—Un ataque al corazón. Grave. —Stephen le transmitió rápidamente las noticias sobre la señora Roth. El jefe de porteros había estado esperando a que llegara para el turno de noche. Piotr estaba a su lado, radiante. La enfermera, Imee, había encontrado a la señora Roth a las seis, a la hora que, como de costumbre, le llevaba el desayuno.
Pero, con un asombro que le costó mucho disimular, Seth descubrió que no lo interrogaban sobre lo sucedido aquella noche. Ni siquiera le preguntaron si la anciana había llamado a la portería. Nada. Al menos no volvería a molestarlos, ésta parecía ser la reacción generalizada: alivio. Stephen estaba incluso silbando, cosa que Seth sólo recordaba haberle visto hacer cuando recibía alguna propina generosa. Le dio una palmadita en el hombro, algo que nunca había hecho hasta entonces, y luego atravesó la salida de incendios en dirección a la escalera que llevaba a su apartamento.
La muerte repentina y en plena noche de una anciana de noventa y dos años como consecuencia de un ataque al corazón, mientras estaba sola en su cuarto, no era algo que pudiera levantar demasiadas sospechas ni justificara una investigación forense. ¿Acaso no era eso lo mismo que había estado diciéndose a sí mismo, repitiéndolo como una especie de mantra, mientras se arrastraba hacia los cuatro puntos cardinales de Londres durante los últimos días? Aquella noche se confirmaba, con un alivio que lo dejó tembloroso, que iba a salirse con la suya.
Un respiro de corta duración. Su miedo a la policía se tornó rápidamente un terror a lo que ocupaba el apartamento dieciséis, a lo que era capaz de hacer y lo que podía pedirle a continuación. Porque no había manera de decirle que no. Lo había transformado. Igual que cuando estaba pintando. Podía llegar a olvidarse de quién era. Se convertía en su herramienta, en su asesino. Ahora lo entendía. El muchacho encapuchado, el asqueroso cabrón de la trenca, se lo había dicho. Lo convertirían en un gran artista, lo liberarían de la muerte en vida si hacía cosas por ellos. Como cometer un asesinato. Un puto asesinato.
Después de que Piotr se marchara a su casa, Seth esperó varias horas bajo el zumbido de las luces de la recepción. Y no fue una espera fácil. Lo que quedaba de su conciencia le hizo compañía mientras la gravedad iba aumentando su presión sobre el edificio. Con expectación. Una expectación palpable. Estuviera dormido o despierto, allí sucedían cosas. En términos que no eran los elegidos por él.
En determinadas ocasiones se le exigiría que pasara a la acción. Que fuese cómplice de una voluntad vengativa que parecía haber vuelto a la vida. Y, carente de todo control sobre sus espantosas consecuencias, no podía hacer otra cosa que preguntarse por sus orígenes. Pero tenía que morir gente. Gente anciana. Viejas zorras que habían hecho daño a la criatura que en su día fuese un hombre en el apartamento dieciséis.
Imposible. Sencillamente ridículo. Pero estaba sucediendo en aquel preciso instante.
Aguardó en la silla de cuero, o paseando de un lado a otro del vestíbulo.
A las once se había fumado doce gramos y medio de tabaco de liar Drum Yellow. Demasiado nervioso para bostezar, se dedicó a mirar los monitores de seguridad, cuya imagen teñida de verde no cambiaba nunca.
No dibujó nada. Su deseo de recrear el mundo en rojo, ocre y negro sobre las paredes estaba ausente. Ahora era consciente de que aquella lucidez exigía un precio terrible. Su nuevo talento sólo había salido a la luz en virtud de su colaboración con algo que vivía en aquel edificio. Una presencia que no le permitiría abandonar la ciudad.
«Dios.»
¿Por qué había esperado hasta que ya no tuvo control sobre nada? Ni sus sueños, ni sus acciones, ni ahora sus movimientos, le pertenecían ya. Y aquella noche lo habían obligado a volver allí. Lo habían convocado, y los efectos sobre su estado de salud demostraban que no le habían dado alternativa alguna en el asunto. Los calambres en el estómago, las náuseas y los ataques de desorientación habían desaparecido, por completo.
