Capítulo 18

A las tres de la mañana, Seth entró en el apartamento dieciséis. Y se quedó allí de pie durante veinte minutos.

En el momento mismo en que encendió las luces, los fragmentos de una pesadilla reciente emergieron de su memoria: las baldosas negras y blancas, las largas y rojizas paredes del pasillo, las antiguas puertas, los grandes cuadros rectangulares, colocados en perfecta simetría e iluminados por la sucia luz que pugnaba por escapar del cristal descolorido de las pantallas. Sí, había estado allí antes. Era como una prolongada sensación de déjà vu que desafiaba todas las leyes de la realidad que siempre había dado por sentadas.

Pero un detalle significativo era distinto. En el sueño, las pinturas no estaban tapadas. Allí sí, bajo largas sábanas de tela envejecida. Seth cerró la puerta tras de sí. Con una mueca de dolor, su mano lastimada dejó caer el llavero de acero en el bolsillo de sus pantalones.

Algo lo había convocado a aquel lugar. Algo que se movía en su interior cuando pasaba junto a la puerta principal. Algo que lo había llamado por el teléfono del edificio y había implantado visiones en su sueño. Algo que lo había seguido hasta su casa.

Sus problemas se habían multiplicado justo después de las primeras incidencias en el piso. Lo que había achacado a la depresión, la falta de sueño y el aislamiento se podía atribuir en realidad a aquel lugar. Podía sentirlo. Parecía imposible, pero estaba confirmado. Allí mismo y en aquel momento.

Y era inevitable que fuese allí. Lo habían convocado.

Se estremeció. Ver aquello era traumático. Pero el vuelo en círculo de sus frenéticos pensamientos cesó. Por primera vez en mucho tiempo su mente estaba libre de todo, salvo de un terror que creció hasta transformarse en reverente sobrecogimiento. Una sensación tan intensa que casi no lo dejaba ni respirar.

Avanzó por el pasillo caminando lentamente, sobre pies inseguros, incapaz de seguir posponiendo el encuentro con un lugar que llevaba medio siglo vacío.

Todas las puertas del pasillo estaban cerradas, y la idea de abrir la puerta central de la izquierda, la que llevaba a un lugar en el que la definición de las paredes, el suelo y el techo quedaba desdibujada por una glacial infinitud de oscuridad, donde las cosas que equivocadamente había tomado por pinturas se movían, bastó para que se encogiera. Lo sintió, al principio a su alrededor y luego sobre él. La sensación había salido del sueño con él y seguía adherida a él.

Se detuvo junto al primer cuadro del pasillo y, haciendo un acopio de voluntad, se obligó a levantar la polvorienta muselina que cubría el marco. Tenía el tamaño de una ventana grande. Con dedos temblorosos, desató el nudo de la tela de la esquina inferior del pesado marco. Trató de levantarla lentamente. Pero al tirar de ella por abajo, la sábana, muy ceñida al marco, cayó deslizándose pesadamente y aterrizó sobre el suelo con un rumor sordo.

Como un golpe en el estómago, el impacto de la cosa retratada en el cuadro lo alcanzó al instante. La primera sensación de asombro se transformó rápidamente en náuseas y desorientación, como si aquella criatura deforme, vestida con traje y corbata, estuviera transmitiendo directamente su tormento a su propio cuerpo.

Seth retrocedió tambaleándose, incapaz de apartar los ojos de la pintura o de parpadear siquiera. ¿Qué era aquello, aquella criatura desgarrada, con el rostro borrado por un brochazo de dolor blancuzco? Al instante sintió un vínculo con la violenta defunción de la figura, su pérdida del yo, su desintegración.

No era una representación de algo humano o animal, pero insinuaba ambas cosas. Había en ella elementos que se podían discernir: la boca abierta y aullante; los dientes cubiertos por una película de sangre; una lengua hipertrofiada que asomaba entre los labios; la insinuación de una garganta retorcida en la asfixia; un ojo, o algo parecido a un ojo, sólo que colocado en el lugar equivocado de la borrosa cara, abierto de par en par y tan repleto a su vez de terror y tormento que Seth fue incapaz de aguantarle la mirada. Sintió el deseo de volver a ocultar aquel ojo inyectado en sangre, aquella pupila escarlata, inundada y a punto de reventar. Parecía totalmente real, a pesar de la distorsión y del borrón del inexistente rostro.

