Sentado a solas en la mesa de la ventana del bar del cine (que, como siempre, estaba vacío a primera hora de la tarde, después de la salida de los espectadores de la sesión de mediodía y antes de la llegada de los trabajadores en busca de anestesia mental), Seth se removió en la silla mientras estudiaba nerviosamente Upper Street en busca de Apryl.
Después de darse un largo baño, el primero en semanas, y de ponerse la ropa más limpia que pudo encontrar, había dedicado un momento a contemplar las paredes de su habitación. Y concluyó con satisfacción que Apryl quedaría asombrada. Sobre todo cuando le dijera que aquello formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso.
Luego despejó el suelo para que la chica pudiera moverse y observar su obra desde distintos ángulos. Tres de las paredes ya estaban cubiertas. Y ni la granulosa luz del día ni la luz eléctrica de la solitaria bombilla del techo podían aliviar la oscuridad que contenían, ni impedir que se propagara reptando sobre el suelo y el techo mugriento. Hasta las esquinas y los ángulos rectos en los que se unían las paredes se perdían en las sombras si uno no hacía un esfuerzo por ver las junturas.
Pero en medio del lustre de la lisa ausencia de luz brotaban las figuras. Salidas de una profundidad que dejaría estupefacto al público. ¿Cómo lo había creado?, le preguntaría ella. ¿Cómo era posible sugerir tal sensación de infinito o transmitir la impresión de terrible frío que se apoderaba de ti al mirarlas? No tenía ni la menor idea.
Había utilizado la escalerilla de mano de la cocina para aumentar la altura de la pieza y así incrementar la sensación de que los personajes estaban suspendidos de la nada. Aunque tampoco estaba seguro de cómo había conseguido el efecto de movimiento de sus figuras. Porque había movimiento en toda la obra. La interminable y fría oscuridad en la que sus tormentos se repetían hasta el infinito parecía ahora rebosante de extrañas corrientes.
A veces, cuando su trabajo lo cogía desprevenido, se sentía tentado de pensar que ya no eran paredes, sino una enorme apertura a otro lugar, un lugar tan vasto y profundo que no había manera de encontrar el otro extremo. Y las imágenes de las figuras, dibujadas desde distintos ángulos, que ascendían a la superficie como atraídas por la luz de su cuarto, todavía lograban sobresaltarlo cada vez que entraba. Aunque sólo hubiera ido al baño y volviera al cabo de pocos minutos, sin poder evitarlo se quedaba absorto, presa de mudo asombro, al contemplar lo que había hecho, lo que había plasmado allí arriba.
Era imposible familiarizarse con ellas, con todas aquellas cosas que se rodeaban con sus propios brazos, o que estaban allí cautivas en contra de su voluntad, cuyos trazos captaban tensión y resistencia en las extremidades sólo sugeridas, o en la perfecta sutileza de un ojo abierto de terror, o en el temblor de un labio justo después de un chillido de desesperación.
Todas tapadas, rehechas y luego perfeccionadas hasta alcanzar el ángulo y la postura perfectos para cada una de ellas. Hasta que los dientes castañeteaban estúpidamente y las bocas se abrían para proferir gritos que creías poder oír, y los ojos aparecían enrojecidos transmitiendo un dolor que sacaba chispas a tus terminaciones nerviosas.
Apryl le había hecho redoblar sus esfuerzos aquella mañana. Sus manos habían sido más cuidadosas al trazar, cortar y rehacer las oscuras manchas rojas y negras de las que las retorcidas figuras nacían húmedas y aullantes. Era como si de pronto tuviese algo que demostrar, como si estuviera preparando una exposición para una audiencia predispuesta. Si sus dibujos la habían afectado, quedaría sobrecogida al ver su fresco.
