—Bienvenida, amiga. Bienvenida. —El cuerpo de la mujer ocupaba todo el umbral. El rostro exageradamente maquillado era todo él una enorme sonrisa. Apryl trató de impedir que el asombro se reflejara en sus facciones.
Apenas había logrado recuperarse tras subir al piso veintiocho en un ascensor en estado lamentable que apestaba a orina y cosas peores y recorrer un laberinto mal iluminado de pasillos de cemento amarillento hasta la puerta del piso que Harold había descrito con precisión en sus instrucciones.
—Soy Harriet, la anfitriona de nuestros pequeños encuentros y la secretaria de esta ilustre sociedad nuestra. —Echó hacia atrás su en absoluto pequeña cabeza y emitió un chillido, como si lo que había dicho fuese tan gracioso que la carcajada no hubiera tenido tiempo de escapar de sus labios y se hubiera transformado en una especie de aullido—. Pero puedes llamarme Figura de una mujer en crisis. Muchos de los socios lo hacen. —Y soltó de nuevo su aullante risotada.
Apryl estaba haciendo auténticos esfuerzos para no quedarse mirando la curiosa figura y la horrible indumentaria de la mujer. Un traje de terciopelo rojo cuyo extremo se arrastraba por el suelo embutía unos miembros de elefanta y un grueso torso. Los enormes senos engalanados con collares de cuentas de madera amenazaban con desbordar su prisión de tela. Una gruesa capa de maquillaje torpemente aplicado cubría su rostro hinchado, desde el que unos ojillos acuosos miraban con una intensidad que Apryl era incapaz de soportar, así que su mirada se desvió hacia la cabeza de la mujer, de generosas dimensiones. Su cráneo estaba envuelto en un turbante compuesto de pañuelos verdes y turquesas, sujeto con cierto descuido por delante mediante un broche de plata. Como unas telarañas grasientas, unos largos mechones de pelo grisáceo escapaban de debajo del tocado. Nada más verla, Apryl pensó que estaba chiflada.
—Y tú eres Apryl. Nuestra segunda invitada especial de la noche. —Las rollizas manos de la mujer asieron los brazos de Apryl para atraerla a la calurosa y perfumada atmósfera del apartamento. Al apartarse dejó ver un salón desordenado y atiborrado de gente.
Por toda la sala ardían barritas de incienso en cuencos de madera. Los cuencos estaban colocados sobre montones inclinados de libros y en armaritos repletos de barajas de tarot, ungüentos, joyas indias, cristales, cofrecillos ornamentales y pequeñas tallas.
—Pasa, pasa. ¿Un poco de vino? —le preguntó la mujer—. Harold Rackam-Atterton está por aquí. Creo que has hablado con él. Estamos muy emocionados por tu visita. Realmente emocionados. —Sus ojillos grisáceos se abrieron de par en par con un renovado torrente de excitación.
Incapaz de contenerse, Apryl bajó la mirada hacia el lugar en el que las manos enjoyadas de la mujer la sujetaban por los brazos. Las uñas eran largas pero irregulares y amarilleaban cerca de las puntas. Como si de repente fuesen conscientes de su mirada, las manos desaparecieron.
—Gracias. Un poco de vino estaría muy bien —dijo Apryl con cierto nerviosismo, mientras la acompañaba en dirección a tres hombres de cabello largo, escaso y entrecano. Sus ropas olían a humedad y a sudor viejo.
Junto a una mesita, la enorme mujerona llenó una copa de Merlot barato.
—Voy a decirle a Harold que estás aquí. —En algún lugar de aquella voz aguda y llena de entusiasmo, Apryl percibió una vibración de histeria.
Junto a la entrada de la cocina, un tocadiscos manchado de pintura y montado sobre un banquillo de madera reproducía una curiosa fusión de jazz discordante, canto gregoriano y atronadora música industrial. A su lado cuchicheaban dos jóvenes con la cabeza rapada y expresión concentrada. Los dos llevaban abrigos militares de lana y botas hasta las rodillas, como una nueva y extraña subcultura urbana que ella desconocía y que dudaba mucho que llegara a arraigar.
