Capítulo 16

Tenía la visión temblorosa, incapaz de concentrarse en nada. En vez de ello, sus ojos revoloteaban de acá para allá, prendiéndose en fragmentos de cosas de las calles. Jadeante y torpe, tropezaba repetidamente en los adoquines de las calles o se tambaleaba como un borracho, como si no estuviera acostumbrado a caminar erguido. Al tratar de apartarse desesperadamente de los demás peatones, a veces perdía el equilibrio y se veía arrastrado hacia ellos. Estaba furioso y sentía deseos de gritar.

No tendría que estar en Londres. Pero se había condenado con alguna idea estúpida y romántica sobre el arte. Se había extraviado allí, varado entre los aterradores chillidos de los monos.

Era algo que se podía sentir tanto como ver, aquella alteración en el entorno, en la misma atmósfera. Allí donde la gente se congregaba en las calles, bajo aquella llovizna fría, iluminada sólo por las farolas y los anuncios fluorescentes, junto a pequeños supermercados y tiendas de licores, restaurantes de comida rápida y pubs deprimentes, sentía una total aversión. Una especie de contaminación invisible le impregnaba de nerviosismo las entrañas. Algo parecido a una presencia, quizá eléctrica, llenaba su cabeza con un zumbido estático, una indescifrable transmisión de ecos procedentes de otro lugar pero presentes de pronto allí, como si estuviera viajando por debajo o entre lo que todos los demás experimentaran.

Pero era difícil explicar cómo se había alterado el mundo. Sólo podría hacerse con un vocabulario visual. ¿Poseía la lucidez necesaria? Seguramente sus dibujos no fuesen otra cosa que grafitti y basura. Y ésa sería la peor de todas las frustraciones: encontrarse al fin con un atisbo de la verdadera naturaleza de las cosas —una verdad emborronada por los medios, la educación, los interminables sistemas y códigos sociales, el totalitarismo benigno que distorsionaba la existencia— y ser incapaz de comunicarlo.

Al llegar por fin a la estación de metro, se apoyó en una pared de azulejos para liar un cigarrillo. Fue incapaz de articular palabra cuando un mendigo le pidió fuego. Había olvidado cómo se hacía. Sus labios se movían, pero la terna de las cuerdas vocales, la lengua y la mandíbula se negaban a coordinarse. Tragó saliva y sólo pudo emitir un sonido ronco.

Se preguntó por qué estaba allí. Qué lo había inducido a abandonar de nuevo su habitación. Su propósito original era un enigma para él.

La luz azulada de los cajeros automáticos y la iluminación roja y amarilla de la estación de metro de Angel le inspiraron un vago deseo de emprender un viaje. Gravitó por un instante hacia las luces, pero al poco se vio expulsado por las multitudes que vomitaban los túneles.

Dejó atrás la estación, pero entonces lo detuvo una infranqueable encrucijada de tráfico veloz, fuertes vientos y codos que se afanaban por abrirse paso. Todo ello vibraba a través de sus huesos. Una multitud esperaba a que el semáforo cambiara. Pero no había cantidad de perfume capaz de disimular el tufo avinagrado de las mujeres. ¿De verdad le habían parecido alguna vez atractivas aquellas criaturas? Había algo físicamente erróneo en todas ellas: sin labios, de ojos saltones, con los dientes prominentes y los huesos deformes. Con las orejas demasiado rojas y la piel decolorada por debajo del maquillaje, los párpados pintados de rosa y el pelo calcificado. Seth se estremeció. Pero los hombres no eran mejores, con sus bamboleantes andares simiescos, sus húmedos hocicos perrunos y sus duros ojos de tiburón. Animales peligrosos y amenazantes, con una fuerza bruta que aumentaba su potencial explosivo con cada trago que engullían. Bestias asesinas que apestaban a paja llena de excrementos y a levadura de cerveza.

No logró cruzar la calle. Tras sólo un momento de vacilación, otra riada de coches, bicicletas y autobuses, cuyos faros desdibujaban aún más las siluetas de los edificios, pasó como una exhalación y lo dejó de nuevo inmovilizado en el pavimento.

