Y volvió a subir una vez tras otra al lugar de color sangre donde se almacenaban en secreto tantas obras maestras. Y se alimentó de su oscuridad. Bebió del sentido de la eternidad que colgaba de aquellas paredes y se atracó con el horror de las cosas que salían de la nada en movimiento, de la que ascendían retorciéndose.
Durante las últimas tres visitas, Seth había concentrado sus esfuerzos en los cuadros de los dos dormitorios del final. Espacios diseñados para dormir, pero convertidos ahora en una galería por alguna presencia desconocida. Quizá la que pasaba fugazmente por los espejos. Y había entrado en aquellas habitaciones para aprender. Para contemplar como un niño el estanque olvidado de un jardín invadido por la maleza cuya superficie negra observaba, maravillado por las formas esbeltas y blancas que se movían entre los hierbajos y unas aguas tan frías que habría bastado con sumergir en ellas un solo dedo para quedarse sin aliento. Y puede que también sin el dedo.
Una vez cumplidos sus quehaceres y después de mentir a la señora Roth en respuesta a sus repetidas quejas con respecto a los ruidos del piso vacío que había debajo de ella —los golpes, los portazos, las cosas pesadas que alguien arrastraba en la oscuridad aislada del número dieciséis—, sólo entonces, eliminados todos los impedimentos, cogió discretamente la llave de la caja fuerte de la oficina del jefe de porteros y entró en la galería.
Había subido con pasos cautelosos por la escalera en algún momento entre las tres y las cuatro de la mañana, mientras el mundo dormía, con el busca en el cinturón por si algún inquilino llamaba al teléfono de la portería o llegaba del aeropuerto de madrugada y llamaba al timbre de la puerta. Excitado por el allanamiento, asustado por lo que podía encontrarse, pero deseando zambullirse en ello, cerró la puerta tras de sí antes de encender las luces.
En su segunda visita, que parecía datar de mucho tiempo antes, como una pesadilla lejana pero aún memorable, había algo allí con él. Algo que no podía ver. Una presencia, indistinta pero poderosa, que no lo amenazaba físicamente. Pero era peligrosa en un sentido más amplio, porque, según las leyes de la naturaleza, no tendría que haber estado allí. Se manifestaba bajo aquella luz roja como una sensación de movimiento y sonido. Oculta a la vista. Detrás de la puerta cerrada de la habitación de los espejos, a veces oía algún crujido causado por unas pisadas rápidas de un lado a otro, que luego se detenían bruscamente en el umbral cuando él pasaba a su lado.
Había dejado la habitación del centro, la de los espejos, para el final. Su instinto le había dicho que era lo mejor. En su primera visita había vislumbrado un atisbo de movimiento y no estaba listo para volver a verlo. Aquella habitación merecía ser contemplada al final. Y puede que cuando se atreviese a adentrarse al fin en ella, no estuviera de más alguna clase de presentación.
Aún sentía que se le encogía el estómago con sólo pensar en comunicarse con algo completamente ajeno a su entendimiento, completamente ajeno a todas sus experiencias, salvo las más recientes. O puede que sólo fuese el viejo Seth, que trataba de volver a la superficie. El vacilante, el titubeante cobarde, el indeciso y despreciable gusano que, incapaz de seguir su vocación, se había rendido a la menor crítica. Sólo ahora comenzaba a comprender que las opiniones de los demás no importaban. Que no podían ni comenzar a entender los lugares que debía visitar y las visiones que debía recrear. No podía haber medias tintas ni compromisos. Ya no. Nunca más.
Es lo que le había sugerido el muchacho encapuchado. Le había dicho que lo estaban ayudando y guiando para que viese las cosas como eran. Lo sabía y estaba alarmado por lo cómodo que se sentía con la constante e insistente manipulación que lo rodeaba, que se había colado dentro de él y lo había llevado hasta allí para estudiar la obra de un maestro.
Pero ¿habrían organizado ellos la paliza? ¿Lo habrían arrojado a los chacales de aquel terrible escarmiento sobre el frío y húmedo pavimento de Londres porque se había atrevido a pensar en escapar cuando estaba en aquel bar? La figura encapuchada tenía algo parecido a la inocencia brutal de sus atacantes, el mismo desprecio por todo lo que no fuese ella misma. La idea de que aquellas crueles caras de comadreja bajo las gorras de béisbol fuesen los emisarios del muchacho encapuchado lo hacía sentir como si de repente hubiera emergido de las profundidades y la orilla estuviese demasiado lejos como para alcanzarla. O puede que, trató de convencerse a sí mismo, sólo fuesen otra prueba más de lo que debía recrear en pintura. De lo que inundaba la ciudad, similar a las criaturas que chillaban y se retorcían en las paredes del apartamento dieciséis. El destino final de todos nosotros. Pero si la paliza era una advertencia, entonces su voluntad no podía volver a vacilar. La voluntad debía triunfar.
Su cuerpo estaba tardando mucho en recuperarse. Y había partes de él que seguían doloridas. Cojeaba al caminar y sufría unos dolores penetrantes en la mano izquierda. La córnea de su ojo derecho estaba infectada y ensangrentada y aún no podía inspirar profundamente.
Hablaba solo mientras descubría los retratos de las dos habitaciones del fondo por cuarta vez y mantenía los ojos cerrados al apartar la sábana de cada uno de ellos, antes de sentarse sobre los tablones del suelo con el cuaderno de dibujo y los lápices aferrados en sus dedos blancos. Murmuraba en voz alta para mantener la mente despierta y la consciencia de sí mismo, porque era muy fácil perder el sentido del yo delante de aquellas cosas andrajosas que se desintegraban sobre las paredes rojas. Era el único modo de no llorar. De impedir que el frío pánico lo invadiera y lo obligara a escapar arañándose la piel de la cara hasta arrancársela con sus largas uñas.
