Confundido por las preocupaciones, por la falta de sueño y por haber visto cosas contra las que no tenía defensa, Seth no reconoció los ojos aterrados que le devolvían la mirada desde el espejo mugriento que había sobre la repisa de la chimenea. Apartó la mirada. En el interior de su mente, una multitud se debatía con espanto.
Tenía que hacer esfuerzos para respirar. El corazón le latía demasiado de prisa y exudaba un sudor frío por todos los poros. No podía permanecer sentado sin moverse, así que, en vez de ello, paseaba por la habitación de un lado a otro. Creía que podía estar enfermo.
¿Qué había hecho?
Tiritando, lió y encendió otro cigarrillo junto al radiador. El sexto en otros tantos minutos. Se lo fumó hasta la mitad y luego lo apagó en un cenicero ya rebosante con un centenar de colillas sobre un denso lecho de ceniza. La imagen hizo que se sintiera peor.
No podía recordar la última vez que había comido. Llevaba días viviendo a base de tazas de té y cigarrillos. Demasiado tabaco, cafeína y aire cargado. Tampoco recordaba la última vez que había abierto una ventana.
La luz acuosa y grisácea del sol del atardecer, que pronto desaparecería en el crepúsculo, teñía de blanco el tejido anaranjado de las cortinas allí donde más desgastadas estaban.
Aquella penumbra grumosa revelaba manchas de colores entre rojos y negros en las dos paredes. Al verlo se le retorcieron las tripas. ¿Cómo había llegado a eso, a caer tan bajo? ¿Había perdido la cabeza? ¿O era otro yo nuevo el que se dedicaba a pintar aquellos fragmentos de caras y cabezas en las paredes antes de matar ancianas?
Por Dios, ¿de verdad lo había hecho?
No estaba seguro de lo que había hecho. En sus recuerdos, los sucesos de la pasada noche tenían un aire convulso e insustancial. Si lograba detener sus pensamientos, aunque sólo fuese un momento, tal vez pudiera recordar lo que había hecho y lo que había visto en el piso, sobre las paredes. Comprobar si era posible. Pero sus manos aún parecían soportar el peso del cuerpo huesudo de la anciana. Y no podía borrar de su mente la imagen de la señora Roth tendida en el suelo, con el terror reflejado en el rostro y los ojos aún abiertos. Ni la de la veloz sombra que había cruzado corriendo el cuarto de los espejos y se había colocado sobre ella. El cuarto al que la había llevado como un sacerdote que transportara un sacrificio al corazón del templo. Y también recordaba el cuerpo de la anciana en el suelo de su propio dormitorio, donde lo había dejado, al pie de la cama, inmóvil y roto. Donde lo encontrarían aquel mismo día. Su enfermera ya estaría allí. En cualquier momento llamaría alguien, puede que Stephen, puede que la policía.
En el espejo… ¿Qué había visto en aquel espejo? Algo que se movía penosamente, como un pájaro flaco y blanco con un ala rota, con algo rojo cubriendo una cara que no era como debería ser. Y que se la llevaba a rastras, hacia el interior del reflejo.
No podía confiar en sus recuerdos. Ni siquiera era capaz de distinguir lo que era real de lo que era una pesadilla. No. No era posible. Llevaba semanas teniendo alucinaciones. Primero los sueños y luego el muchacho que se le aparecía en las visiones. Su mente enferma lo había inventado todo. Es lo que sucede cuando pasas demasiado tiempo solo. Sin dormir lo suficiente, sin comer como es debido, la consciencia, deprimida y ansiosa, se vuelve en su propia contra. Se había extraviado hacía tiempo y ahora no podía volver al camino. Era demasiado tarde para ello.
Volvió a sentarse y cerró los ojos. Apretó los dientes y trató de contener la repentina reaparición en su cabeza del anguloso rostro sin vida de la señora Roth y de las mórbidas imágenes de aquella otra cabeza, enmarcada sobre las paredes de la sala de los espejos. La que se estaba desmoronando, descarnada hasta el hueso… en pintura aún húmeda.