Era como si lo hubieran abandonado en una ciudad extranjera, sin un mapa, incapaz de entender una sola palabra de las que oía. Un abrumador deseo de librarse de Londres lo hacía temblar de frustración. Cualquier cosa, incluso estar sin un céntimo en otra ciudad, sería preferible a la mera existencia, desorientado y zarandeado, en aquel lugar sin sentimientos.

Con la cabeza gacha, derrotado, se alejó del tráfico. No podía volver por Essex Road. Había demasiada gente allí. Se escabulliría por las callejuelas adyacentes. Pero mientras trataba de recordar una ruta de vuelta a casa, vio un bar que parecía vacío bajo un feo edificio de oficinas. Tal vez allí pudiese refugiarse, en un rincón tranquilo junto a un radiador, y beber whisky.

Ya era casi como si pudiera sentir el ardiente y revitalizante licor en las mejillas y la garganta. Se acercó a la puerta del bar y se detuvo.

Sonaba música dentro, y una o dos voces fuertes que trataban de hacerse oír por encima del ruido. La idea de entrar lo hacía sentir nervioso, como si ya no fuese algo fácil de conseguir. Y aunque pudiera llegar hasta la barra, se preguntaba si sería capaz de hablar. Después de susurrar su propio nombre junto a la solapa de su abrigo, abrió la puerta.

Fue como entrar en un escenario bien iluminado. La repentina inmersión en un espacio lleno de luz brillante y sonido lo hizo sentir mareado y asustado. Se le hizo un nudo en la garganta. Delicadamente, sin levantar los ojos, se concentró en poner un pie delante del otro por si se tropezaba con algo entre las mesas y las sillas. Al llegar a la barra levantó la mirada, triste e inseguro, y esperó a que lo atendieran.

Sólo había un puñado de personas en el descuidado local, y todas ellas se apiñaban alrededor de una enorme televisión para ver un partido de fútbol. Se alegró de que estuvieran distraídas. Así nadie se fijaría en él.

Tenía un aspecto espantoso, comprendió en el momento en que vio su deplorable reflejo en el espejo que había bajo las luces. Pálido, con la ropa arrugada y manchada, encorvado. Se estremeció de vergüenza. Pero ya hacía mucho tiempo, casi un año, que su aspecto le traía sin cuidado. Eran evidentes los resultados del descuido crónico de su apariencia, su dieta y su forma de vida. Su boca tenía un rictus miserable y arrugado. Los ojos se le habían encogido hasta tornarse sendos puntitos minúsculos y duros, enterrados en la piel ojerosa de las cavidades oculares, tan fina como el papel carbón. Y también su tez tenía una lividez antinatural, interrumpida sólo por las redecillas de capilares rotos que cruzaban sus pómulos. Aparentaba sesenta años en lugar de treinta y uno. Era el rictus de un muerto. Vio insensibilidad, desesperación, repulsión, la pérdida de toda esperanza y de toda compasión. Su rostro era la única obra de arte que había creado en el último año: una detallada y lívida representación de la ciudad.

En una mesa, alejado de los demás clientes, su avidez de escapar fue creciendo con cada trago de whisky que tomaba. Bebía a toda velocidad. El vaso nunca estaba lejos de su mano y de su boca. El alcohol le aceleró los pensamientos y se dio cuenta de que no había una sola razón para quedarse en Londres. Había sido un descenso acelerado y dantesco desde el primer día. Una borrosa sucesión de meses insípidos se había convertido en un año. Un largo, deprimente y grisáceo borrón en su existencia. Un año del que había salido apenas civilizado, casi inhumano, como los demás.

Pero siempre le había parecido imposible salir de la ciudad. Y era improbable que pudiese cambiar su vida, o ralentizar la inercia de su declive, con la cantidad de cosas que habían conspirado contra él. Con los turnos de noche nunca podría encontrar el tiempo que necesitaba para organizarse. No era posible pensar claramente con tantas ideas, tantos recuerdos, tantas escenas en su imaginación. El remolino que había dentro de su cráneo siempre lo había mantenido clavado a la silla o tumbado en el borde de la cama, fumando. Y puede que se resistiera a la única alternativa real —un regreso avergonzado al hogar materno— porque tenía la certeza de que eso lo destruiría. Pero poco quedaba ya por destruir. Al menos allí podría recuperarse, dejar de trabajar por las noches y recuperar el sueño perdido. Que era mucho. Podría cambiar el patrón debilitador, redescubrir su voluntad, recuperar algo de entusiasmo. Sí, vio todo esto al quinto whisky. Volver a casa no era una idea tan mala. No seguiría engañándose un segundo más: salir de allí representaba, en aquel momento, su única esperanza de supervivencia.