No estaba en peligro. No podía estarlo. El muchacho encapuchado y su amigo del apartamento dieciséis no podían tener nada contra ella. Sólo había estado cinco minutos en el edificio. Y no había por qué profundizar en el tema de la señora Roth y los Shafer. Era imposible que los hubiera conocido demasiado. E incluso en el caso de que así fuese, seguro que habría aplaudido su desaparición. Tenían cuentas pendientes. Y a cambio de su ayuda ahora lo estaban recompensando. Ellos podían conseguir cualquier cosa. Como que una chica preciosa entrara en tu vida cuando tu mente estaba hecha pedazos. Alguien que podía volver a colocar todos los trozos en su sitio y convertirte de nuevo en una persona completa. Así lo había insinuado aquel monstruo encapuchado. Le había dicho que le traerían un regalito, algo muy bueno.
¿Era posible algo así? ¿Que le estuvieran haciendo una ofrenda por todo lo que él había entregado al lugar de los espejos? Apryl había despertado algo vital en Seth que llevaba mucho tiempo moribundo. Y a pesar de su apariencia descuidada y miserable, había visto algo interesante detrás de ello. Había intuido en él algo que la había interesado. Incluso había hablado del destino después de ver sus dibujos. De una conexión. Y ahora quería ver más muestras de su trabajo. Y comer y tomar algo con él; pasar tiempo en su compañía. Incluso era posible que aquella mujer extraordinaria estuviera dispuesta a acompañarlo a casa para ver sus paredes. Las paredes serían la prueba. Su arte le mostraría a la chica lo que tenía dentro, y ella le contaría más cosas sobre su maestro y por qué había vuelto a las vidas de quienes lo habían castigado tanto tiempo atrás. ¿No era eso lo que había insinuado?
Puede que las muertes hubieran terminado ya y su obra pudiera seguir floreciendo. Puede que incluso en la seguridad de un puesto de jefe de porteros con Apryl como compañera. Ellos podían conseguir cualquier cosa. Hacerte caer de rodillas en tembloroso espanto o arrojarte a una nada gélida como un madero a la deriva, o mostrarte maravillas que te dejaban sobrecogido y boquiabierto.
Iba a ser así. Lo estaban recompensando, se repitió una vez tras otra hasta llegar a creerlo, al menos durante breves espacios de tiempo. Tenía que salir bien, tenía que ser así, porque no tenía ningún control sobre ello.
No podía ponerse nervioso cuando ella llegara. Tenía que mantener la compostura. Mostrarse interesante.
Allí estaba. Avanzando a pasos lentos mientras comprobaba los nombres de los edificios en busca del lugar en el que le había pedido que se vieran. Un placentero estremecimiento lo recorrió de la cabeza a los pies. Era preciosa. Y estaba allí por él, un artista. Dios, era un artista. Por fin lo era.
Cuando entró en el bar, un poco tímida, se levantó para recibirla. Su dulce y embriagador perfume lo aturdió: el potencial de misterio de un perfume sólo se percibía en su totalidad al brotar del pálido cuello de una mujer hermosa. El tentador sonido de sus tacones altos sobre el suelo de madera hizo que el barman volviera la cabeza.
Se había vestido para Seth. Para complacerlo. Con un sencillo pero elegante traje negro por debajo de un largo abrigo hecho de lana fina que parecía muy caro. El vestido estaba abierto a la altura del escote para mostrar parcialmente la pesada y blanca suavidad de los senos. Un maquillaje completo pero cuidadosamente aplicado cubría sus exquisitas facciones. Su cabello, destellando en tonalidades que iban del negro al azul, estaba recogido con esmero en la parte alta de la cabeza. Y lo que se podía ver de sus piernas resplandecía en unas medias casi invisibles antes de desembocar en unos zapatos negros de tacón alto.
—Hola, Seth. Me alegro de volver a verte —dijo, antes de inclinarse hacia adelante para depositar un beso en cada una de sus mejillas. Él se permitió disfrutar brevemente del aroma de su lápiz de labios y de su piel al tenerla cerca. Todas las frases que había estado ensayando se borraron de su mente. Pero sus ojos la lisonjearon. Sacudió la cabeza, atinó a esbozar una sonrisa y dijo:
—Uau.