Capítulo 15

Algo le estaba pasando factura a Stephen. Tenía unas marcadas ojeras y el rostro demacrado, y los movimientos de la cabeza y de las manos eran lentos, como si todo cuanto lo rodeaba allí, detrás de la mesa de recepción, fuese frágil y requiriese de gestos delicados. Apryl había empezado a fijarse en ello en su último encuentro. Y en su agitación, como si la presencia de ella lo pusiera nervioso. Una reacción que no recordaba haber causado nunca en otras personas.

Pero también era cierto que su esposa, Janet, estaba enferma. Y Piotr, en uno de sus intentos por darle conversación, le había mencionado que la pareja había perdido a su único hijo en un espantoso accidente. Y por si no fuera suficiente con esto, el pobre hombre se levantaba todos los días a las seis para supervisar el cambio del turno de noche al turno de día, antes de ponerse a trabajar él hasta las seis de la tarde. Un turno de doce horas haciendo las veces de diplomático y de criado de los inquilinos. Él mismo se lo había dado a entender a su silenciosa y discreta manera. Y aunque tenía la impresión de que le gustaba ayudarla, sin que hubiera nada inapropiado o romántico en aquel interés, sino más bien algo paternal, comenzaba a sospechar que su presencia en Barrington House estaba provocándole una especie de pesar al hombre. No tanto una molestia como el recuerdo de algo complicado, e incluso desagradable. Puede que algo en su carácter americano molestara a un impenitente británico como él.

—Buenos días, Apryl. ¿Van avanzando las cosas?

—Oh, ya sabe, dos pasos adelante, tres atrás. No, es una broma. Va todo como la seda. En serio.

—Bueno, se ha aplicado usted a la tarea, es innegable. He visto el contenedor.

—Un día más, creo, y habré terminado.

—El nuevo contenedor vendrá el viernes.

—Gracias. Gracias por todo. Me ha sido usted de muchísima ayuda. No sé lo que habría hecho sin su amabilidad.

Stephen desechó la alabanza con un ademán y esbozó algo parecido a una sonrisa.

—Pero no sabía si atreverme a preguntarle una cosa más. Sobre Lillian.

El portero frunció el ceño y volvió los ojos hacia el libro de recepción.

—Claro.

—Verá, ella llevaba un diario. O varios, para ser más exacta.

Stephen entornó la mirada y marcó la línea que estaba leyendo con un dedo.

—¿Sí?

—Son… bueno, bastante raros. Me están dando miedo, si quiere que le sea sincera. —Su voz empezó a vacilar—. Confirman en buena medida las cosas que me contó usted. Estaba realmente paranoica. Creo que estaba enferma. Realmente enferma y durante mucho tiempo.

Stephen asintió con aire comprensivo, pero no lograba disimular su incomodidad cuando las conversaciones versaban sobre cosas más comprometidas que el tiempo.

—Pero a menudo menciona a otros inquilinos. No hay fechas en los diarios, pero calculo que voy por los setenta, más o menos. Por pequeños detalles. Y me preguntaba si queda algún inquilino de aquella época que la conociera.

Stephen apretó los labios y bajó la mirada hacia la mesa.

—Déjeme pensar…

—¿Se acuerda de alguien llamada Beatrice?

Stephen asintió.

—Betty, sí. Betty Roth. Ha estado aquí desde antes de la guerra. Una viuda. Pero no estoy muy seguro de que conociese a su tía. Nunca las vi hablar.

—No me diga. Es increíble. ¿Beatrice aún está aquí? Lillian y ella eran amigas. De cuando sus maridos aún estaban vivos. Me encantaría hablar con ella.

Al oírlo, Stephen arrugó el semblante.

—Una petición poco frecuente.

—¿Por qué?

—Tiene un carácter bastante difícil.

—Viniendo de usted, eso quiere decir que es una completa zorra.

—Yo no he dicho tal cosa. —Con una sonrisa, Stephen levantó las dos manos con las palmas hacia fuera—. Puede intentarlo, pero no creo que acceda a verla. Y si lo hace, puede que salga usted llorando o demasiado enfadada hasta para respirar.

—¿Tan mala es?

—Peor. Su propia hija es la mujer más dulce del mundo, y cada vez que viene a visitarla se marcha deshecha en lágrimas. Sus parientes le tienen terror. Lo mismo que la mayoría de Knightsbridge, y ya no la dejan entrar en Harrods ni en Harvey Nicks. Y no es que salga mucho a estas alturas. Además, es la principal razón de que se vayan tantos porteros.

—Pero si…

—Lo sé. Sólo es una anciana. Pero ¡ay del que cometa el error de subestimarla! Y creo que ya he dicho suficiente.

—Gracias por la advertencia, pero tengo que intentarlo. Puede que sepa cómo murió mi tío abuelo. Y Lillian menciona a una pareja, los Shafer. Más o menos venía a decir que no los sacarían de aquí ni con dinamita.

