Capítulo 36

Y al fin había llegado la hora en que podía bajar el último tramo de escalera hasta su apartamento en el sótano. Con la mente, la espalda y las piernas cansadas, como si todo su ser estuviera amoratado de fatiga, Stephen se dirigió hacia allí. De vuelta con su esposa. Normalmente iba a verla media hora durante la pausa de la comida y luego otra vez a las seis y media, cuando llegaba el portero de noche.

Stephen era la única compañía que le quedaba a Janet. La única voz real que oía nunca, aunque ya no fuese demasiado locuaz. A los inquilinos les gustaba ser ellos quienes hablaran, y les complacía Stephen porque escuchaba y nunca invadía su espacio ni su tiempo con su propia personalidad. Era una táctica que tenía sus ventajas. Cuanto menos dijeras, más fácil era tu vida.

En la única parte del sótano que estaba enmoquetada se hallaba la puerta del apartamento que le correspondía como jefe de porteros. A su alrededor se oían los chirridos, estremecimientos y sacudidas de la sala de motores, ruidos que se alzaban por encima del distante bombeo de las calderas. Allí abajo, si te concentrabas, podías oír aquel tráfago en todo momento. Cuando aceptó el trabajo y se mudaron allí, Janet y él pensaron que no serían capaces de soportar el constante ruido. Pero si algo había aprendido como jefe de porteros de Barrington House es que uno se acostumbra en seguida a toda clase de cosas y acepta lo que no se puede cambiar.

Mientras introducía la llave en la cerradura, se preguntó si Janet sería consciente en todo momento del funcionamiento de las máquinas del edificio o del paso de los vehículos por la calle, un nivel por encima de su sótano. Ya nunca salía del piso salvo que él la llevara a alguna parte. Cosa que Stephen no hacía si significaba alejarse más de kilómetro y medio en cualquier dirección.

Una vez dentro del piso, en el pequeño pasillo que estaba demasiado lleno de cosas como para que una persona pudiera incluso inclinarse, se quitó los zapatos. El calor y el olor de las pacientes exhalaciones de Janet lo alcanzaron al instante. El piso no era lo bastante grande para una persona y mucho menos para dos. Pero Janet no se movía demasiado, así que se las arreglaban lo mejor que podían.

Estiró un brazo y tanteó en busca del interruptor de la luz donde el pasillo se abría al salón. Las viejas cortinas y la moqueta barata hacían que el piso pareciera naranja, un color que, de algún modo, contribuía también a reducir sus dimensiones. No le gustaba pasar demasiado tiempo allí dentro, y por las tardes hacía lo posible para irse a dormir temprano. Para terminar con la miseria de cada día.

No había bajado a la hora de la comida a encenderle la televisión a Janet. Aquel día no. Había tenido mucho que hacer arriba. Así que Janet se había pasado toda la mañana y las primeras horas de la tarde allí sentada, en la oscuridad.

Silenciosa e inmóvil, permanecía en su silla, exactamente en la misma posición en que la había dejado aquella mañana, con su bata rosa y la manta de cuadros sobre el regazo y las piernas.

Olía a pis.

Y debía de estar sedienta. El vaso con la pajita, en la mesita que tenía junto al brazo, estaba vacío.

Pero no a caca. Sí, lo había hecho aquella mañana antes de que él subiera a trabajar.

Le habría gustado abrir una ventana para airear la minúscula habitación. Estando tan cerca de la caldera, el calor resultaba insoportable. Pero la ventana estaba justo detrás de la silla de Janet y no quería que cogiera frío.

En la cocina, que siempre le recordaba a la caravana que antes alquilaban en Devon, abrió la nevera. Las superficies eran de fórmica y todo estaba construido en miniatura, como si lo hubieran hecho para una casita de muñecas. Qué manera de vivir.

Abrió la nevera, que emitió un silbido. Quedaban tres platos precocinados. Tomaría el estofado Lancashire. Aquella noche, después de haberse pasado todo el día oliendo las axilas de Piotr, no le apetecía el curry. Después de terminar, y una vez que los macarrones con queso se hubieran enfriado, podría dárselos a Janet. Ella no podía decirle si estaban demasiado calientes. Tenía que fijarse en sus ojos para saberlo.

Mientras el microondas ronroneaba y daba vueltas con la luz encendida, fue al salón y puso en marcha el televisor con el mando a distancia. Al instante bajó el sonido. Se deshizo el nudo de la corbata, de color plata, con movimientos parsimoniosos. Luego se desabrochó las mangas de la camisa y se las subió hasta los antebrazos. Janet lo observaba.

Del pequeño armario que había sobre el horno sacó el whisky de malta que el señor Alfrezi le había regalado las últimas Navidades. Era la última botella, pero los inquilinos eran muy generosos en Navidad. Si cuidabas de ellos, ellos cuidaban de ti, le decía siempre al personal. Y le diría lo mismo a Seth cuando le traspasara el apartamento. Le transmitiría sus sencillas instrucciones y consejos… como llevaba diez años deseando hacer. El momento ya casi había llegado.