¿Habían existido alguna vez? Sí, y temía que reaparecieran. Haría lo que fuese para no volver a sentir aquello. Se tapó la cara con las manos y cerró los ojos. Cerró los ojos ante la imposibilidad de todo aquello. Y de lo que había hecho.
Las horas pasaron ante él como peatones indiferentes. Las seis y media se convirtieron en la medianoche. Pero ¿dónde estaba su perro guardián? ¿El encapuchado, capaz de entrar en sus sueños a voluntad y llevarlo como un pastor por las calles de Londres y los apartamentos de Barrington House para que hiciese su voluntad? Puede que el muchacho estuviera allí en aquel momento, espiándolo. Capaz de leer sus pensamientos y consciente de todas sus intenciones.
O puede que Seth fuese un esquizofrénico con alucinaciones. Nadie más podía ver la figura del niño. Y la señora Roth no había podido ver nada en el piso oscuro, que a sus ojos aparecía como un lugar iluminado de color rojo. Y veía la ciudad de un modo al que los demás eran ciegos. Puede que fuese así para la gente que mataba porque se lo ordenaban las voces de su cabeza u obedecía órdenes recibidas de visiones de los muertos o de mensajes emitidos por la televisión y la radio. Así que era posible que hubiera llegado la hora. La hora de rendirse. De entregarse a las autoridades. ¿Cómo podía hacerlo? Tendrían que venir ellos. Si era él quien intentaba acudir se pondría enfermo. Se desmoronaría antes siquiera de llegar al médico o al alguacil que lo detendría. ¿Y cómo podría explicarles lo sucedido?
Un terrible estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se le hizo un nudo en el fondo de la garganta y se arañó las mejillas mientras intentaba no echarse a llorar.
—Dios. Dios. Dios mío —balbució. No había barreras entre el sueño y la vigilia. Ni divisiones entre lo real y lo que no lo era. Todo era lo mismo. Todo unido. Desde él y hacia él.
—Vamos, Seth. Tienen algo que enseñarte. —La voz del muchacho encapuchado lo despertó a las dos de la mañana. Sus fosas nasales se llenaron con el olor del azufre de los fuegos artificiales, las frías calles del invierno, la ropa barata y la carne quemada que se pegaba a ella.
El abrigo del muchacho emitió un susurro cuando se dio la vuelta y se alejó de la mesa de recepción. ¿Cuánto tiempo llevaba allí observándolo? La criatura se acercó a las puertas del ascensor y allí esperó a Seth, con las manos metidas en los bolsillos de la trenca.
—No te entretengas, Seth. Coge las llaves.
—Vamos, Seth. Mira. Ahora está ahí dentro. En el sitio al que pertenece. Allí abajo, con todos los demás.
Seth era incapaz de contener el temblor de sus brazos, o el de las manos que trataban de taparle los ojos, o el de las piernas que parecían a punto de ceder y dejarlo caer de rodillas.
Allí arriba, colgada en la pared al fondo de la habitación, se encontraba la señora Roth. Retratada en brillantes óleos. Al reconocerla sintió un impacto que detuvo el tictac de las manecillas de su reloj, el pulso y la circulación de la sangre en sus venas, el revoloteo y la repetición de los pensamientos. No era en modo alguno un retrato literal de la antigua inquilina del apartamento dieciocho. Más bien se trataba de una impresión de ella. Una impresión que incorporaba insinuaciones sobre la angustia que había experimentado al final. Angustia por su inminente muerte y por la repentina comprensión del destino que la esperaba después, porque su consciencia no acabaría.