—Bueno, eso sí que es verdad. Aún viven aquí y nunca los he visto ir más allá de las tiendas de Motcomb Street. Y eso antes de que a la señora Shafer le pusieran la prótesis de cadera. Son muy viejos y él tiene una enfermera. Ya casi no puede andar. Tiene más de noventa, ¿sabe?

Pero Apryl ya no lo escuchaba y seguía dando vueltas al comentario de Stephen acerca de que no pasaban de la tienda de la esquina. A pesar de los años que habían transcurrido desde que los escribiera, los diarios de su tía parecían de repente transmitir algo que no era una simple fantasía paranoide.

—¿Y podría…?

—¿Llamarlos? Claro. Betty bajará a las once en punto a tomar el almuerzo. Se lo preguntaré entonces. Siempre come en Claridges.

—¿Está muy lejos?

—No. Al otro lado de Hyde Park Córner.

Apryl asintió, incapaz de disimular su incomodidad.

—Estaría muy bien. Dígale que la sobrina nieta de Lillian ha preguntado por ella. Ya sabe, interés por la historia familiar y todo eso. Y que le estaría muy agradecida por cualquier cosa en la que pueda ayudarme. Aunque sólo sean unos minutos de su tiempo.

Stephen lo anotó en el cuadernillo de la mesa.

—La llamaré a su piso. O se lo diré en persona si la veo pasar.

—Estupendo.

—Pero no le prometo nada. Son gente más bien reservada.

—Lo entiendo. También mencionaba a otra persona. Un pintor que vivía aquí. Se llamaba Hessen. Debía de ser su apellido.

Los dedos de Stephen se detuvieron sobre el cuaderno en el que estaba escribiendo algo, pero no levantó la mirada hacia ella.

—¿Ha oído hablar de él? —preguntó Apryl con un nudo de emoción en el estómago.

Stephen entornó los ojos, miró hacia un lado y luego negó con la cabeza.

—¿Un pintor? No. No. En mi época no. Y en este edificio no tenemos placas azules —dijo, antes de explicarle que éstas conmemoraban los nacimientos de la gente famosa en Londres.

—Ajá. Hace bastante tiempo de eso. Además, creo que no era demasiado conocido. No era famoso.

El teléfono del escritorio comenzó a sonar. La mano de Stephen voló al auricular.

—Tendrá que disculparme mientras respondo.

Apryl asintió al tiempo que trataba de impedir que la decepción aflorara a su cara.

—Claro. Será mejor que me vaya. Nos vemos luego. Y gracias.

Se internó en el paisaje verde y húmedo de Hyde Park en busca de una calle llamada Queensway. Estaba en Bayswater, en la parte norte del gran parque, más allá del Serpentine, pasado el laberinto de veredas y árboles.

Avanzó en diagonal, a través del césped mojado que le empapaba la tela de las Converse, y luego dejó atrás un sinfín de jardines más allá del colosal Albert Memorial y continuó en paralelo al palacio de Kensington, donde había vivido la princesa Diana. Respirar aquel aire frío era vivificante. Y ver gente normal haciendo cosas normales: niñeras con cochecitos y niños con abrigos acolchados; corredores que pasaban, con la respiración entrecortada, impulsados por sus piernas rosas y humeantes, o con paso más vivo, erguidos y con los hombros huesudos. No era sólo su imaginación. Cuanto más se alejaba de Barrington House, más liviana se sentía. Como si se hubiera quitado de encima la tétrica sensación de cautiverio en las abarrotadas y marrones habitaciones del apartamento.

Al ver de pasada los hoteles blancos y las plazas con florecientes jardines, rodeada por un flujo constante de turistas, pensó que Bayswater sería un lugar mejor para vivir que Barrington House. La idea de pasar una noche más sola en el apartamento le provocaba un nerviosismo enfermizo.

Le tenía miedo. Miedo a las paredes manchadas, las alfombras podridas y el silencio tenso de expectación que se levantaba al llegar la noche. La prolongada incubación de una mujer enloquecida y solitaria había alterado el lugar. En su proceso de desplome hacia la demencia dentro de la amarga prisión de su hogar, donde demasiados recuerdos cambiaban de forma y revoleteaban como espectros en las horas incontables, era como si Lillian hubiese impregnado el lugar de una humedad psíquica que iba filtrando lentamente sus terrores y su paranoia en la mente de Apryl.

No podía explicar cómo había sucedido exactamente ni de dónde salía su extraña sensibilidad a tales cosas. Pero ahora se sentía acalorada y estúpida por lo absurdo que resultaba aquello. Que un lugar, un simple espacio físico, pudiese afectarla de tal modo. Pero podía. La pasada noche había vuelto a tener pruebas de que así era.

Se preguntó cómo iba a explicarle a su madre que se mudaba a un hotel. Más mentiras piadosas. La mera idea de darle la noticia hacía que se sintiera cansada. Más tarde, ya se encargaría de ello más tarde. Porque Bayswater tenía una especie de encanto mediterráneo del que quería disfrutar —hasta el cielo se había abierto y mostraba su cara azul— y parecía concebido exclusivamente para los visitantes extranjeros. Estaba lleno de tiendas de maletas, franquicias de comida rápida y chorradas horteras para turistas, pero le gustaban los altos edificios blancos y las fruterías chipriotas. Compró aceitunas y kummus para matar el hambre en la frutería ateniense de Moscow Road, donde los ancianos detrás del mostrador llevaban monos azules y envolvían las compras en papel blanco.