Pero para tratarse de un apartamento en una zona urbana, el lugar era sorprendentemente grande. Debía de tratarse de un piso familiar. Apryl vio incluso una escalera que subía a una planta superior. Entre los muebles viejos y desvencijados, las librerías de color oscuro, las ánforas con plantas secas y las antiguas fotografías que cubrían todas las paredes, localizó algunos elementos de la decoración original. Muy británicos, muy de los setenta. En algunos sitios asomaba una pintura amarilla acuosa entre las baratijas y los variopintos marcos de madera. Estaba cubierta por las esporas negruzcas de los hongos. Su olor a humedad y descomposición se podía percibir por encima del incienso.
Había al menos quince personas apelotonadas en aquel salón, del que apenas quedaba ningún espacio despejado. Todos los invitados parecían haber hecho algún esfuerzo para vestirse, en su totalidad o en parte, con trajes de época. Dos de los hombres que había detrás del sofá llevaban sombreros de copa, y Apryl vislumbró relojes de bolsillo en sus chalecos. Otros habían optado por fulares en el cuello para la velada. Pero a despecho de sus veleidades de elegancia pasada de moda, cundía una sensación de desaliño entre todos los presentes. Sus americanas estaban manchadas. Las perneras de los pantalones eran demasiado cortas. Las cinturas estaban demasiado subidas. Los vestidos estaban irremediablemente arrugados. Todo el mundo estaba pasado de peso o insalubremente flaco. Y, oh, Dios, los dientes. Manchados de gris o de amarillo por la falta de limpieza, torcidos, protuberantes o encabalgados en bocas hundidas o desprovistas de labios. Dientes británicos. Apryl se preguntó cómo se las habrían arreglado para terminar todos con bocas tan horrorosas. No tenía la costumbre de encasillar a la gente a causa de su aspecto, pero lo cierto es que nunca había visto un grupo de gente de fealdad tan extraordinaria reunido en una misma habitación.
Puede que su ropa acusase abandono y su aspecto pareciese descuidado debido a su excentricidad, porque no se podía negar que eran excéntricos, pero ella sospechaba que la razón era otra: exhibían una oposición voluntaria a cualquier cosa que pudiera resultar estéticamente grata. Se habían expandido o marchitado sin preocuparse lo más mínimo por los gustos del mundo que los rodeaba. Era como si hubieran cultivado deliberadamente lo grotesco. En conjunto podrían haber sido la encarnación viva de un dibujo de Félix Hessen en tinta y aguada.
Tres de las cinco mujeres presentes estaban sentadas juntas en un sofá. Todas ellas, de mediana edad, llevaban velos sobre unos rostros maquillados al estilo operístico. Sus cuerpos flacos estaban cubiertos por unos vestidos largos y funerarios que recordaban a los años de la primera guerra mundial. Los guantes de encaje les ocultaban los brazos, pero estaban recortados a la altura de la primera falange de cada dedo, y mostraban unas uñas demasiado largas y sin pintar. La cuarta mujer, una anciana, llevaba un sombrero verde cuya ala vencida ocultaba la mayor parte de una cabeza pequeña. Se sentaba como si fuera una niña de pocos años, hundida en un sofá hecho para adultos, con la cabeza erguida en una absurda pose aristocrática. En cuanto los ojos de Apryl se encontraron con los suyos, un repentino y surrealista repique de carcajada escapó de sus finos labios, sin ninguna razón que Apryl fuese capaz de determinar. Después, la mujer volvió a levantar la barbilla y readoptó una sombría e imperiosa expresión en silencio.
Harriet regresó abriéndose paso entre chaquetas arrugadas y cabezas despeinadas y haciendo que se apartara un bosque de piernas flacas. Tras ella venía bamboleándose un hombre rollizo y ya entrado en años que, supuso Apryl, debía de ser Harold. Las gruesas gafas de montura marrón multiplicaban por cuatro el tamaño de sus ojos, instalados en una cabeza grande, rosada y totalmente desprovista de pelo, aparte de un círculo blanco y ralo que caía sobre los hombros de una chaqueta de esmoquin manchada.
—Ahhh —suspiró Harold mientras, al abrir su pequeña boca, mostraba unas encías escasamente pobladas. El aliento que brotó de su interior hizo que Apryl se sintiera mareada y enferma. Su cavidad bucal estaba recubierta de manchas plateadas y zonas invadidas por las bacterias. Los pocos dientes que aún conservaba eran del color que adquieren los cacahuetes al mojarse—. Un linaje que ha rozado a la mayor mente de la historia del arte honra con su presencia una de nuestras humildes reuniones. Es usted tan extraordinaria como los documentos que llevan la firma del genio, querida mía. Pero debe usted orientar su incipiente erudición hacia senderos más fiables. Luego quisiera mostrarle una pequeña obra creada por mí. Quince años le he dedicado. Lo que yo definiría como una exploración crítica de la visión artística de Hessen en estilo onírico-narrativo, con el fin de sugerir la semblanza de sus desaparecidos cuadros.
