Detrás del voluminoso escritorio, Piotr se levantó pesadamente y se secó la frente.
—Hola, señorita Apryl. ¿En qué puedo ayudarla hoy? ¿Necesita el paraguas, quizá?
Estaba lloviendo de nuevo y le había caído encima un chaparrón al ir de Knightsbridge a Bayswater. Y se había terminado de poner de mal humor al ver a Piotr sonriéndole detrás de la mesa. Buscaba a Stephen.
—Lo siento, estoy empapando la alfombra.
Lentamente comenzó a recuperarse del frío del viento y la fuerza de la lluvia en el calor del vestíbulo, que le provocó un leve mareo.
A su alrededor resplandecían los picaportes de bronce de las puertas. El cristal de las puertas y los marcos de los cuadros también brillaban. Y la mera idea de pisar las gruesas y limpias alfombras con las botas manchadas de barro la hacía sentir cohibida. Aquella parte del edificio estaba inmaculada, sin una mota de polvo y perfectamente iluminada, pero ni aun así era capaz de disimular la fragancia de antigüedad que lo impregnaba todo. La zona de recepción no era más que una fachada. Detrás de aquella pequeña cápsula de luz brillante y calidez podía sentir el brillo sepia de su escalera y sus carcomidos apartamentos, esperando allí arriba para aterrorizarla. Con qué rapidez había cambiado su impresión del lugar. Su estancia en el hotel y los pocos días que se había tomado para explorar la ciudad le habían dado perspectiva, le habían permitido ponerse de nuevo en contacto consigo misma, pero ahora le bastaba con arrimarse mínimamente a Barrington House para recordar el temor y la confusión de las noches pasadas allí.
No obstante, dentro de no mucho tiempo, se libraría de aquel lugar. La empresa de limpieza haría acto de presencia aquella misma semana, seguida por los de la inmobiliaria. Y después de eso no tendría que volver allí. Nunca.
—Menuda tormenta me ha pillado —dijo con una carcajada mientras se ahuecaba el pelo con las manos. La lluvia se lo había alisado—. Nunca sé qué pensar del tiempo en esta ciudad. El cielo estaba despejado al salir de Bayswater.
Seguía sonriendo, pero la afabilidad del orondo portero no terminaba de tranquilizarla. Siempre le daba la impresión de que estuviera intentando algo. Rodeó la mesa y, demasiado cerca de ella, alargó un brazo y la tomó por el hombro.
—Por favor. Siéntese. Debe usted descansar, ¿no? —Como de costumbre, llevaba la camisa demasiado apretada, como si el cuello expulsara la cabeza hacia el exterior y luego lo estrangulara.
Apryl dio un paso hacia un lado y colocó una mano sobre la mesa para recuperar su espacio personal.
—Estoy bien, sólo un poco mojada. —Dejó el bolso sobre la mesa, se dio unas palmadas en el abrigo de piel para expulsar el agua y se quitó los guantes negros. No podía evitar a Piotr. Lo necesitaba.
Él seguía con su constante e irritante parloteo.
—Es agradable estar en el calor y la comodidad, ¿verdad? Y a mí me encanta dejar que las chicas bonitas se refugien aquí, ¿sí? —Terminó con una atronadora y nerviosa carcajada.
A Apryl comenzaba a costarle seguir sonriendo. Pero lo que pretendía hacer era una suerte de intrusión. Se había presentado en medio de la lluvia para interrogar al personal y, si era posible, a una antigua inquilina, sobre el apartamento dieciséis. Sabía por Stephen que los exclusivos edificios de apartamentos del oeste de Londres eran muchas veces refugios donde los ricos y famosos contaban con disfrutar de los niveles más estrictos de privacidad y seguridad. Los porteros tenían prohibido dar cualquier información sobre los residentes o sobre el edificio. Stephen le había contado que el secuestro era un peligro constante para los hijos de la gente adinerada.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, señorita Apryl? Hoy estoy muy contento. Es día de paga, ¿sabe? Así que será una alegría hacer lo que sea.
—Bueno, tengo una petición un poco insólita.
Piotr se llevó una mano al pecho y se dio una palmada.
—Al fin es el día. El día en que la bella mujer entra en Barrington House y dice que tiene una petición para mí, ¿no?
«No te pases, gordo.»
—No sé si lo sabe, pero este edificio tiene cierta historia. Verá, aquí vivía un pintor. Un hombre llamado Félix Hessen. —Sin revelar que había vivido en el apartamento dieciséis, Apryl escudriñó el rostro del portero en busca de algún indicio de reconocimiento, pero éste permaneció vacío y levemente distraído, como si sólo estuviera pensando en algo que decirle a continuación. Antes de que tuviera tiempo de interrumpirla, le contó que estaba investigando el pasado de su tía abuela y que deseaba hablar con una antigua inquilina, alguien que se había mudado al edificio poco después de la segunda guerra mundial.
—Ahh. —El portero levantó un dedo en el aire—. Creo que hay tres personas que vivían aquí después de la guerra, ¿no? La señora Roth y los Shafer. Muy, muy viejos ya, ¿no? Pero sus enfermeras le han contado a Piotr que viven aquí desde hace… oh, mucho tiempo.
—Es asombroso. Mi tía abuela decía que era amiga de la señora Roth y del señor y la señora Shafer. ¿Cómo se deletrean los nombres?