Tras pagar una hora de tiempo en el cibercafé ruso de Queensway y acomodarse junto a un cappuccino, sólo encontró en Google tres páginas con información relevante sobre un pintor llamado Hessen. Y sólo había un artista con ese nombre: un hombre que había trabajado en el oeste de Londres durante los años treinta. Poca gente lo conocía, pero esos pocos parecían entusiasmados. Era él. Tenía que serlo. El nombre de la pesadilla de su tía abuela era Félix. Félix Hessen.

Un tipo llamado Miles Butler había escrito un libro sobre él unos años antes, así que la mayoría de los enlaces llevaban a críticas sobre la obra. Lo había publicado Tate Britain, así que apuntó los detalles: «Miles Butler, Atisbos del Vórtice: los dibujos de Félix Hessen.» También existía una organización llamada Amigos de Félix Hessen. Tenía su sede en Camden y una página web un tanto estrambótica. Toda hecha de gráficos rojos y negros diseñados por un aficionado. Leyó la pomposa introducción sobre «El legítimo lugar de Hessen entre los grandes pintores surrealistas», sobre su «contribución al futurismo» y sobre su condición de «precursor de Francis Bacon», nombre que sí le resultaba familiar.

Pinchó en el enlace a la biografía, que tenía varias páginas, pero en un primer vistazo rápido no pudo encontrar mención alguna a Barrington House. Era un inmigrante suizo-austriaco que no había alcanzado notoriedad alguna como artista. Para ser un «gran pintor» no había expuesto en una sola galería de arte, ni antes ni después de muerto. Los pocos dibujos suyos que no se habían perdido se conservaban en Estados Unidos, en un archivo de New Haven.

La página de la biografía aseguraba que su padre, un marchante de éxito, había enviado al joven Félix a la Facultad de Medicina de la Universidad de Zúrich. Por alguna razón, sus adinerados progenitores emigraron entonces a Inglaterra y Félix terminó estudiando bellas artes en Slade, donde destacó como dibujante. En la introducción se afirmaba que su apoyo a algo llamado la Unión Británica de Fascistas y a un hombre llamado Oswald Mosley, antes de la segunda guerra mundial, había sido la causa de que una conspiración izquierdista en el mundo del arte lo hubiera relegado al olvido. Incluso llegó a estar encarcelado en la prisión de Brixton durante toda la guerra por «atentados contra la salud pública o la seguridad del reino». Y se especulaba con que, a lo largo de los años treinta, tuvo contactos con jerifaltes nazis, y puede que incluso con el propio Hitler, para tratar de interesarlos en su obra. No lo consiguió, así que tuvo que contentarse con ejercer como enlace para los fascistas británicos, a los que tampoco gustaba demasiado.

No era de extrañar que Reginald lo detestase.

Tras su excarcelación, se recluyó en la casa que tenía su familia en el oeste de Londres. Y sólo sobrevivían sus dibujos de los años treinta junto con una copia de una revista sobre arte que había fundado llamada Vórtice. Sólo llegó a publicar cuatro números y contaba con menos de dieciséis suscriptores cuando Hessen decidió abandonar lo que era «un medio filosófico para ideas imposibles de comunicar por medio del lenguaje».

Apryl era capaz de reconocer a un perdedor cuando lo veía.

Luego, a finales de los cuarenta, Hessen desapareció, aunque la página web no precisaba la fecha. El abogado de la familia lo dio por desaparecido años antes de que las autoridades lo declararan oficialmente muerto. Una lejana rama de la familia en Alemania vendió la casa. Nunca contrajo matrimonio, nunca tuvo hijos y sobrevivió a sus padres, que habían muerto antes de la guerra y de la fugaz notoriedad de su descendiente.

Apenas se mencionaba su nombre en los archivos anteriores a la guerra, aunque alguien llamado Wyndham Lewis creyó durante breve tiempo que poseía unas «aptitudes muy prometedoras», mientras que Augustus John recomendó su obra a la Royal Academy, institución por la que el propio Hessen no sentía el menor interés. Y en las memorias de la época sólo se hacían las más insignificantes menciones a su nombre. Una de las hermanas Mitford, Nancy, lo describió como «vil y dotado de una belleza que no merecía». Hasta lo expulsaron de la sociedad ocultista de Crowley, la Mysteria Mystica Maxima, al poco de «poner en duda el camino de su iluminación». Supuestamente, había tratado de sobornar y luego chantajear a Crowley para que le revelara los conocimientos necesarios para realizar rituales de invocación que excedían con mucho su condición de simple iniciado. En los círculos ocultistas de la época se rumoreaba que Crowley, en efecto, ofrecía tanto el conocimiento como los conductos necesarios a cambio de una retribución sustancial, para poder costearse sus adicciones a la morfina y la prostitución. Era un material sumamente peligroso que el propio Crowley, la «Gran Bestia», había utilizado con cierto éxito en un dilatado ritual de invocación llevado a cabo en Boleskin, Escocia, en las orillas del lago Ness, tras un considerable periodo de ayuno. Un poeta llamado John Gawsworth recordaba que habían expulsado a Hessen de la sala de lectura de la Biblioteca Británica por realizar rituales entre las mesas que habían hecho que se atenuaran las luces de todo el edificio.