—La sociedad va a publicarla —dijo Harriet con tal entusiasmo que su cuerpo entero se estremeció—. La ilustración de la portada es obra de uno de nuestros miembros. Puede reservar una copia hoy mismo. En cartoné de lujo, por sólo noventa libras. Firmada.
Apryl no sabía qué decir, así que asintió y mantuvo la sonrisa hasta que empezó a dolerle la cara. Pero no tenía que responder nada, puesto que Harold estaba impaciente por comenzar con las presentaciones. Tampoco tuvo que pensar en nada que decirles a los personajes que le estrecharon la mano en su recorrido por la sala, puesto que cada uno de ellos parecía pensar que era prerrogativa suya monopolizar la conversación. Se le ocurrió que quizá no debían de abundar en sus vidas las oportunidades de conversar.
—Sí, la señorita americana —dijo un anciano de rostro flaco y una mata desordenada de pelo blanco en lo alto de un cráneo de forma cónica—. Harold la ha mencionado. ¿Ha estado usted en la Biblioteca Británica? Tiene excelentes grabados de las Contorsiones. ¿Ha visto usted Figura de una mujer que se aferra el rostro? ¿Y Parto: figura de una mujer muerta? También conservan buenos grabados de estas obras.
Apryl respondió que no los había visto.
—Lo que tiene que hacer es ir al Black Dog y al Guardsmen's Rest a tomar una copa —afirmó otro hombre con un grave ceceo—. Hessen solía hacerlo. Con Bryant, el poeta. Lógicamente, los nombres han cambiado, pero las techumbres de los locales siguen siendo las de entonces. —Parpadeó rápidamente varias veces.
—Yo puedo llevarla —intervino un sujeto corpulento vestido con una levita. Estaba borracho y le miraba las piernas.
—Cálmate, Roger, cálmate —lo reconvino Harold, no sin un atisbo de irritación, antes de llevarse a Apryl adónde estaban sentadas las cuatro mujeres. Colocó sus rollizos dedos sobre los hombros de Apryl y le susurró al oído con tono de conspirador—: Puede que Alice le parezca un poco extraña al principio. Pero convendrá conmigo, estoy convencido, en que eso no puede considerarse un defecto. Tiene más de noventa años. Y es alguien que merece la pena conocer. Nosotros la veneramos. Verá usted, es la única del grupo que llegó a conocer a Hessen.
Apryl se sobresaltó y, por un instante, el azoramiento la abandonó por completo.
—¿En persona?
Harold sonrió con satisfacción. Sus grandes y acuosos ojos nadaban tras las lentes de aumento de sus gafas.
—Así es, a finales de los años treinta. Cuando el gran hombre estaba saliendo de la fase de su Escenas de ultratumba, por lo que sabemos. Pero su memoria… en fin… ya no es lo que era.
Apryl recordaba haber leído en el libro de Miles que los últimos años de la década de los treinta habían sido muy complicados para Hessen. Había visitado Alemania en 1937 con la esperanza de que el Tercer Reich lo recibiera como un héroe, debido a la admiración por los ideales fascistas que había expresado en Vórtice. Pero para entonces Hitler ya se había cansado de las místicas y los cultos oscuros que habían formado parte de la inspiración temprana del nacionalsocialismo. No es sólo que funcionarios nazis de bajo nivel rechazaran los dibujos y la concepción teórica de Hessen debido a su creciente uso de la abstracción y el surrealismo, sino que también denegaron su solicitud de ingresar en las Waffen SS. En un gesto característico de un hombre más acostumbrado a hacer enemigos que amigos, Hessen había juzgado mal el valor de su visión.
Volvió a casa inflamado de rabia e inconsolable por lo que consideraba una traición, y por si no fuera suficiente, poco después de que Gran Bretaña declarara la guerra fue encarcelado por sus simpatías políticas y estuvo entre rejas hasta 1945.
—Y creemos que también estuvo en contacto con él al salir de prisión, aunque durante poco tiempo. —Harold sonrió y le guiñó un ojo, gesto que demostraba a las claras que era consciente de la importancia de este último comentario.
