Capítulo 35

Mientras subía por la oscura y angosta escalera, no pasaba un instante sin que lamentase haber insistido en ver sus cuadros. Pero no por miedo a él, que le parecía un sujeto inofensivo; vehemente, emotivo y sensible, pero no agresivo. Sin embargo, había una faceta de su carácter que sólo ahora estaba empezando a entender. Podía soportar su tendencia a abstraerse en sí mismo, sus rápidos cambios de humor, las incesantes digresiones que brotaban de sus precipitados y excitables monólogos, pero aquella mirada atormentada y rayana en algo muy próximo al verdadero terror la inquietaba ahora mucho más que en el restaurante. Porque allí estaba más presente, como si la estuviera llevando hacia algo a lo que también ella debería tener pánico.

Pero cuando pensaba en que vivía sobre aquel pub de tres al cuarto, en un laberinto de paredes con la pintura levantada, alfombras apestosas y pasillos tenebrosos, congas ventanas mugrientas sobre patios atiborrados de basura y garajes abandonados, sentía incluso lástima por Seth y su triste vida. Trabajaba de noche en Barrington House, bajo la luz cegadora y blanca de aquella recepción, y luego se iba a dormir a una de aquellas habitaciones durante el día, sólo para despertar avanzada la tarde en aquel vecindario deprimente, habitado por gente peligrosa y marginada, y todo ello al tiempo que trataba de completar una visión abstracta y tortuosa. Algo así bastaría para volver loco a cualquiera. Tuvo que poner coto a su innata tendencia a la empatía, que estaba interfiriendo en su propósito: había ido allí para descubrir hasta qué punto estaba implicado con aquella cosa terrible, aquella fuerza homicida que moraba en Barrington House.

Subió tras él por un edificio que apestaba a sudor masculino, a comida frita y a ropa húmeda secada en los radiadores, a través de un número excesivo de escaleras, recodos y pasillos que se desvanecían en la oscuridad o desembocaban delante de puertas de color rojizo.

Cuando finalmente Seth salió de la escalera y la llevó por un descansillo abarrotado de armarios viejos y luego por un pasillo estrecho hasta su puerta, estaba exhausta. Entonces, mientras él abría la puerta, se miró con irritación las piernas para buscar el lugar en el que se había arañado con algún objeto de madera en la oscuridad. El fino material de sus medias se había desgarrado y le caía hasta el tacón del zapato en tres sitios distintos.

—Está terriblemente desordenado. Espero que lo entiendas, sólo es un espacio de trabajo. Normalmente no vivo así.

—Claro. Déjame entrar. No me gusta estar aquí fuera —dijo con una voz levemente teñida de fastidio mientras volvía la mirada un momento hacia el oscuro y estrecho pasillo por el que habían pasado. Habría que clausurar aquel lugar. ¿Cómo podía alguien vivir allí?

«Normalmente no vivo así.»

¿Quién podría hacerlo sin perder la cabeza?

Había pintado las putas paredes.

Había cubierto tres cuartas partes de la habitación con un mural que la mayoría de los psiquiatras atribuirían a una mente enferma.

Las figuras suspendidas de aquella oscuridad sin fin anularon todos sus otros sentidos, aparte de la vista. Era infantil en su simplicidad. Un primitivismo estridente y desnudo que rehuía la literalidad en el retrato para sumergir al espectador en la conmoción de la distorsión y el pánico psíquico.

Tuvo que sentarse en la cama, desde donde siguió observando las paredes con la boca abierta. Mirando aquellas cosas retorcidas que sonreían o chillaban colgando del infinito y la oscuridad absoluta.

—Es sólo un lugar para plasmar ideas. Estudios de figuras. Los esbozos preliminares están detrás de ti. La mayoría de ellas las hice de noche. Y tengo muchas más del mismo estilo en los cuadernos. Sólo estoy tratando de encontrar los colores en las paredes. Y también una combinación de texturas para el fondo que… que sobrecoja realmente.

Pues lo había conseguido. Si Hessen había llegado a pintar algo, seguro que se parecía a aquello. Apartó los ojos de las paredes y miró el suelo, cubierto de sábanas saturadas de pintura y manchas de grasa. En un rincón del cuarto se veía ropa amontonada. Aparte del viejo y amarillento frigorífico y la cama manchada de sudor no había nada. Ni una sola cosa que le permitiera apartar los ojos de las paredes y de las cosas que gritaban en ellas, desfiguradas, crucificadas, flageladas y clavadas en el sitio.

