Capítulo 14

Sediento y aturdido, Seth se incorporó en la cama caliente y alargó la mano hacia la mesita de noche, en busca del tabaco y el papel de liar. Desorientado tras otro dilatado y entumecido letargo, trató de recordar los momentos anteriores a quedarse dormido. Parecía haber pasado mucho tiempo, y sin embargo en el exterior seguía reinando la oscuridad.

Encendió el cigarrillo con una mano mientras los dedos de la otra reptaban por la mesilla de noche en busca del despertador de viaje. Al volver la cabeza hacia él, maldijo y cerró los ojos con fuerza. La luz de la pequeña lámpara de la mesita, encendida durante todo el tiempo que había dormido, le provocó un fuerte dolor de cabeza.

Poco a poco, con la mirada apartada de la abrasadora bombilla, se acercó el reloj a los parpadeantes ojos. Las seis y media… aunque no sabía si de la tarde o de la mañana. Ni, con exactitud, de qué día. Hasta le costaba recordar la fecha del último día que había pasado despierto.

El suelo y los muebles estaban cubiertos de dibujos en desorden. Los músculos doloridos de su brazo y su mano derechos, todavía rígidos a causa de los calambres, atestiguaban su frenesí creador. Había dormido un día entero. Puede que dos. Había pasado durmiendo las horas de acuosa luz diurna y despertado en la oscuridad. Se preguntó si debía volver al trabajo aquella noche, si habrían comenzado los nuevos turnos. Nadie lo había llamado. Debía de tener el día libre.

El viento sacudía las ventanas en los marcos desconchados. La lluvia golpeteaba los mugrientos cristales.

Salió tosiendo de la cama. Con el penetrante sabor del alquitrán del cigarrillo en la boca, examinó su trabajo a la luz de la lámpara. Del radiador a la chimenea cegada, bajo la cama y entre las patas de la mesa de comedor, yacían esparcidos sus dibujos o los fragmentos de sus esbozos.

Con el cigarrillo colgado del labio inferior y el abrigo roto echado sobre los hombros, evaluó su trabajo. Parecía lo que el alcaide de una prisión podría haber encontrado en las celdas de los dementes.

Las imágenes eran impactantes. De un salvajismo bestial. Absurdas. Repulsivas. Grotescas. Pero no carentes de valor.

Tras engullir rápidamente el agua de una botella de plástico, reparó con cierta satisfacción en la vida que contenían aquellos dibujos. Su vitalidad. Una curiosa animación en los retorcidos miembros de las lúgubres figuras. Y en los ojos, una cruel inteligencia, un insidioso placer por la miseria ajena; una gozosa búsqueda de la maldad; una abrasadora y cegadora envidia: los ojos del mundo. No se parecía a ninguna otra cosa que hubiese dibujado jamás, pero parecía un atisbo de aquella incoherente fuerza interior que siempre había tenido miedo de sacar a la luz con carboncillo, pintura o arcilla. Los únicos elementos dignos de sus patéticos esfuerzos anteriores eran los que se parecían vagamente a lo que tenía ahora ante los ojos, las sombras y los colores incongruentes que sus profesores de la escuela de arte habían visto y que los habían desconcertado. Algo de lo que se avergonzaba. Algo que rechazaba. Una veta de expresionismo que había sido demasiado cobarde para explotar. Pero ya no. Era la única parte de su talento que tenía algún valor. Sólo necesitaba que la cultivara.

Tras encender la luz principal, se agachó y contempló el rostro de un niño nonato pegado al cristal, de rasgos borrosos tras la penumbra del baño químico pero de ojos claramente asiáticos. Junto al esbozo del feto encontró un retrato de la cabeza de la señora Shafer, envuelta desordenadamente en pañuelos, tomada desde tres ángulos distintos, con los ojos pequeños como aceitunas y negros de furia. Y luego otro de su cabeza sobre una mole arácnida, de caparazón suave y pulido como el ónice, medio cubierto por un kimono y alzado en repulsiva provocación hacia la silueta de su encorvado marido-palo, quien se acercaba a pasitos cortos hacia su hembra.