Hessen carecía del pedigrí y de los contactos de Mosley, o del prestigio de Ezra Pound, así que no pudo librarse del estigma con el que tuvo que cargar después de la guerra. Miles Butler suponía que ésta era la razón por la que se había ocultado en Knightsbridge. E incluso Mosley se había distanciado de él por entonces, tachándolo de «decadente y mentalmente inestable». Sólo un ocultista y explorador, Eliot Coldwell, había defendido su obra en los años cincuenta, debido a su conexión con un «mundo oculto». Y hasta finales de los sesenta no comenzó la parte de su obra que había sobrevivido a atraer una mínima atención por parte de la crítica. En la actualidad, los únicos que mantenían su nombre vivo eran los amigos de Félix Hessen, su pintoresca página web y las publicaciones de tirada limitada que realizaban de vez en cuando. Apryl lo encontraba miserable y deprimente. Todo ello: el legado de Hessen, su entusiasmo y su arte. De no ser por su relación con su tía abuela no habría perdido un solo momento de su tiempo con él, y, de hecho, en aquel momento lamentaba haber acudido a aquella ridicula reunión. Menudo lugar para una noche de viernes en Londres.
Se sentó en el brazo del sillón en el que se había hundido el pequeño cuerpo de Alice. Harold permaneció cerca. Tres dedos seguían en contacto con su hombro, como si estuviera preparado para llevársela apresuradamente de allí.
Saludó a las tres mujeres de los velos con una sonrisa. Los rostros de color tiza de las tres le devolvieron unas miradas poco amistosas desde detrás de los encajes negros. Murmuraron un saludo mientras esperaban con impaciencia a oír su conversación con Alice.
—Hola, Alice, me llamo Apryl —dijo mientras se inclinaba en dirección a la figura encorvada para intentar ver por debajo del ala del sombrero verde—. He oído que fue usted amiga de Félix Hessen.
Un rostro viejo y repujado de ojos legañosos se alzó hacia ella. Sonrió. Una mano similar a una garra se posó en su rodilla, por debajo del dobladillo de la falda.
—Sí, querida. Hace mucho tiempo. —Las secas yemas de sus dedos se movían describiendo lentos círculos sobre el tejido de sus medias.
—Seguro que siempre le están preguntando por él. Mi tía abuela también lo conoció.
La feble mano abandonó su rodilla y dibujó un ademán en el aire.
—Ya os lo he contado antes. Todo cambió después del accidente, no volvió a ser lo mismo. Naturalmente, antes estaban las marionetas y todo lo demás. Nos las mostró en el, en el…
—El estudio de Mews. En Chelsea —intervino Harold.
—¿Dónde estás, querido?
Harold se inclinó hacia ella.
—Aquí, Alice. A tu lado.
—¿Quién es la señorita de las piernas bonitas, cariño? Tiene unas piernas muy bonitas, ¿verdad?
Harold se rió por lo bajo.
—Eso pienso yo también. —Los dedos se cerraron con más fuerza alrededor del hombro de Apryl. Ésta trató de tragar saliva, pero no encontró las fuerzas para hacerlo—. Se llama Apryl. Es una amiga nuestra, Alice. Una amiga. Háblale de Félix.
Alice suspiró.
—Tenía un rostro tan hermoso… Qué manera de perderlo. Todos pensábamos que era muy apuesto. Y pintaba los títeres más bonitos del mundo. No para niños, querida, no. Títeres dentro de cajas. Atrapados dentro de cosas, ya sabes. Pero sus rostros eran imposibles de olvidar. Yo aún puedo verlos.
—A veces no es fácil seguirla, sobre todo en lo que concierne a las fechas —susurró Harold. Apryl sintió el calor de su mefítico aliento sobre la parte izquierda de la cara—. Pero dice cosas extraordinarias. No tengo ninguna duda de que conoció a Hessen. Posó para él como modelo. Una de las pocas que utilizó.
Apryl tosió y se estremeció por dentro al sentir cómo se esparcía sobre su rostro el aliento de Harold. Trató de apartarse, pero sólo pudo llegar hasta el ala del sombrero de Alice.