Piotr volvió detrás del escritorio y abrió un libro de tapas de cuero que había sobre él.
Uno de sus gruesos dedos se desplazó por la lista de nombres y números de teléfono anotada en las apergaminadas páginas del libro.
Apryl se inclinó rápidamente sobre el mostrador. Con ojos frenéticos, recorrió arriba y abajo la lista de nombres en busca de los apartamentos y sus números de teléfono. Miró el lugar en el que se había detenido el índice de Piotr: «Sra. Roth», seguido por tres números de teléfono. Uno de ellos seguía a la palabra «Ija», otro a «Henfermera» y el tercero a «Fijo». Este último era el número 0207 y se lo grabó rápidamente en la memoria al tiempo que buscaba su teléfono móvil.
Mientras Piotr hablaba rápidamente sobre quedar para «tomar un café, ¿no? Para hablar de la historia y de la tía Lillian, ¿verdad?» ella sonrió y asintió sin prestarle demasiada atención, tratando de no dejarse distraer por el sonido de su voz mientras apuntaba el número de la señora Roth en el listín telefónico de su móvil. Al ver que Piotr la observaba, se lo llevó rápidamente al oído como si fuese a escuchar un mensaje.
—Lo siento, esto es importante. Un mensaje de voz. —Puso los ojos en blanco como si estuviera irritada. Tras una pausa verosímil, cerró la tapa del teléfono y negó con la cabeza—. No es lo que pensaba. —Dicho lo cual, miró a Piotr a los ojos y sonrió.
El portero inició una diatriba sobre el móvil, al tiempo que los ojos de Apryl volvían a recorrer el libro en busca de los Shafer. Allí estaban: número doce, con un teléfono al lado, que memorizó antes de introducirlo subrepticiamente en su teléfono sujetándolo por debajo del borde del mostrador.
—No es buen momento para hablar con la señora Roth y los Shafer. —Piotr sonrió y abrió los brazos. Luego cerró los ojos—. Pero les diré que ha preguntado por la tía Lillian, ¿sí? No les gusta que los molesten por la mañana. Quizá si quedáramos y me contara la interesante historia sobre la tía Lillian, podría decirles: «Eh, conozco a una señorita realmente preciosa que «viene a nuestra bonita casa y es la pariente de Lillian.» Entonces puede que dijeran que sí, ¿no?
—No —dijo ella, incapaz de disimular su tono cortante. Pero a continuación lo suavizó un poco para añadir—: No tengo tiempo. Estoy muy ocupada entre arreglar lo del piso y quedar con… amigos por la noche. Ya hablaré con esas personas en otro momento.
Puede que molestara a los Shafer y a la señora Roth al llamarlos. Ya se habían negado una vez a hablar con ella. Era un riesgo. Pero tenía que correrlo si quería confirmar lo que decían los diarios de Lillian. Es lo que le había dicho Miles en el bar de Notting Hill la noche antes. Tras leer algunos de los diarios de Lillian, de repente parecía muy interesado en que encontrase a cualquiera que hubiera podido ver los cuadros de Hessen en Barrington House antes de la desaparición del pintor. Para un historiador del arte, aquella información tenía un valor incalculable.
Piotr la acompañó hasta la puerta que comunicaba con el vestíbulo del ala este. Tan de cerca, sentía la desagradable calidez de su aliento en la cara y el cuello, y su parloteo en un inglés deficiente era implacable, insistente. Prácticamente tuvo que arrojarse al interior del lúgubre ascensor para escapar de la bulbosa figura, que seguía sonriendo al otro lado del cristal de la puerta mientras ésta se cerraba. Piotr imitó el gesto de llevarse un teléfono al oído mientras le enseñaba todos sus pequeños y cuadrados dientes.
Se volvió y fingió no haberlo visto. Pero al tiempo que lo hacía vislumbró algo con el rabillo del ojo. Sólo por un instante, en el espejo del ascensor. Algo que se movía rápidamente detrás de ella. Alto, descarnado y blancuzco, se esfumó rápidamente de su campo de visión.
Conteniendo la respiración, se revolvió por todo el resplandeciente pero vacío ascensor. No había nada allí salvo ella.
—Dios —dijo mientras exhalaba al fin. Luego observó el panel, mientras el ascensor continuaba con lo que parecía un deliberadamente lento ascenso. «Seis, siete… vamos… ocho… nueve.» ¿Y por qué no se abrían ahora las puertas? Nunca habían tardado tanto, ¿verdad?
Con un susurro, las puertas al fin se abrieron y Apryl salió precipitadamente del ascensor, miró hacia atrás y vio en el espejo su rostro aterrado y pálido. Un rostro con una expresión que antes sólo había visto en los espejos de Barrington House.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? —El tono de voz era tan desagradable como el estallido de una vajilla de porcelana sobre un suelo de baldosas.
Apryl se aclaró la garganta, pero ni ella misma habría reconocido como propia la vocecilla que salió de sus labios.
—Soy… Eh, me llamo…
—¿Quiere hablar de una vez? ¡No la oigo! —El tono de la señora Roth ascendió por encima del mero fastidio. Al oír aquella voz anciana, cortante, demasiado quebradiza para transmitir calidez, Apryl sintió el deseo instantáneo de colgar.
