—¿Qué estás haciendo?
La penetrante voz le llegó desde atrás. Seth no tuvo siquiera que volverse para identificar a la persona que lo había sorprendido abriendo la puerta del apartamento dieciséis. Era una voz que había oído a través del teléfono del edificio la mayoría de las noches de los últimos seis meses. Pero cuando se volvió hacia la señora Roth y la vio vestida con una bata azul claro y unas zapatillas rojas, su infantil vulnerabilidad había desaparecido, junto con la fragilidad y confusión que exhibiera en su último encuentro, junto a aquella misma puerta. Esta vez su peinado era perfecto: el bulbo de fina plata que le cubría el cráneo moteado no había rozado siquiera la almohada. Había pasado toda la noche incorporada esperando a que comenzaran los ruidos.
Presa del pánico por haber sido sorprendido —podían despedirlo por entrar en aquel apartamento, aparte de que le echarían la culpa de los ruidos que provenían de allí—. Seth trató de decir algo. Pero no lo consiguió, enmudecido por su propio miedo. Con toda seguridad, la señora Roth hablaría con Stephen a primera hora de la mañana, si no antes. No estaba simplemente enfadada. Se había enfurecido al verlo frente a aquella puerta con las llaves en la mano. Tenía el rostro teñido de rojo, el labio inferior tembloroso por la emoción y los ojillos entornados por la furia. Levantó el brazo con el codo doblado en un gesto de autoridad y la manga acolchada de su bata resbaló por un antebrazo demacrado, cubierto de venas azules y continentes enteros de decoloraciones hepáticas.
—Te he hecho una pregunta. ¿Qué estás haciendo? —Fue alzando la voz mientras hablaba hasta acabar gritando. Iban a oírla. Seth habría querido hacerla callar, pero era incapaz de actuar, de intentar calmarla. La anciana era demasiado lista. Demasiado consciente de las debilidades de los demás, de la mísera condición de Seth y de la ventaja que le concedía el hecho de ser una inquilina. Y tenía demasiadas ganas de acusar y atormentar.
Seth tragó saliva.
—He oído un ruido. Pensé que había entrado alguien.
—Embustero. Eres un embustero. Eres tú. ¡Tú! El que hace los ruidos ahí dentro. Lo has hecho para asustarme, porque sabes que vivo arriba. Es una crueldad aterrorizar a una anciana. Quiero ver a Stephen ahora mismo. Llama a Stephen. ¡Vamos!
Seth se sentía enfermo. No era capaz de librarse del acongojante nudo de terror que se le había formado detrás del esternón. Era como volver a ser un niño pequeño. Aquella mujer siempre conseguía abochornarlo.
«Zorra.»
Su mera imagen le inspiraba una rabia tan intensa que se imaginó que estrellaba aquel cuerpo hecho de palitos secos contra una pared. Aquella cabeza estúpidamente grande, el cabello ralo, el rostro puntiagudo y cruel sobre aquel cuerpo de títere hecho de palitos viejos y carne flácida. ¿Por qué no se moría de una vez? Su propia familia la despreciaba. No era capaz de mantener una enfermera más de un mes. Las hacía llorar a diario. Nadie podía trabajar para ella. Ni soportarla. Hasta había vuelto loco al taciturno Stephen con sus imposibles exigencias.
Sintió que se ponía blanco de repulsión de la cabeza a los pies. Una antipatía que lo aterrorizó: el tipo de sentimiento que le provocaba asombro experimentar una vez desaparecido. Algo que, en los últimos tiempos, sentía con regularidad pero a lo que todavía no había podido acostumbrarse. Nunca había sido capaz de odiar con tal intensidad, ni tampoco de crear a partir de aquel sentimiento con la consistencia de ahora. ¿Acaso no entendía aquella mujer que no tenía alternativa, que algo mucho más fuerte que él mismo lo convocaba allí arriba para que se impregnara de su genio?
Cuando al fin recobró el habla, logró reprimir la rabia mientras discurría rápidamente una táctica que le permitiera escapar de la situación.
—Soy el responsable de la seguridad y el bienestar de los inquilinos de este edificio durante la noche. Y estoy harto de los ruidos que salen de ahí dentro. —Señaló la puerta con un dedo—. Y no puedo hacer nada por una estúpida norma sobre las llaves. Y usted me llama todas las noches para quejarse de los ruidos del apartamento vacío que hay debajo del suyo. Esto ya hace demasiado tiempo que dura, señora Roth. Así que esta noche he decidido entrar. Llame a Stephen si quiere. La verdad es que me da igual. Porque estoy harto.
