Capítulo 27

Junto al apartamento de los Shafer, los olores de Barrington House se amortiguaban, enmascarados por algún otro aroma: barniz para la madera, limpiador de alfombras, productos para el bronce y polvo. Y algo más: un leve aroma a azufre. O a algo recién quemado, como la pólvora.

Las escaleras de subida y bajada que había a ambos lados del ascensor estaban iluminadas con lámparas eléctricas, pero aun así la atmósfera era lúgubre, como una fotografía sacada con poca luz. Esto provocó cierta intranquilidad a Apryl, pero curiosamente, también un acceso de apatía. Le daba la sensación de que si no seguía moviéndose, concentrada en tareas específicas, podía tenderse o sentarse simplemente en silencio, sola, para esperar en aquel lugar. Pero ¿esperar a qué?

Cuando estaba a punto de llamar a la puerta de los Shafer sintió que se le encogía el estómago. Eran gente anciana y difícil que no quería que se la molestase. Al menos eso le habían dicho Stephen y Piotr. Su negativa a verse con ella estaba relacionada con su conexión con Hessen y lo que le habían hecho encabezados por su tío abuelo Reggie. La señora Roth se lo había revelado únicamente en condiciones de gran estrés emocional. Puede que pensase que su propio fin estaba próximo. La idea hizo que Apryl se sintiera profundamente incómoda, puesto que debía de haber sido una de las últimas personas en ver a Betty Roth con vida. Stephen se lo había contado aquella misma mañana, al llegar.

Pero la anciana inquilina le había contado lo bastante, y la propia Lillian había insinuado algo sobre la sucesión de horribles acontecimientos que había tenido lugar medio siglo antes. Pero por miedo a interrumpir la incompleta y fortuita narración de la señora Roth, no se había atrevido a preguntarle por la muerte de Reginald. Ni siquiera Lillian había sido capaz de dar aquellos detalles, pues la verdad última de lo ocurrido era demasiado desagradable tanto para su tía abuela como para la señora Roth. Así que no le quedaban más que insinuaciones sobre invocaciones de poderes antinaturales por parte de Hessen, sonidos aterradores, pinturas espantosas y una plaga de pesadillas con las que ni siquiera una confrontación directa con el responsable había logrado acabar. Cosas que ella había vislumbrado y que tenía pavor a encontrarse de nuevo en aquellos pasillos sombríos y aquellas habitaciones miserables, donde las sombras no eran como debían ser y donde todos los espejos insinuaban una presencia. Miró a su alrededor, intranquila por un momento al posar la mirada sobre el espejo del descansillo.

Allí había habido un conflicto y había terminado mal para Hessen. De eso estaba segura. Un asesinato que habían mantenido en secreto durante todos aquellos años. Un secreto que los había separado y los había empujado al aislamiento y la locura. Ella conseguiría que le contaran la historia. Averiguaría cómo había muerto Reginald y cómo habían asesinado a Hessen, y lo haría esa misma tarde.

Levantó la mano.

Su dedo índice entró en contacto con el frío bronce del timbre de la puerta.

Pulsó el botón suavemente, muy suavemente. No hizo ningún sonido. Lo pulsó con mayor firmeza y lo mantuvo apretado un instante en el interior del aplique decorativo de bronce.

«¿Qué hicisteis aquí?»

Tras un instante de pausa, el interruptor comenzó a vibrar bajo la yema de su dedo. Al mismo tiempo, detrás de la gruesa hoja de madera de la puerta principal, oyó un tenue timbre.

Más allá del cristal grisáceo de la ventana de la escalera, el débil sol debió de ocultarse aún más detrás de los perennes nubarrones, porque sintió que el aire se enfriaba y oscurecía a su alrededor.

Retrocedió un paso y esperó. Y esperó. No acudió nadie. Se inclinó hacia adelante y volvió a llamar. Y luego otra vez.

Entonces oyó unos pasos que descendían rápidos desde el piso superior por la escalera comunitaria y sintió el impulso culpable de echar a correr como una niña. La espera estaba minando su confianza, su determinación. Una sombra se proyectó en la pared y Apryl se volvió para recibir a la figura que se movía con tanta rapidez. Debía de ser un niño para hacer gala de aquella velocidad y agilidad. Pero ¿podía un niño proyectar una sombra como aquélla?

Al cabo de un momento, llegaron desde su derecha unas voces procedentes del interior del apartamento. Se congregaron alrededor del sonido del timbre. Una voz de mujer, aguda y nerviosa. Apryl fue incapaz de distinguir lo que decía. Se acercó más. En ese momento, una voz de anciano, lo bastante próxima como para estar al otro lado de la puerta, cobró vida:

—Bueno, es lo que voy a averiguar. —Denotaba fastidio y respondía a los lejanos gritos de la mujer procedentes del fondo del pasillo.