—Señora Roth. —Levantó la voz, pero fue incapaz de eliminar el temblor de sus palabras—. Espero que no le importe que la haya llamado, pero…
—Pues claro que me importa. ¿Quién es usted? —Por detrás de su voz se oía la música de un programa de televisión.
—Me llamo Apryl Beckford y soy…
—¿Qué dice? —gritó la anciana, antes de añadir «no sé quién es» a alguien que debía de estar con ella en la habitación—. ¡No! No lo toques. ¡Déjalo! ¡Déjalo! —le gritó a su acompañante.
—La televisión. Quizá debería bajar el volumen de la televisión —le sugirió Apryl.
—No sea ridicula. La estoy viendo ahora mismo. No le pasa nada. Me la ha arreglado Stephen. No me interesa comprar nada. —El auricular golpeó el teléfono con el estrépito de una piedra lanzada contra un parabrisas.
Apryl se sobresaltó y permaneció unos segundos oyendo el pitido de la línea, demasiado aturdida para reaccionar.
Tres horas después, sentada en la cama del cuarto de Lillian, volvió a intentarlo. Esta vez no se oía el ruido de ninguna televisión de fondo. Pero la voz de la mujer inducía a pensar que acababa de despertarse.
—¿Sí?
—Oh, espero no haberla despertado.
—Pues lo ha hecho. —Las palabras se desplegaron como criaturas sombrías y malvadas, y en sus pensamientos Apryl vio que unos ojos crueles se entornaban—. No duermo por las noches. No me encuentro bien. ¿Cómo podría dormir?
—Lamento mucho oír eso, señora Roth. Espero que se recupere pronto.
—¿Qué quiere? —preguntó la anciana con un tono parecido a un ladrido.
—Verá… —Su mente se quedó en blanco—. Bueno, la llamo porque…
—¿Qué dice? No tiene el menor sentido.
«Pues cierra la boca, zorra malvada, y déjame que me explique.»
—Me interesa mucho Barrington House, señora Roth. Su historia. Verá…
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? No quiero comprar nada.
Apryl se imaginó que volvería a colgarle violentamente y se preparó.
—No vendo nada. Soy la sobrina nieta de Lillian Archer, señora Roth. Sólo estoy investigando sobre su vida. No llegué a conocerla. Y tengo entendido que lleva usted mucho tiempo viviendo aquí. Me encantaría tener la ocasión de hablar con usted, porque estoy convencida de que tiene cosas interesantísimas que contar. En especial sobre aquel artista…
—¿Un artista? ¿Qué quiere decir con «artista»?
—Mmm. Un hombre llamado Félix Hessen. Vivía en…
—Ya sé dónde vivía. ¿Qué es lo que intenta? ¿Aterrorizarme? No me encuentro bien. Soy una mujer mayor. Y es muy cruel de su parte llamar para recordarme a ese hombre. ¿Cómo se atreve?
—Lo siento. No pretendía alterarla, señora. Sólo he venido desde Estados Unidos para hacerme cargo de las cosas de mi tía abuela…
—¡No me interesan en absoluto los Estados Unidos!
Apryl cerró los ojos e hizo un gesto de desesperación con la cabeza. Pero ¿qué le pasaba a aquella gente? Aparte de Miles, todas las conexiones con Félix Hessen, por más tenues que fuesen, conducían a gente inestable, inadaptada o senil. Estaba empezando a agotarla. Era imposible comunicarse con ellos. No la escuchaban. Sólo estaba allí como audiencia para sus locuras. Aspiró profundamente.
—No pretendo hablarle de Estados Unidos. Escúcheme, por favor. No intento venderle nada. Ni tampoco quiero asustarla. —La irritación transmitió mayor fuerza a sus palabras.
—No hace falta que me grite, querida. No resulta muy agradable.
Apryl se mordió el labio inferior.
—Sólo quiero hablar con alguien que conociese a mi tía abuela y a Félix Hessen. Ella escribió muchas cosas sobre él. Sólo se trata de eso, una mera conversación.
Y entonces sucedió algo que llenó a Apryl de remordimientos por haberle levantado la voz a aquella confusa y anciana señora a la que había despertado en mitad de la siesta. La voz de la señora Roth comenzó a temblar hasta coagularse en un sollozo.
—Era un hombre horrible. Y no puedo dormir por su culpa. Ha empezado de nuevo.
—Señora Roth, se lo ruego, no llore. Siento haberla molestado. Sólo quiero hablar con alguien que hubiera vivido aquí y conociera a Lillian.
La mudable voz se desintegró en unas cuantas palabras débiles, intercaladas con sollozos.
—Aún lo oigo. Lo he contado abajo.
Apryl trató de comprender lo que le estaba diciendo.
—Señora Roth, siento mucho haberla alterado. Parece estar muy triste. Mi tía también lo estaba. Por culpa de ese hombre.
—Igual que yo, querida. Y tú también lo estarías en mi lugar. Me crees, ¿verdad?
—Sí, la creo. Por supuesto que la creo. Y pienso que le vendría bien hablar con alguien. Creo que necesita una nueva amiga, señora Roth.
En algún lugar del apartamento, el metrónomo de un reloj lanzó un eco acerado que se propagó como una mala noticia por las habitaciones vacías. Pero ella no podía ver el reloj ni parecía capaz de acercarse a aquel lejano sonido. Y aún le costaba creer que existieran pisos como aquél en Barrington House: con la pintura levantada y marchitos por el abandono desde el suelo al techo, habitación tras habitación.