—Y el baile —dijo Alice de repente mientras se le abrían los ojos de par en par—. Oh, el baile y los cantos… Ya sabes. Unos bailes maravillosos. En su piso. Bajo los cuadros, ¿sabes? Oh, cómo nos lo pasábamos. —Se inclinó hacia el oído de Apryl—. Pero todo acabó cuando se lo llevaron. Fueron muy crueles con él. Algo terrible, querida.
Con el rostro contraído en una mueca a causa del aliento de Harold, que estaba literalmente exhalándole sobre la cara, Apryl se acercó más a Alice.
—¿Su piso? ¿Dónde bailaban? ¿En Barrington House? ¿Fue entonces cuando vio los títeres?
Pero Alice estaba absorta en sus propios pensamientos.
—No, no, no. Todo basura, decía él. Todo basura. No son las figuras lo que importa, es el fondo. Lo que hay detrás y no se puede ver. Era un hombre muy inteligente. Y tenía razón, claro. Trataba de ayudarnos a ver a los demás. Yo solía desvestirme para él, querida. Pero los hombres inteligentes suelen tener mal genio. Y al final estaban todos en su contra, querida. Les mostró muchas cosas, pero nunca lo apreciaron. Le tenían miedo. Pero había que fiarse de Félix. Era un artista, y con los artistas hay que ser flexible. Todos ellos habían visto los cuadros. Eran distintos a cualquier cosa que hubiera visto el mundo. Y las paredes, querida. Todo forma parte de ello, ¿sabes? Verás, está todo unido. El fondo.
Entre las continuadas exhalaciones de Harold detrás de su cuello, los comentarios inconexos de Alice, el efecto del Merlot que se había bebido demasiado de prisa a causa de su nerviosismo y el aire caliente y saturado de olor a incienso y falta de limpieza, Apryl comenzaba a sentirse mareada. Tenía que incorporarse.
—Harold, por favor, me gustaría levantarme. Por favor. ¿Puedo? Gracias, Alice —dijo, embargada por una creciente necesidad de alejarse de Harold y la confusa anciana, cuyos recuerdos eran prácticamente inútiles.
El rostro redondeado de Harriet apareció detrás de Harold.
—La conferencia está a punto de comenzar. Deprisa.
Apryl se situó detrás de los presentes en el salón, no lejos de la puerta principal, mientras Harold presentaba a una criatura encogida dentro de un desaliñado traje marrón: el doctor Otto Herndl, de Heidelberg. El doctor era autor de una pequeña antología de ensayos llamada Pensamientos sobre la derecha, así como editor de una modesta publicación ocultista cuyo nombre se le escapó a Apryl por culpa de un acceso de tos de un anciano que tenía justo delante.
Otto Herndl comenzó diciendo algo sobre las primeras influencias filosóficas recibidas por el adolescente precoz que había sido Félix Hessen.
—En especial del profesor Zollner, que postuló la existencia de una cuarta dimensión y utilizó los fenómenos paranormales de su época para demostrarlo.
Mientras trataba de traducir a un inglés inteligible para ella los pensamientos del conferenciante, Apryl se vio distraída por su aspecto estrafalario: la cremallera rota de los pantalones; el maletín cochambroso que había dejado apoyado contra un zapato lleno de rozaduras; el cabello cano, afeitado a los lados de la cabeza, tupido en la parte alta y peinado con una bien marcada raya. Lograba transmitir la sensación de que no se sostenía bien sobre los pies y estaba a punto de caerse en cualquier momento sin llegar a hacerlo. Sus nerviosos ojos castaños se movían frenéticamente detrás de unas gruesas gafas redondas, y sus manos flotaban delante de él como si tuviera unos hilos atados a las muñecas que alguien controlara lánguidamente desde arriba. Parecía llevar días sin afeitarse.
Cuando comenzó a divagar sobre «los sinto folúmenes del Génesis de Max Ferdinand Sebaldt von Werth, un trratado sobre el errotismo, las facanales romanas, la sexología y la lífido, fasado en la suprremacía de la raza blanca», Apryl perdió finalmente el hilo de su argumentación y sus pensamientos comenzaron a vagar de un lado a otro, dentro y fuera de la conferencia, hasta que finalmente fueron a posarse sobre una comparación entre las ideas del viejo sobre Hessen y lo que decía el libro de Miles.