Quienquiera que hubiese sido la figura, en su día había sido destruido. Aún quedaban vestigios de su traje y de su corbata en una horripilante parodia de normalidad, pero los miembros habían desaparecido. Unos muñones de bordes irregulares se confundían con el aura ocre que parecía santificar su mutilación.

Eran los estertores de la muerte. Pero suspendidos en aquel terrible espacio negro para toda la eternidad. No la vida, sino una especie de animación. Un movimiento posterior a la muerte repetido hasta el infinito. Comprendió el mensaje al instante.

Le dio la espalda a aquella carne húmeda encerrada en tela, pero embargado por una especie de euforia, una admiración sobrecogida ante la mano que había logrado captar la cúspide misma del terror y la aniquilación. Pensó en sus propios esbozos, desperdigados alrededor de la manchada alfombra de su habitación en el Green Man. Se acordó de la figura encapuchada de su sueño, que vagabundeaba por un paisaje de hierba cubierta de excrementos de perro y hormigón manchado de orines, que farfullaba con demente lógica infantil sobre gente que quedaba atrapada en cosas, en lugares, después de la muerte. Atrapada durante mucho tiempo. Hasta que llegaba la oscuridad. ¿Era aquélla la oscuridad de la que hablaba?

El siguiente cuadro, de casi un metro ochenta de altura por, al menos, un metro treinta de anchura, cayó sobre su mente excitada del mismo modo que un cubo de agua que te arrojan sobre la cabeza hace mil pedazos la comprensión y genera desorientación. Dejó paralizado todo lo que tenía dentro, excepto la electricidad del terror. Y aquél era precisamente su objetivo: convertirse en algo que sólo los locos pudieran contemplar y soportar.

Y después de recobrar el aliento, el equilibrio y una temblorosa noción del espacio y del yo, se fijó en el fondo en el que estaba suspendida la figura. Aquella exhibición de violencia y fragmentación no era nada sin las profundidades que tenía detrás. La figura, con un hocico de babuino y sin ojos, pero horriblemente retorcida en su bata de flores, ensangrentada y todavía húmeda, flotaba sobre una oscuridad total. Una ausencia completa que aun así conseguía transmitir el frío del espacio profundo y las inaprensibles dimensiones de la eternidad. Era el más maravilloso ejemplo del uso del empaste que hubiese visto nunca, pensó estúpidamente mientras lo embargaba el deseo de echarse a reír como un histérico frente a aquella pringosa blasfemia. Un fondo que empujaba a su protagonista hacia fuera, como si éste estuviera a punto de caer a sus pies, donde aullaría y sacudiría las garras en una agonía tan larga como para convertir un siglo en un mero suspiro.

Sí, al instante comprendió que estaba captando retazos de criaturas que habían subido a la superficie desde una interminable y congelada oscuridad. Una eternidad en la que se depositaban cosas terribles, pero que afluía hacia un punto de luz cada vez que aparecía una abertura. Tal como había sucedido allí. Un lugar en el que no podía vivir nadie. En el que no debía haber nadie. Pero al que había accedido alguien para retratar aquellas cosas.

Caminando como un borracho de cuadro en cuadro, fue arrancando las telas que los cubrían. Ante sus ojos aparecieron imágenes que lo dejaron tan mudo que fue incapaz hasta de proferir un grito. Incapaz de hacer otra cosa que exhalar algún que otro gimoteo de bebé frente a criaturas que brincaban sobre sus huesos de animal, o ciegas a causa de sus párpados cosidos, que escupían como gatos agonizantes con las encías negras y colmillos como agujas, que agitaban las piernas como los ahorcados en los cortometrajes de noticias antiguos, en blanco y negro, con los miembros agarrotados enroscándose sobre sí mismos y las cabezas transformadas en rugidos, desollados como corderos, o rosados como crías de roedor muertas.

Y se supo capaz de recrear toda aquella distorsión y deformidad que estaba contemplando. En aquel pasillo rojizo colgaban representaciones del potencial que tenía dentro, como los brillantes cadáveres de la sala frigorífica de una carnicería. Grasa amarilla, huesos puntiagudos, rojo brillante: la carne y el sebo del horror humano.