Apryl volvió a mirar la escalera. La sombra se hizo más grande, pero también más fina, y se disipó cerca del techo. El sonido de los pasos en la escalera se desvaneció. No apareció nada en el recodo.

—¿Hola? —dijo con vocecilla débil—. ¿Quién anda ahí?

—¿Quién es? —Para ser la de un anciano, la voz al otro lado de la puerta principal de los Shafer era sorprendentemente fuerte, con un acento americano aún discernible, aunque atemperado por décadas pasadas en Londres. La pregunta se dirigía a ella, así que supuso que estaba observando por la mirilla de la puerta. Podía oír el áspero roce de su respiración, entrecortada por el esfuerzo de moverse.

Apartó la mirada de la escalera, impaciente de pronto por hallarse dentro del apartamento con la anciana pareja.

—Hola, me llamo Apryl. Sólo quería…

—¿Quién? No la oigo.

Apryl suspiró con exasperación.

—¡Apryl Beckford, señor! ¿Podría pasar, por favor?

—No la oigo. —Y entonces volvió a gritarle a la mujer del interior—: He dicho que no los oigo, ¿cómo quieres que lo sepa? ¡Quieres callarte! He dicho que yo me encargo. No hace falta que te molestes. No te levantes. Te he dicho que no te necesito.

—Sólo quería… —comenzó a decir Apryl. Pero no tenía sentido. El anciano no estaba prestándole atención, y no habría podido oírla ni aun en caso de estar haciéndolo.

Unos dedos anquilosados arañaron el picaporte y lo manipularon con torpeza, como si fuese la primera vez que realizaban aquella operación. La respiración de Tom Shafer se volvió más fuerte y atropellada, como si estuviese levantando algo pesado.

Cuando se abrió una rendija entre la puerta y el marco, Apryl se encontró con un hombre tan menudo que tuvo que bajar la mirada para ver su cara, proyectada hacia adelante sobre un cuello esquelético. Una piel profusamente arrugada y llena de bolsas, cubierta por una barba rala, fina y de un intenso color blanco, colgaba alrededor de una boca húmeda de la que habían desaparecido los labios. Un reguero de saliva transparente brillaba en una de las comisuras de la boca. Unas gruesas gafas magnificaban sus ojos acuosos. Eran tan oscuros que hasta el blanco, húmedo y descolorido, parecía negro. Una gorra de béisbol de tela transpirable de color azul coronaba con cierto abandono la cabeza de la pequeña figura.

—¿Sí? —Su voz, como las de los fumadores, parecía brotar de algún lugar situado detrás de su esternón y era líquida e incongruentemente profunda, al tiempo que seca como el hueso.

—Hola, señor. No nos conocemos. —Habló en voz alta, pero no tanto como para que el sonido llegara hasta la mujer del interior del apartamento, que supuso sería la señora Shafer—. Soy la sobrina nieta de Lillian, del apartamento treinta y nueve, y es muy importante que hable con ustedes, señor. Sólo unos minutos, por favor. —La puerta estaba abierta en parte, pero de manera instintiva supo que podía cerrarse con gran rapidez. Lanzó una última y nerviosa mirada hacia la escalera, embargada por la sensación de que lo que fuera que hubiera proyectado aquella sombra y se moviese a tal velocidad estaba en aquel mismo instante esperando al otro lado de la esquina, escuchando.

Tom Shafer parpadeó varias veces y la miró en silencio. Su expresión se convulsionó hasta transformarse en una suspicacia ansiosa que, supuso ella, era una característica casi permanente de su personalidad. Lentamente, a pasitos cortos, giró sobre sus talones y dirigió la mirada hacia el otro lado del pasillo, como si quisiera asegurarse de que su esposa no era visible. Luego se volvió hacia ella.

—Te pareces a tu tía. Pero no puedo hablar contigo. Lo siento. Ya se lo dijimos a Stephen. Tendría que habértelo aclarado. —Hizo ademán de cerrar la puerta.

Apryl, para su propia sorpresa, avanzó un paso.

—Se lo ruego, señor. Tengo que saber lo que les pasó a mis tíos abuelos. Eran sus amigos. Sus vecinos.

El anciano suspiró ruidosamente.

—Eso sucedió hace mucho tiempo. No recordamos nada.

—Sé lo de Félix Hessen.