Tomó dos grandes tragos directamente de la botella y se encogió al sentir cómo se abría paso el ardiente licor por su garganta. Sí, iban a ser unas buenas Navidades.

Las pasadas se había llevado tres de los grandes en propinas, además de cuatro botellas de champán, dos de tinto de primera y ocho de whisky. Y este año sería aún mejor. Su mujer estaba muy enferma, todos lo sabían. Y había respondido a las muertes de la señora Roth y de Tom Shafer con «notable sensibilidad», según el señor Glock. La hija de Betty Roth incluso le había cogido las dos manos y le había dicho algo muy parecido con lágrimas en los ojos. Al parecer, su madre le tenía mucho cariño. Cosa que él no había notado nunca.

Se acercó al sofá que había junto a la silla de Janet y, con un fuerte suspiro, se dejó caer pesadamente sobre él. Luego colocó los pies encima del pequeño escabel acolchado. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

Janet miraba el suelo delante de su silla sin expresión alguna en la cara. Últimamente no parecía reaccionar a casi nada. Salvo a una cosa: pero aquello nunca fallaba.

Dio otro trago a la botella y exhaló un suspiro de satisfacción.

—¿Sabes, cariño? Me alegro mucho de no haber visto nunca lo que viste ahí arriba. Dentro del piso. Seth va a subir allí esta noche para hacerle el trabajo sucio al crío. Y se va a llevar consigo a esa preciosidad. La que heredó la casa de la vieja Lil. Ya sabes, la nieta. Y luego podré largarme, querida. Muy lejos. Adiós muy buenas.

Janet seguía mirando el suelo. Estaba empezando a enfadarse con ella. Para ser sinceros, como compañía nunca había valido gran cosa. Pero ¿qué sabía él cuando se casaron? Por aquel entonces no se tenían tantas oportunidades y posibilidades como los jóvenes de hoy en día. Al verlo con perspectiva, estaba seguro de que habría hecho las cosas de otro modo. Pero aún tenía tiempo. Tiempo de largarse de allí y disfrutar un poco. En lugar de vivir en aquella desmoralizante lata de sardinas al servicio de cretinos ricos como Glock y Betty Roth.

Hizo un gesto de cabeza en dirección a su mujer y alzó las cejas para subrayar su argumento.

—Y los dos sabemos demasiado bien lo que puede pasar si decides colarte allí arriba, ¿verdad, cariño? Ya te lo dije entonces y te lo repito ahora: lo que está muerto es mejor que siga muerto. Si lo traes de vuelta sólo puedes causar problemas. Pero no podías hacerme caso, ¿verdad?

En la cocina sonó el timbre del microondas. Stephen se levantó de su asiento y fue hacia allí. Mientras quitaba la humeante tapa del estofado, siguió hablando distraídamente sin volver la cabeza.

—Tenías que subir allí arriba como la vieja Lil a revolverlo todo en busca del crío. Si no lo hubieras hecho, nada de esto habría ocurrido. Así que creo que se puede decir que es todo culpa tuya. En serio. Si no hubieras traído al cabezota de nuestro hijo de dondequiera que estuviese metido haciendo de las suyas, la vieja Roth y los Shafer seguirían tocándole las pelotas a todo el mundo en Barrington House. Y nosotros no nos habríamos quedado aquí encerrados hasta ahora, hasta su muerte. ¿Lo sabías? ¿No? Pues ahora ya lo sabes, cariño.

Dio la espalda a la encimera con la comida en una bandeja.

—Cuesta creer que ese mamón tan cruel fuese carne de nuestra carne. —Negó con la cabeza—. Dios, aún no puedo creer que consiguiera que Seth se cargara a los viejos Shafer y a Betty. Aunque no sé de qué me sorprendo. Durante todos aquellos años, mientras yo servía a mi país en Irlanda, tú dejaste que ese cabroncete anduviera por ahí suelto hasta que se convirtió en un pequeño salvaje. ¿Eh? Le encantaba crear problemas, vaya que sí. Hasta que acabó por quemarse. Dios todopoderoso. Pero es mucho más peligroso muerto.

Echó la mezcolanza de verduras y dados de humeante ternera en un plato de pyrex y cogió un tenedor de un lado de la bandeja.

Sopló sobre la comida, se llevó rápidamente el tenedor a la boca y siguió hablando mientras masticaba.