Pero poco después de la guerra desapareció. Se esfumó. Posiblemente se suicidó.

Por ninguna parte se decía que hubiera sido un horrible inquilino en Barrington House.

La organización Amigos de Félix Hessen rechazaba el libro de Miles Butler, al que consideraba parte de la campaña de los artistas liberales contra el depositario de su admiración.

La página web también publicaba más de treinta ensayos sobre sus óleos desaparecidos, de los que se afirmaba que sólo eran preparativos para la «gran visión del Vórtice» de Hessen. Según la página, la pérdida de las pinturas formaba parte de otra conspiración. Las instancias académicas del arte las habían eliminado u ocultado hasta hoy a causa de los vínculos del pintor con el fascismo.

Los Amigos se reunían cada quince días para escuchar a oradores invitados y para tomar parte en las «sesiones del paisaje oculto de Londres», dondequiera que se celebrasen. La noche del viernes siguiente había una reunión en Camden cuyo tema era «Hessen y el ocultismo nazi», con un orador invitado desde Austria llamado Otto Herndl. Se incluía el teléfono de un tipo llamado Harold para informarse sobre los detalles. Apryl repasó rápidamente los temas de las próximas reuniones de los Amigos: «Félix Hessen y el culto a la disección». «El banquete de los condenados: los mundos invisibles de Félix Hessen y Eliot Coldwell»; «Los títeres grotescos en la pintura de entreguerras»; «Lo salvaje: una visión sobre lo bestial»; «El surrealismo y el modernismo de Ezra Pound: atisbos del Vórtice».

Sonaba como un auténtico galimatías, y al poco, Apryl se dio cuenta de que tenía los ojos vidriosos ante tanta palabreja y tantas referencias oscuras. Pero anotó el número de Harold. A fin de cuentas, era un doctor en metafísica. No sabía lo que eso quería decir, pero parecía una autoridad sobre Hessen y suyos eran la mayoría de los ensayos, así como un libro que el grupo se disponía a publicar.

Pero al pinchar en el enlace a la galería de los dibujos supervivientes de Félix Hessen, se le pusieron de punta todos los pelos de la nuca. Cuando terminaron de descargarse, imagen a imagen, se mareó y tuvo que enfocar de nuevo la mirada. Si necesitaba una representación visual de las fantasías persecutorias de su tía abuela, de las cosas horrorosas que, según Lillian, se congregaban y la perseguían de regreso a Barrington House, Hessen las había retratado allí, en carboncillo, aguada y tinta. Y lo había hecho en los años treinta, antes de que Lillian escribiera sus diarios.

Se quedó en Bayswater el resto de la mañana, tomando café y azucaradas pastas de cereales. Durante horas se contentó con mirar por las ventanas enturbiadas por la lluvia de un café libanés. Y con tratar de encontrarle sentido a una información con la que primero se había tropezado en los diarios de Lillian y ahora había encontrado en un minoritario sitio de Internet. Ojalá nunca hubiera abierto aquellos diarios. Pero no lograba dejar de preguntarse por qué sus tíos abuelos habían estado tan obsesionados con aquel sujeto, que no poseía un solo rasgo edificante y que creaba las más espantosas criaturas combinando animales muertos, cadáveres humanos y una especie de títeres que parecían una mezcla de los dos temas anteriores. No le habían gustado nada al verlos, y ahora algunos de sus rasgos habían tomado posesión de su memoria. La imagen de algo que parecía un mono oscuro con dientes de caballo afloraba una vez tras otra a sus pensamientos y la hacía estremecer. Le bastaba con mirar al dibujo para que le pareciera oírla gritar. Pero al apartar la imagen de su mente sólo conseguía que apareciera otra en su lugar, como esa cosa, algo parecido a una mujer, una mujer muy anciana con más hueso que carne, que levantaba la mirada desde la ventana de un sótano.

Sentada en la mesita del café, tomó una decisión: leería el libro de Miles Butler sobre Félix Hessen, el hombre al que Lillian responsabilizaba de su desdichada vida. Iría a la reunión de Amigos de Félix Hessen el viernes. Y hablaría con todas las personas de Barrington House que hubieran conocido a Lillian cuando era más joven. Lo haría por ella. Si no lo hacía, a nadie le importaría un comino. Al menos de ese modo podría pasar el viernes en el mercado de Camden antes de la conferencia, donde tendría la oportunidad de hablar con los expertos para formarse una idea más clara sobre aquel artista, el hombre que dibujaba aquellas cosas terribles.