Tenía que irse de Londres. Abandonar aquella habitación mísera y mugrienta. Alejarse del apartamento dieciséis y de lo que lo había obligado a hacer aquello. Romper el bloqueo de miseria, agresión e indiferencia que rodeaba permanentemente la ciudad.
Acababa de completar un ciclo de turnos y ahora tenía unos cuantos días libres. Si le preguntaban, podía decir que sólo había ido a visitar a su madre. Así, su marcha de la ciudad no parecería una admisión de culpabilidad si llegaban a encontrarlo sospechoso de la muerte de la señora Roth.
Aferrado a esta lógica, se puso en pie. Tambaleante sobre unas piernas cansadas, con la visión casi pixelada por la falta de sueño, hurgó entre el montón de ropa que había en un rincón hasta encontrar una mochila. Metió dentro algo de ropa sucia, y luego recogió el abrigo, las llaves y la cartera antes de salir del cuarto y echar la llave. Un cuarto que era un monumento al engaño, la demencia y la futilidad. Un lugar en el que no volvería a poner el pie.
El tráfico nunca cesaba en New North Road. Esperó en la acera, parpadeando por culpa de una luz que, aunque tenue, aún le lastimaba los ojos. Un viento frío le azotaba la cara desde tres direcciones diferentes. El aire polvoriento y empapado de vapores se arremolinaba a su alrededor.
Al cabo de un rato el semáforo cambió. Siguió su camino por Essex Road en dirección a Islington. Su destino era la estación de Angel. Y luego King's Cross y adiós para siempre. Tiritaba y sudaba al mismo tiempo. Temía que reapareciera la fiebre. No se sentía bien. Mientras trataba de sortear a los peatones rezagados, le daba la sensación de estar paralizado en el sitio o caminando hacia atrás.
Las nubes estaban muy bajas. Desoladoras y grises, parecían encontrarse a pocos metros de los pisos superiores de los edificios más altos. Manchado de porquería, el cielo estaba impregnado de un sedimento marrón hasta los feos ladrillos rojos y el hormigón mugriento de los edificios, de modo que era imposible ver nada más allá de unas cuantas decenas de metros.
Y la gente que lo rodeaba parecían los últimos vestigios de una raza enferma. Se arrastraban con paso vacilante bajo el peso grotesco de sus cuerpos obesos. Entre resoplidos de irritación, competían a codazos y empellones para avanzar por las calles abarrotadas. Trató de no quedarse mirando los rostros que lo rodeaban. ¿Qué les había hecho la ciudad? Hacían que se sintiera enfermo.
Allí todo el mundo estaba afectado de un modo u otro. Lo único que pasaba es que algunos, como él, habían caído más bajo que los demás. Y no convenía regodearse demasiado en los que se encontraban en peor estado que uno, por si eso aceleraba tu propio descenso hasta sus mohosos y olvidados rincones: los apartamentos viejos, las habitaciones húmedas y los edificios laberínticos de hormigón donde no crecían los árboles y donde el aire estaba permanentemente impregnado de la voz beligerante del tráfico acelerado y furibundo.
Tenía que alejarse de allí. Oh, Dios, si pudiera simplemente desaparecer de aquel lugar disfuncional… Una ciudad que regeneraba su contaminación atemporal gracias a la miseria de sus habitantes. De ahí extraía su sustento. Asfixiando las esperanzas y perturbando las mentes. Instigando las crisis y los fracasos. Con la consternación de la pobreza y la tiranía de la muerte. Con la eterna frustración de la falta de tiempo; la asfixia de la locura y el cautiverio de la neurosis; el ciclo perpetuo de la desesperación y de la euforia; la rabia homicida hacia el intruso que se sienta demasiado cerca; las miradas muertas de las ventanas de los autobuses; la absorción muda y la silenciosa humillación de los subterráneos; la delincuencia y la bebida; un millar de lenguas distintas que cloqueaban con egoísta insistencia. La ciudad de los condenados. Fea, frenética. Y toda ella por debajo del sol blanco, bajo un cielo eternamente teñido de blanco. Donde los condenados, engullidos, olvidan quiénes son. La aborrecía.