Al principio pareció sorprendida por el hecho de que alguien se hubiera atrevido a utilizar un tono tan desafiante con ella. Pero poco a poco su rostro fue perdiendo la dureza del enfado, reemplazada por una expresión suspicaz mientras lo observaba en silencio y pensaba en lo que acababa de decirle. Tras meditarlo unos pocos segundos, volvió a levantar la mano agarrotada y lo señaló con sus nudillos hinchados y sus dedos abultados por la artritis.
—No me mientas. Has estado entrando ahí. De noche. Y moviendo las cosas. Haciendo ruido.
Seth hizo lo posible por adoptar una pose de impotente frustración. No le costó mucho; estaba muy acostumbrado. Negó con la cabeza y alzó la mirada como si quisiera recabar la ayuda de un poder superior. Tenía que ser convincente, a pesar de que la voz de la anciana había perdido casi toda la agresividad.
—Señora Roth, crea lo que le parezca. Sólo estoy haciendo mi trabajo. ¿Preferiría que me quedara abajo sentado e ignorara un posible allanamiento? Pues como quiera. —Volvió a echar la llave y se encaminó a la escalera.
—¿Adónde vas? —preguntó ella agitando de nuevo los retorcidos dedos en el aire.
—Me voy abajo, señora Roth. ¿No es lo que quería?
—No seas idiota. Abre. Quiero verlo con mis propios ojos. Adelante, abre. Vamos.
Seth trató de contener una sonrisa. Ahora podía decirle a Stephen que ella lo había obligado a abrir el apartamento a causa de los ruidos y que sólo había entrado en él para que se callara de una vez. Tendría que haberlo llamado primero, pero no quería despertarlo, sabiendo lo complicadas que eran las cosas para él con el estado de Janet. Quizá Stephen y él pudieran arreglar las cosas entre los dos. ¿Acaso no tenían una especie de acuerdo? ¿Y qué sentido tenía organizar más revuelo, de todos modos?
Pero ¿qué pensaría la señora Roth de los cuadros? Imaginó que palidecería de asombro momentos antes de que le diera un ataque. En su fantasía vio un diminuto y oscuro vaso sanguíneo dentro de aquel cerebro cansado cuya pared se agrietaba y abría el paso a una fuga letal.
Pero lo arruinaría todo si sobrevivía a la ordalía de la contemplación y acudía a Stephen con sus ignorantes quejas. Hasta era posible que lo despidieran. Ya no sería nunca jefe de porteros. Y en el mejor de los casos, cambiarían las cerraduras y pondrían una alarma en aquella puerta. Quedaría sellada para él. Ya no podría entrar nunca más.
¿Por qué aquella noche? ¿Por qué tenía que haberse levantado la anciana precisamente aquella noche? Estaba desesperado por ver la última habitación. Aterrado, pero alerta al potencial de su influencia sobre su propia obra, allá en las paredes del Green Man. Húmeda aún en las paredes. Totalmente vivida. Algo que pondría de rodillas al mundillo del arte de Londres. Oh, sí, tenía sus dudas. Estaba enfermo de miedo por lo que estaba haciendo, por el ser en el que se estaba convirtiendo, por lo que estaba viendo dentro de su propia casa… Pero los artistas deben ser valientes, y lo que estaba brotando de sus manos era demasiado espectacular como para negarlo.
—¡Condenado idiota! El piso es mío, es de mi propiedad. Abre de una vez. Te digo que abras. Haz lo que te ordeno.
Seth comenzó a ponerse nervioso de nuevo. A sentir el pánico en el fondo de la garganta. Sacó las llaves del bolsillo, y rebuscó entre ellas con manos temblorosas. ¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo podía ser la señora Roth la propietaria del lugar y de las espeluznantes maravillas que contenía?
Y entonces habló otra voz. Desde la escalera, detrás de la señora Roth. Una voz que también conocía muy bien, cuyas palabras brotaban de las frías y ventosas sombras de pisos de protección oficial vacíos, de las calles emborronadas por la lluvia de Hackney y de los lóbregos horrores de las habitaciones del Green Man. Su encapuchado compañero había regresado.