Llamaría a su madre al día siguiente y luego, por la tarde, entregaría su renuncia en Barrington House. Luego se marcharía. Así de fácil parecía en el taburete de aquel bar. La sonrisa en su cara parecía extraña. Como congelada. Esa zona de su rostro se había movido muy poco últimamente. Sospechaba que los diminutos músculos de la cara se le habían atrofiado.

Apagó un cigarrillo en el cenicero y se guardó rápidamente el tabaco y el encendedor en el bolsillo lateral del abrigo.

Al salir, la mera idea de volver a su cuarto le provocó una repentina conmoción. Le preocupaba recaer en el letargo de costumbre al volver al Green Man. Que la urgencia por escapar desapareciese al día siguiente, al despertar de un largo y vacío sueño.

Tenía que actuar de inmediato, esa misma noche. Empezar a hacer las maletas. O lo que fuese. Ya empezaba a sentir que se cerraba la pequeña abertura por la que había pensado escapar. La lluvia, los desperdicios que arrastraba el viento, los adoquines mojados, la interminable avenida… eran cuerdas decididas a atraparlo con unos nudos contra los que sus torpes dedos no podían hacer otra cosa que arañar inútilmente.

Agachó la cabeza y se puso en camino. Embozado en su abrigo, elaboró una lista mental de las tareas que debía llevar a cabo. Al menos tenía algo de dinero en el banco. Su salario era de miseria, pero hacía mucho que no gastaba en nada que no fuese comida. Había suficiente en su cuenta para salir de allí, volver a casa y aguantar durante algunos meses.

Tal vez, pensaría más tarde, si le hubieran dejado volver a su habitación del Green Man sin demora aquella noche, todo habría salido bien. Habría seguido con sus planes y se habría salvado. Y también a los demás.

Pero al pasar junto a las bolsas repletas de ropa manchada y juguetes rotos que había junto a la entrada de una organización caritativa, su futuro quedó decidido.

De repente, todo el movimiento y toda la luz de su mente fueron aniquilados.

Durante un momento no estuvo seguro de nada: dónde estaba arriba, dónde abajo, en qué dirección miraba o dónde estaban sus brazos y sus piernas. Su cuerpo entero quedó ingrávido hasta que su hombro chocó con el escaparate de la organización de caridad.

En el interior, varios peluches abandonados, una diminuta tetera de porcelana y un libro sobre gatos se estremecieron en sus estantes. Lo habían empujado contra el escaparate. Cuando el frío cristal lo golpeó en la cara, el mundo y sus dimensiones se reajustaron a su alrededor.

Inclinado, con la cabeza agachada y apenas capaz de mantener el equilibrio sobre unas piernas inestables, fue entonces cuando vio los zapatos sobre el mojado pavimento. Tres pares de zapatillas blancas a su alrededor.

De repente volvió a encontrarse erguido, retrocediendo, con los brazos abiertos de par en par y la barbilla levantada. Por dentro era todo blanco y tembloroso, pero sentía distinto el costado izquierdo de la cabeza: era un gigantesco entumecimiento.

El frío quedó olvidado y el ciclón de listas mentales se esfumó al instante. Sus ojos volaron en todas direcciones tratando de evaluar la situación y a todos los implicados.

—Capullo —dijo una voz aguda desde muy cerca.

—Vamos. Vamos, joder —ladró un rostro moreno desde debajo de la visera de una gorra de béisbol.

Sus ojos estaban llenos de crueldad y de una extraña expectación, como si estuvieran impacientes por la predecible respuesta.

Los dos eran adolescentes ya mayores. Y Seth ya había visto antes al joven pelirrojo, bebiendo con arrogancia de una botella de sidra Diamond White que luego hizo añicos junto al local de apuestas. Al tercero no podía verlo, pero sentía su presencia tras él, demasiado cerca.

Hubo un momento de silencio, como si todo quedara en suspenso, y de repente el mundo se convirtió en un roce de mangas de nylon mientras una descarga de puñetazos caía sobre él.