Al llegar el anochecer había otra cosa que sabía con certeza: no pasaría otra noche en Barrington House.

En la habitación de un hotel de Leinster Square, mientras hincaba el tenedor en la comida que había pedido a un restaurante vietnamita de Queensway y tomaba un trago de Chardonnay, Apryl abrió el libro de Miles Butler por la introducción.

Era una edición de bolsillo, de apenas ciento veinte páginas, ocupadas en su mayor parte por los dibujos de Hessen. No quedaban más de una docena de copias en la sede de la Tate Britain en Pimlico, todas ellas rebajadas de precio.

—Nunca tuvo mucho éxito —le dijo el vendedor en la librería del museo—. No es del gusto de la mayoría de la gente. —Estaban a punto de «saldarlas», significara esto lo que significara.

—Mi tía abuela lo conocía —le explicó al vendedor con un extraño sentimiento de orgullo. Pero esto no pareció impresionarlo en absoluto.

Desde el museo volvió a Barrington House para recoger algo de ropa y artículos de higiene para pasar la noche. De camino a la salida se detuvo en la mesa del vestíbulo para hablar con Stephen antes de que terminara su turno.

El portero no le preguntó por su decisión de pernoctar en un hotel. Sospechaba que lo sorprendía que no lo hubiera hecho antes, teniendo en cuenta el estado del piso. O puede que estuviera aliviado de que dejara de molestarlo. Pero le dijo que tanto la señora Roth como los Shafer se habían negado a verla.

—Pero ¿por qué? Ellos la conocían.

Stephen se había encogido de hombros.

—Les dije con toda amabilidad que la encantadora sobrina de Lillian estaba de visita y quería saber algo más sobre su tía abuela, a la que no había llegado a conocer. Pero me dijeron que no. Con cierta rudeza, pensé. Así que intenté convencerlos. Y Betty se enfureció.

Hizo un gesto de negación con la cabeza. Parecía más cansado que nunca.

¿Qué le pasaba a esa gente? ¿Es que a los ancianos no les encantaba hablar de sus recuerdos? Al parecer, a aquellos no. Decepcionada, cogió un taxi a Bayswater y se registró en el hotel. Después de una ducha bien caliente —la mejor que pudiera recordar—, se tumbó en la suave cama con el libro de Miles Butler. Y al instante se alegró de su decisión de no haberlo estudiado en Barrington House. Parecía más prudente hacerlo allí. En otro mundo, limpio, brillante, cómodo y moderno. La antítesis de la casa de la que Lillian nunca pudo escapar.

Atisbos del Vórtice estaba mucho mejor escrito y con mucho menos histerismo que el texto de la página web de Amigos. Pero el autor no incluía muchos más detalles biográficos de los que ya había encontrado en Internet. La mayor parte del texto estaba dedicado a un análisis de la imaginería y el simbolismo de los dibujos supervivientes. Le costaba entenderlo, así que se lo saltó para no sentirse estúpida. Pero las ilustraciones que había visto en la pantalla del ordenador estaban en este caso representadas en papel satinado de calidad, lo que las hacía aún más perturbadoras. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para impedir que sus ojos se desplazaran del texto a la implacable insinuación de salvajes, desorientadas, aterradas y perdidas figuras de los esbozos. Entre éstos, los más terribles eran los de color. Al poco tiempo se acostumbró al gesto de cubrir las ilustraciones con una servilleta al pasar una página para poder centrarse en el texto. Las imágenes le recordaban pasajes enteros de los diarios de su tía abuela. Y las semejanzas eran tan perturbadoras que comenzó a lanzar miradas alrededor de la cama y por toda la pequeña y bien iluminada habitación, como si esperara de repente encontrarse con alguien allí de pie, observándola.

Apartó aquel pensamiento de su cabeza y pasó rápidamente por el capítulo dedicado a la incipiente instrucción médica de Hessen y el alboroto organizado por uno de sus tutores en Slade, que lo acusó de preferir el dibujo de cadáveres al de modelos vivos y de «carecer de interés por la belleza». La única mención a Barrington House era muy breve: se lo citaba únicamente como el lugar en el que había vivido recluido después de la guerra.

Su cautiverio durante el conflicto, sugería el autor, había quebrantado a Hessen y había acabado con su carrera artística. «Hessen era un hombre privilegiado y sumamente sensible, que no pudo soportar el estigma de ser un traidor ni las duras condiciones de la prisión.» Sólo se le podía estudiar a través de su arte, de sus dibujos. Y únicamente realizando un estudio de ellos desde el punto de vista del psicoanálisis: «Su vida era una vida interior, y el único esbozo veraz de quién era en realidad, de lo que había tratado de alcanzar, se encuentra en su arte.»