Al oír aquel nombre, el viejo levantó la mirada y sus ojos acuosos, sobresaltados, cobraron de repente toda la animación de que hasta entonces habían carecido.

—Sólo necesito saber si lo que escribió mi tía abuela era cierto. Eso es todo. Para cerrar su historia. Se lo ruego, señor, sólo lo sabremos mi madre y yo. No se lo contaremos a nadie.

Tom Shafer entornó la mirada. Sus gruesas gafas subieron por su naricilla.

—Jovencita, tu tía abuela estaba como una cabra. Y tú comienzas a recordarme a ella. También solía subir aquí con la misma actitud. No queremos que nos vuelvan a molestar con aquello.

«¿Aquello?» ¿Qué quería decir? Su impertinente comentario sobre Lillian la había molestado.

—Tenía problemas, ya lo sé, pero usted sabe por qué. Me lo contó la señora Roth. Me contó lo que sucedió. Antes de morir.

La puerta volvió a abrirse, esta vez un poco más.

—Betty no diría una palabra. Era muchas cosas, pero no una chismosa. —A pesar de su cuerpo esquelético y la pequeña cabeza embutida en aquella gorra ridículamente grande, volvió a sorprenderla la potencia de su profunda voz. De repente la hizo sentir tonta y culpable, como una niña sorprendida en una travesura y reprendida por los adultos.

Se aclaró la garganta.

—La señora Roth no me lo contó todo. Pero estaba aterrorizada antes de morir y necesitaba alguien en quien confiar. Sentía que estaba en peligro, que algo de su pasado había vuelto para atormentarla. Me habló de los cuadros, señor. Y del accidente de Hessen, de lo que hacía aquí. Y de cómo cambió las cosas para todos ustedes. Mi tía abuela también escribió sobre ello en sus diarios. Entre las dos me contaron muchas cosas. Incluido lo que sucedió después de que Hessen regresara y volviera a arruinarles la vida a todos.

Tom Shafer no pronunció palabra durante un rato, pero el espacio que los separaba estaba lleno con la tensión de su ronca respiración. De repente pareció tan enfermo y terriblemente débil como si fuese a desplomarse para no volver a levantarse.

—Sólo le quitaré unos minutos de su tiempo. Eso es todo. Tengo que saberlo.

—No puedo. Lo siento, mi esposa…

Aquel hombre frágil y anciano le hizo pensar de pronto en Lillian. Sola, atemorizada y abandonada, nunca se había rendido en su lucha por escapar de los fantasmas de sus recuerdos, convertidos en los terrores de cada uno de sus días. Nunca había desesperado. Al contrario que la señora Roth y los Shafer, atrapados allí hasta la muerte, con sus enfermeras, sus mezquindades y su impotencia. Se enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla.

Sin levantar la mirada, como si estuviera demasiado avergonzado como para mirarla a los ojos, Tom Shafer abrió la puerta y salió lentamente al pasillo en penumbra. Tras unos pasos inseguros, se detuvo y giró la cabeza hacia un lado.

—¿Va a pasar o no?

Apryl se tocó ligeramente la nariz y entró tras él. Pero ahora que había conseguido acceder no estaba tan segura de querer oír lo que tenía que decirle aquel hombre.

—No levante la voz —susurró éste—. Si molesta a mi mujer tendrá que marcharse.

Asintió, pero al mismo tiempo se preguntó si lo habría dicho por afán de proteger a su mujer o por miedo a su reacción.

Lo siguió por las desnudas y manchadas paredes del pasillo hasta un espacioso salón. Parecía que la pareja sólo usaba un pequeño rincón de la habitación, el que tenía la televisión y dos sillones desgastados, uno junto al otro al lado de una mesita con ruedas y cubierta de botellitas de Evian, pañuelos de papel, caramelos, unas uvas negras a medio comer y varias cajas de medicamentos. El resto de la sala estaba vacío, a excepción de un viejo aparador y una mesa de comedor repleta de cajas de cartón, toallas desgastadas y sábanas arrugadas. Era otro de aquellos miserables y mal iluminados rinconcillos de Barrington House. Con todo su dinero, vivían como mendigos en el rincón de un ático. Las alfombras del suelo estaban llenas de migas y papelitos. No había cuadros en las paredes. Ni espejos. Sólo los contornos de antiguos marcos, rectángulos y cuadrados oscuros rodeados de papel blanqueado.

Había un ejemplar abierto del Financial Times sobre uno de los asientos.

—Siéntese. No puedo ofrecerle nada de beber. Tardaría una hora en ir a la cocina y volver. Y no disponemos de tanto tiempo.