El primer golpe lo alcanzó en el pómulo, pero no le hizo daño. Recibió el segundo en la frente y el tercero en un lado del cuello. Su cabeza se sacudía de un lado a otro, pero los puñetazos no hacían ruido alguno, y al principio tampoco daño. Era como si lo empujaran varias manos mientras trataba de moverse en línea recta. Por alguna razón, trataba de alejarse caminando, como si no estuviera sucediendo nada. Y esto puso a sus atacantes realmente furiosos.

Más golpes, más puñetazos y patadas que le arrebataron todas las fuerzas de los brazos y las piernas. No sentía las manos ni los pies. Dijo: «Largaos, joder» con voz débil, sin pensar. El cuerpo se le llenó de aire caliente y comenzó a sentirse ligero. Era como si no pesara nada.

Pero dentro de la cabeza algo arremetía contra su cráneo como un animal atrapado en una cueva. Esto hizo que se sintiera enfermo, y tan asustado que habría dado cualquier cosa por convertirse en uno de los ositos de peluche abandonados de la tienda de beneficencia en lugar de lo que era: un montón de carne que sólo servía para recibir las patadas, los puñetazos y las atenciones de zapatillas blancas y nudillos rojos.

No podía hablar. Sus ojos volaban en todas direcciones sin fijarse en nada. Unos dedos de hierro lo zarandearon de acá para allá y luego los golpes volvieron a empezar. El chico pelirrojo con la chaqueta de Tommy Hilfiger propinaba puñetazos a Seth con tal velocidad que era como si temiese que su víctima desapareciera en el momento en que sus nudillos pecosos dejaran de estar en contacto con su cara.

Seth, retorcido y agachado, recibía la mayor parte de los golpes en los hombros, en la nuca, en uno de los codos y en las costillas. Pero estaban empezando a dolerle.

Saltó hacia un espacio que se había abierto entre los brazos que lo agredían tratando de escapar, pero una mano lo agarró por el cuello del abrigo y lo obligó a mantenerse erguido, para que su cara permaneciera expuesta a la tormenta de golpes.

Emitió un sonido como el llanto de un niño. Trató de pensar qué podía haber hecho para que lo golpearan con tanta saña. Nada podía explicar la urgencia de sus puños y sus pies. Era como si no tuvieran tiempo para destruir como es debido a otro ser humano. La gravedad los frenaba y eso los ponía furiosos.

Un puño negro como el carbón alcanzó a Seth en los dientes y sintió que la cabeza se le llenaba de hielo agrietado. Algo hecho de lino se desgarró dentro de su boca. La misma mano volvió a caer, a caer y a caer. El mundo sucio y convulso se desintegró en brillantes motas blancas que caían hacia abajo.

«Voy a morir. No van a parar hasta que esté muerto.» Seth sintió frío. Los ojos se le llenaron de agua. Algo crujía y tintineaba dentro de su nariz. Un grueso grumo de saliva y sangre escapó de entre sus labios y un nuevo golpe lo aplastó sobre su mejilla.

Pensó en tratar de escapar de nuevo de los puños, pero la idea no se transformó en acción. Cada vez le costaba más pensar en algo.

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!

Las respiraciones de sus agresores se transformaron en gruñidos. Estaban tratando de golpearlo y patearlo tan de prisa que comenzaban a cansarse y cada vez eran más lentos. En su mundo, oscuro y cabeza abajo, resplandecían unos destellos.

Cuando Seth se desplomó dejaron de gritar «¡cabrón!». Pero desde el pavimento implacable oyó que uno de ellos exhalaba un resoplido de excitación.

Uno de ellos le dio una primera patada en el pie. Los otros dos iniciaron una especie de contienda o baile hecho de puntapiés que dejó cubierta de golpes la cara, los hombros, la espalda, los muslos y la barriga de Seth. La barriga era lo que más buscaban.

Seth trató de ponerse de rodillas. El niño aterrorizado que había en su mente estaba chillando.

¿Es que nunca iba a terminar? Las patadas seguían y seguían. Tenía las dos piernas inutilizadas desde el muslo hacia abajo y uno de los brazos ya no le obedecía. El dolor de las costillas le impedía moverse. ¿Le habrían perforado los huesos rotos los delicados órganos internos? Podía verlo todo dentro de su mente histérica.