No era lo que ella deseaba leer. Y puede que el autor no estuviera en lo cierto, de todos modos. Puede que hubiese algo más. Tenía la corazonada de que un capítulo entero de la vida del artista permanecía aún por escribir: los años de Knightsbridge, una historia insinuada en los diarios de Lillian que habrían podido respaldar sus vecinos supervivientes si hubieran querido hablar con ella. Puede que también ellos, Betty y los Shafer, hubieran visto los cuadros, o al menos Lillian y Reginald les hubieran hablado sobre ellos. Quizá fuese un tiro a ciegas, pero creía que debía hablar de todo aquello con el autor, el tal Miles. En el reverso del libro se indicaba que trabajaba como conservador en la Tate Britain, de modo que, si aún seguía allí, no sería difícil de localizar.

Continuó buceando por las interpretaciones realizadas por Miles de las obras de Hessen hasta tropezarse con algo concreto relacionado con el autor. Lo poco que se decía sobre el pintor lo retrataba como un hombre irascible, desagradable, rencorosamente vindicativo y, en última instancia, ajeno a los sentimientos de los demás. Se hacían repetidas referencias a su mal genio, al que se culpaba de enajenarle los pocos vestigios de amistad que había tenido antes de la guerra.

Ya era un misántropo antes de su encarcelación en Brixton, al amparo de la Ley 18b, que permitía meter en prisión a alguien sin cargos ni juicio. El autor sugería que una enfermedad bipolar podía haberse cebado en él antes de su arresto, y lo describía como «un hombre exhausto, apático, paranoico, posiblemente aquejado por indicios de esquizofrenia e hipermanía».

Un conocido suyo, un escultor llamado Boston Mayes, aseguraba que nadie había visto dormir a Hessen y que su rostro era cadavérico. Hablaba solo delante de otros y a menudo olvidaba que estuvieran allí. Tendía a distraerse, era taciturno y olvidadizo. «Una mente al borde del colapso.»

Existían indicios de que, en los años veinte, se había embarcado en estudios poco juiciosos sobre la hechicería enoquiana y la magia negra. Pero aparte de sus esporádicos escritos sobre esoterismo, filosofía y política, publicados en Vórtice a comienzos de los treinta en defensa del fascismo (lo que contribuyó a afianzar su reputación), Miles Butler admitía que no tenía mucho material con el que trabajar, aparte de los dibujos. De modo que eran éstos los que estaba tratando de descifrar.

La obra de Hessen era una investigación personal y profunda sobre una visión interior, algo que había pasado su vida entera desarrollando. Se preparó con investigaciones psíquicas mientras era estudiante, y luego con disciplinas políticas extremistas, hasta que comprendió que las respuestas que buscaba no existían en ninguna otra ideología o compendio de creencias. La filosofía y el fervor fascista eran, en opinión de Hessen, meros vehículos que daban vueltas alrededor del Vórtice, métodos para llegar hasta él o síntomas de su presencia. Preparativos. Y sólo a través de su arte, con referencias a rituales ocultistas, llegó alguna vez a acercarse al cumplimiento de su visión.

El Vórtice era una región que, en las creencias de Hessen, existía en la otra vida, el auténtico destino final de la consciencia humana: una terrible y turbulenta eternidad sin luz que gradualmente iba reduciendo el alma a una serie de fragmentos, una pesadilla perpetua cuyos habitantes no poseían ningún control sobre su inevitable desaparición. La personalidad y los recuerdos se convertían en meros residuos y la percepción final sólo era capaz de captar terror, dolor, angustia, cautiverio, desorientación y aislamiento. A efectos prácticos: el infierno. Las actividades paranormales representaban meramente el último destello de estas almas perdidas, que luchaban por volver a sus vidas desde el borde del Vórtice, donde las paredes que lo separaban del mundo eran más finas y permeables.

Otro capítulo detallaba la obsesión de Hessen con la muerte. Creía que la única posibilidad de interpretar la existencia comenzaba con un estudio de su fin:

…cuando la consciencia se enfrentaba a su final y al inesperado y devorador diálogo con la extinción.

La mejor evidencia de lo que sigue a esta vida se vislumbra en la máscara de los muertos, una expresión facial lívida, sobre todo si los ojos siguen abiertos. Nos ofrecen una vaga aproximación de lo que llamamos el alma y del lugar en el que se ha perdido. En esos ojos fue donde atisbé por vez primera el Vórtice.

Y aquello en lo que nos hemos convertido en esta vida, en las mayores profundidades de nosotros mismos, determina nuestra posición en el siguiente nivel.

Por lo que el autor podía deducir de este hatajo de disparates pseudopsicológicos, Hessen estaba convencido de la existencia de una especie de dualidad, como Freud y Jung, pero de una naturaleza más mística y siniestra.

A partir de sus estudios sobre fenómenos psíquicos en los años veinte, y de gente que poseía el talento de hablar lenguas desconocidas para ellas, llegó a la conclusión de que, en esencia, todos los cuerpos estaban ocupados por dos almas que llevaban una existencia simultánea. La que se mostraba a los ojos del mundo, conocida como la personalidad, era, en el mejor de los casos, una construcción defectuosa. Una aproximación de lo que creábamos, por necesidad, para nuestra supervivencia. Pero cuando la abandonábamos, en el momento de la muerte, o en medio de la locura o de cualquier otro estado, o con mayor frecuencia durante el sueño, se podía ver por un momento el otro yo.