—No se disculpe, por favor. Siento molestarlos, de verdad. Sé que he venido sin que me invitaran. No le pido más que unas pocas palabras. Una explicación. Es que… —Tragó saliva para deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta— he descubierto muchas cosas desde que llegué aquí. Cosas que ahora preferiría no saber. Pero no puedo volver a casa sin conocer el resto de la historia de mi tía abuela Lillian.

Tras desplomarse en su asiento y dedicar varios segundos a recobrar el aliento, Tom Shafer levantó la mirada hacia ella. Su rostro anciano estaba en calma, la mirada firme, resignada, sin tiempo que perder en afectaciones pese a la sordidez del escenario.

—Realmente se parece usted mucho a Lillian —dijo, y al fin sonrió—. Era una mujer muy hermosa.

Apryl sintió que le recorría el rostro una calidez generada por sus palabras. No por el hecho de que la encontrara atractiva, sino porque confirmaban los lazos entre Lillian y ella.

—Gracias. Sí que lo era, ¿verdad? He visto sus fotos con Reginald.

Tom Shafer siguió sonriendo.

—A veces es doloroso mirarlas. Eran realmente especiales. —Desvió la mirada hacia ningún punto en concreto. Sólo hacia la descuidada habitación en la que pasaba todos sus días—. Pero las cosas cambian. Hay que disfrutar de lo que se tiene en cada momento. No buscarse problemas. —Parecía una advertencia. Volvió a mirarla—. He oído que va a vender la casa de Lilly. Bueno, mi recomendación es que lo haga cuanto antes y se marche de aquí. No pierda aquí más tiempo del necesario.

—¿Por qué dice eso?

—Pensaba que lo sabía.

Apryl esquivó su mirada y dirigió los ojos hacia sus propias manos, entrelazadas sobre su regazo.

—Sé algunas cosas. Pero no todo. Y no puedo unir todas las piezas.

—¿Y cree que yo sí?

—Usted estuvo allí cuando todo ocurrió.

El anciano negó con la cabeza.

—Pero ¿quién puede decir qué pasó? Yo no estoy muy seguro de poder. Betty no podía, desde luego. Ni Lilly. Y los otros ya no están entre nosotros. No fue algo normal en el curso de la experiencia vital de una persona. No era algo para lo que estuviéramos preparados o a lo que pudiéramos responder. No debió haber sucedido nunca. Simplemente nos vimos atrapados porque fuimos demasiado orgullosos o demasiado estúpidos como para escapar cuando tuvimos ocasión.

—Pero ¿atrapados en qué?

El anciano exhaló un largo suspiro.

—Supongo que ya importa un rábano quién llegue a saberlo. No puedo creer que Betty le contara nada. Es imposible. Pero ¿quién iba a creer a unos viejos locos como nosotros? Y no tengo ni la menor idea de lo que escribió Lilly. Ya no era ella misma, desde hacía mucho tiempo. Es algo que me supera, pero sí, sucedió algo, claro que sí. Y por Dios que lo hemos pagado con creces. Todos nosotros.

Apryl volvió a mirarse el regazo, invadida de nuevo por una frustración y una desesperación que comenzaban a resultarle familiares.

—Pero puede contarme cómo murió Reginald. Lillian fue incapaz de ponerlo por escrito.

Tom Shafer levantó la mirada hacia ella.

—¿Alguna vez ha oído la expresión de que dos personas pueden quererse demasiado? Bueno, pues ése era el caso de Lilly y Reggie. Pensamos que no sobreviviría a la muerte de Reggie y supongo que, en cierto modo, acertamos.

—Pero ¿cómo sucedió?

La mirada del anciano se endureció.

—Se suicidó. Saltó desde la ventana del salón de su apartamento. —Habló sin hacer una pausa, sin parpadear ni vacilar.

—Donde estaban las rosas —dijo Apryl como hablando consigo misma—. Donde ella las colocaba. Lo hacía en recuerdo a él. —Miró a Tom Shafer a los ojos—. A causa de Hessen. Que los atormentó y los volvió locos. Pero ¿cómo lo hizo?

Tom Shafer negó con la cabeza.

—No lo sé.

—Tiene que saberlo. Mi tío abuelo era un héroe de guerra que había combatido en Europa. Tengo sus medallas. Sobrevivió y regresó aquí con el amor de su vida. ¿Y después se mata por una disputa con un vecino? Y al hacerlo le parte el corazón a su esposa de tal modo que la vuelve loca. No puedo aceptar que nadie conozca la razón por la que lo hizo. En su día fueron muy amigos.

Tom Shafer volvió a negar con la cabeza.