«Así que se acabó —dijo una vocecilla dentro de la esfera blanca en medio de la oscuridad donde se había refugiado su yo—. Pronto todo será de color negro. Así es como termina.» Y entonces, muy cerca, más allá de la hinchada y caliente oscuridad de los párpados cerrados a cal y canto y de las manos que le tapaban la cara, oyó que, con un chirrido y un estremecimiento, un autobús se detenía. Y luego unos pies bajaron a la acera.

Venían sus salvadores a llevarse a aquellas hienas de allí, a llamar a la policía y luego a una ambulancia, a ponerle una chaqueta bajo la cabeza para que estuviera un poco más cómodo sobre el suelo. Una cálida esperanza expandió la diminuta esfera de consciencia que había dentro de su cabeza. Estuvo a punto de gritar de alivio. Pero entonces oyó que el autobús arrancaba y los golpes volvieron a comenzar.

De tanto dar patadas con las blandas zapatillas debían de dolerles los pies. Es mucho mejor dejar que caiga la parte acolchada sobre el cuerpo. Así que la emprendieron a pisotones. Le doblaron los brazos y las piernas. Le aplastaron una oreja contra la cabeza, que comenzó a arderle y quedó amoratada. Le arrancaron el pelo de raíz con el arañazo de unas zapatillas de suela de goma hechas para mantener la adherencia en todo tipo de climas.

Alguien pasó, se detuvo y luego dijo:

—Calma, calma, calma —con una voz perezosa pero jovial. Los pisotones cesaron. Las últimas patadas fueron las más dolorosas. La penúltima le subió las tripas hasta la garganta y estuvo a punto de hacer que se le salieran los ojos de las órbitas.

Cuando, agotados y cojeando a fuerza de patear un cuerpo con tanta saña, terminaron con él, se alejaron de allí tambaleándose, cansados, eufóricos y realizados.

Era demasiado difícil para su mente registrar todas las partes del cuerpo que tenía dañadas, así que lo inundó por completo de un fluido cálido. Y, aunque parezca imposible, pudo levantarse sin problemas de huesos rotos. Se miró el cuerpo. No estaba tan mal, pensó. Sucio y mojado por los golpes que le habían dado sobre el pavimento, pero al menos no había sangre ni huesos a la vista. Sólo veía las huellas de los pisotones, las marcas cruzadas de las suelas de sus agresores. Casi se sentía decepcionado de no haber sacado nada por sus esfuerzos, nada que mostrarle al jurado. Pero cuando trató de echar a andar, la idea no pasó de sus caderas. Y todo el lacerante infierno del dolor de su cuerpo se le metió hasta el tuétano de los huesos.

Cayó al suelo.

Y luego arrastró su cuerpo, como una muñeca rota, hasta el portal de una tienda.

Demasiado aterrado para moverse, no fuera a empeorar más aún el blando calor de su dolor, perdió la noción del tiempo que estuvo allí tendido, en el portal de la tienda de beneficencia. Sentía ganas de vomitar y llorar al mismo tiempo. Estaba esperando a la ambulancia, a la policía. Alguien tenía que haberlas llamado. Había mucha gente en aquel autobús. Docenas de pies habían pasado a su lado desde que cayó al suelo, desde que aquellos pies mugrientos terminaran con sus patadas y pisotones.

Creyó poder aliviar el dolor con un leve balanceo, pero luego la cosa empeoró. No podía sentarse ni tenderse sin que la agonía se levantara como una ola gigantesca. La piel de su cara estaba ardiendo, sensible y tensa a causa de los enormes chichones que le habían salido en la cabeza, unos chichones duros como el hueso. Para respirar tenía que hacer breves inspiraciones, porque sentía como si las costillas fuesen viejos pasamanos de madera que se hubieran hecho añicos y tuviese astillas por todas partes. Tenía la mano izquierda entumecida y la rodilla derecha se le había hinchado como una verdura deforme hecha de carne fibrosa y salada. No podía doblar aquella pierna, y hasta el peso de los vaqueros y el zapato de ese pie le causaban un dolor atroz. Tal vez no pudiese volver a doblarla. Tenía la parte derecha del cuello en carne viva y pegajosa.