Hessen pasó su vida tratando de encontrarla por cualquier medio que tuviera a su disposición: la eliminación del yo consciente mediante rituales ocultistas, el hipnotismo o la escritura y la pintura automáticas. Creía que, comunicándose con ella, conociéndola y, en última instancia, controlándola en vida, podía obtener no sólo información sobre la otra vida, la vida dentro del Vórtice, sino un trasunto de consciencia, de vida después de la muerte, una animación que serviría como puente entre el plano mortal y la otra vida, esa terrible región muy próxima a aquél pero oculta a simple vista y ante los demás sentidos primarios.

Su arte, difícil de describir por medios lógicos o racionales, pretendía ser una mirada pura y repentina de lo «otro», de lo que sólo se percibía en sueños, o en momentos de euforia o desintegración mental. De lo que realmente existía dentro del Vórtice, lo que Hessen llamaba «su población». Era algo que sólo se podía entender e interpretar mediante lo «otro», en este caso, su arte.

La desesperación, los sentimientos de alienación, los estados alterados de consciencia, la psique desnudada y paralizada por la depresión: todos éstos eran aspectos del incansable e infinito Vórtice y representaban una aproximación a su implacable asedio alrededor de nuestras cortas y banales vidas.

Apryl tomó un sorbo de vino y cambió de posición para aliviar el calambre que tenía en el codo antes de releer los capítulos anteriores sobre los dibujos supervivientes, los primeros estudios de Hessen sobre animales muertos y deformidades humanas. Cuando todavía era un adolescente, en Slade, había retratado con toda fidelidad, usando tinta, lápiz y pluma, las cabezas de terneros muertos, las sonrisas blanqueadas de corderos degollados y los horrores de las enfermedades congénitas.

No sobrevive ningún desnudo clásico de este periodo, a pesar de que en Slade eran obligatorios. Sólo se han encontrado sus fastidiosas representaciones de animales muertos y deformidades humanas.

Trillizos mortinatos, las cabezas de víctimas de enfermedades y los cráneos bulbosos preservados por el Real Colegio de Cirujanos eran sus motivos predilectos. En todo el espanto de las mutaciones infligidas por la naturaleza a los niños, trató de destilar y recrear el impacto total de imágenes específicas, capaces de inspirar horror y repulsión en sus espectadores. La repentina sorpresa incómoda, la incapacidad de apartar la mirada, la percepción asombrada y sin atenuantes de la malformación: éstas eran las reacciones que deseaba provocar.

«Es mucho más plena que la belleza», había escrito Hessen en su fallida revista. En la descomposición, la deformidad y la fealdad había encontrado muchos más indicios de lo que existía dentro del Vórtice.

Al insuflar una vida peculiar a sus obsesivos retratos de cadáveres y miembros, creó un animismo. Como si, después de la vida, después del fin del yo, existiera una nueva animación a través de un sentido. Recuerdo de los restos físicos, un avance de aquello en lo que se convertiría uno después de la muerte, o más bien de aquello en lo que quedaría uno atrapado dentro del Vórtice.

Y en el capítulo sobre sus recreaciones de híbridos animales y humanos que siguió a esta fase —«las grotescas figuras preñadas de desesperación y dolorosas contorsiones que le proporcionaron a Hessen una pequeña fama a título postumo»—. Apryl descubrió más de lo que le habría gustado sobre esta caída en el primitivismo.

Aunque controlada, su expresión no es aún libre del todo, o ajena del todo, a lo que aprendió en Slade bajo el influjo de los maestros italianos. Figura inclinada que se agarra la cara, Mujer desdentada que bebe de un platillo y el resto de sus primeros retratos figurativos reflejan su radical animadversión hacia las ideas tradicionales de estética y belleza en el arte occidental, pero al mismo tiempo sólo comienzan a insinuar su propia voz, el sello distintivo que se haría tan asombrosamente aparente justo antes del fin de su trabajo. Aquí, hacia el final de lo que se ha conservado de su obra, sus dibujos palpitan y rebosan una percepción de la esencial fealdad de la humanidad tal como él la veía y del aislamiento y la angustia concomitantes a la existencia. En los sujetos apenas se reconoce la gente que había visto en las calles, los cafés, los pubs y las tiendas. Algunas de las figuras parecen más caninas que humanas. Otras tienen extremidades que recuerdan a las de las cabras y los chacales que había dibujado en el zoológico de Regent's Park, aunque con cabeza de simio. Estaban trazadas con la seguridad de quien ha observado la vida y no se limita sólo a mostrar lo que ha creado su imaginación. El propio Hessen afirmó que era algo que él se había acostumbrado conscientemente a ver en quienes lo rodeaban.

A medida que leía, Apryl se sentía cada vez más incómoda con la mente que el biógrafo estaba desvelándole. Una mente que había impuesto su atroz visión a Lillian y Reginald.

Cuando comenzó a utilizar aguada, tinta, ceras y acuarelas, «la influencia del surrealismo y lo abstracto sobre Hessen se hizo evidente».