Su espanto lo espoleó a continuar. Lo hizo caminar más de prisa a pesar de que estaba sin aliento e incómodamente sudoroso bajo la ropa. En los ventanales sin brillo de las tiendas y los cafés vislumbró atisbos de sí mismo: desaliñado y encorvado como un mendigo con su bolsa vieja. Y al ver su rostro se dio cuenta de que parecía enfermizamente blanco. Blanqueado por el miedo, afilado por la ansiedad, estirado por la miseria, mientras que los ojos estaban llenos de la confusión de un hombre atormentado por la ausencia de sueño.
—Jesús —susurró entre otros murmullos en los que repetía las etapas de su viaje, una vez tras otra—: La Northern City hasta King's Cross. Luego un billete hasta Birmingham. Cojo el primer tren…
Junto al escaparate de cristal de un banco paró un momento a descansar antes del asalto final a la estación de metro de Angel. Estaba cerca del cruce y le parecía que había algo extraño en el aire. Era como si una mano sobre el pecho estuviera conteniéndolo mientras le insensibilizaban las piernas con agujas y alfileres. En aquel lugar, un chorro de visiones inundó su cabeza. Aparecían y desaparecían, más rápidas que latidos. Estaban por todas partes, las condenadas.
Los dos mendigos que ocupaban un banco le dijeron que se fuese a tomar por culo. Ellos utilizaban la bebida para contener sus propias visiones.
Aquél era un lugar que sólo los locos podían ver. Pero su presencia y su influencia sobre ellos eran tan intensas que no podían hacer otra cosa que quedarse mirándolo, o vagabundear y murmurar como profetas olvidados y reyes destronados.
—Hijo de puta —insultó al pavimento con el que había tropezado—. Montón de mierda asqueroso del diablo —maldijo antes de escupir a los coches que pasaban velozmente—. Apestas a bilis y a mierda de mierda de mierda… —dijo a la estación de metro al encontrarse con que estaba cerrada a causa de unas obras.
Pidió a Dios las fuerzas para destruir la ciudad con un martillo.
Tendría que continuar a pie. Recorrer a trompicones Pentonville Road hasta la estación de King's Cross. La rabia lo impulsaba. Apretó los dientes con determinación. No se dejaría doblegar. Ni por aquel pavimento irregular, ni por los semáforos que nunca cambiaban, ni por las repentinas obras que lo obligaban a dar largos rodeos ni por los rostros amarillentos que levantaban la mirada hacia él, implorantes, con aquellas bocas apergaminadas y horribles que se movían en las ventanas oscuras de los bajos de los bloques de pisos. Algo parecido a un cangrejo, con las patas igualmente finas, se escabulló detrás de un polvoriento seto de alheña. Cerró los ojos para no verlo.
Tardó lo que se le antojaron horas, con paradas frecuentes para limpiarse el sudor de los ojos y cambiar de posición la mochila, que amenazaba con provocarle una lesión de columna. Su visión comenzaba a disolverse en destellos blancos por los bordes. Los sonidos se ralentizaban y dilataban.
En King's Cross, la mayor parte de la calle estaba perforada alrededor de la entrada a la estación y rodeada por cintas de plástico de color naranja. Nadie trabajaba en los estratos de alquitrán, tierra y tuberías de arcilla. Las señales estaban por el suelo. La gente pasaba por encima de ellas. El sonido de sus zapatos al pisar la hojalata abollada restallaba dentro de su cráneo como la metralla. La bóveda de su cráneo era ahora un gran moratón que empujaba la oscuridad contra sus ojos.