—Adelante, Seth. Abre la puerta a la anciana señora. Hay alguien ahí dentro que quiere verla. Un viejo amigo, podríamos decir. Se encargará de ella. Le dará su merecido.
En la embocadura de la escalera, medio oculta por la pared, Seth atisbo la capucha bajada de la trenca de nylon. El rostro se perdía en la oscuridad y las manos quemadas permanecían enterradas en los grandes bolsillos.
«Le dará su merecido.»
¿Qué querría decir? Seth se sentía mal.
—¡Dámelas! ¡Quita de en medio! —La señora Roth cruzó el descansillo, demasiado rápida sobre aquellos pies suyos como zarpas. Con el rostro inflamado de furia por la indecisión de Seth, una de sus manos artríticas trató de arrebatarle el llavero.
Pero Seth lo levantó para colocarlo fuera de su alcance. La miró desde arriba y dijo con voz controlada:
—Por favor, ¿quiere dejarme hacer mi trabajo?
No sirvió de nada. La mujer no le dejaba alternativa. Introdujo la llave de la puerta principal en la cerradura. Ya no era responsable de lo que pasase.
—Vamos, vamos. ¿Por qué te quedas ahí como un pasmarote?
Seth abrió la cerradura y empujó la puerta hacia dentro. Se quedó donde estaba, contemplando la oscuridad que tenía delante. Un soplo de aire frío le rozó el rostro y le provocó un escalofrío en el cuello.
Sintió que la mano de la anciana apresaba su codo. A pesar de su comportamiento y de su manera de tratarlo, esperaba que la escoltara allí dentro. Y que la protegiera.
La miró. Se notaba que estaba muy nerviosa. Y atemorizada por el lugar. ¿Qué sabía sobre él? Porque algo sabía. Llevaba en el edificio desde la segunda guerra mundial y debía de haber conocido al anterior inquilino del piso. Habían sido vecinos. Y ahora el apartamento era suyo.
Penetró con ella en la oscuridad y se detuvo junto a la puerta para buscar las luces. El fulgor carmesí se encendió en el pasillo.
—¿Es que no funcionan? Esto está muy oscuro. ¿Has traído una vela?
Así que no veía demasiado bien. No era de extrañar; tenía casi cien años. Seth se volvió rápidamente. El muchacho encapuchado los observaba desde el descansillo.
—Deja la puerta abierta. Esto no me gusta —musitó la señora Roth—. ¿Ves algo? —Su voz había perdido la fuerza. Ahora no era más que una anciana asustada que le estrujaba el codo en busca de protección. ¿Cómo podía haberle tenido miedo alguna vez?
Y sí, Seth podía ver algo: los cuadros cubiertos por las sucias sábanas de color marfil colgados de las paredes rojas e iluminados por la luz tenue y rojiza que filtraba un cristal grabado. Tal como él los había dejado. Pero la señora Roth no parecía verlos, lo que resultaba extraño. Seguía quejándose de la oscuridad. Pegada a él, con la cabeza a la altura de sus costillas. Un momentáneo acceso de empatía prendió en su pecho antes de que lo apartara, consciente de que aquello no era una demostración de amistad mutua, o ni siquiera respeto. Ella lo despreciaba. Simplemente, en aquel momento lo necesitaba. Por la mañana informaría de lo ocurrido a Stephen. Estropearía las cosas entre los tesoros de aquel lugar sagrado y él.
—¿Puedes ver algo? —preguntó la anciana con voz temblorosa e implorante. A continuación, alzando la voz, dijo—: ¿Quién anda ahí? —En la oscuridad, su tono imperioso volvía a hacer acto de presencia, pero en aquel pasillo parecía perder su poder.
—Señora Roth, ¿quién vivía aquí?
—Un hombre terrible —dijo ella. La fuerza estaba desapareciendo de nuevo de su voz. Parecía confusa y aterrada. La miseria y el miedo se combinaban para hacer que le temblaran los labios, para obligarla a inclinar la cabeza, como si se viera forzada a recordar algo que le provocaba un intenso dolor. Parecía más encorvada que nunca—. No queremos que regrese.
La llevó hasta la mitad del pasillo, consciente de su respiración, que parecía trabajosa, como si estuviera realizando una actividad agotadora, en lugar de caminar lentamente con sus zapatillas entre aquellas paredes rojas. Unas paredes que no alcanzaba a ver. La oyó gimotear.