La piel de la cara estaba retorcida alrededor del cráneo. Arrugada, como si unas manos invisibles tiraran de ella. Le habían cambiado de sitio los ojos acuosos. Ahora estaban en otras zonas de la cabeza, pero no cabía duda de que eran los de ella. Brillantes de sorpresa y abiertos de par en par por alguna otra cosa. Los finos huesos de las manos, despojados de toda la carne, arañaban el aire buscando algún asidero donde no lo había en el negro y ascendiente torrente. En el que parecía a un tiempo arrastrada y suspendida. Una quebradiza configuración de ramitas llevada contra su voluntad. Llevada con todo lo demás. Sin demora.
—No —murmuró Seth.
Allí estaba de nuevo, entre las paredes rojas, para ver un cuadro que no estaba allí la última vez que se había arrodillado delante de alguna de aquellas contorsiones en sus marcos dorados. Éste era nuevo. Y peor que todas las imágenes combinadas de la señora Roth que había visto la noche de su muerte. Porque éste revelaba dónde se encontraba ahora. Dónde la había dejado. Y su sensación de incapacitación era, si cabe, más potente que nunca, al perderse frente a aquellos huesos cubiertos por los jirones de un camisón y arrastrados por la oscuridad.
—Hay más, Seth —dijo el muchacho, de pie junto a la entrada de la habitación de los espejos—. Tienes que verlo todo, Seth.
Seth le dio la espalda al cuadro. Se obligó a recordar dónde estaban sus miembros para poder moverse, dirigido por el muchacho, hacia la sala de los espejos. Sentía ganas de gritar, pero no consideró ni por un solo instante la posibilidad de resistirse a la voluntad del muchacho. Un morboso deseo de ver más, hasta encontrarse de nuevo con sus propios límites, de soportar la tensión psíquica de aquellas creaciones, lo empujaba hacia aquella sala.
Donde se había organizado una nueva exposición sólo para él. La fragmentación de la serie de las caras había desaparecido. En su lugar se encontró con cinco lienzos en blanco que transmitían una sensación de imposible profundidad que ningún medio bidimensional tendría que haber podido recrear, precedidos por un tríptico que comenzaba junto a la puerta que acababa de atravesar.
Los tres nuevos cuadros estaban ya enmarcados, pero brillaban húmedos, como si los acabaran de terminar. Se captaba el olor de los óleos desde donde estaba arrodillado. Era una serie de pinturas en las que, allí inmóvil, sin parpadear, presenció algo parecido a una narración. Los dos primeros estaban separados del tercero por un espejo situado justo enfrente de otro en la pared opuesta, lo que generaba un pasillo infinito y plateado que se alejaba hasta un punto muy pequeño y lejano.
En el primero de ellos, en medio de las manchas de pintura del fondo, surgía algo que se reconocía como una escalera de Barrington House. Se dio cuenta de ello al instante. No en vano había pasado por allí centenares de veces durante sus rondas. Sólo que en el cuadro las paredes estaban teñidas de algo que parecía sangre seca. El fulgor de unos orbes anaranjados iluminaba los lugares más oscuros usando una técnica cuya maestría no pudo sino admirar, a pesar de la presencia de las tres figuras del primer plano. Criaturas monstruosas que lo hicieron retroceder.
Tres hombres en esmoquin, con la cabeza rasurada y unos labios gruesos e hinchados que se abrían en un gesto de vacua imbecilidad, subían por las escaleras impulsados por unas piernas que no estaban del todo formadas o unidas a los trazos grises de la parte inferior del marco. Y era como si las tres figuras nacieran de una misma fuente y estuvieran en posesión de un solo brazo. Había una mano hipertrofiada y en carne viva al final del brazo, una mano que aferraba un objeto metálico diseñado para golpear como un martillo o para disparar.
Que era precisamente lo que parecía estar haciendo con la hilera de túnicas ensangrentadas y miembros desnudos que ocupaban el marco siguiente. Podría haber sido una cuarta figura, que las otras tres, imbéciles y grotescas, con los rostros animados ahora por un atroz regocijo, estaban destruyendo. No se adivinaba rostro alguno entre el lino húmedo que rodeaba a la víctima, sólo dos finas piernas que sobresalían de los pliegues de la ejecución que se estaba llevando a cabo.