Había leído que al joven Hessen lo habían obsesionado el wotanismo, los cultos paganos y las sectas milenarias de la Austria y la Alemania del XIX, ideas místico-racistas que habían influido en el nacionalismo germánico de entreguerras. Al parecer, Hessen las había abordado con la misma pasión con que los chavales siguen la música rock o el rap. Pero Miles no sabía qué relación podía haber entre esto y los estudios de cadáveres realizados por Hessen, sus dibujos grotescos y primitivistas de híbridos entre animales y humanos y el aterrador tríptico de títeres realizado en los años treinta. Seguramente, este interés derivaba de sus estudios de medicina.
Herndl, en cambio, insistía en que los dibujos de Hessen representaban una «reacción burguesa a la industrialización de Europa». Demostraban, aseguraba, que predecía tanto la bovina pasividad del hombre urbano como la pérdida de control y voluntad que «femos a nuestrro alrrededorr en estos tiempos».
Esto se contradecía con lo que había escrito Miles. Según él, Hessen había terminado por mofarse de su interés juvenil por remotos y estrambóticos movimientos populares y había reconocido que no eran más que los intentos de una juventud inadaptada por alejarse de la cultura predominante. Lo mismo que sus devaneos con el orientalismo, el hipnotismo y el fascismo. Todo ello formaba parte de su desapego y su alienación con respecto al statu quo, una fuerza terrible que veía como la antítesis de su creatividad original. Y, tal como señalaba Miles, la obra de Hessen no mostraba ningún reflejo del neoclasicismo nazi o el folclorismo del arte ario. No había el menor atisbo de idealismo o mitología en su arte. Bebía profundamente de una imaginación complicada pero brillante. O de lo que quiera que viese en las sombras, o al mirar desde las ventanas sucias de sótanos abandonados.
Miles Butler creía que el desengaño de Hessen con los nazis y su ocultismo nacionalista, tras su paso por Berlín, era colosal. Había seguido hasta su desembocadura la senda de aquella subcultura y la realidad, vista desde cerca, le había resultado detestable. De hecho, nunca comprendió el antisemitismo, y en Vórtice había defendido el misticismo hebreo.
Su fracaso en Alemania y su posterior cautiverio anunciaron su definitiva retirada de la sociedad, sus ideas y sus propósitos. Pero a pesar de las penurias de la prisión, Miles sospechaba que todo aquello con lo que había experimentado hasta 1938 no era más que un conjunto de preparativos para el Vórtice. Éste era la fuente, no sólo de su inspiración, sino también de sus pesadillas, de su melancolía y también de su desesperación: «la sociedad de la tragedia», lo había llamado Hessen en el número 4 de Vórtice, titulado «Un mundo detrás de éste».
Pero el hecho de que pudiera contradecir de aquel modo a Otto Herndl, comprendió Apryl con espanto, significaba que recordaba demasiadas cosas sobre el hombre que había lanzado aquel hechizo sobre su tía abuela. El pintor estaba transformándose rápidamente en una compulsión insana. Hasta podía recordar con toda claridad lo que había escrito Hessen sobre el Vórtice, porque le había recordado incómodamente a las palabras de la propia Lillian.
Quiero sumergir mi cara en él. Una y otra vez. Y pintar lo que veo allí. Pero a veces se me aparece: llega a través de las paredes o aparece dentro de una boca que se ríe, detrás de una mirada vacía, o se concentra en un lugar miserable. O me estoy acercando demasiado a él o se está arrastrando hacia mí. A veces puedo sentir su aliento en mi cuello. Y mi sueño está repleto de él. Aunque mi mente consciente lo destierra, como si poseyera una resistencia innata frente a este tipo de cosas. Pero siempre está ahí. Esperando. Cuando vuelvo la cabeza o paso rápidamente junto a un espejo, distraído, lo veo. O cuando me adormezco, entra reptando en la habitación como un extraño y siniestro animal en busca de alimento.
Transcurrida una hora y quince minutos de la conferencia, Apryl se sentó en el suelo mugriento, detrás del sofá. Mientras Herndl vociferaba los nombres de los rituales de invocación que Hessen le había comprado a Crowley y había realizado «con total éxito», la cabeza empezó a darle vueltas. Vencida por el calor, la excitación nerviosa y el aire enrarecido y contaminado del local, al oír un puñado de aplausos y reparar en el cese del confuso monólogo del conferenciante en su tosco inglés, se puso en pie decidida a marcharse. Pero Harold apareció a su lado antes de que pudiera encontrar el abrigo.