—Aquí vivía un artista, ¿verdad, señora Roth?
La señora Roth contempló las puertas cerradas sin decir nada.
—Alguien que no le gustaba. A quien, probablemente, no entendía. Así que dígame, señora Roth, ¿quién era aquel hombre, aquel hombre terrible? ¿Y qué le hizo usted?
—No quiero pensar en él. No me preguntes más. No quiero hablar sobre él. No quiero recordarlo. Aquí no. Compré este sitio para librarme de él. —Y a continuación, casi con un susurro, añadió—: Después de que desapareciera.
—¿Qué hizo, señora Roth?
—¡Cállate! —chilló ella de pronto, y luego señaló la habitación del espejo—. Ahí dentro. ¿Lo oyes? Lo oigo ahí dentro. Se está riendo. No puede ser. Nos libramos de él.
La repentina fuerza de su miedo hizo que Seth se sobresaltara. Estaba temblando. Blanca de espanto, la viva imagen de la fragilidad, en aquel momento prácticamente tenía que sujetarla para que no se desplomara: un títere de papel maché con huesos de bambú.
—No puede volver. No puede ser él. Alguien nos está gastando una broma pesada. Nos libramos de él. No estábamos dispuestos a permitir que se quedara aquí. Abre esa puerta. Ábrela y enciende las luces. Quiero verlo. No me lo creo.
Sin saber qué hacer, pero muy consciente del poder que había dentro de aquella habitación, Seth titubeó. Bastaba con encontrarse cerca de la puerta para que lo invadiera la tensión de una incómoda expectación. Y la señora Roth estaba lívida de terror. La sentía temblar a su lado. ¿Qué estaría oyendo? Decía que oía reír a alguien. Pero Seth no oía ninguna risa… Sólo el viento. Sí, el rumor de un viento lejano. La sensación de que algo tremendo, frío y lejano se aproximaba, como si un mar de negrura estuviera acercándose a ellos impelido por una marea imposible. Una marea que discurría por encima de ellos y, de algún modo, también por debajo.
—No. Es peligroso. Tenemos que irnos —le susurró a la anciana con desesperación.
—¡Abre! Abre la puerta. Quiero verlo. Esto no está bien. No está bien. No puede regresar. —Estaba sucumbiendo a la histeria. La impecable cúpula de su pelo plateado estaba desmoronándose. Los patéticos restos de sangre que aún sobrevivían dentro de sus venas parecían haber abandonado la superficie de su piel. Tenía aspecto de estar a punto de desplomarse. Su carne había cobrado una tonalidad grisácea y Seth podía ver la práctica totalidad del blanco de sus ojos.
Pero no podía quedarse allí parado y dejarla gritar. Podría despertar a alguien. En aquel mismo momento, otro inquilino podía estar aporreando la puerta de Stephen o llamando a recepción. O, aún peor, a la policía. Estaba volviendo a perder el control. El control de aquella estúpida zorra aterrorizada. La rabia reemplazó su intranquilidad y su miedo. La rabia podía hacer eso: tenía su utilidad.
—Está bien, está bien —dijo con una mueca y los dientes apretados. Alargó el brazo y agarró el picaporte de frío bronce. Pero al llegar el momento de girarlo, algo se lo arrancó de la mano. La puerta se abrió desde dentro con una fuerza que los hizo gritar a ambos.
Seth estaba sentado detrás de su mesa. Inmóvil. Con la mirada fija en la puerta principal y el azul y negro del alba detrás del cristal. Un escalofrío recorría su piel, nacido en algún punto de su interior pero propagado después por todo su cuerpo. En el techo, las luces emitían un sonido tintineante provocado por el calor que generaban. En el exterior, un coche potente aceleró y se alejó.
Quería mantener la mente despejada, pero no era capaz siquiera de seguir la acción en la pantalla de televisión que había debajo del mostrador. Se le antojaba sólo un mosaico absurdo de destellos, colores y voces lejanas. Las imágenes de su cabeza eran mucho más interesantes. Y en lugar de dejarse acallar o detener, saltaban frente a sus ojos para recrear los acontecimientos que habían sucedido tan rápidamente en el piso de arriba.