En el tercer y último retrato sólo permanecía a la vista la cuarta figura, la víctima. Se encontraba dentro de una especie de membrana transparente, cuyas paredes translúcidas emitían una leve tonalidad azulada. Pero la víctima parecía ahora un trozo de carne húmeda sobre los huesos, y estaba tendida sobre una especie de plataforma manchada de sangre y vísceras. Algo parecido a una cabeza sin cara colgaba de un costado, aplastada y contrahecha, con su único ojo cerrado. Una sombra alargada se alejaba reptando de ella como un reguero de sangre que cubría toda la parte inferior de la pintura. Y junto al tosco plinto en el que yacía había un trapo rojizo que lo mismo podía ser una máscara que una especie de capucha lacia, con parte de una cara aún pegada a la parte delantera.
Entonces algo se movió. Rápidamente y retrocediendo, en el espejo que tenía delante.
Una figura, con el borroso rostro rojizo, como antes, pero encorvada, se desvaneció en el mismo instante en que posó los ojos sobre ella. Sin dejar más que un reflejo de Seth, sentado y confundido, en el plateado pasillo de los espejos.
—Otros recibirán su merecido más tarde por lo que le hicieron a nuestro amigo, Seth. Y tienes que ayudarnos con ellos —dijo el muchacho encapuchado, con la cara invisible en el interior del forro de piel deshilachada que rodeaba la capucha.
—No —replicó Seth, incapaz de controlar el temblor que se había reiniciado al dirigirse de nuevo a rastras hacia la puerta—. Se acabó. Ya no más. No quiero seguir haciéndolo.
El muchacho cruzó la habitación rápidamente y bloqueó la puerta. Seth arrugó el rostro al sentir que se le llenaba la boca con el hedor a carne carbonizada y tela quemada.
—Trae a los Shafer aquí abajo. Despiértalos y tráelos aquí, de prisa —exigió el niño—. Nos lo debes. Tenemos un trato.
En ese momento, detrás y por encima de él, a un tiempo oyó un ruido que le arrebató toda la sangre de la cara. Un viento lejano que se movía en dirección contraria a las agujas del reloj, más allá del techo de la habitación de los espejos, acompañado por algo que sugería que dentro de aquella turbulencia muchas voces gritaban en la ceguera y la irracionalidad del terror.
—Y date prisa. No puede permanecer mucho tiempo abierto. Se escapan demasiadas cosas. Y queremos aquí dentro a esos cabrones de los Shafer antes de que se cierre.
—¿Un incendio? ¿Qué quieres decir? —El rostro cerúleo de la señora Shafer lo miraba desde la puerta abierta. Entonces se volvió en el manchado pasillo de su apartamento en dirección al lejano dormitorio, donde su marido seguía en la cama, y exclamó—: No sé qué está diciendo, cariño… Algo sobre un incendio.
—¿Quién es? —preguntó el señor Shafer con su acento sureño.
—Es… —La señora Shafer titubeó, incapaz de recordar su nombre—. ¡El portero!
—Espera un momento. Deja que coja… las gafas. —El anciano parecía preocupado y sin aliento. Debía de estar tratando de salir de la cama.
El labio inferior de la asustada señora Shafer temblaba y sus ojos estaban húmedos por la falta de sueño.
—¿Estás seguro? —le preguntó a Seth. En su tono comenzaban a manifestarse los preámbulos de la histeria.
Seth asintió.
—Me temo que sí, señora. Tenemos que evacuar el edificio. Ahora mismo. —Tenía que sacarlos de su piso y meterlos en el dieciséis rápidamente, antes de que alguien oyera o viese lo que estaba haciendo. El piso que tenían encima estaba habitado, y si la señora Shafer subía más el tono de voz, no le sorprendería oír cómo se abría la puerta.
—Pero… tengo que vestirme. Mire como voy.
