban apagadas. Sólo en las zonas comunitarias las bombillas descoloridas iluminaban las lúgubres escaleras y los deprimentes descansillos. Pero no había nada reconfortante en aquella luz, nada cálido, ni nada en el tenue fulgor del interior que pudiera inspirar el deseo de buscar refugio allí, aunque fuera estuviese lloviendo.
Al final de la zona de recepción Seth observó a Apryl mirar a través de las puertas principales el lugar en el que él se sentaba cuando se ponía el sol. Alrededor de su silueta, la noche era un borrón de profundidad y reflejos, como una combinación de mundos interiores y exteriores. Dos lugares distintos unidos en aquella fina capa de cristal.
Llevaba un abrigo largo y oscuro y tenía el cabello recogido con un pañuelo. Casi podía percibir su olor. Aquel dulce, maravilloso olor. Incluso al otro lado de la puerta, antes de que ella abriera usando la contraseña, pudo sentir su llegada.
Detrás de la esbelta figura de Apryl oyó el ruido del motor de un coche y luego vio pasar un taxi negro. ¿Había venido en taxi? Le había dicho que no lo hiciera. No quería que nadie la viera entrar en el edificio aquella noche. Ni que le dijera a nadie adónde iba. Tenían un trato. ¿Quién podía saber cómo iban a salir las cosas allí arriba? Le bastó con pensarlo para ponerse enfermo de miedo.
Miró al techo. Parte de lo que fuera que hubiese allí dentro debía de haber escapado de la sala de los espejos en una época en que tanto los inquilinos como Barrington House eran más jóvenes, antes de que al edificio lo envejeciera lo que había entrado en él, lo que ahora moraba entre sus antiguos ladrillos.
Había llegado a pensar que todo empezó con el comienzo de la vida y que el edificio no era más que el ojo de la cerradura por el que se habían colado algunas corrientes de aire. Pero sólo podía suponer por qué invisibles caminos se había propagado luego su influencia. Hessen la utilizaba para encontrar aliados y destruir a sus enemigos. De entre aquellos que estaban cerca de él y de aquel terrible colectivo que utilizaba la locura y la pesadilla para dejarse ver en los lugares a los que sólo podían llevarlo hombres como Hessen. Para no devolverlos luego.
Hessen había esperado cincuenta años a que alguien terminara su obra. Era más grande que Seth y éste no podía desafiar su voluntad. Su tutor había esperado demasiado tiempo aquella oportunidad. Incluso había inmovilizado a la señora Roth y a los Shafer para mantenerlos cerca todo ese tiempo mientras esperaba. Sin olvidar nunca. Sin perdonar. Tan puro en su propósito como debe ser un artista.
Salió de detrás de la mesa y se acercó a recibir a Apryl.
—Has venido en taxi. Te dije que no lo hicieras. Te dije que fueses discreta.
—No lo he hecho. El taxi me ha llevado sólo hasta Sloane Street y desde ahí he venido andando. Como tú querías. —Alargó la mano y le tocó el brazo—. No pasa nada. Puedes confiar en mí, Seth. Quiero que confíes en mí.
Al mirar sus preciosos ojos y luego demorarse un instante en los labios rojos, pintados de un escarlata brillante que contrastaba de manera cautivadora con el blanco de la piel de su rostro, sintió que era capaz de creerla. Siempre pasaban taxis por allí, buscando clientes en las zonas más opulentas de la ciudad. Eso era todo. Pero, Dios, sí que estaba nervioso.
—¿Tienes las llaves? —preguntó ella.
Seth las sacó del bolsillo. Las hizo tintinear en el llavero de plata delante de la cara de la chica.
—Recuerda. Si alguien te ve, si te encuentras con el jefe de porteros, no menciones el número dieciséis. No estará por aquí, pero te lo digo por si acaso. ¿Vale?
—Claro. Vale. —Estaba nerviosa pero había emoción en sus ojos. Eso le gustaba. Sintió el deseo estúpido de darle un beso antes de que subiera. Pero al pensar adónde se dirigía tuvo que tragar saliva para tratar de desalojar el pánico de su garganta.
—Deja que coja el busca. Luego subiremos por la escalera. El ascensor hace demasiado ruido y a veces se para. No quiero correr ningún riesgo.
—Seth, lo que estás haciendo… tiene que terminar. Lo sabes. Y lo vamos a hacer juntos. Lo entiendes, ¿verdad? Lo que trajiste aquí se puede devolver a su lugar. De algún modo tenemos que poder.
Su forma de mirarlo le provocó una reacción en el estómago, en el centro mismo de su ser. Sintió un grato estremecimiento. Y un pequeño mareo. Era un tipo de mujer a la que se podría quedar mirando sin más. Toda la vida.
Pero no se enteraba de nada.