Aquellos seres atormentados y torturados no pretendían iniciar un diálogo ni sugerir algo parecido a una narrativa. Sólo existían para inspirar asombro en quien los mirara. La golpearon con un puño de espanto, pero también con una fría descarga de reconocimiento. Como si la experiencia más desapacible y dolorosa del espectador —los momentos paralizantes de duda y desesperación, la asfixia de la aversión hacia uno mismo y el odio, las cadenas del pesar y la cuerda floja del miedo— estuviera personificada en aquellas figuras. Eran los mismos y mórbidos destellos de seres medio formados y sumidos en la agonía, aquejados por la violencia de la desintegración, que Hessen había empezado a dibujar a partir de 1938. Pero Seth había llevado sus ideas un paso más allá, usando los estudios de Hessen como trampolín, para poder plasmar todo lo que aquéllos prometían en lienzos de mayor tamaño y en la riqueza de los óleos.

—Tú has visto sus cuadros, Seth. En alguna parte. Estoy convencida de ello. Dímelo, Seth, por favor. Por eso trabajas en ese edificio. Lo sabías.

Seth negó con la cabeza y se apartó un paso de la ventana, desde donde había estado presenciando cómo Apryl quedaba paralizada frente a las paredes.

—No. No había oído hablar de él en toda mi vida. Yo estudié a Brueghel, al Bosco, a Dix y a Grosz. Todos ellos me parecían interesantes. Puede que fuese eso lo que me preparara para esto, para continuar con su trabajo. Y Londres es el medio perfecto para hacerlo. La frontera es más fina aquí. Nada se marcha.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella. Lo entendía a medias, pero su mente no quería procesar la verdad.

—Me sucedió algo. En mis sueños, mientras trabajaba aquí. Algunos fragmentos de los sueños seguían en mi cabeza al despertar. El mundo cambió desde entonces. Pensé que me había vuelto loco. Comencé a ver cosas, Apryl. Después de oír los ruidos en el apartamento dieciséis. Como si estuviera tratando de llamar mi atención. Así que entré. Y vi los cuadros. Y entendí lo que había estado viendo. Lo que me había mostrado un maestro en mis sueños.

Dejó de hablar. La expresión de Apryl lo silenció. Al oírlo mencionar los cuadros del apartamento dieciséis, Apryl sintió que se le erizaba la piel por debajo del cabello.

—¿Cuadros? ¿Los cuadros de Hessen siguen allí dentro? —Se levantó—. Dímelo, Seth. Dime la verdad. ¿Hay cuadros dentro del piso?

Seth apartó la mirada, hizo una mueca, como si alguien acabara de entrar en la habitación, y al fin dijo:

—Lárgate, joder.

—¿Cómo?

—Perdona. No es a ti.

—¿Seth?

Él sacudió la cabeza. Sus labios se movieron, como si estuviera a punto de hablarle a la puerta, y luego desvió la mirada, se cubrió las pálidas y temblorosas facciones con las manos y suspiró.

—No es… no es seguro.

—¿Seguro? No entiendo. ¿Qué quieres decir?

Seth se dejó caer en la cama sin apartar las manos de la cara.

—No puedo decírtelo. No me creerías. No debería haber entrado allí. No está permitido. No puedes contárselo a nadie. Sólo quería asegurarme de que nadie había irrumpido en el apartamento. Por los ruidos. Y la llamada de teléfono. Pero entonces los vi. Los cuadros. Dios mío, esos cuadros…

Al terminar la frase volvió a mirar la puerta roja de su habitación, como si alguien la hubiera aporreado de pronto o hubiera llamado a voces desde el otro lado.

—Vigila lo que dices cuando hables conmigo, capullo. Y le vas a enseñar los cuadros, Seth. Lo dice nuestro amigo. Quiere conocer a esta putita. Darle su merecido por cotilla. Como a su tía, la vieja bruja. Hay muchas cosas que cotillear en los sitios adecuados, ¿no te parece? Lo sabes mejor que yo, tío. Así que llévala allí arriba. Ya sabes dónde.

»Es la última, Seth. Ya casi has terminado. Y recibirás tu recompensa. El arreglará las cosas. Verás qué bien sales de ésta. Vas a venirte a vivir con nosotros. Sólo tienes que pintar unos cuadros y hacer algunas cosas y vendrás a vivir con nosotros. Siempre estaremos juntos. Así que haz lo que te decimos, joder, y lleva a esta zorra allí arriba.