También había un dibujo de la máscara que representaba el rostro sin vida del señor Shafer, con sus facciones grises y arrugadas de papel maché, y otro de su cuerpo de títere, suspendido sobre los hilos de telaraña excretados por el abdomen de su esposa. En el último de los dibujos de los ancianos residentes se veía un racimo de huevos, opacos como perlas cubiertas por una película reluciente, metidos en una caja llena de tierra junto al radiador para mantenerlos calientes.

Seth sonrió. Una sensación extraña en su boca.

Pero la mayoría de los dibujos, realizados con desesperación al abrirse por un momento fugaz una puerta en su mente, eran estudios de una única y familiar figura.

Había retratado obsesivamente al solitario niño de rostro invisible, con su capucha y la trenca que lo protegía de las miradas de los demás.

—Jesús. —De repente miró a su alrededor, el montón de latas de sopa que había sobre la nevera, los armarios rotos, las horribles y finísimas cortinas que se hinchaban con las corrientes de aire, la alfombra reseca y el confeti de papeles que la cubría. Se maravilló al darse cuenta de hasta donde había dejado que llegaran las cosas. Era el resultado de trabajar por las noches. Tenía que serlo. La locura de la falta de sueño. Y de la lucha por salir adelante en Londres. De la soledad, de la desesperación, de las dificultades para hacer frente a las menudencias de la existencia. O puede que estuviera predestinado. Como si, en secreto, siempre hubiera necesitado estar allí. Acorralado y forzado a salir de sí mismo, a quitar capa tras capa, a poner en duda y reconsiderar todo cuanto le habían enseñado hasta verse arrastrado a las profundidades de su ser, donde vivían las cosas oscuras. Lo habían guiado para que descubriera un lugar en el que se habían acumulado tres décadas de experiencia, filtradas, luego sumergidas y por fin recreadas como una vil verdad subyacente. Su verdad. La verdad.

Conque allí estaba su visión artística.

Pero ¿la quería?

Con el rostro entre las manos, Seth contempló el techo a través de la jaula de sus dedos.

Aquello que estaba a punto de rechazar podía ser un regalo extraordinario. Un gran regalo acompañado por un precio muy elevado. Enfrentarse al mundo a ese nivel… era una idea seductora. Si poseía la integridad necesaria, no debía preocuparse por lo que pensaran los demás. Si estaba decidido a cultivar su visión del mundo, no podía haber espacio para la vanidad o la dignidad. Ni ataduras. Tendría que entregarse por completo a aquel mundo sumergido hasta que lo consumiera o hasta llegar al final. No podía pensar en el éxito o en el fracaso. No podía ponerse plazos. Sólo podía haber dedicación a lo que veía y experimentaba.

¿Se atrevería?

Bajó la mirada. Otro vistazo rápido a sus dibujos lo llenó de repulsión, pero también de una emoción peculiar que lo hizo sentir incómodo. La visión lo destruiría, comprendió en aquel instante.

Se sentó en la cama, colocó la cabeza entre las rodillas y consumió rápidamente un cigarrillo hasta el filtro. Pensó en las pesadillas, las visiones alucinatorias de aquel muchacho. Dios, si hasta les hablaba a las creaciones de su propia imaginación enfermiza. Y también estaban su rabia incontrolable, su letargo, su incapacidad de hacer las cosas, de asearse, de alimentarse, de comunicarse con los demás.

Tenía la ocasión de abandonar aquel lugar de locura en aquel mismo momento. Puede que los restos de su antiguo yo estuvieran enviándole una última advertencia en un momento de lucidez. O puede que fuese un fastidioso y bastardo sentido de la cautela que intentaba, como siempre, intervenir para que no pudiera alcanzar todo su potencial como artista. No conseguía decidir qué hacer y no tenía nadie con quien hablar de ello. Lo único que sabía con certeza es que estaba aterrado y ya no podía confiar en sí mismo ni en cómo podía reaccionar en una situación determinada.