Precedida por la pequeña enfermera filipina de rápidos y cortos pasos, Imee, Apryl avanzó como aturdida por el largo vestíbulo del apartamento de la señora Roth. El ruido de sus botas resonaba con fuerza sobre la desgastada alfombra. Puede que hubiera sido azul en su día, pero ahora estaba deshilachada y descolorida.
A un lado del perchero y de la mesita del teléfono había una pequeña y vieja cocina, ocupada en su mayor parte por unos fogones esmaltados y una nevera antigua. Parecía llevar años sin usarse.
Apryl se asomó un momento al salón. Con ojos rápidos vislumbró detalles de un elegante desorden. Un carrito de plata para las bebidas descansaba ociosamente cargado con decantadores de cristal, un cubo para el hielo, unas pinzas y botellas de licor medio vacías. El pesado y viejo mobiliario se había retirado como con tristeza a los rincones. Unas gruesas cortinas, con un hilo trenzado de color dorado, ensombrecían la atmósfera de la estancia. Y todo ello bajo un soberbio candelabro que colgaba como un gigantesco cristal de hielo sobre una mesa de caoba.
La escasa luz delineaba aquellos objetos antaño elegantes pero ahora recubiertos por una película de polvo. Parecían congelados en desamparada desesperación por la ausencia de quienquiera que hubiera poblado en su día aquel espacio. La imagen le inspiró un acceso de melancolía. En el estruendoso maremagnum del exterior, del tráfico furioso y los peatones desconocidos, de los feos y trágicos edificios de protección oficial, de la basura arrastrada por el viento, de los mendigos y de la intensa energía que te agotaba y estimulaba al mismo tiempo, ¿cómo podía pervivir aún semejante quietud? Desaliñado por el abandono, pero impertérrito y ominoso en su silencio, era otra reliquia callada de una época de damas elegantes en vestido de noche y caballeros de esmoquin.
Y no había nada en ninguna de las paredes. Ni cuadros ni espejos. Ni una simple acuarela. Nada de nada.
Junto al baño, una puerta abierta revelaba un dormitorio más pequeño con una cama deshecha. La habitación de la enfermera junto a los aposentos de la reina. Frente a los que llegaron en ese momento. La enfermera se detuvo delante de la puerta cerrada y bajó sus solemnes ojos, demasiado cansada para molestarse siquiera en esbozar una sonrisa. Detrás de la antigua puerta resonaba el altísimo volumen de un televisor. Imee llamó a la puerta con tal fuerza que Apryl dio un respingo.
Al oír que respondía una voz, teñida de ferocidad por la vejez, desde el otro lado de la puerta, entró en el dormitorio principal.
Apryl sospechaba que la arrugada y encogida figura se había colocado y preparado deliberadamente para su llegada. Menuda como una niña, con los brazos cubiertos de manchas y finos como palitos apoyados sobre las mantas, y unas manos tan grandes que parecían absurdas por debajo de las huesudas muñecas, la señora Roth estaba incorporada a medias sobre la cama. Llevaba un camisón de seda azul con costuras de encaje, un atuendo que no conseguía otra cosa que aumentar el horror que inspiraba el cuerpo anciano que envolvía. El peinado, arreglado con esmero pero grotescamente pasado de moda, tenía el inconfundible brillo que dejan los cuidados recientes. Era tan alto y tan inmaculadamente cónico como la mitra de un obispo, pero transparente. El pico desprovisto de labios que era la boca, por encima de una barbilla cubierta con profusión de arrugas, protuberante como el hocico de un perrillo, estaba pintado de rosa brillante. Unos ojillos rebosantes de desconfianza observaron la entrada de Apryl.
—Siéntate ahí —ordenó la voz mientras los ojos de mirada dura se volvían un instante hacia las dos sillas que había junto a la cama, al otro lado del televisor.
Con una débil sonrisa, Apryl se descolgó el bolso del hombro e hizo ademán de sentarse en la silla más cercana.
—Hola, señora Roth. Es muy amable al recibirme. Quería…
—¡Ahí no! —exclamó la figura—. En la otra.
—Perdone. Como estaba diciendo…
—Olvídate de eso. Quítate el abrigo, querida ¿Qué clase de mujer lleva el abrigo dentro de casa?
Al otro lado de la enorme cama en cuyo centro se acurrucaba la minúscula figura rodeada de grandes almohadones blancos, había dos pequeños tocadores repletos de fotografías. Los rostros en blanco y negro de todas ellas miraban en dirección a los pies de la cama, donde Apryl estaba sentada, incómoda sobre un sillón orejero que le impedía la visión en todas direcciones y la obligaba a concentrarse en la criaturilla de los almohadones.
Realmente se podía decir que le habían concedido audiencia. Pero ¿qué clase de audiencia? El comportamiento de la señora Roth no fomentaba ningún tipo de comunicación razonable, pero ése era precisamente su objetivo. La astuta anciana mantenía un control total tanto de la conversación como de sus visitantes al perturbarlos y empequeñecerlos por medio de sus desaires. ¿Y quién iba a protestar? ¿Un invitado o un miembro impotente del personal del edificio que precisamente cobraba su sueldo de ella, como los porteros de la planta baja? Hasta el locuaz y sencillo Piotr se estremecía a la mínima mención del nombre de la señora Roth. Y el rostro de la pobre Imee reflejaba el mismo miedo e idéntica aversión. La enfermera no entró en la habitación, mantenida fuera posiblemente por alguna antigua norma. En vez de ello, aguardaba junto a la puerta.