La gente continuaba pasando a su lado bajo la lluvia. Al llegar junto a él apretaban el paso. Dos veces pidió ayuda. Dos chicas lo miraron, pero palidecieron al ver el estado de su cara. ¿Podían ver la gran grieta negra de su cara? Estaba allí, podía sentirla. Su cerebro entero, tierno y de un color entre rosado y grisáceo, presionaba contra ella, tratando de salir al aire tras décadas enjaulado en su acuosa prisión. Los pies que lo habían golpeado trataban de liberar ese torturado órgano. Quería llegar a un hospital y que le inyectaran una dosis de morfina.

En un momento determinado, la respiración se le aceleró y se desvaneció, pero luego despertó mareado y embargado por una sensación de náuseas bajo el abrigo. Cuando pasó el asfixiante terror, se levantó apoyándose en la pierna sana. Usando la mano entumecida y apoyando el peso en la rodilla que no estaba lastimada, se apoyó contra la puerta de cristal. Había casi un kilómetro de camino hasta el Green Man. Podía llevarle toda la noche, y tenía la seguridad de que podía caer en coma en cualquier momento. Pediría ayuda desde su cuarto si era capaz de llegar allí.

Cerró un momento los ojos para recuperarse del agotamiento de estar en pie, pero volvió a abrirlos rápidamente, sobresaltado por el sonido de unos pies que se acercaban desde la izquierda. Una forma voluminosa se le aproximó tambaleándose y alargó una mano. Seth se encogió y retrocedió de un salto al mismo tiempo chocando contra la puerta de la organización de beneficencia.

—Aquí el amigo es demasiado bueno para beber con gente como tú y como yo. Pero te voy a decir una cosa. Y te la voy a decir gratis… —La cara del vagabundo era un amasijo de tejido cicatrizado y capilares reventados. Cada ojo miraba en una dirección distinta. Su olor era asfixiante: alcohol, podredumbre escrotal, insondables capas de sudor debajo de lana de segunda mano… Le metió a Seth una lata negra debajo de la nariz. Éste apartó la cara a un lado y respiró por la comisura de los labios.

El mendigo estaba demasiado cerca, inclinado sobre él, escupiéndole en la cara mientras hablaba de «aquí el amigo». ¿Quién era «aquí el amigo»? Seth estaba confuso. El mugriento brazo del vagabundo lo rodeó por el cuello. Lo cubría una manga con un dibujo de rombos grises y rojos, manchada de marrón y deshilachada a la altura de la muñeca. La aspereza de aquella horrible lana en el cuello lo hizo chillar.

—Me han atacado. Me han atacado, joder. No me toque. No me coja del cuello.

Pero el mendigo no lo escuchaba. Sólo quería hablar sobre «aquí el amigo» y rociar la cara ensangrentada de Seth con su aliento a podredumbre.

Arrastrando la pierna inútil tras de sí y con la cabeza inclinada para concentrarse, Seth se apartó del vagabundo de un salto y comenzó el viaje más duro y agotador de toda su vida, un viaje en el que cada grieta del pavimento y cada pequeña inclinación de la calle se dejaba sentir sobre todos sus lastimados nervios y hacía que su piel se cubriese repetidamente con una capa de sudor frío. El vagabundo, que había confundido a Seth con uno de los suyos, siguió parloteando sobre «aquí el amigo».

Era como si nada de lo sucedido se debiera al azar. Como si no hubiera nada casual o accidental en lo que le había sucedido aquella noche. Como si fuera obra deliberada de alguien de la ciudad, o de la propia ciudad. Fuera lo que fuese, aquella maligna inteligencia lo quería humillado y reducido a la impotencia por atreverse a darle la espalda. Había estado observándolo. Sabía que tenía pocas defensas y lo había reclamado para sí.

Se echó a llorar. El mendigo volvió a rodearle el cuello con el brazo y estuvo a punto de tirarlo al suelo. Creyó que iba a desvanecerse por el dolor. Parecía que no había castigo suficiente, por intenso que fuese. No bastaba con que hubieran estado a punto de matarlo a patadas y pisotones; además tenía que terminar cubierto de mierda. Asaltado por un loco cuyo sudor apestaba a vómito. La noche y sus tormentos debían prolongarse eternamente porque había osado desafiar la voluntad de la ciudad. Había planeado rechazarla, darle la espalda al papel miserable que le había reservado.