Recordaba haber retrocedido instintivamente de un salto para apartarse del espacio rectangular, oscuro y vacío, que había detrás de aquella puerta. Al menos eso era lo que le había parecido a él. Una habitación que se negó a materializarse cuando la voluntad ávida que contenía le arrebató la puerta de las manos.
Y entonces vio caer a la señora Roth. Lentamente, de costado, hacia los baldosines de mármol del suelo. Cayó en silencio. Sin siquiera pedir ayuda. Sin extender los brazos para amortiguar el golpe. Simplemente golpeó los duros baldosines con un chasquido. Y se quedó inmóvil, con el rostro orientado hacia la puerta. Parecía aturdida. Sus labios se movían, pero no emitían sonido alguno.
Seth se había asomado a la habitación. Parte de la luz tenue y rojiza del pasillo entraba por la puerta, y gracias a ella pudo ver el destello de un espejo lejano y la forma insinuada de unos rectángulos alargados y cubiertos de sombras sobre la pared opuesta. Como si la materia sólida y tangible se hubiera recompuesto de repente dentro de aquel espacio que hasta entonces le había parecido oscuro y vacío. Y durante el más fugaz de los momentos, tuvo la seguridad de que algo corría de un lado a otro de la puerta. De derecha a izquierda. Encorvado. Algo borroso, que se movía con un susurro justo por debajo del sonido del viento que se aproximaba.
—Deprisa, Seth. Deprisa. Tenemos un trato, colega. Ya te lo dije. Así que espabila. Métela ahí, métela. No queda mucho tiempo —dijo el muchacho encapuchado desde detrás de él.
La señora Roth también había visto algo. Sus ojos se abrieron en un rostro tan ceniciento que parecía una máscara funeraria hecha de yeso. Parecían a punto de reventar alrededor de las córneas y estaban clavados, sin parpadear, en el vano de la puerta. Un largo reguero de baba colgaba de la comisura de sus labios más próxima al suelo. Comenzó a emitir unos gemidos bajos, como un animal. Un animal aterrado y herido que tratara de respirar a pesar de tener los pulmones dañados y gruñir al mismo tiempo a su atacante.
Seth sintió asco. Repulsión por aquella demostración de impotencia. Sintió deseos de apartarse de la figura rota del suelo.
La mujer no lo había escuchado. Ni una sola palabra. Se lo tenía merecido. La estúpida zorra no tendría que haber entrado allí. Había intentado decírselo.
—Seth. Seth —insistió el muchacho con voz cargada de urgencia—. Hazlo. Hazlo. Métela. Líbrate de ella. Tienes que darte prisa. No permanece mucho tiempo abierto. Y está malherida. Te vas a meter en un lío. Te van a echar la culpa. Hazlo. Hazlo, vamos.
Y esto lo impulsó a arrodillarse junto a la anciana. A estirar los brazos hacia sus hombros estrechos y puntiagudos. Actuó movido por la certeza instintiva de que una vez que la hubiera metido en el cuarto el problema quedaría resuelto. De una vez para siempre. Así que lo hizo.
La mujer gimió mientras intentaba moverla, pero no apartó los ojos del umbral. Parecía esquelética bajo el camisón. La bata aleteaba y se abría. No era fácil agarrarla bien.
—Deprisa, Seth. Deprisa, vamos. Métela ahí y cierra la puerta. Tienes que hacerlo ahora mismo. Líbrate de esa zorra.
Desesperado por poner fin a aquella confusión, a aquel miedo, a aquella terrible suspensión de la razón y la decencia, introdujo las manos por debajo de las cálidas axilas de la anciana, la levantó por delante de él y la volvió hacia la puerta. Flácida, inmóvil y, en aquel momento, extrañamente silenciosa, la mujer colgaba de sus brazos con los ojos muy abiertos, lista para ser entregada a la habitación.
«Cuando una persona mayor ha sufrido una caída, no debes moverla nunca.» Recordaba el cursillo de primeros auxilios que le habían dado en el cuarto del personal. «Puede sufrir un shock.» Probablemente se hubiera roto la cadera. Pero Seth ya estaba más allá de aquello. Más allá de todo.
—Eso es. Métela. Mete ahí a esa zorra —repitió el muchacho encapuchado, jadeante de pura excitación, antes de proferir una carcajada impaciente y despojada de toda alegría—. Pero no mires, Seth. Tú no mires.