Pero, tal como Miles había recordado a Apryl, la señora Roth formaba parte del reducido y menguante grupo de gente aún viva que podía atestiguar la existencia de los míticos cuadros de Félix Hessen. También estaba allí en su nombre. Y, lo que era más importante para ella, había conocido a Lillian. Los últimos vestigios tangibles de cuya vida estaban evaporándose.
Al menos la señora Roth parecía más lúcida que la Alice de Amigos de Félix Hessen, y bajo aquel caparazón de hostilidad, la anciana ocultaba un corazón vulnerable.
—No quiero hablar sobre él —dijo la señora Roth como si pudiera leerle la mente.
—¿Cómo? —preguntó Apryl.
—Ya sabes a quién me refiero. No intentes jugar conmigo. No soy una estúpida. Y si lo crees así, es que eres boba.
«Entonces, ¿por qué accedes a verme?» No podía arriesgarse a provocar una discusión. La señora Roth era de armas tomar, así que sería mejor que esperase a que cambiara de humor. Y sabía por experiencia que la gente maleducada y grosera no suele ser insensible al halago. La misma inseguridad que generaba su fachada amenazante podía convertirse en su talón de Aquiles.
Apryl esbozó su sonrisa más dulce e inocente.
—Jamás se me ocurriría sugerir semejante cosa, señora Roth. Una estúpida no viviría en un piso tan majestuoso. Nunca había visto un sitio como éste.
—No seas ridicula. Es horrible. —Pero en cuanto su intento de ganarse a la anciana resultó repelido, el humor de ésta pareció tornarse un poco más conciliador—. Deberías haberlo visto cuando mi marido todavía vivía. Menudas fiestas celebrábamos, querida. Venía gente encantadora. La clase de gente que tú nunca llegarás a conocer. Nunca has visto caballeros como aquéllos. Y qué decir de la belleza de las señoras. Las chicas de ahora no les llegáis ni a la suela de los zapatos. Mírate, querida, deberías hacer algo con ese pelo. Es espantoso.
Apryl trató de mantener la sonrisa.
—Sí, tiene razón. Quizá podría usted recomendarme a alguien. Nada más entrar me he fijado en el precioso color de su pelo. Es esplendoroso. —Apryl contempló la esmerada cúpula que formaban los mechones y sonrió con toda la sinceridad que pudo.
La señora Roth se ruborizó.
—¿Quieres una taza de té?
—Me encantaría.
La anciana cogió una campanilla de bronce que había sobre la cama y comenzó a sacudirla violentamente.
—Oh, ¿dónde se ha metido? —exclamó en el mismo instante en que empezó a sonar el instrumento.
Segundos más tarde se abrió la puerta y entró Imee sin hacer ruido, con los ojos clavados en sus zapatillas blancas.
—Queremos té, Imee. ¡Té! Mi invitada ha estado bajo la lluvia y te has vuelto a olvidar de preparar el té.
—Lo siento, señora Roth —se disculpó la mujer.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Y tarta. Trae las tartas. Quiero la amarilla y la rosa.
La señora Roth la siguió con mirada furiosa hasta que hubo abandonado la habitación, y luego dijo:
—Mira aquí. Aquí, querida. Éstos son los nietos de mi hija. Son preciosos. Ayer llevé a Clara a Claridge a almorzar. Y cuando el camarero le preguntó lo que quería, ella le dijo: «Fish and chips.» Es un amor. Nunca has visto una niña más encantadora. Mira esto. Aquí, te digo. —Irritada porque Apryl no se había movido lo bastante de prisa en respuesta a la más reciente de sus impulsivas exigencias, comenzó a señalar en la dirección del tocador que tenía a la derecha.
Cuando volvió Imee con el té y las tartas en un pequeño carrito de plata, Apryl bajó la mirada. Encogida en su asiento e impotente para actuar, presenció cómo la señora Roth humillaba a la enfermera hasta el punto de llamarla «condenada estúpida» por no colocar las cosas del té del modo que le habían dicho «un centenar de veces».
—Soy enfermera, señora Roth, no camarera —respondió Imee antes de marcharse apresuradamente del cuarto al borde de las lágrimas.
—¿Tarta, querida? Toma un poco. Me encanta la rosa. Me la trae mi hija.
Era de tan mala calidad y estaba tan seca que Apryl tuvo que hacer auténticos esfuerzos para tragar un bocado.
—Te pareces a Lillian —dijo la señora Roth mientras se limpiaba las migas de la comisura de la boca con un nudillo hinchado.
—¿Ah, sí?
La anciana asintió.
—Cuando era muy joven. Era una mujer muy hermosa. Qué pena que se volviese loca.
Y entonces, de manera totalmente inesperada, la señora Roth pidió a Apryl que encendiera la televisión para ver un concurso, durante el cual le prohibió hablar. Luego, al llegar la primera pausa publicitaria, se había quedado dormida con el televisor encendido a todo volumen.