—Ahora entenderá por qué no hablamos de eso y nunca lo hemos hecho. Por su tía, que nunca lo olvidó. Puede que tuviera más razones que el resto de nosotros. Pero… ¿cómo podría explicárselo? Tendría que haber estado allí. Reggie no fue el único que se quitó la vida. La señora Melbourne también lo hizo. Fue la primera. Saltó desde lo alto del tejado y cayó sobre la verja. Tuvieron que desclavarla de los barrotes. Y luego Arthur, el marido de Betty.

—No.

El anciano asintió.

—Bueno, lo taparon con algún cuento sobre un ataque al corazón, pero lo cierto es que tomó una sobredosis.

—¿Por qué no se marchó ninguno de ustedes? ¿Por qué no pueden marcharse? Lillian murió intentándolo. No lo entiendo.

La voz de Tom Shafer subió de tono, furiosa.

—¿Cree que no lo hemos intentado, joder? ¡Pero no podemos! Simplemente es así. No podemos alejarnos más allá de una manzana en ninguna dirección y no sabemos por qué.

—Los cuadros. Los cuadros de Hessen. Tiene que ver con los cuadros. Mi tía abuela decía que todo estaba relacionado.

El cuerpecillo de Tom Shafer pareció hundirse aún más en su voluminoso asiento.

En aquel momento parecía un montón de hueso y pellejo en el interior de una camisa de cuadros y unos pantalones de chándal. Sus manos nudosas temblaban sobre los brazos del sillón. Cerró los ojos y todo su cuerpo se estremeció. Apryl sintió el impulso de acercarse a él, como había hecho con Betty Roth, y abrazarlo. Coger a aquel hombre cansado y roto y consolarlo como no había podido hacer con Lillian.

—No quiero acordarme de ellos si no es absolutamente necesario —murmuró el anciano.

—Lillian soñaba con el contenido de aquellos cuadros. Y luego comenzó a verlo a su alrededor.

—Como todos los demás. Por alguna razón, todo aquello salió de los malditos cuadros.

—Por eso Reginald se quitó la vida. Y los demás.

Tom Shafer asintió.

—Puede que ellos fuesen los más afortunados, los que tuvieron las agallas de quitarse de en medio. Pero nosotros también lo sufrimos, ¿sabe? Nunca tuvimos hijos por culpa de eso. Mi mujer los perdió todas las veces.

—Lo siento.

El silencio se hizo más denso alrededor de ellos en aquel rinconcillo de ninguna parte. Tom Shafer lo rompió hablando como para sí mismo:

—Mi mujer aún cree que puede protegernos aquí. Es lo que piensa. No puedo dejar que se altere. Aquí dentro no. Así que tendrá que irse.

—Los quemaron.

Tom Shafer no dijo una sola palabra. Ni siquiera asintió.

—Y mataron a Hessen. Juntos. Sé que lo hicieron. Arthur Roth, Reggie y usted. No quiero causar problemas con esto. Sólo necesito saber por qué Lillian no pudo volver a casa con nosotras. Es lo que quería. Lo decía en sus diarios. Pero aquí sucedió algo que empujó a su marido al suicidio. La misma cosa que la mantuvo en esta casa hasta el día de su muerte. Quiero saber cómo pudo hacer eso Félix Hessen después de muerto. ¿Puede usted decírmelo?

Tom Shafer movió la cabeza con desesperación.

—No tiene usted la menor idea de lo que era ese hombre. No sé qué le contó Betty, pero él trajo a esas criaturas aquí. No sé qué eran ni cómo lo hizo. Nunca lo he sabido. Ni ninguno de nosotros. Lilly tenía algunas ideas absurdas, pero no nos las tragábamos. Fuera lo que fuese, era más fuerte que nosotros. Juntos o por separado. No tardamos mucho en descubrirlo. Y eso le costó la vida a Reggie y a otras buenas personas. Incluidas su tía y ahora Betty. Estoy convencido de ello. Esa mujer tenía un corazón muy fuerte. No creo que le fallase. Sólo quedamos mi mujer y yo. —Dejó de hablar y tragó saliva. Su frente estaba cubierta por una capa de brillante transpiración y comenzaba a parecer gris bajo la tenue luz, como si estuviera gravemente enfermo.

—¿Se encuentra bien, señor Shafer? —Alargó el brazo hacia él.

—No me creo una sola palabra de lo que dicen abajo —respondió él con un susurro—. Ahí pasa algo raro. Márchese de aquí, señorita. Como tendríamos que haber hecho nosotros.