—¿Se marcha tan pronto? No, no se lo permito. Aún no hemos mantenido nuestra pequeña conversación sobre su tía abuela. Y si se va ahora se perderá la mejor parte: las interpretaciones. O, como nos gusta llamarlas a nosotros, el «estudio de soñadores en una habitación». Verá usted, los Amigos comparten su conexión con la visión de Hessen mediante la exposición de los sueños experimentados bajo la influencia de su obra. Tratamos de encontrar las pinturas desaparecidas por medio del trance. La gente recurre a toda clase de medios para intentar acercarse al Vórtice.
—¿En serio? Es asombroso. —Apryl apenas tenía fuerzas para hablar—. Pero debo marcharme. He quedado para cenar.
Pero Harold no la escuchaba.
—Ya verá por qué es tan importante.
En la parte delantera de la habitación, en cuanto Harold pidió orden, se levantó un bosque de brazos para dar comienzo el acto. Apagaron la música. El parloteo cesó. Un hombre de aspecto desaliñado, con un gabán, una cara pálida sin apenas barbilla y unos ojos saltones, fue el primero en tomar la palabra.
—He vuelto al mismo lugar una segunda vez. Estaba iluminado, pero no con luz natural.
Hubo un murmullo que demostraba que los presentes sabían de qué hablaba. ¿O era una simple expresión de incomodidad?
—Y en los gases, los de color amarillo, volví a ver el rostro cubierto de tela. Una figura alta caminó hacia mí un instante, con la cara tapada por algo rojo. Entonces se detuvo y, de repente, me pareció que estaba a cierta distancia de mí. Repitió el mismo movimiento varias veces. En ese momento desperté y creí que me estaba dando un ataque al corazón.
Antes de que pudiera continuar, Harold señaló a uno de los jóvenes de botas altas y abrigo militar.
—Yo pasé dos días y dos noches en el salón, ayunando y sin otra estimulación visual que no fuese el Tríptico de los títeres IV. Al quedarme dormido, vislumbré unas figuras alrededor de una fogata. Estaban hechas de palitos. Algunas de ellas cayeron al fuego.
Reinaba una gran impaciencia en la sala. No es que desdeñaran los sueños, alucinaciones, visiones (o lo que fuesen) de los demás, pero saltaba a la vista que cada uno de ellos creía que los suyos eran más importantes.
—…vi unos rostros llenos de odio. Negros y rojos de rabia. —… parecían payasos vestidos con pijamas sucios—. … dos mujeres y un hombre vestidos al estilo eduardiano. Pero no tenían carne en los huesos. No podía despertar ni alejarme de las dos mujeres, que habían comenzado a deshacer la redecilla de sus sombreros.
—…a cuatro patas, en la esquina de un sótano. Las paredes eran de ladrillo y estaban mojadas.
Apryl estaba sedienta y se tomó una segunda copa de vino. Fue un error. No había comido nada y se le subió en seguida a la cabeza. Todos los presentes vomitaban inconexos fragmentos de pesadillas que los habían sacado a golpes del sueño para devolverlos a la pavorosa alienación de sus vidas. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué sentido tenían ellos? El aire estancado y denso, el calor sofocante y los enloquecidos y surrealistas desvaríos de los invitados la empujaron de nuevo hacia la puerta.
—…unos colmillos como los de un mono. Ojos totalmente rojos. Pero sin piernas. Se arrastraba sobre el serrín.
—…la ciudad entera había quedado ennegrecida por el fuego. La ceniza y el polvo se amontonaban. Pero hacía un frío atroz y no había ni rastro de vida… —El caballero, cuyo gorro de lana ocultaba a medias un rostro morado, se vio interrumpido de repente por Alice.
—¡Y están todos alrededor de mi cama! —gimió—. ¡Salen de las paredes! Y no sirve de nada hablarles. No están ahí para eso.
—¡Protesto! —exclamó la figura del gorro de lana—. ¿Es necesario que me interrumpa siempre?
Otras voces expresaron su conformidad con esta opinión entre murmullos. Harold pidió calma.
—Vamos, vamos, tengan la bondad… Hay tiempo de sobra para… Pero Alice no estaba dispuesta a dejarse callar. —Están dando vueltas y vueltas a nuestro alrededor, con ruidos que van hacia atrás. En los rincones de las habitaciones. Los vi una vez antes de la guerra y nunca se marchan.
Irritada, la audiencia empezó a parlotear.
Harold se inclinó en dirección a Alice con una sonrisa tensa en los labios mientras sus ojos revoloteaban sobre la gente en busca de disidentes.