—Hay que reconocer que Seth ha hecho lo que tenía que hacer. Lo mismo que yo. Aunque me enorgullezco de decir que he sido más concienzudo que él. Siempre se deja las puertas abiertas. Nunca piensa las cosas a fondo. Es demasiado nervioso para el trabajo. Pero yo limpio a fondo lo que él se olvida de limpiar. Arreglo las cosas. Como siempre he hecho en este puto sitio. Me aseguro de que los símbolos sigan detrás de los cuadros, en los sitios justos, tal como me enseñó nuestro hijo, por mucho que se empeñe la dirección en cambiar la decoración. Menudo trabajo me dieron en la escalera del bloque oeste cuando trajeron los nuevos grabados. Tuve que trabajar de prisa en el exterior de los pisos que al chaval le interesaban para que las cosas siguieran donde estaban y mantener a la gente aquí hasta su muerte. Cosa de la que Seth se está ocupando con una eficiencia de la que, honradamente, no lo creía capaz cuando lo contraté. Así que me gusta pensar que nuestro crío, y los amigos que se ha traído consigo, están satisfechos con mi trabajo. Aunque el pequeño cabroncete es tímido, cariño, muy tímido. Lo habrá sacado de su madre.

Se recostó en el asiento y chasqueó los labios. Se pasó la lengua sobre las encías.

—Pero supongo que le han estado enseñando cosas a Seth, como hicieron contigo la noche que pasaste allí arriba. —Señaló con el tenedor para dar mayor énfasis a sus palabras—. En el caso de Seth, como es pintor, era exactamente lo que tenía que ver. Ya sabes, para inspirarse. Los pintores necesitan esas cosas. Eso es lo que me dijo el crío la última vez que lo vi. Y Seth tiene más estómago para ellas que yo. Le gustan. No como a los demás. Ni tampoco a ti. Mírate ahora, ¿eh? Es lo que pasa cuando uno anda fisgando donde no debe. Me pregunto lo que le tienen preparado a esa chica, Apryl, ¿eh, cariño? Nunca le he preguntado al crío lo que le ha pedido a Seth que haga, pero algo me dice que no es lo que ella se espera.

Se terminó el estofado en silencio, concentrado. Tenía hambre y persiguió cada guisante hasta el último rincón del plato.

—Mmm. Voy a servirte los macarrones con queso, querida. Antes te gustaban, pero para mí que huelen y saben a mierda.

De regreso a la cocina, metió el cartón del estofado en el cubo de basura y luego dejó el plato en la palangana azul, dentro del fregadero.

Una vez que la comida de Janet estuvo lista, se arrodilló en el suelo junto a su silla, cogió un poco de un lado del plato, donde estaba menos caliente, y sopló en el tenedor para asegurarse.

—Toma, ya verás qué bien.

Sin mirarlo a los ojos, Janet dejó que le metiera el tenedor en la boca, masticó unos segundos y luego tragó.

—Pero esa chica… —continuó él—. Es un poco perturbador. Por eso necesito un trago. Y pienso acabarme la botella esta noche, ¿me oyes? Así que te agradezco por anticipado que hoy no montes mucha bulla.

Janet miró a su marido con los ojos más abiertos.

—Es muy guapa, Janet. Ya te lo había dicho antes. Una chica preciosa y muy bien educada. A pesar de todos esos tatuajes, es tan amable como Lillian. Me recuerda a la vieja Lil. La verdad es que sí. —Negó con la cabeza y luego le metió el tenedor en la boca tres veces en rápida sucesión. Le dolían las rodillas y quería terminar cuanto antes.

—Ya fue lo bastante malo ver las caras de Betty y del viejo Tom Shafer, pero no me apetece saber lo que le hacen a una criatura joven y bonita como Apryl. Lo de la chica es un desgraciado accidente, lo reconozco. Simplemente ha tenido la mala suerte de estar en el lugar erróneo en el momento equivocado. Y de meter la nariz donde no debía. Como tú. Una desgracia. Una puta desgracia, cariño. Y como tú, aquella primera vez, dudo que vuelva a ser la misma después de haber estado allí arriba con ellos. Tan cerca, ya sabes. Tendrá suerte si no le da un ataque también. Espero que sea el corazón lo que le falle. De verdad. Para que no acabe como tú.

Dejó el tenedor sobre la bandeja.

—Ya es suficiente. No quiero que empieces a engordar otra vez. No puedes hacer ejercicio y esta mierda está llena de grasa. —Con un gruñido, se puso en pie apoyándose en el brazo de la silla de Janet—. Voy a por una servilleta, tienes toda la barbilla manchada.

Cuando volvió con la bayeta que utilizaba para limpiar la superficie de la cocina, Janet estaba llorando. Le limpió la barbilla.