Entonces negó lentamente con la cabeza y suspiró, como alguien que aceptara una mala noticia a regañadientes. Fue el sonido más abrumadoramente fatigado que jamás hubiera oído salir de la boca de una persona.

—El edificio entero temblaba. Todo procedía de su apartamento. Comenzó al año de haberse mudado aquí, más o menos. Nunca salía del edificio. Ni una sola vez, estoy seguro. Te lo encontrabas en una escalera, o abajo, donde vivía el personal, haciendo extraños gestos en el aire, como si estuviera dibujando. Toqueteando los cuadros de las paredes. Hablaba solo, y no en inglés o en ningún otro idioma que yo haya oído nunca. Los porteros lo sorprendían así constantemente. Lo tenían vigilado. Nunca les gustó.

»Y de noche hacía cosas en su apartamento que podían ensombrecer las luces al otro lado del edificio. El aire del apartamento de Betty se llenaba con algo que no podías ver pero sabías que estaba allí. Y si escuchabas con mucha atención podías oír voces. No como usted y yo aquí hablando, sino voces a centenares, peleando allí abajo con él.

»La primera vez que las oímos fue en casa de Betty. Estábamos cenando y lo oímos proveniente del apartamento de abajo. El de Hessen. Y una vez que lo oías ya nunca dejabas de hacerlo.

»Lo que tenía en el apartamento, fuera lo que fuese, salió de allí y se metió por todas partes. Invadió el edificio. Se coló detrás de las paredes, dentro de los espejos y los cuadros. Empezamos a ver en ellos cosas que no estaban antes. Aunque fueses el único ser humano en una habitación, de repente sabías que no estabas solo al mirarte al espejo. A veces era una de esas cosas; otras, más de una. Pero las veías moviéndose. Y luego se metieron en nuestros sueños. Entraron en nuestras cabezas mientras dormíamos.

»No sé cómo lo hizo. Yo he ganado cien millones en Wall Street. Se me da bien lo que puedo ver y explicar. Pero esto no. Contra esto no teníamos defensa. Ni él tampoco.

—¿Por qué dice eso?

—Perdió la puta cara allí abajo. Perdió la cara entera y hasta su condenada cordura con lo que sea que hiciera allí abajo. Algo que no pudo controlar una vez iniciado.

Apryl tragó saliva.

—¿Qué le pasó en la cara?

Tom Shafer mantuvo la mirada gacha. Lo pensó un momento y luego continuó.

—Arthur llamó a Reggie y Reggie me llamó a mí. Betty y Arthur habían oído unos gritos. Gritos de Hessen. Así que bajamos con el jefe de los porteros y entramos. Y nos lo encontramos en el salón, solo, con todas las alfombras amontonadas contra las paredes. Pero se veía lo mal que tenía la cara. Como si se le hubiera congelado, dijo Reggie. Estaba negra, como quemada, y había perdido casi toda la carne hasta el hueso y los ojos. Pero no había fuego. Ni productos químicos. Ni sangre. Y desde luego no había estado en el Polo Norte, aunque a todos nos hubiera encantado que fuese así. No teníamos la menor idea de qué podía haberle causado esas heridas.

»Se lo llevaron en ambulancia. Y pensamos que ahí se terminaba todo. Pero sobrevivió, y cuando regresó todo comenzó de nuevo. Todos aquellos ruidos dando vueltas como una lavadora allí abajo, en su casa. —Interrumpió el hilo de sus pensamientos y la miró—. ¿Cómo murió Betty?

—Mientras dormía, según Stephen.

El señor Shafer negó con la cabeza.

—Eso es mentira, joder.

—Betty me dijo que había vuelto. ¿Cree que realmente es posible? —preguntó Apryl al instante, temiendo que dejara de hablar, como había hecho Betty Roth.

—¿Que ha vuelto? Lo cierto es que nunca se marchó. Nos ha mantenido aquí encerrados, esperando a que pasara algo para volver a empezar con todo. Aún está aquí. Debo de estar tan loco como Lillian por decir una cosa así. Ha estado esperando a que llegara su momento. Hasta ahora no podía hacer mucho más que darnos un susto de muerte cuando nos acercábamos a un cuadro o a un espejo. O ponernos enfermos como perros si tratábamos de salir del barrio. Pero las cosas han vuelto a cambiar. Ahora es distinto. Como si alguien lo estuviera ayudando.

Apryl tuvo que hacer esfuerzos para controlar su voz.

—Y Reginald… Todos mataron a Hessen.

Tom Shafer volvió a negar con la cabeza. Su voz apenas era audible.