—¿Qué cuadros? ¿Los de Hessen?

Seth exhaló un fuerte suspiro. Luego tragó saliva. Apartó los ojos de la puerta y la miró. Con pena, pensó ella.

—Tienes que entenderlo. Nada me había dado nunca tantas ideas. Ningún otro artista me había hablado de ese modo. Me lo ha enseñado todo de nuevo. Me ha enseñado a encontrar una voz propia, Apryl. Pero…

De repente, Apryl se sintió mareada. Desorientada por las cosas absurdas que él estaba diciendo y la repentina certidumbre de que los cuadros de Hessen existían de verdad. Era como estar leyendo de nuevo los diarios de Lillian. Y que la confirmación hubiera llegado así…, de la mano de aquel joven nervioso y obsesivo, con unas ojeras tan profundas por la falta de sueño que comenzaba a aparentar que sufría de una enfermedad terminal.

—Necesito beber algo. —Dio un trago al vino blanco, barato y ácido, que Seth tenía en la nevera. Al menos estaba frío. Luego volvió a sentarse en la cama para recomponerse—. Seth, quiero saber qué hay dentro del apartamento dieciséis.

Con una mueca en el rostro, él se sirvió un poco de vino en una taza de café sucia y luego encendió otro cigarrillo.

—Quiero saber qué les sucedió, Seth. A mi abuela y a los demás. Sabes que él los mató, Seth. Que aún sigue en el edificio. Lo sabes, ¿no?

El cuerpo del hombre pareció deshincharse mientras se sentaba al borde de la cama. Metió la cabeza entre las rodillas y, al arquear la huesuda columna, todas las articulaciones se hicieron visibles por debajo de la fina camisa. Ella cruzó las piernas tan de prisa que las medias sisearon.

—¿Lo ayudaste?

Seth levantó la cabeza.

—Me engañaron.

—¿Cómo? ¿Cómo lo hizo?

La miró con el rostro pálido y ojos salvajes y desbocados.

—Yo sólo dejé que volviera. No sabía… —Tragó saliva y miró hacia la puerta, con los ojos cubiertos de lágrimas—. Y luego fue demasiado tarde.

Apryl le puso una mano en el antebrazo. Él la miró y se echó a llorar.

—De todos modos, nadie nos creería —dijo Apryl, tanto para sí misma como para él—. Sobre lo que sabemos. Lo que sólo nosotros sabemos. —Entonces sus ojos se endurecieron de repente con una fuerza tal que lo aterrorizó—. Pero hay que devolverlo a su lugar, Seth. Y hay que cerrar lo que ha usado para entrar, sea lo que sea. Mató a alguien de mi familia. Y tú lo ayudaste. Así que ahora vas a ayudarme o habrá problemas. Más de los que podrás soportar. Y Miles lo sabe. Mi amigo. Lo sabe todo, así que será mejor que no me pase nada cuando suba al apartamento dieciséis y acabe con esa mierda. ¿Entendido?

Fuera de la habitación, alguien tropezó en la oscuridad y maldijo con un marcado acento irlandés. Los dos se quedaron mirando fijamente un momento. Apryl se llevó una mano al pecho.

Seth tragó saliva.

—No es eso. Puedo meterte allí fácilmente. Muy fácilmente. No es eso.

—Entonces ¿qué?

Él miró a la puerta y susurró, como si le diera terror que alguien pudiese oírlo.

—Es peligroso.

Apryl sintió que se le helaba la piel y luego se le ponía tensa alrededor de los músculos.

—¿Cómo?

—El apartamento. Cambia las cosas. Es peligroso verlo. Y no creo… que todo el mundo pueda ver los cuadros. —Lo dijo con tal convicción que ella se estremeció, como si de repente hubiera entrado una corriente helada por debajo de uno de los descascarillados marcos de madera de las ventanas.

Seth señaló la pared.

—Esto no es nada comparado con su obra. Es un simple facsímil. Pero sus cuadros son… Hay algo antinatural en ellos. Algo imposible. Cambian. Están vivos. —Y entonces tuvo que apartar la vista, como si fuese incapaz de soportar la visión del miedo de Apryl—. Hessen sigue allí dentro. En el apartamento. Y no está solo.