Apryl permaneció allí sentada unos minutos, observando la figura dormida, que de vez en cuando emitía algún silbido por la nariz. A continuación probó a repetir «Señora Roth, señora Roth» tres veces, pero en vano. Era imposible despertar a la mujer. Parecía profundamente dormida. Pero cuando al fin, impelida por la necesidad, se levantó para ir al baño, la señora Roth abrió los ojos.
Los lechosos orbes flotaron a la deriva en las cuencas oculares hasta centrarse en Apryl.
—¿Adónde vas? Siéntate ahora mismo.
—Iba al baño.
—Oh.
—Se había quedado usted dormida.
—¿Cómo?
—Que se había quedado dormida. Puede que haya venido en mal momento.
—¿Qué? ¡Bobadas! No he hecho tal cosa. No te inventes tonterías.
—No. Bueno, en ese caso me habré equivocado. Sólo será un momento.
La señora Roth levantó la campanilla y comenzó a agitarla furiosamente de nuevo. Apryl e Imee se cruzaron en la puerta, donde intercambiaron miradas cansadas, nerviosas, pero, en última instancia, cómplices. Unas miradas familiares para quienes acostumbran a soportar los abusos de gente mezquina con poder.
Al volver del baño, trató de escoger un modo diplomático de desviar de nuevo la conversación hacia Félix Hessen, pero la señora Roth se le adelantó. Parecía que al fin estaba lista para hablar sin que la incitaran. Era como si hasta entonces hubiera estado poniendo a prueba si su invitada era digna de recibir aquella información. Jugando un juego en el que no le daría lo que quería hasta haberla atormentado primero. Y, por suerte, quitó el sonido a la televisión.
—Así que quieres que te hable de Félix. Para eso has venido. A mí no me engañas, querida. Pero no te servirá de nada. No lo entenderás. Nadie lo entiende.
—Inténtelo. Por favor.
—Volvió loca a Lillian. Eso ya lo sabes, ¿verdad?
Apryl asintió.
—Sí, lo sé. Pero quiero saber cómo.
La señora Roth se miró las manos en silencio. Cuando Apryl comenzaba a preguntarse si volvería a hablar alguna vez, dijo:
—No me gusta pensar en él. Nunca he querido recordarlo. —Su voz sonaba fatigada. Hasta el último vestigio de su carácter frágil, complicado e intratable había desaparecido de su voz. Pero no fue capaz de mirar a Apryl a los ojos al continuar—: Cuando por fin desapareció, todos rezamos para que se hubiera acabado. Pero fue una ingenuidad. Los hombres como él no se rigen por las mismas normas que el resto de nosotros. Lillian lo sabía. Te habría dicho lo mismo. Nadie nos habría creído. Pero sabíamos la verdad.
Apryl se inclinó hacia ella.
—Cuando llegó aquí… No recuerdo cuándo fue eso… pero después de la guerra. En fin, cuando Arthur y yo llegamos desde Escocia ya estaba aquí. —Hizo una pausa y pasó una mano nudosa por la colcha—. Era el hombre más apuesto que jamás había visto. Todos lo pensábamos. Pero no sonreía nunca. Jamás. Y nunca hablaba con nadie. Nos parecía raro. Éste nunca había sido un edificio de gente retraída. Más bien al contrario. No era como ahora. Antes era un lugar maravilloso, en el que tus vecinos eran tus amigos. Nos divertíamos mucho juntos. Y sólo había gente decente, cariño, no como ahora. Ahora está lleno de basura; gente sin modales. Deberías oír los ruidos que hacen. Ya ni siquiera sabes quién es tu vecino de al lado. La gente viene y va constantemente. Es intolerable.
Comenzó a sorber por la nariz. Del interior de la manga de su camisón sacó una servilleta y la usó para secarse los ojos. Una alargada y pesada lágrima, que en su rostro parecía incongruente, rodó por la mejilla de la anciana y fue a estrellarse contra su muñeca.
En un gesto instintivo, Apryl se le acercó y se sentó al borde de su cama. Al instante, la señora Roth le ofreció la mano libre. Estaba retorcida por la artritis y muy fría. Apryl le calentó los dedos entre las palmas de las suyas. Este simple gesto hizo que la señora Roth se echase a llorar aún con más fuerza, del mismo modo que la pena de un niño se intensifica en la seguridad que le ofrecen los brazos de uno de sus padres.
—A menudo te lo podías encontrar en la escalera. Nunca utilizaba los ascensores. Siempre estaba allí parado, mirando los cuadros. Los descolgaba de las paredes y los estudiaba. Pero se volvía hacia ti si lo molestabas. Yo detestaba que hiciera eso. Nadie quería mirarlo a los ojos, querida. Era un lunático. Un completo loco. Nadie en su sano juicio tiene unos ojos así. Ninguno de los inquilinos estaba cómodo con su presencia aquí. Muchos de nosotros éramos judíos y sabíamos que había sido seguidor de Hitler… ¿Cómo se llamaba aquella gente?
—Fascistas.
—No me interrumpas, querida. No hay cosa que más rabia me dé que una mujer sin modales.
—Perdone.