Tenía que ser fuerte. Valiente. Si era un artista de verdad debía aprender a soportar aquellas imágenes y visiones y aprender a representar aquellas verdades en su propio estudio, en el Green Man. Lo sabía. Alguien se lo había estado diciendo desde el principio. Sólo tenía que prestar atención. Ahora estaban dentro de él y habían abierto las válvulas de su mente.
Más tarde, mientras volvía a colgar la llave del apartamento dieciséis en el gancho de la caja fuerte, oyó el sonido de un carraspeo tras él. Cerró rápidamente la puerta de la caja y se volvió.
Stephen se encontraba en la puerta de la oficina.
—Hola, Seth.
Seth hizo un rápido saludo con la cabeza y tragó saliva. Sus pensamientos revolotearon ansiosamente a su alrededor, pero su mente estaba demasiado agotada por lo que había estado tratando de asimilar. Su rostro estaba pálido, tembloroso y reflejaba culpabilidad, lo sabía. No se le ocurría nada que decir, una excusa, una razón que justificara su presencia en la oficina del jefe de porteros para devolver la llave de un apartamento privado al que no tenía derecho a entrar sin permiso.
—¿Algún problema arriba? —preguntó Stephen con una ceja enarcada.
—La señora Roth, nada más —balbució mientras trataba de elaborar el resto de la mentira pero fracasaba bajo la penetrante mirada de su jefe.
—¿Sí?
—No… no quería despertarte. La verdad es que no era nada. Pero no deja de llamar. Ya la conoces.
—En eso tienes razón. ¿Puedo ayudar en algo?
«Dios, no.»
—No. Sólo había que tranquilizarla. Nada más. —Stephen lo miraba fijamente, y trató de cambiar de tema—. Hoy vienes tarde. —Consultó su reloj—. Pronto, quiero decir.
—Janet está pasando unos días malos. No recuerdo la última vez que pude dormir a pierna suelta. Y tú tienes aspecto de saber de qué hablo. —Sonrió, pero el gesto no era del todo agradable, tenía algo de malicioso. La sensación de culpa de Seth se hizo aún más profunda y, sin poder evitarlo, tragó saliva, lo que empeoró aún más las cosas.
Stephen entró en la oficina y se sentó en la esquina de su mesa.
—¿Por qué no te vas a casa, Seth? Yo me encargo. —Miró su reloj—. De todos modos sólo te faltan dos horas.
Seth frunció el ceño. Stephen tendría que estar interrogándolo, presionándolo, mirándolo con suspicacia.
—No sé… ¿Estás seguro?
Stephen sonrió.
—Claro. Vete. Me da la impresión de que has tenido una mala noche. Yo sé lo duro que puede ser. Antes de que llegaras tuve que cubrir tu turno durante un mes entero. Nunca se quedaban mucho tiempo, Seth. Tus predecesores, me refiero. No lo soportaban. Condenados estudiantes de arte… No tienen pasta de vigilantes nocturnos. Es un puesto difícil de cubrir. Hace falta alguien muy particular para hacerlo bien.
Seth contuvo el aliento mientras trataba de comprender adónde quería ir a parar Stephen, si es que quería ir a parar a alguna parte. No comprendía de qué iba todo aquello.
—Siempre me he preguntado por qué pusisteis el anuncio en Art and Artists.
—Fue idea de uno de los inquilinos más antiguos. Sentía un interés personal por los artistas.
—¿En serio? ¿Quién?
Stephen hizo un ademán vago en el aire.
—Ya no está. Y tampoco importa. Yo cumplo órdenes, Seth. Igual que tú, me atrevería a añadir. Estoy muy satisfecho por lo bien que has encajado en Barrington House. Eres una persona en la que se puede confiar. Me quita un gran peso de encima saber que hay alguien por aquí que hace lo que hay que hacer. Que tira del carro, por decirlo así.
—Eh… Gracias.
La sonrisa de Stephen se ensanchó.
—Te voy a decir una cosa, Seth. Podría estar pensando en buscarme un sustituto en un futuro no demasiado lejano. Alguien que pueda hacerse cargo. Asumir la responsabilidad del edificio y sus necesidades. Esa persona tendría alojamiento a un alquiler cero y un sueldo más elevado. Sólo tendría que hablarlo con la dirección. ¿Te interesaría algo así? ¿Un ascenso? Es una gran oportunidad y a mí me gustaría dejar este sitio en buenas manos.
Seth se rascó la barba incipiente que rodeaba su boca mientras miraba en cualquier dirección salvo en la de Stephen. Pensaba que lo iban a despedir y, en cambio, le estaban ofreciendo el puesto del jefe de porteros.
—No sé qué decir. Bueno, gracias.
—Piénsatelo. Tiene sus cosas. Sus exigencias. Pero los inquilinos más problemáticos ya tienen muchos años. No estarán mucho tiempo por aquí, ¿sabes? Es algo a tener en cuenta.
—Supongo que sí.
—Y la vida será mucho más sencilla sin ellos, eso está claro. —Stephen se rió entre dientes—. Nadie echará de menos a la vieja Betty Roth, eso seguro, ¿eh? No puede vivir eternamente. Yo diría que no le queda mucho. Lo mismo que a los Shafer. —Negó con la cabeza con una sonrisa en los labios, y entonces, de repente, lo miró con expresión impasible—. Pero ni una palabra a los demás de lo que te he dicho. Tú sabes guardar un secreto, Seth, estoy convencido de ello. Eres de fiar.
Seth asintió.
—Gracias.
Stephen miró la caja fuerte y luego volvió a mirar a Seth. Se tocó la nariz con el dedo índice y entornó los ojos.
—Hasta entonces, sigue así.