Miles Butler pasaba luego a describir los fondos de los dibujos con un detalle que Apryl encontró profundamente desagradable. Sólo había empezado a fijarse en ellos la segunda o tercera vez que miró los dibujos.

Paisajes neblinosos a medio formar que sé perdían flotando en dirección a algo que parecía ser una nada en movimiento, un infinito, al borde de cada imagen. Alrededor de las finas siluetas de las ventanas, o de figuras encorvadas en esquinas o agujeros, una vez tras otra trataba de transmitir una sensación de vastedad. Nunca estática, sino viva, palpitante, turbulenta, fría y vacua. Hay una ausencia de forma o solidez que rodea y se traga los claustrofóbicos estudios de estas figuras atrapadas en habitaciones mugrientas o que realizan solas tareas aparentemente repetitivas. La mayoría de ellas andan a cuatro patas y semejan monos o títeres, cuyos rostros golpean incesantemente las paredes en un fútil intento de escapar.

Así que estaba chiflado. Pero el último capítulo sobre su obra era más relevante de lo que a ella le habría gustado. Aunque no más fácil de leer. Con el ceño fruncido de concentración, sin acordarse del vaso de vino hasta que se calentó y cobró un sabor amargo, leyó con atención las frases (a menudo más de una vez) para tratar de relacionar aquella información con la influencia que Hessen poseía sobre Lillian:

¿Por qué un hombre que había pasado tanto tiempo en pos de su visión, perfeccionando su trazo para capturarla, dejaría de repente de crear? No tiene sentido si pensamos que nunca consideró sus dibujos otra cosa que notas preparatorias, estudios preliminares antes de abordar la obra más importante: una recreación al óleo del Vórtice.

Puede que la prisión hubiese puesto fin a estas aterradoras ambiciones, o que él mismo destruyera su propia obra. Esto es lo único que podía ofrecer el autor para explicar el hecho de que no se hubiera encontrado una sola pintura de Hessen.

Sus intenciones estaban muy claras en el número superviviente de Vórtice, así como su frustración por la cantidad de preparativos necesarios para lograr su visión. Pero es evidente que en algún momento pintó. Tuvo que hacerlo. Hessen era demasiado resuelto, demasiado perseverante como para dejarse apartar de un trabajo que había convertido todo lo demás en secundario. ¿Realmente podemos creer que un ego tan monstruoso, con una visión tan apabullante, no fuera nunca más allá de dibujos a lápiz y aguadas? Lo más probable es que sus obras posteriores fueran destruidas por el propio artista.

No podía haberlas destruido, porque Lillian y Reginald las habían visto. El autor se preguntaba también lo que había hecho Hessen, totalmente solo, los cuatro años transcurridos entre su salida de prisión y su desaparición. Esto recordaba a los dos misterios debatidos sin cesar tanto por sus admiradores como por sus críticos:

Existe poca información sobre este periodo de su vida. Ya antes de la guerra era, en gran medida, un enigma. Y las pocas visitas y modelos a los que Hessen franqueó la entrada a su estudio de Chelsea en los años treinta cuentan historias contradictorias. El pintor Edgar Rowel, que había alquilado un estudio cerca del suyo, afirmaba haber visto cuadros que lo «afectaron profundamente en las habitaciones de Hessen».

Frente a esto, ni uno solo de sus conocidos de la época de Slade decía haber visto una sola prueba de que jamás pintara un lienzo. Pero de nuevo frente a esto, una modelo llamada Julia Swan hablaba de habitaciones cerradas, hojas cubiertas de polvo, materiales de pintura y olor a óleos y disolvente en su pequeño estudio de Chelsea, de toda la parafernalia, en fin, de un pintor que trabaja en su propio alojamiento.

También existe otra mención al estudio de Hessen en Chelsea en las memorias del pintor francés Henri Huiban, quien había asumido que Hessen era un escultor atendiendo a los estruendosos ruidos que hacía a todas horas. Y el poeta alcohólico Peter Bryant, que durante breve tiempo entabló amistad con Hessen en la Biblioteca Británica, propagó rumores sobre pinturas al óleo realizadas por él. Habló de «cuadros gigantescos vislumbrados en las habitaciones a oscuras de Félix». Pero en la taberna Fitzroy, Bryant también acostumbraba a declarar que era la reencarnación de un rey celta, así que su testimonio debe tomarse, cuando menos, con cautela.

Brian Howarth, un conocido de Hessen de la Unión Británica de Fascistas, que se presentó una vez en su estudio para recoger unos documentos, también habló de grandes lienzos apoyados de cara a la pared.

Para frustración de Apryl, el libro planteaba más preguntas de las que respondía, pero al menos el autor lo admitía.

¿Y adónde fue el artista? ¿Cómo podía esfumarse sin dejar rastro un hombre de su riqueza y su posición?

Pero sí que existían rastros. Rastros que, a medida que pasaba el tiempo, se desvanecían rápidamente. El problema había sido simplemente, comprendió Apryl, que nadie había buscado en el lugar apropiado.