Seth obedeció. Consciente de que aquello pondría un rápido fin al inconveniente en el que se había transformado la anciana, echó a andar. Sin vacilar, sin mirar hacia la izquierda, ni hacia la derecha, ni hacia arriba, hasta llegar al centro de la habitación. Y entonces la dejó en el suelo.
Allí dentro era como caminar a través de un sueño. Su propio cuerpo era ingrávido. El aire era extrañamente denso a su alrededor, y estaba tan helado que le dejaba los pulmones sin aliento.
Nada tenía sentido, pero tampoco era necesario, puesto que Seth obedeció a pie juntillas las leyes de aquel espacio e hizo lo que se le pedía. Hizo lo necesario en una sala en la que el techo —estaba seguro de ello sin siquiera tener que levantar la mirada— se había esfumado y se había transformado en un terrible remolino de aire y voces a medio formar. Desde algún lugar situado a kilómetros de distancia de él, se precipitaba violentamente sobre su cabeza una fría e insondable turbulencia que giraba hacia atrás a velocidad aterradora y se encontraba cada vez más cerca. Descendía en espiral. Había oído aquel ruido antes y esperado que fuese una radio lejana. Pero ahora sabía con certeza que no era tal cosa. Era el infinito que había visto retratado en los óleos que colgaban de aquellas paredes rojas. Y poseía una fuerza y una energía que lo hacían sentir más insignificante que ninguna otra maravilla de la naturaleza que hubiera contemplado hasta entonces.
Lo más de prisa que pudo, se volvió y corrió hacia la puerta y el pasillo. Atravesó el umbral con las piernas temblorosas, consciente de que sólo volvía a estar en el pasillo porque le habían permitido salir de aquella habitación. Y a continuación cerró la puerta tras de sí sin perder un instante. Mantuvo los ojos en el suelo, de modo que no alcanzó a ver con claridad lo que cruzaba repentina y rápidamente la habitación y cubría a la señora Roth.
El grito de la anciana fue breve. Grave, al principio. Ascendió, se tornó un trino agudo y luego cesó de repente. A esto lo siguió un fuerte chasquido y luego una serie de crujidos secos que le recordaron a un manojo de apios frescos partidos por unas manos fuertes. O a un puñado de ramitas secas tronchado antes de meterlo en una pequeña chimenea.
Y entonces el sonido del viento, aquel inexplicable movimiento en círculos, los chisporroteos que acompañaban el movimiento de descenso y, en su interior, el atisbo de unas figuras arrastradas cuyas voces restallaban en el aire, ganó de repente en fuerza y volumen hasta llegar a un punto en que todos los inquilinos de Barrington House, Seth estaba seguro, lo oyeron mientras se incorporaban en sus camas como impulsados por un resorte. Un clímax de tal violencia que esperó, encogido, a que llegara el sonido de las ventanas que reventaban.
Pero no lo hizo. Y justo antes de que el ruido se interrumpiera de repente, oyó lo que parecía un montón de pezuñas que arañaban un suelo de madera en su precipitación por llegar al lugar en el que había dejado a la señora Roth.
El silencio que siguió fue casi más difícil de soportar que los ruidos precedentes, que lo habían dejado paralizado. Porque no era un silencio calmo. Más bien estaba cargado de expectación. Y al ver que se prolongaba, Seth comenzó a preguntarse si lo que quiera que tuviese que suceder al otro lado de la puerta habría concluido por fin.
El muchacho encapuchado había entrado en el pasillo desde el lugar en el que había dirigido las operaciones. Se colocó junto a Seth, quien arrugó el rostro al percibir un repentino tufo a pólvora quemada y cartón chamuscado.
—Has hecho bien, Seth. —El chico se echó a reír, y la capucha de la trenca tembló a causa de una actividad en su interior que Seth se alegró de no ver—. Esa zorra se lo tenía merecido, colega. Zorra. Vieja zorra. Va a estar muy contento con nosotros, colega. Hacía siglos que quería a esa vieja zorra. Ahora entra ahí y límpialo todo. Aún no has terminado.
Tenía que volver a entrar allí. Y limpiar. Un terrible estremecimiento recorrió su cuerpo y tuvo que morderse el labio para detener los violentos sollozos que pretendían agitarlo de la cabeza a los pies.
—Vamos, Seth. Tienes que darte prisa si no quieres que te cojan, colega.