—No matamos a nadie. Reggie simplemente lo dejó allí dentro con eso. No hicimos nada por detenerlo. Y ese loco cabrón no volvió a salir.

—¿Con qué lo dejó?

—No lo sé. Ninguno de nosotros lo sabe. Pero sonaba igual que lo que había en los cuadros que tenía en las paredes, o lo que había en aquella habitación, que debía de tener el tamaño de un campo de fútbol.

—No lo entiendo…

Tom Shafer tragó saliva ruidosamente.

—La segunda vez que bajamos allí, cogimos las llaves de la caja del portero nosotros mismos. Reggie también cogió una pistola. Entramos y Hessen nos estaba esperando en el salón. Tan flaco que parecía que apenas pudiera mantenerse en pie. No llevaba más que un pijama y una máscara sobre la cara. Hecha de algo rojo que le rodeaba la cabeza como una capucha y se remetía por debajo del cuello. Pero aun así se podía ver lo que había debajo. La cara destrozada de aquel idiota.

»Reggie le exigió que nos contara lo que estaba haciendo. Lo que tenía en aquella habitación montando aquel escándalo. Hessen se limitó a reírse de nosotros. Como si no fuéramos nada. Como si no significáramos nada. Así es como te hacía sentir.

»Y Reggie perdió los estribos. Lo cogió por el cuello y comenzó a darle su merecido. Lo arrojó sobre una silla, que se partió bajo su peso. Tratamos de sujetar a su tío, procurando no mirar los cuadros de las paredes. Pero Reggie era un hombre muy fuerte. Se nos quitó de encima, agarró a Hessen del brazo y lo arrastró por el suelo del salón. Lo arrastró hasta aquella habitación y abrió la puerta.

Dejó de hablar y comenzó a temblar. Alargó el brazo hacia una botella de agua, que Apryl abrió rápidamente para él.

—Bueno, Hessen comenzó a resistirse de verdad en ese momento. Y se comportó como la vez que perdió la cara. Chillaba como un lunático. Pero Reggie lo arrojó dentro de la habitación. Al frío que salía de allí. Y a aquellos ruidos. Todas esas voces que hablaban a la vez y gritaban pidiendo ayuda. Una habitación en la que no se veía gran cosa, aparte del puto suelo lleno de marcas. Alguna mierda vudú o algo por el estilo justo detrás de la puerta. Pero al entrar te dabas cuenta de que era un lugar que se extendía hasta el infinito. Y Reggie lanzó a Hessen allí dentro. Como si fuera un muñeco. Lo levantó y lo arrojó por la puerta, simplemente.

»Y entre todos mantuvimos aquella puerta cerrada.

»Lo oímos gritar un buen rato. Gritar, aporrearla y suplicarnos que la abriéramos. Y luego sólo golpes más débiles, como si se hubiera quedado sin fuerzas. Hasta que esto cesó también. Hasta que todo cesó.

»Fue como si se desvaneciera junto con las otras voces, el viento y el frío. No me pregunte qué fue. Ninguno de los allí presentes tenía la menor idea. Pero al día siguiente todos nos sentíamos veinte años más viejos.

Apryl tragó saliva.

—¿Hessen estaba muerto? —preguntó con un mero susurro.

Tom Shafer se encogió de hombros.

—Cuando abrimos la puerta, la habitación estaba vacía. No había ni un alma allí dentro. Sólo los cuatro espejos y las velas, que aún seguían encendidas en medio de las marcas del suelo. Juro ante Dios todopoderoso que es lo único que vimos. Pero él no estaba. Se había esfumado. Tampoco había salido por la ventana. Estaban todas cerradas, y, de todos modos, nadie habría podido sobrevivir a una caída desde el octavo piso.

—Y los cuadros… Los…

—Hasta el último de ellos. Los descolgamos de las paredes del pasillo y de todos los dormitorios. Los redujimos a cenizas. Los arrancamos de los marcos y quemamos toda la basura que había creado y todas las extrañas marcas que había debajo. Los metimos en el horno que había antes en el edificio para quemar el carbón.

Desde el pasillo al que daba la puerta de la sala, una voz chillona interrumpió de repente sus confidencias.

—¿Ha entrado alguien? ¡Os oigo hablar a través de la pared! Me está volviendo loca. —La voz sucumbió a las lágrimas y la histeria.

Tom Shafer salió bruscamente del trance miserable en el que había caído mientras relataba la historia. Su rostro se contrajo por el pánico. El picaporte de la puerta giró. Luchó por ponerse en pie. Apryl se levantó rápidamente y se volvió hacia la puerta mientras su propia incomodidad se transformaba en miedo. En aquel lugar parecía un sentimiento contagioso. La puerta se abrió.