Había dos coches de policía aparcados junto a la entrada principal de la estación, pero no pudo ver a los agentes. Seis perros enfurecidos, sujetos con correa, peleaban delante de la puerta, a la que impedían acceder. Uno de los dueños tenía una barba que le llegaba hasta la cintura. Era de color gris y estaba enredada y llena de nudos. El otro era un macarra flacucho con mejillas cubiertas de acné y unas mallas de rayas que trataba de vender el Big Issue. Los dos tiraban de las correas de sus perros mientras se lanzaban insultos a gritos. La gente que iba a trabajar pasaba junto a aquel escándalo comiendo sándwiches de Prêt À Manger y hablando por sus teléfonos móviles. Dentro de la estación alguien estaba gritando: «¡Quitadme vuestras apestosas manos de encima! ¡Quitádmelas, monos apestosos!» En aquel momento, tres agentes salieron de la estación llevando a rastras a una mujer de color. No llevaba zapatos. Los tres agentes habían perdido la gorra.
La mujer parecía trastornada, una vagabunda que había perdido la cabeza de tanto fumar crack. Una de sus manos aún aferraba un mendrugo mordisqueado de baguette. Dos pequeñas mujeres orientales aparecieron tras ellos. Llevaban los uniformes blancos y rojos de un negocio de catering. Sus expresiones eran idénticas: silenciosa indiferencia.
Seth pensó que, de haber tenido un arma, aquél habría sido el momento de liarse a tiros. De limpiar su camino de perros y degenerados. Pero el rojizo destello de la ira sólo lo hizo sentir más débil. A punto de desmayarse.
Una vez dentro de King's Cross y cuando al fin logró enfocar la mirada sobre el tablero de salidas, se dio cuenta de que estaba en el lugar equivocado. No circulaban trenes entre King's Cross y Birmingham New Street. Tendría que haber ido a Euston. Al puto Euston.
Con las manos en las rodillas y la cabeza inclinada, trató de contener tanto la rabia dirigida contra sí mismo como el delirio que le provocaba la falta de sueño. Hacía mucho que no abandonaba Londres un solo día. Un año desde su última visita a Birmingham. Había olvidado cómo se salía. Pero saldría. Caminaría todo el día si era necesario, hasta desplomarse, para encontrar el modo de escapar de aquel infierno.
Volvió a Euston Road y encaminó sus lentos pasos hacia el oeste. La estación de Euston no estaba lejos. Eso decían los carteles. Sobre su cabeza, el cielo estaba tiñéndose de blanco. O más bien empezaba a mostrar un brillo trémulo e intenso a través de la gaseosa manta de color gris. Le ardía la cara y su visión flotaba a su alrededor. Las calles, los edificios, las farolas, los coches, los arbolillos, los carteles del tráfico y los peatones daban vueltas, borrosos, a su alrededor. Si llegaba a sentarse perdería el sentido.
Pero al entrar en la estación se sintió aún peor. El efecto fue inmediato. Lo embargó el pánico. Entre la luz blanca y cegadora, el murmullo de las voces, los empujones de las mochilas y el chirrido de las ruedecillas de las maletas, sintió un abrumador deseo de salir corriendo de allí.
Una voz con eco que no era capaz de entender del todo estaba anunciando retrasos y cancelaciones. No encontraba Birmingham en el tablero de salidas. Aturdido, entornó la mirada para tratar de contener el zarandeo vertical de su visión, pero al cabo de pocos segundos el dolor le impidió seguir mirando hacia arriba.
Fue en busca de ayuda, que allí escaseaba. O no existía, en realidad. Decidió que preguntaría en la taquilla, pero al ver las enormes colas enroscadas como serpientes, pensó que sería mejor dirigirse al baño. Pero de camino allí, en medio de la multitud que ocupaba el vestíbulo principal, se detuvo de repente. Frente al borrón rojizo y amarillo de la entrada de un Burger King se encontraba la figura de un muchacho encapuchado. Sus manos estaban profundamente enterradas en los bolsillos de nylon de la trenca y el rostro perdido en la oscuridad, pero volvió la mirada en dirección a Seth.
Un hombre detrás de Seth estuvo a punto de tirarlo al suelo, y luego, en lugar de disculparse, se volvió violentamente para lanzarle una mirada de hostilidad. Seth volvió a mirar al lugar donde había visto a la figura encapuchada, pero ya no estaba allí.
Con la respiración entrecortada, se dijo que estaba teniendo alucinaciones. Pero entonces entrevió por un instante unos pantalones escolares y unos zapatos de suela gruesa y llenos de rozaduras delante de una tiendecilla que vendía gafas de sol y relojes.