—Pero fue así durante años. Nunca mantuve una sola conversación con él. Ni una. Nadie hablaba con él. Tampoco les gustaba a los porteros. Le tenían miedo. Todos se lo teníamos, querida. Vivía en el piso de abajo. Justo debajo. —Señaló el suelo—. Y siempre estaba haciendo ruidos de noche. Moviendo las cosas de sitio. Despertándonos con aquellos golpes y con los gritos. Se le oía hablar en voz alta. Como si hubiera otra habitación en nuestra casa. Y se oían otras voces, pegadas al techo, debajo de nuestros pies. Pero nunca vimos a nadie entrar o salir. No sabíamos cómo conseguía que llegaran hasta allí. Preguntamos a los porteros y juraron que nadie había llamado al caballero del número dieciséis. Pero tenía compañía.
Y no era la radio. Las radios no suenan así, cariño.
»A veces parecía que su piso estaba lleno de gente. Como si estuviera celebrando una fiesta, aunque no demasiado agradable. Los demás vecinos decían lo mismo. Toda la gente del ala oeste lo oía.
Y la cosa fue empeorando. Antes del accidente la gente empezó a mudarse por su culpa.
»Y entonces, una noche… una noche que nunca olvidaré, oímos un escándalo espantoso. Gritos. Unos gritos realmente horribles debajo de nosotros. Como si alguien estuviera experimentando una verdadera agonía. Como si lo estuvieran torturando. Estábamos conmocionados. No podíamos movernos. Arthur y yo lo oímos todo sentados en la cama. Hasta que cesaron los gritos.
»Y entonces Arthur bajó. Llamó a tu tío Reggie y a Tom Shafer, que fueron con él. Todos iban en pijama. Reggie fue porque había estado tratando de conseguir que expulsaran a Hessen de allí. También llamaron al jefe de los porteros y a la policía. Y al abrir la puerta, se lo encontraron en el salón…
Se cubrió la cara todo lo que pudo con el pañuelo y sollozó. Cuando volvió a hablar, tenía la voz quebrada.
—Bajé con Lillian para ayudar. Había tenido un terrible accidente… Había perdido toda la cara. Hasta el hueso.
»Se lo llevaron. Pensamos que moriría. Era imposible sobrevivir a tales heridas. Y nadie sabía qué le había pasado. Debió… debió de hacérselo él mismo.
»Pero volvió, meses después, con la cara completamente vendada. Y con una enfermera a la que despidió pocos días más tarde. Algunos de nosotros incluso le mandamos flores y tarjetas al pobre desgraciado. Sabíamos que estaba allí, pero no abría la puerta. Al igual que antes, sólo quería que lo dejasen en paz. Así que lo hicimos. Al menos hasta que todo volvió a empezar. Solo que esta vez fue peor que antes.
»Era un hombre malvado, ya te lo he dicho antes. Y ahora vuelvo a tenerlas, las pesadillas. Los sueños mataron a Reginald y a Arthur, querida. Ya nadie me cree, pero por aquel entonces lo sabíamos. Él los mató a los dos.
Apryl no pudo seguir en silencio un momento más.
—¿Cómo, señora Roth? Yo creía que sólo era un pintor.
—No, no, no. —Negó vehementemente con la cabeza. Tenía los ojos inflamados en los bordes—. Ya te lo he dicho, había algo extraño en él, algo malvado. Nunca he conocido a nadie que pudiera llegar a ser tan malo, cariño. No tendría que haber venido aquí. No recuerdo por qué lo hizo. Pero arruinó el edificio. Lo destruyó.
—¿Cómo, señora Roth? Mi tía abuela escribió las mismas cosas. ¿Qué fue lo que hizo?
—Las sombras han vuelto a las escaleras. No pudimos librarnos de ellas entonces y ahora han vuelto. Cambiaron las luces, pero no sirvió de nada. La gente dejó de venir aquí. Los que ya estaban se marcharon. Pero algunos de nosotros nos negamos a permitir que destruyera nuestro hogar. Había sido un lugar maravilloso hasta su llegada.
—¿Vio usted… sus cuadros?
La señora Roth asintió.
—Eran horribles. No te puedes hacer una idea. No sabía lo que era la belleza. Nos hizo soñar con ellos. Pensamos que el coronel estaba perdiendo la chaveta. Antes vivía aquí. Y la señora Melbourne. Ellos fueron los primeros en verlos. De noche, querida.
»La gente tomaba pastillas e iba al médico. A médicos de verdad. No como los que tenéis ahora, querida. Ahora no saben nada. Son unos auténticos idiotas. Pero ni siquiera los médicos de entonces podían hacer nada por quienes tenían las pesadillas. Reginald fue el siguiente. Y Lilly. Y luego yo. Era una jovencita. —Se echó de nuevo a llorar mientras le estrechaba las manos a Apryl.
—¿Qué eran? No lo entiendo. ¿Qué eran los sueños?
—No puedo explicarlo. No sabría cómo. Pero nos hizo ver cosas. Crees que estoy loca, ¿verdad?
—No, no lo creo.
—Sí, lo crees. Crees que soy una vieja loca. Pero no es así.
—No. No. —Apryl le acarició la espalda, a lo que la señora Roth respondió con un nuevo ataque de sollozos.
Comenzó a hablar con voz afligida mientras sorbía por la nariz.