Seth se pegó a la puerta de la sala de los espejos y escuchó con atención. Aguzó el oído al máximo para captar, al otro lado de la pesada madera, cualquier indicio de ocupación o actividad. De haber oído algo habría escapado corriendo y no habría parado hasta abandonar el edificio. Pero no oyó nada. Sólo la gradual remisión de su asombro y su miedo le permitieron volver a pensar en la señora Roth. Una anciana tendida sobre el suelo de un piso en el que nunca tendría que haber puesto el pie. Una mujer malherida, o algo peor. Abrió la puerta.
Y la vio en el suelo, con la espalda encorvada, más o menos en la misma posición en que la había dejado, mirando al espejo. Un espejo en el que se podía ver su rostro retorcido en una máscara de terror tan profundo que estuvo a punto de oír de nuevo sus gritos. Y por encima del reflejo del bulto inmóvil formado por el camisón y los miembros esqueléticos de la señora Roth, vio algo que se movía bruscamente.
Muy dentro del espejo, en el interior del túnel rectangular y plateado creado por su posición frente a otro espejo idéntico en la pared opuesta, algo se movía a rápidos saltos, como las imágenes de una película escupidas por un proyector. Pero lo que creyó ver, fuera lo que fuese, se había desvanecido antes de que hubiera tenido tiempo de dar dos pasos en el interior de la habitación. Incluso después de todo lo que había soportado, oído y visto en aquel lugar, la noción de algo alargado y pálido, con una mancha rojiza en lugar de cara, que se perdía en el interior de las distancias reflejadas por el espejo, lo puso enfermo de terror. Y le pareció ver que arrastraba por el tobillo un bulto azul pálido, lejos de aquella habitación y hacia las profundidades de lo que quiera que hubiese allí abajo.
Entonces se volvió y miró un instante a su alrededor, a los ocho cuadros descubiertos. Uno a cada lado de cada uno de los espejos que ocupaban el centro de las paredes. Y en su interior todo pareció dejar de moverse, como sepultado por la fuerza desnuda de las imágenes.
Cada retrato mostraba el mismo rostro, pero en diferentes estados de desintegración, en medio de una terrible corriente de aire ascendente, tan violenta que debía de haber abrasado la carne en los huesos con la misma eficacia de un soplete de acetileno. Era como si la terrible degradación de la cabeza sobre el cuerpo sedente se hubiera producido de repente. Los ocho retratos mostraban en una secuencia cómo la cabeza era separada en trozos, desgarrada y, al fin, succionada hacia arriba mientras el cuerpo seguía encadenado a la silla. Reconoció algunos fragmentos de cara en la cabeza seccionada. Era la señora Roth.
Seth cerró los ojos y se estremeció. Se frotó la cara con las manos.
«No mires arriba.»
Se arrodilló junto al cuerpo frío de la señora Roth. Lo palpó y le susurró unas palabras, pero no obtuvo ninguna respuesta de la forma tiesa embutida en la bata azul. Aún tenía los ojos abiertos, pero optó por no mirarlos, ni en el reflejo ni en la cara real, retorcida por el terror en el rictus de un aullido que a duras penas había tenido tiempo de escapar de aquella boca sin labios.
Sin perder más tiempo, levantó aquel montón de huesos de cabeza flácida y, cargado con él, cruzó el piso, pasó por la puerta, subió un tramo de escalera, atravesó la entrada abierta del apartamento dieciocho y recorrió el pasillo hasta el dormitorio principal. Allí colocó el cuerpo a los pies de la cama, como si hubiera caído pesadamente, con la cabeza por delante, después de perder el equilibrio. El ruido que hizo no despertó ni siquiera a la pequeña Imee. Puede que la pobre desgraciada sólo respondiera ya al sonido de una campanilla.
A continuación retrocedió un paso y estudió el resultado de su trabajo. Satisfecho con la posición de la marchita y quebrada criatura, uno de cuyos pies se había enredado entre las sábanas, volvió sobre sus pasos y salió rápidamente del apartamento. Cerró la puerta principal detrás de él y bajó de nuevo al apartamento dieciséis para borrar su rastro y tapar las pinturas de la sala de los espejos, sin atreverse a abrir los ojos a tan poca distancia del espanto aullante de aquella cara. La pintura todavía estaba fresca.