Imposible: el niño no podía moverse tan deprisa. Habría otros allí. Debía de ser uno de ellos. Estaba paranoico. Paranoico y enfermo. Se abrió paso en medio de un grupo de turistas franceses en dirección a la taquilla.
Pero puede que el muchacho estuviera allí para impedir que se marchara. No había encontrado otra cosa que obstáculos en su camino desde que abandonara el Green Man. Era como si la ciudad entera conspirara para mantenerlo cautivo dentro de ciertos confines.
Una vez en la cola, mantuvo la mirada gacha y los ojos cerrados para no ver a nadie con capucha observándolo. Para enfocar la vista y contener el pánico, comenzó a inhalar profundas bocanadas del caliente aire. Pero el miedo que rebullía en el fondo de su garganta amenazaba con brotar como un aullido agudo. Lo invadió el deseo de arrancarse la ropa y echar a correr como un loco entre la multitud.
Creía instintivamente que si se desplazaba hacia el este, de regreso al Green Man, comenzaría a sentirse mejor. Algo estaba diciéndole que no se le permitiría abandonar la ciudad. Algo con lo que había decidido asociarse voluntariamente la noche que abrió la puerta del apartamento dieciséis.
Finalmente llegó a la ventanilla, detrás de la cual había sentado un hombre rollizo con un chaleco rojo. Seth reencontró su voz y pidió un billete para Birmingham.
El hombre puso cara de exasperación.
—¿Es que no ha oído los anuncios? ¿No ha visto los carteles? Hoy no salen trenes para Birmingham.
—¿Qué?
—No hay servicios desde Euston.
—¿Y cómo puedo llegar a Birmingham?
—Desde Marylebone. En Chiltern Railways. O desde la terminal de autobuses de la estación Victoria.
Pero la mera mención de aquellos lugares remotos, tan lejanos en la abarrotada y asfixiante ciudad, logró apagar la última llama de su determinación. Sintió deseos de aporrear la pared hasta dejar la mano reducida a una masa de pulpa y fragmentos de hueso bajo la piel morada.
—¿Puede dejar pasar al próximo viajero? —preguntó el hombre del chaleco rojo.
Seth se alejó lentamente del mostrador. Sabía que ni el metro ni los autobuses lo llevarían adónde quería y no tenía fuerzas para seguir caminando. Había perdido toda la energía, aparte de la reserva con la que alimentaba su pánico. Aunque lograra llegar a otra estación, la enfermedad volvería a paralizarlo inmediatamente.
Tenía que dormir. Tenderse y conciliar el sueño. Quizá pudiera intentarlo más tarde, después de haber dormido un poco. En aquel momento no se le ocurría otra cosa, y se negó incluso a responder a la presencia del muchacho encapuchado, que lo esperaba junto a la taquilla y comenzó a caminar a su lado al salir de la estación.
Al día siguiente trató de alejarse en dirección sur, pero no logró llegar más allá del Strand, donde vomitó en el baño de un pub.
El norte era un laberinto infranqueable. Lo desorientaban muros de ladrillos, tejados negros y puntiagudos, vallas metálicas, el aire amargo y las criaturas blancuzcas que lo llamaban desde los solares y se movían más veloces que las ratas allí abajo, entre los cimientos a la vista. Su intento de fuga lo devolvió de nuevo al centro, donde se encontró por la tarde, en algún lugar entre Camden y Euston, agotado por el hambre y el esfuerzo.
Al tercer día, en el este, estuvo a punto de asfixiarse en una hilera de edificios grisáceos, cuyos jardines delanteros estaban llenos de basura. Se estremeció y se echó a llorar, observado por niños paquistaníes vestidos con ropa extraña. Y entonces se encaminó hacia su casa, la única dirección donde encontraba alivio de las náuseas, los escalofríos, la asfixia y las constantes llamadas de las criaturas de hueso desde las ventanas, con sus rostros amarillentos y las fauces abiertas de par en par.
La tarde siguiente volvió al trabajo.