También había vislumbrado los primeros signos de aquella rabia bestial, aquella aniquilación de la razón y la decencia, en los lugares más prosaicos. En el autobús. En las laberínticas calles de Londres. Al caminar por los iluminados pasillos de un supermercado. Aquella terrible contaminación hecha de fealdad, crueldad y autodestrucción, de narcisismo compulsivo, codicia y odio, de brillante y llamativa locura, había empezado a brotar y a coagularse a su alrededor en la ciudad. La veía en otros ahora que los había despojado de la inescrutable fachada de la piel. Había aprendido a ver más allá, más abajo, en el lugar donde moraba el Diablo. El infierno era un espacio viviente dentro de todas las membranas de la carne que se disfrazaba temporalmente de humana.

Cayó de rodillas. Las lágrimas le ardían en los ojos, un piadoso y salino respiro frente a lo que estaba clavado a las paredes ante él, aullante y distorsionado.

El genio.

Lloró frente al genio. Lloró de gratitud por lo que se le había mostrado. Una clase magistral para guiar sus patéticos bosquejos y garabatos. Tenía que empezar de nuevo. En cuanto volviese a casa. Cubrir las hemorragias de pintura con vendas sucias antes de hacer nuevas cicatrices en las paredes y los techos de su cuarto. Y luego regresar allí, noche tras noche, para atracarse de aquel terror y aprender a recrear lo que caminaba a su alrededor por aquella ciudad. Su mugrienta habitación se convertiría en el templo de un nuevo renacimiento. Trabajaría hasta caer rendido. Atraparía aquel impacto, aquella disolución de la identidad y la sacudida mareante que se producía al encontrarse frente a ellos.

Reptó sobre manos y rodillas hasta la puerta más cercana. La abrió. Vio iluminadas, a la vaga luz rojiza del pasillo, paredes repletas con nuevas maravillas cubiertas. Quería estar enfermo, eyacular y orinarse encima al mismo tiempo. Era demasiado. Tenía que tomar aquella medicina inmunda con cuidado, en dosis pautadas, o perdería hasta el último vestigio de la cordura que necesitaba para plasmar al óleo su propia visión.

Al asomarse por la puerta de la siguiente habitación, la que lo había aterrorizado en sueños, vio largos y hermosos espejos en todas las paredes, entre cuadros cubiertos. Y supo que las visiones que había debajo de las sábanas le pararían el corazón o lo paralizarían con un ataque si cometía el error de contemplarlas durante demasiado tiempo. Así que se incorporó lo mejor que pudo y miró en derredor, desesperado por encontrar una salida de aquel lugar, donde los cuadros le gritaban con todas sus fuerzas. Era un estrépito. Una cacofonía. Todos ellos querían que los mirara y que se perdiera en su interior. Pero antes de que pudiera salir de la habitación de los espejos, vio moverse algo por el rabillo del ojo.

Tres veces, demasiado de prisa para desplazarse sobre unas piernas, apareció en la superficie de uno de los espejos, como salido del interior del reflejo del que había en la pared opuesta. Y luego, al volverse él para mirarlo, se esfumó. Demasiado veloz para seguirlo con los ojos. Desapareció en el interior del reflejo o lejos de los fragmentos de su mente exhausta, capaz de imaginar tales cosas.

No había nadie en la habitación. Nadie alto y flaco. Con el rostro tapado. Con vendas tensas y teñidas de rojo. Debía de haberse visto a sí mismo. Fundido con las paredes rojizas. Las paredes de muerte que lo rodeaban.

Huyó del apartamento. Se secó los ojos y se despegó la camisa húmeda de la espalda. Cerró la puerta y echó la llave. Se dirigió hacia la escalera. Pero se detuvo antes de bajarla, incapaz de moverse, al oír que las puertas interiores del apartamento dieciséis, una a una, se cerraban.

En el exterior, el amanecer comenzaba a disipar la sólida oscuridad de la ciudad, a diluir y vivificar el aire denso y frío de la noche, pero hasta el más leve atisbo de la luz del día le provocaba una agonía detrás de los ojos. Con las piernas agotadas por el cansancio, se arrastró escalera arriba del Green Man.