—Mira, si te vas a poner así otra vez te meto en el dormitorio y cierro la puta puerta. He tenido un día muy duro. Intentemos pasar las próximas semanas sin jodernos el uno al otro. Entonces se acabará todo. Confío en que la hija de la señora Roth venda los dos pisos. Y sabes tan bien como yo que las cosas no tardan mucho en venderse por aquí. Así que después de eso, se acabó. No creo que pueda arriesgarme más que un mes, como mucho. Porque cuando alguien se mude al dieciséis, ¿qué? ¿Eh? Podría quedarme aquí, atrapado de nuevo gracias a ti. Ya estamos corriendo muchos riesgos. Dos muertes, la señora Shafer chiflada perdida y ahora lo de la muchacha. Así que le pasaré el puesto al bueno de Seth lo antes posible y luego adiós muy buenas, cariño. Me lo prometieron. Me dejarán salir. Llevo una puta década sin poder pasar de Bond Street.

Sorbió entre dientes un momento y levantó la mirada hacia el techo.

—Puede que todo salga bien. Si lo piensas un poco, hasta puede que me haga quedar bien. Lo he pensado a fondo, cariño. No como vosotros, putos blandengues. Verás: la tensión de los recientes sucesos, todos estos años soportando la invalidez de mi esposa y luego el quedarme viudo… ¿Quién podría culparme por dejar el puesto? ¿Por hacer las maletas y marcharme en busca del sol? Creo que saldrá bien.

Janet comenzó a emitir una especie de gemido. Un fuerte lamento que procedía del fondo de su pecho. Sus ojos volaron de un lado a otro, como si estuviera buscando una salida.

Stephen no le prestó atención. Habría hablado solo de no haber estado ella allí para escucharlo. Para organizarlo todo dentro de su cabeza. Hablar solo ayudaba. Allí lo hacía mucha gente.

—No tienen nada contra mí. He cumplido con mi parte y ahora puedo irme. El chaval me enseñará cómo eliminar lo que sea que me tiene aquí atrapado, lo que no me deja alejarme más de un kilómetro y medio. Ya me conozco al dedillo toda la puta zona. Ahora le toca a Seth. Querían un pintor y les he dado un pintor. Aunque yo diría que con él han hecho un trato distinto. Yo me negué a matar a esos viejos cabrones. Aunque Dios sabe que lo he pensado muchas veces, sólo por poder salir de aquí. Pero entonces apareció Seth. En el momento justo. Joder, qué frío hace.

»Así que te daré otros quince días y luego te llevaré allí arriba por última vez. Bastará con una última visita. No dirás que no te aviso con antelación. Es lo justo. Pero aún no sé la fecha exacta. Habrá que esperar un tiempo para ver cómo salen las cosas, así que sé paciente. Y luego, el crío y tú podréis pasar juntos todo el tiempo que queráis.

Janet trató de echarse hacia adelante en la silla. El esfuerzo fue tan grande que los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas, y Stephen, sin mirarla, le puso una mano sobre el pecho y la empujó hacia atrás. Con un jadeo, su mujer volvió a quedar inmóvil.

—Después de eso, cualquiera sabe lo que puede pasar. Es sólo una teoría, ojo, porque allí arriba las normas son distintas, pero creo que Seth nunca podrá alejarse mucho de este sitio. Cadena perpetua para el viejo Seth. Se quedará en este piso hasta que las ranas críen pelo. Y tú también, cariño. Puede que tu cuerpo sí se marche cuando todo haya terminado, cuando hayan acabado contigo allí arriba. Pero tú no. Tú irás donde están nuestro hijo, la vieja Roth y Shafer. Quizá allí podréis reanudar la amistad, en ese otro sitio, con el resto de ellos. No quiero estar por aquí cuando eso suceda. Ya ha sido suficientemente malo pasar tanto tiempo juntos. No quiero seguir viéndote en los espejos o en los cuadros de las escaleras. No sería bueno para mis nervios. Seguro que tú especialmente lo agradeces.

Tomó asiento junto a ella y dio otro trago a la botella. Janet comenzó a proferir un sollozo constante y rítmico.

—Vamos, no hace falta ponerse así. Esto no tenía nada que ver con nosotros hasta que tuviste que meter las narices.

Se levantó y se acercó a la silla. Janet se encogió. Quitó los frenos de goma grisácea de las ruedas, la apartó de la pared y la empujó en dirección a la puerta del dormitorio.

—No entiendo por qué hacéis las cosas las mujeres. En serio, no lo entiendo. Siempre metiendo las narices donde no se os ha perdido nada. Y luego, cuando todo se va a la mierda, venga a llorar y a protestar.

Introdujo la silla en el diminuto dormitorio y la dejó en el rincón, junto a la cama.

—Ahora quiero pasar un rato solo. Llevo todo el día de pie. Te cambiaré por la mañana. Ahora mismo no soy capaz de hacerlo.

Cerró la puerta y dejó a su esposa en la oscuridad. Al sentarse de nuevo en el sofá pensó, aunque era una mera suposición, que los inquilinos serían muy generosos en Navidad, cuando anunciara que se retiraba como jefe de porteros de Barrington House.