La enorme mole de un cuerpo llenó el espacio que separaba la sala del pasillo. La luna que la señora Shafer tenía por cara era terriblemente vieja, pero la piel tenía un curioso brillo, como si llevara una fina membrana de plástico sobre las facciones. Debía de ser algún tipo de crema facial. Los rizos de su cabello negro se amontonaban bajo un pañuelo azul torpemente sujeto por medio de alfileres. Estaba aplanado en uno de los lados, donde debía de haber estado apoyada sobre una almohada. Sus ojillos negros miraban con ferocidad.

Se agarró con las manos a las jambas de la puerta, como para soportar la consternación y el asombro de encontrarse a aquella desconocida en su casa. De inmediato sus labios comenzaron a temblar, aunque no era fácil de decir si era de rabia o de pena.

—¿Qué está pasando aquí?

Tom Shafer levantó dos finos brazos que oscilaron delante de su cuerpecito de muñeca.

—Ahora no empieces a ponerte nerviosa.

—No… No… No… —Se quedó mirando a su marido con asombro, como si la mayor traición de todos los años que habían pasado juntos hubiera quedado por fin al descubierto—. ¡Que se vaya! ¡Te lo digo en serio, quiero que se vaya de aquí! ¡No doy crédito a mis ojos! ¿En qué estabas pensando? ¡Maldito seas por meter basura en mi casa!

Estaba loca. Apryl lo comprendió al instante.

—Lo siento, señora. No pretendía perturbar su descanso…

Sin siquiera mirarla. Sin apartar los ojos un momento de su marido, como si la visión de Apryl le resultase intolerable, la señora Shafer comenzó a hablar con una voz más profunda y controlada que, de algún modo, resultaba todavía peor que sus chillidos.

—No la queremos aquí. No es usted bienvenida. Se lo dije a Stephen, y aun así nos ha impuesto su presencia. Se ha aprovechado de un pobre anciano.

—Vamos, querida. Lo único que ha…

—¡No estoy hablando contigo! —chilló bruscamente a la figurilla con gorra de béisbol mientras el rubor afluía a sus facciones hasta teñirlas de un profundo tono carmesí—. ¡Puedes tener por seguro que no voy a tener ganas de hablar contigo durante mucho tiempo!

—No es su culpa. No pretendía molestarlos.

—¡Váyase ahora mismo! No pienso permitir estas… estas… estas cosas en mi casa. ¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve! Voy a llamar a Stephen.

—¡Tú no vas a llamar a nadie, joder! —gritó repentinamente Tom Shafer a su esposa.

Apryl escapó hacia la puerta.

—Discúlpeme, me marcho —le dijo a la señora Shafer, que seguía obstinadamente sin mirarla.

—Lo siento —se disculpó Tom Shafer con Apryl en el pasillo mientras renqueaba a su espalda—. No es ella misma. Hoy no. Se le está haciendo muy duro.

—¿Puedo llamarlo?

—¡No, no puede llamar! ¡Ni volver a subir! —gritó la señora Shafer. Los seguía, se detenía, luego los seguía un poco más y se tapaba la boca con la mano. Mientras su pequeño marido caminaba delante de ella, Apryl casi esperó ver cómo la señora Shafer alargaba los brazos, lo agarraba y lo arrastraba hasta su enorme vientre, que presionaba contra la parte delantera manchada de su bata de flores.

Al llegar a la puerta, Tom Shafer tendió una mano y tocó a Apryl en el codo. Ella se volvió y lo miró a los ojos aterrorizados.

—¡No puedo creer que esto continúe! —Al parecer, la señora Shafer había recobrado la voz—. ¡Me pregunto cuánto hace que sucede! —Y entonces se echó a llorar detrás de ellos, mientras su enorme corpachón se cernía, protectora y la vez alarmantemente, sobre su diminuto esposo.

—Por el amor de Dios —susurró para sí Tom Shafer. Se volvió hacia ella y gritó—: ¡¿Quieres cerrar tu estúpida boca de una vez?!

Al oírlo, Apryl se estremeció y sintió el deseo de salir de aquel lugar terrible sin demora, pero los dedos nudosos del anciano se clavaron en su brazo. Respiraba con tanta dificultad que pensó que podía expirar en cualquier momento. Sus labios se movían. Apryl se inclinó hacia su boca húmeda.

—No se fíe de ellos —susurró—. De ninguno de los de abajo. Lo ayudan. —Y diciendo esto le soltó el brazo y se volvió hacia su sollozante esposa.