Iba en camisón: una prenda voluminosa de color rojo bajo una deshilachada bata de cuadros que parecía hecha para un hombre. Lo que quiera que llevase sobre la cabeza —una peluca bajo un pañuelo, o quizá pelo real teñido de negro— había comenzado a escaparse alrededor de las orejas. Eran multimillonarios —Stephen había mencionado en una ocasión una fortuna de más de cien millones— y vestían como mendigos. Le daban asco.
—No hay tiempo, señora —dijo alzando la voz con tono perentorio—. Vaya a buscar a su marido. Ahora mismo.
Al instante, la mujer volvió a entrar en el piso arrastrando los pies, y Seth lamentó no haber mostrado la misma firmeza antes, durante todas las noches que lo había atormentado con sus tonterías. Pero ya no seguiría mucho más tiempo haciéndolo, no si llegaba a caminar entre aquellos espejos. Al acordarse de ellos, de lo que había vislumbrado en sus profundidades plateadas y blanquecinas, y de lo que daba vueltas por encima de todo ello, lo asaltó tal debilidad que tuvo que apoyarse en la jamba de la puerta para secarse el sudor de la frente. Tenía la piel helada. Se sentía enfermo.
La señora Shafer reapareció pasillo abajo, en la puerta del dormitorio, con su marido del brazo. El señor Shafer, con un bastón negro en la otra mano, levantó una mirada parpadeante.
—¿Dónde está? ¿Quién es, cariño?
—¡Ahí lo tienes! —replicó ella con tono de reproche—. Delante mismo de tus ojos. ¿Hay un incendio que nos obliga a salir y tú te pones a hacerme preguntas como ésa? Por el amor de Dios…
Como de costumbre, el señor Shafer guardó silencio, sabiendo que no tenía sentido discutir. Simplemente suspiró a cada paso que daba, con el rostro tenso por el esfuerzo.
—Iremos en ascensor —dijo Seth haciendo un esfuerzo para mostrar una voz firme. La enormidad de lo que estaba haciendo lo dejaba sin aliento: sacar a unos ancianos de madrugada con una historia inventada sobre un incendio para conducirlos a una atroz ejecución en aquel lugar.
Mantuvo abierta la puerta del ascensor y observó cómo entraban a pequeños pasos. Luego se introdujo allí con ellos, ignorando los murmullos de incomodidad de la señora Shafer.
Detuvo el ascensor en el octavo piso, pero no parecieron darse cuenta de que habían subido y no bajado.
—Aquí estamos —dijo—. Eso es —añadió mientras ayudaba a la señora Shafer a salir al rellano sujetándola del brazo.
A continuación los llevó hacia la puerta del apartamento dieciséis, que había dejado cerrada pero sin echar la llave.
—Tenemos que evacuar el edificio a través de este apartamento. Por abajo está bloqueado —dijo, y rezó para que no cuestionaran unas instrucciones que eran a todas luces ridículas: No había escaleras de incendios exteriores y estaban en el piso octavo, entre los apartamentos dieciséis y dieciocho. No era el lugar más idóneo para una evacuación.
—Bueno, será mejor hacer lo que dice este joven —dijo la señora Shafer a su marido, inclinándose para gritarle a la cara.
—Bueno, sí, pero ¿dónde está el jefe de bomberos? —le preguntó él—. Este hombre no está cualificado. Quiero hablar con el jefe de bomberos. A ver, ¿tú hueles a humo? A mí me ha parecido oler algo antes —le dijo a su mujer, pero aun así se dejó llevar.
Sólo al llegar al umbral del apartamento, antes de entrar en el pasillo rojo, se detuvo el señor Shafer.
—Suelta, querida. Suelta. He dicho que me sueltes. Aquí pasa algo. ¿Dónde estamos? Ahí dice dieciséis. Ahí mismo, en la puerta. Es el apartamento, querida. Nos está llevando a ese apartamento.
Pronunció el «ese» con un énfasis inconfundible. Seth sintió que se le tensaban los músculos del cuello.