—Alice, querida, acordamos que hablarías la última. Los demás también deben tener ocasión de expresarse.
El hombre que se había quedado mirando las piernas de Apryl y se había ofrecido a acompañarla a los pubs de Hessen se abrió camino hasta ella. Su rollizo rostro brillaba por el sudor y mostraba una sonrisa de lascivia.
—No debería molestarse más con esta gente —dijo—. Debería venir a vernos a nosotros. Los eruditos de Félix Hessen. No somos tan soñadores. Esto es un circo. —Sus dedazos escarbaron en el interior de una mochila de cuero que colgaba de su hombro. Sacó un panfleto y se lo ofreció—. Vamos a escindirnos discretamente de ellos. Esta gente no va a ninguna parte. Harriet carece por completo de carácter y Harold deposita demasiada fe en Alice. Que está como una regadera. —Soltó una carcajada desagradable.
Al otro lado de la habitación, Alice se había puesto a cantar Roll outthe barrel con voz infantil. Otros le estaban gritando. En medio de aquel caos, Apryl se fijó en la pequeña figura de Otto Herndl. Su sonrisa era muy amplia, pero sus ojos mostraban una gran confusión. Parecía aún más tambaleante que antes, como si alguien le hubiera cortado finalmente los hilos.
—No lo tengo muy claro, la verdad —replicó Apryl al líder del grupo cismático. Se puso el abrigo.
—¿Podemos volver a vernos? —preguntó él.
—No… No voy a quedarme mucho más tiempo en Londres. Tengo muchas cosas que hacer. —Pero en medio del caos reinante, no pudo asegurar que la hubiera oído. Se volvió y se abrió camino a empujones hasta la puerta.
Al salir, el aire frío del exterior hizo que se encogiera. La oscuridad parecía antinaturalmente intensa junto a los edificios de apartamentos, y en la calle principal el tráfico era incesante y veloz en exceso. Se encaminó a la zona iluminada, al centro de Camden Town. Quería llegar a un sitio normal, con gente normal, y comenzó a alejarse de los edificios sin iluminar y las cafeterías mugrientas, los restaurantes de comida rápida vacíos y los pubs viejos y sórdidos.
La reunión la había deprimido. Después de haber leído partes de su siniestra página web, esperaba que Amigos fuese un grupo excéntrico, pero aquella fiesta de disfraces, con sus políticas internas, sus escisiones y sus ridículas afirmaciones de conexiones onírico-místicas le parecía digna de adolescentes. Era todo una fantasía. Una congregación de inadaptados que se sentían vinculados a un artista al que imaginaban como una representación de su propia alienación. Socavaban la reputación de Hessen al mismo tiempo que se atribuían el papel de guardianes de su legado.
Se anudó mejor el pañuelo y se levantó el cuello del abrigo, pero era como si un residuo de la surrealista marginalidad de aquella reunión continuara adherido a ella. Y atrajera cosas.
Un mendigo con una manta blanca y sucia sobre los hombros atravesó cruzando la calle en dirección a ella. Esquivó por poco dos coches, que hicieron sonar el claxon al pasar. La violencia de los repentinos y penetrantes sonidos la sobresaltó. Contuvo la respiración y luego sintió que se le helaba la piel de miedo al ver que el hombre se acercaba. Su rostro flaco y ceniciento estaba salpicado de bultos de color morado. Una mujer escuálida con una gorra de béisbol blanca lo esperaba al otro lado de la calle, con una lata de cerveza en la mano.
—¿Tiene cincuenta peniques para una taza de té? Para el frío, digo.
Lo más pequeño que llevaba era un billete de diez libras. Negó con la cabeza sin mirar al mendigo y apretó el paso. El mendigo no la siguió, pero oyó que exhalaba un largo suspiro de decepción y frustración antes de decir:
—Oh, menuda mierda…
No se refería a ella, sino a la fría e implacable miseria de su vida. A las calles sucias, a los fríos y grisáceos edificios de viviendas de protección oficial, a las barandillas de hierro dobladas y a la hierba negra y agonizante, iluminada sólo en parte por la tenue luz anaranjada de las farolas, que se disolvía en las densas y absorbentes sombras proyectadas alrededor del borde de cualquier cosa sólida.
Allí la gente no necesitaba soñar con aquellas cosas terribles. Vivía entre ellas.