Por lo general, después de su turno, volvía al cuarto y se desplomaba sobre la cama deshecha. Se cubría con las sábanas húmedas y caía exhausto. Pero aquel día no. Tenía trabajo que hacer.

A pesar del dolor de los moratones y las magulladuras de la paliza, estaba devorado por la inspiración. Hacía años que no se sentía así, totalmente poseído por las ideas y las imágenes. Y ahora sentía el impulso irreprimible de plasmarlas antes de que se evaporaran de su mente.

Tras salir del apartamento dieciséis, se había sentado a la mesa del portero y había llenado de inmediato dos cuadernos con esbozos. Sólo tenía que dejar que sus manos amoratadas deslizasen los lápices hasta gastarlos. Una especie de impulso creativo automático se había apoderado de él y había comenzado a llenar página tras página con sugerencias y fragmentos de lo que había visto allí arriba.

Y ahora tenía trabajo que hacer en sus propias paredes. No había tiempo que perder. El deseo de crear podía abandonarlo de nuevo. Durante años, incluso, si no consagraba todo su ser a la tarea de inmediato. Su voluntad y la destreza, poca o mucha, que conservaran sus lastimados músculos, tendones y nervios tenían que dejar allí su marca. Sobre las paredes.

La que había sobre la cama y encima del radiador desteñido estaba cubierta de impresiones aceleradas e inacabadas de las abominaciones que había visto en Londres. Pero no podía abandonar la línea. La perfección de la línea. El artista del apartamento dieciséis la había mantenido intacta por debajo del caos del color y de la violencia de sus trazos. Seth lo había notado.

Así que tenía que cubrir los tristes esbozos de sus propias y exiguas paredes con algo negro, suave y moteado, para sugerir las máximas distancias imaginables. Luego podría comenzar desde cero y volver al improvisado lienzo una vez tras otra hasta estar convencido de que había logrado recrear algo que captaba el espíritu de las obras maestras del apartamento dieciséis. Tenía que emular el pasmo, la incapacidad y la completa entrega que había experimentado frente a ellas. Debía adquirir el estilo. Pero sus temas serían suyos por completo.

Necesitaba espacio. La mesa, las sillas y el armario habían estorbado sus movimientos desde la primera noche tras la paliza, mientras se movía cojeando por allí, tratando de plasmar con sus trazos la impresión de aquellos rostros de comadreja sobre el papel desgastado.

La cama tendría que quedarse. En las próximas semanas tendría que echar una cabezadita de vez en cuando. Unas pocas horas aquí y allá. No más. No quería perder tiempo cuando su cuerpo entero trepidaba como cargado de electricidad, cuando las ideas y las imágenes que no podía permitir que murieran o se desvanecieran de su cabeza parecían escapársele por los dedos de las manos y de los pies.

Y pensar que una vez se había sentido avergonzado de aquellos pensamientos, aquellas impresiones grotescas del mundo, y que había considerado su sensibilidad una maldición, un lastre para toda posibilidad de llegar a alcanzar la felicidad. No era ninguna maldición. Estaba bendecido. Como el creador de aquellos cuadros. Había recibido una epifanía cuya única alternativa era la rutina y una comodidad inane. Estaba imbuido de una divina perspicacia cuando los ojos de los demás estaban barnizados de ilusión y sufrían de un abúlico reconocimiento de la mera superficie de las cosas. Era una oportunidad única de inyectar algo de sentido a su existencia. De alcanzar un propósito. De recrear aquello que estaba empezando a ver en su ciudad, fuera lo que fuese. Cosas que había aprendido a ver o le había enseñado a ver Dios sabe quién.

No quería pensar cómo ni por qué se había realizado aquella imposible conexión. No podía permitirse el lujo de cuestionar su fuente, su intención o su significado. Simplemente estaba allí y lo había traído de vuelta de entre los muertos. Aquellas noches lo había despertado. Lo había obligado a levantarse de un bofetón y le había enseñado que no importaba nada más que la visión, la exploración de aquello que se estaba abriendo ante sus ojos y dentro de sus sueños. El arte. Existiría sólo para crear, por muy grandes que tuviesen que ser sus sacrificios o sus pérdidas.

La mera idea de regresar al lugar rojizo, de desvelar aquellas recreaciones de horror y magia, le ponía los pelos de punta. Pero también le inspiraba una dicha que hacía estremecer su alma.