Confundida, la señora Shafer dejó de tirar del esquelético pero determinado brazo de su marido y miró a su alrededor hasta ver el número de la puerta.
—¿Cómo? No lo entiendo. ¿Ahí dentro? No podemos entrar ahí. —Estaba empezando a alzar de nuevo la voz.
—¿Qué significa esto? —exigió el señor Shafer, cada vez con más fuerza y autoridad en la voz. Una voz muy seria, la que debía de haber utilizado con gran eficacia mientras estaba amasando todos sus millones.
—Miren. Hay un… Estoy tratando de ayudar —dijo Seth tratando en vano de hacerse oír.
El señor Shafer se dio la vuelta y comenzó a rodear el corpachón de su esposa. Tenía la cabeza gacha en un gesto de determinación por escapar.
—Llama a Stephen ahora mismo. Quiero hablar con la persona responsable. Esto es ridículo.
Seth trató de recobrar el control de su voz.
—Tienen que hacerlo. Es necesario. Entren ahí.
—No pienso entrar en ninguna parte hasta que no haya visto al jefe de bomberos. Quítate de en medio. —El anciano tocó a Seth en el estómago con la punta de su bastón.
No tendría que haberlo hecho. Humillarlo con su bastón. No tendría que haberlo tocado. Seth se quedó sin respiración. Sintió que todo se volvía negro de repente. Y que la rabia crecía hasta un punto en que ni la razón podía atemperarla.
La señora Shafer seguía mirando alternativamente la placa de bronce con el número de la puerta, el pasillo a oscuras del apartamento y a su marido, con la boca abierta y los ojos temblorosos de temor, cuando Seth le quitó el bastón de la mano de una patada.
El bastón chocó contra la pared.
La señora Shafer gritó.
Seth agarró al viejo banquero por el cuello del pijama, luego por la parte trasera, cerca de las posaderas, levantó la figura en volandas y cruzó rápidamente el umbral de la puerta. Los pies del señor Shafer no llegaron a tocar el suelo un solo momento.
—Fuera de mi camino —dijo a la señora Shafer con los dientes apretados. Y ella, para su sorpresa, se hizo a un lado. Se hizo a un lado y lo dejó pasar, sin más, como si estuviera llevando a un niño malcriado al coche de la familia en un viaje que el chaval hubiera estropeado con sus protestas.
El señor Shafer no hizo el menor ruido. No dijo una sola palabra. Nada. Agarrado por las manos de Seth, se dejó simplemente llevar pasillo abajo. Sólo al llegar junto a la puerta entreabierta de la habitación de los espejos, donde el sonido del viento que soplaba dentro los abrazó y un aire antinaturalmente frío les azotó la cara, rompió su silencio.
—Oh, buen Dios —dijo—. No. Ahí no.
Seth abrió la puerta de una patada.
Puede que las luces estuvieran apagadas, pero estaba claro que la habitación no estaba vacía. Estaba viva y cargada de electricidad por el viento, y poblada por algo en el suelo que no pudo ver pero que oyó como un susurro de movimiento expectante por las esquinas. Apenas audible en medio de todo lo demás.
Como si sólo estuviera metiendo un madero en un horno, arrojó al señor Shafer dentro de la habitación. De cabeza hacia la oscuridad. El anciano no hizo el menor ruido al chocar contra el suelo, como si hubiera algo allí para cogerlo en la oscuridad. Pero Seth no tenía tiempo para pensar en lo que estaba haciendo y en lo que había sido de su víctima —mejor no pensar en eso—. Tenía que volver con la señora, quien se encontraba muda junto a la entrada del apartamento y lo miraba fijamente.
La agarró y la llevó hacia el interior.
—Eso es. Eso es. Venga. Vamos allá —se decía a sí mismo para acallar la parte de su mente que le estaba gritando que se detuviera.