—Voy a romper cada puta piedra en dos —le susurró al miserable individuo del jersey podrido—. La voy a poner de rodillas, lo juro por Dios todopoderoso. Y luego la reduciré a escombros.

El vagabundo se echó a reír y volvió a ofrecerle la lata negra.

Seth había entablado contacto. Había dado el salto. Sus ojos eran iguales. Ahora hablaban el mismo idioma y compartían los mismos secretos sobre la ciudad.

«Esto es lo que pasa cuando llamas al 999 y pides que venga la policía.» Primero habían tardado mucho en contestar. Luego había respondido un mensaje que decía que todas las operadoras estaban ocupadas. Seth sintió que se le hinchaba el pecho con un atracón de frustración. El mensaje estaba tan claro como siempre: no dejes que te pase nada o que te salga algo mal porque no hay ayuda, sólo la promesa, la ilusión de que llegue. Pero no podía pasar también con la policía, ¿verdad?

Colgó. Lo hizo con tanta fuerza que el teléfono cayó por el costado de la librería y rebotó contra el suelo.

Atontado, retorcido de dolor, se columpió adelante y atrás, sujetándose las costillas y la mano hinchada. Lloró con amargura hasta que comenzó a dolerle y tuvo que dejarlo. El llanto utiliza los músculos del estómago, los pulmones, la garganta, la cara e incluso la columna vertebral. No se dio cuenta de ello hasta que todos estos órganos comenzaron a protestar. Sus atacantes le habían negado hasta la posibilidad del llanto. Tenía que aceptarlo como era, soportar el dolor, no quejarse, no concederles su victoria.

Tenía varios dientes medio sueltos y sanguinolentos en la boca machacada. Se formaban burbujas de sangre sobre sus labios. Comenzó a crear fantasías. Fantasías rojas, húmedas, en las que la comadreja pelirroja moría lentamente ante la mirada impasible de Seth. Sería la última cosa que vería, la última cosa que tendría derecho a ver. Y una carnicería para el negro, el que lo había agarrado del abrigo para que los puños pudieran partirle los dientes. Las mismas oportunidades para todos aquellos chulos.

Primero probó a tenderse en la cama, pero las almohadas, la manta y las sábanas le rozaban la piel como si se la hubiera cubierto con unas cuerdas. Luego se hizo un ovillo junto al radiador, pero el suelo no fue más misericordioso. Las sillas no le ofrecían alivio y estar de pie era una agonía. Se tragaba el paracetamol a puñados, pero las pastillas eran como diminutos bomberos que dirigían impotentes sus finos chorros de agua contra las feroces paredes de fuego que convertían tanto lo sólido como lo líquido en un gas de dolor.

Lo único que lo consolaba eran las visiones de la futura confrontación, cuando los hubiera cazado. Debía negarse a permitir que el tiempo y el inevitable proceso de curación ablandaran su determinación homicida. No podía permitir que su mente se protegiera borrando sus caras. Sus caras de perro. Sus ojos amarillentos de animal.

Sus manos se arrastraron por la seca alfombra en busca de papel y un lápiz. Uno de sus ojos estaba llenándose de humo y gelatina. Le resultaba difícil ver las líneas, la definición. La luz era demasiado escasa y el cuaderno de dibujo era un lienzo inapropiado para su deseo de capturar aquellos rostros que no dejaban de aparecer en sus pensamientos, los rostros universales de la ignorancia y la crueldad.

No se contentaría con menos que una representación magna de los parásitos que corrompían la carne de la humanidad: la antítesis de la razón, el talento y el progreso. Una obra así requeriría de trazos largos, audaces y primitivos. Una total ausencia de sutileza. Puños azules. Tommy Hilfiger. Carne cruda. Gucci. Encías negras. Stone Island. Ojos amarillos. Rockport.

Quería rugir como un león sobre un suelo de cemento. Y bramar como un oso polar de pelo amarillo y desgastado hasta la piel rosada a fuerza de rozarse contra los azulejos de las paredes de su jaula en el zoológico. Calcinar el techo hasta ennegrecerlo con su odio. Liberar su furia. El perdón se valora en exceso. La compasión ha muerto.

Abrió las latas de pintura y se acercó a las paredes con las manos húmedas.