—Las voces salían de su apartamento a las escaleras y desde allí entraban en nuestros cuartos. Arthur y yo nos sentábamos juntos y las oíamos. No había nadie allí, pero siempre las oíamos a nuestro alrededor. Desde cualquier sitio cercano a su piso podías oír las cosas que se había traído consigo. Salían de allí. —Volvió a señalar el suelo con una mano retorcida.
»Oh, era horrible. —Comenzó a hablar atropelladamente, entre sollozo y sollozo. Apryl inclinó la cabeza hacia ella, pues cada vez le costaba más entender lo que estaba diciendo—. La señora Melbourne saltó desde el tejado. La vi allí, en el jardín. Chocó contra el muro. Y no fue la última que lo hizo. —Esta última frase la pronunció en voz baja y con un remordimiento genuino que hizo que le temblara la voz, pero no pudo o no quiso mirar a Apryl mientras lo hacía.
—Oh, señora Roth, lo siento mucho. Eran sus amigos. Debió de ser terrible.
—No puedes ni imaginarlo. Fue culpa suya. Lo hizo él.
—¿Con sus cuadros?
La señora Roth aspiró hondo y se tragó un hipido. Asintió una vez.
—Decidieron hacerle frente. Reginald, Tom y Arthur. Fueron a verlo, querida. Estaban furiosos. No te puedes hacer una idea de cuanto. Todos estábamos muy enfadados con él. Así que los hombres se presentaron en su apartamento porque no nos cogía el teléfono ni respondía a las cartas de la dirección. Cogieron las llaves de la oficina del portero y entraron en el apartamento.
»Y… tenía un aspecto horrible. Dijeron que llevaba la cabeza totalmente envuelta en algo. Y una máscara sobre el rostro. Era roja. De tela. Y al otro lado de ella se adivinaba la horrible forma de su cara, querida. La llevaba totalmente pegada a la carne. No supieron qué decir. Pero Reginald trató de mantener la calma. Le preguntó qué creía que estaba haciendo con nuestra casa.
»Se rió de ellos. Se rió, sin más. Ellos fueron razonables. Eran buenas personas. Pero él se echó a reír. Llevaba el rostro tapado por aquella… aquella cosa roja. Sólo podían verle los ojos.
»Y entonces volvieron a verlos. En las paredes. Lo que había estado haciendo todo ese tiempo allí dentro. Eran aún peores que antes. Todas las terribles cosas de nuestros sueños. Los cuadros…
—¿Cómo eran? Dígamelo, por favor. Se lo ruego.
—Y entonces Reginald perdió los estribos. Cogieron…
—¿Sí?
La señora Roth se incorporó en el lecho y soltó la mano de Apryl. Sus sollozos e hipidos cesaron repentinamente y su rostro volvió a transformarse en una fachada sombría e imperturbable.
—Estoy cansada.
—Pero… estaba usted hablándome… de los cuadros.
—No quiero hablar sobre eso. No es importante.
—Pero estaba usted muy alterada. Me gustaría entenderlo.
—No es asunto tuyo. Quiero que venga Imee. ¡Imee! ¿Dónde está mi campanilla? Es mi hora de comer. No deberías venir de visita a la hora de comer. Es una grosería. —Comenzó a agitar la campanilla junto a la oreja de Apryl. De manera deliberada, habría jurado ésta.
Volvió a la silla para recoger sus cosas. Entonces se dio la vuelta para decir algo mientras Imee entraba por la puerta, pero descubrió que estaba demasiado afectada por la historia de la señora Roth como para mover los labios. Y además era evidente que la mujer estaba aterrorizada y había contado más de lo que había pretendido.
Apryl se alejó rápidamente de la cama, sin volverse hasta haber ganado la seguridad de la puerta. Imee estaba junto a la cama, encorvada por la intensidad de las reprimendas proferidas a gritos desde los almohadones. «Un cojín sobre esa vieja cara no le iría mal». La presencia de aquel pensamiento, que no parecía propio de ella, dejó acongojada a Apryl.
Salió por sí sola. «¿Qué clase de mujer sale por sí sola, querida?» El alivio por librarse de la espeluznante anciana la empujaba por el viejo pasillo, y la emoción por las revelaciones que podría contarle a Miles prestó mayor agilidad a sus botas de tacón alto. Hasta que abrió la puerta principal y salió al descansillo.
Tan repentino que la dejó sin aliento, algo blanquecino se movió a su izquierda. Encogida de terror, inhaló tan de prisa que se le escapó un pequeño chillido. Luego miró más allá de la mano que había levantado para espantar aquella cosa. En la periferia de su visión alcanzó a vislumbrar una forma con alas que se abalanzaba velozmente hacia ella, con una mancha rojiza encima de lo que sólo podían ser unos hombros huesudos.
Y mientras miraba entre sus dedos enguantados el espejo grande e impoluto que había en la pared opuesta al ascensor, algo blanco se levantó fugazmente en el interior del marco dorado. Al reparar en ello se volvió con rapidez para ver el origen del reflejo de lo que había a su derecha.
Aterrada por haberse apartado del reflejo y no del verdadero atacante, retrocedió dos pasos tambaleantes y se preparó para recibir el impacto.
Pero no había nadie en el descansillo con ella. Recorrió con la mirada la escalera y las puertas del ascensor en busca de lo que se había lanzado sobre ella, pero nada se movía allí, excepción hecha del acelerado ascenso y descenso de su propio pecho al tratar de recobrar el aliento.