Ella tampoco se resistió. Sólo sollozaba. Aturdida por lo sucedido, incluso entró por sí misma en la habitación detrás de su marido, sin que tuviera más que darle un pequeño empujón. El ruido en el interior era atronador. En la oscuridad sonaba como si se hubiese abierto el techo para dejar entrar un millar de voces que gritaban al unísono, pero independientes unas de otras. Como si, en lugar de verse, estuvieran apelotonadas en una terrible y oscura confusión.
Seth cerró la puerta a todo aquello. Luego cayó de rodillas y agarró el picaporte con unas manos tan blancas como el hueso y lo mantuvo así para que nada pudiera escapar de su interior. Y trató de hacer oídos sordos a los nuevos sonidos que cobraban forma definida en medio de aquel viento y a la espesura de gritos que impregnaba la habitación.
Al oír un fuerte impacto contra la puerta, como si alguien hubiera perdido el equilibrio y hubiese chocado con fuerza contra el otro lado, sintió el impulso desesperado de quitar las manos del picaporte de bronce y taparse los oídos, pero supo que no podía dejar que se abriera la puerta. Su instinto de conservación se vio apuntalado por un sonido en medio de las voces arrastradas en círculo por el viento, un gruñido de fondo, como si un perro hubiera agarrado algo entre los dientes cerca de la puerta. Y cuando alguien trató de girar el picaporte desde el otro lado, Seth tuvo la certeza de oír el roce de unas zarpas sobre el suelo de madera.
El viento y las voces habían desaparecido, las luces rojas estaban encendidas, todos los cuadros estaban tapados con sábanas polvorientas y el señor Shafer estaba muerto. Seth podía verlo con toda claridad: los ojos en blanco, la boca totalmente abierta, las manos agarrotadas como sendas zarpas y las piernas abiertas. Nadie adopta una postura así cuando aún respira.
Pero su esposa se movía. Estaba encorvada frente al espejo de la pared opuesta a la puerta. De rodillas. Tambaleándose levemente de lado a lado mientras miraba el interior del espejo en busca de algo que había perdido allí. También sus labios se movían, pero no brotaba sonido alguno de su boca.
Seth la encerró en el apartamento dieciséis por si ellos volvían a buscarla y luego devolvió el congelado montón de palillos que era el cuerpo de su marido a su piso por la escalera. Dejó la cosa que había sido el señor Shafer dentro de la cama y la tapó con la sábana hasta la barbilla, con cuidado de no mirarle la cara en ningún momento. Y luego volvió a buscar a la señora Shafer, o lo que quiera que quedase de ella.
Seguía arrodillada, pero ahora se movía silenciosamente adelante y atrás. Su mente debía de haberse apagado como un petardo con la mecha mojada. Y no ofreció ninguna resistencia mientras la obligaba a ponerse de pie y la sacaba lentamente del apartamento para llevarla al ascensor.
—Está acabada, Seth —dijo el muchacho encapuchado, que había reaparecido cuando éste salía con la señora Shafer del apartamento—. No dirá nada. La cabeza le ha estallado por dentro. Al que más quería él era al marido. No te olvides del bastón. Llévalo arriba con su señora. No va a necesitarlo en el sitio al que va. Lo has hecho muy bien, colega. Nuestro amigo va a estar muy satisfecho.
—No quiero hacer nada más. Se acabó. Díselo.
—Ni hablar. Tú no eres el que da las órdenes aquí. Nosotros las damos. Ah, y creo que te has ganado una pequeña recompensa por haber hecho un buen trabajo. Dentro de poco vas a tener una buena sorpresa. Algo distinto a todas esas viejas.
Seth miró con el ceño fruncido a la criatura apestosa, con su deshilachada capucha, que lo seguía mientras llevaba a la señora Shafer a su apartamento. Decidió dejarla de rodillas junto a la cama. Los Shafer sólo recibían la visita ocasional de una enfermera, pero siempre bajaban a primera hora de la mañana para ir a hacer la compra a la tienda de Motcomb Street. Piotr no tardaría en notar su ausencia. Pronto subiría a buscarlos.