La diferencia entre las ofertas no era demasiado grande, una cuestión de apenas doscientas libras. Pero el anticuario, con sus tupidas y cobrizas cejas, no podía recoger el mobiliario hasta dos semanas más tarde. Y la casa de subastas, que ofrecía el mejor precio, quería el retrato de sus tíos para completar el juego de cuatro pinturas que se habían conservado en el trastero y que, al parecer, eran obra de un excelente artista que había expuesto en una ocasión en la Royal Academy.
Ninguno de los dos quería la cama. Parecía inevitable tener que desarmar la gruesa y pesada estructura y tirarla. El lecho nupcial de Lillian y Reginald iba a convertirse en leña. Un menosprecio más por parte de aquel mundo que habían abandonado.
Muy desasosegada aún por la agitación de la pasada noche, Apryl no estaba de ánimos para regateos, así que aceptó la decepcionante suma de cinco mil libras que le ofrecía el anticuario por todo. El hombre ni siquiera esbozó una leve sonrisa al oírlo.
Tras haberse convencido la pasada noche de la presencia de una tercera figura en el cuadro, Apryl se sentía tentada a desprenderse también del retrato. Pero después de tomar el desayuno y unas cuantas tazas de café cargado, la visión comenzó a parecerle una mera trampa de su imaginación. ¿Qué había visto en realidad? Algo alto, delgado y pálido, erguido como una flecha y con una sonrisa pintada en medio de un borrón rojizo. Como la cosa huidiza que había vislumbrado tras su imagen en el espejo la noche que se había probado la ropa de Lillian, la insinuación del movimiento veloz de unos miembros quebradizos por el suelo, acercándose a ella. Debía de haber visto o leído algo que le había metido aquellas apariciones en la cabeza, porque no eran cosas que ella fuese capaz de inventarse así como así.
El lugar la estaba afectando. Y los diarios de Lillian no contribuían demasiado a mejorar las cosas, a pesar de lo cual, era incapaz de dejarlos. Tras concluir sus reuniones con los tasadores y contratar por teléfono los servicios de una empresa de limpieza, casi sin darse cuenta se encontró en la mesa de la cocina con el cuarto de ellos abierto. Pero sólo después de haber procedido a una breve inspección de un Londres A-Z de tapas negras y sencillas que al principio tomó por otro de los diarios de su tía. Estaba en el mismo cajón que éstos, y los mapas de brillantes colores del centro de Londres que contenía, estaban cubiertos por todas partes de anotaciones con bolígrafos de distintos colores.
En los márgenes, unas notas de letra apretada manuscritas por Lillian detallaban los nombres de las calles, y unas líneas de tinta serpenteaban en todas direcciones a partir de Knightsbridge; representaciones de los distintos proyectos de fuga de su pariente.
Ninguna línea llegaba a alejarse más de un kilómetro y medio del edificio.
Por eso casi todos los zapatos de Lillian estaban desgastados. Sus obsesivas caminatas a lo largo de un periodo de tiempo tan dilatado eran sencillamente asombrosas, lo mismo que la magnitud de sus ilusiones paranoides. Volvió a preguntarse si el amor que había profesado Lillian a su esposo habría sido tan grande que no le permitiera abandonar el lugar en el que habían convivido. Al mencionarle la teoría a Stephen, cuando llamó para preguntar si necesitaría alquilar otro contenedor, éste respondió con incomodidad y luego se disculpó, como si fuera a expresarle de nuevo sus condolencias. Estaba claro que la excentricidad de su tía abuela lo abochornaba.
En la mesa de la cocina, armada con una jarra de café recién hecho, continuó leyendo el cuarto diario. Las anotaciones que contenía eran más cortas e inconexas que las de los tres anteriores, así como más inquietantes por el cambio de estilo.
Los veo por todas partes. Sus delgadas siluetas cuelgan de todas las ventanas. No formadas del todo o medio ocultas por las sombras. A veces se limitan a pegarse a las paredes de las entradas de los apartamentos, o a agazaparse farfullando en los silenciosos y sucios rincones de callejones o en los espacios en estado de abandono que hay detrás de los edificios. Habitan los espacios muertos. Es en los lugares a los que nunca llega el sol donde existen. Pero lo peor de todo son sus caras. Los veo siempre que levanto la mirada en Mayfair. Horriblemente blancos y flacos, escudriñan las calles desde las ventanas más antiguas. Sus bocas se mueven, pero no puedo oír lo que dicen. Si tuvieran labios intentaría leerlos.
En Shepherd Market, un lugar que incluso hoy en día se resiste al aburguesamiento, se agolpan para disputarse el espacio detrás de puertas atrancadas con tablones. A éstos alcanzo a oírlos a veces, susurrando detrás de los maderos. Me hablan desde donde se ocultan. «¿Va a volver?», no dejaba de preguntarme una mujer de la que, por un agujero de la madera, veía los huesos de las costillas y la columna vertebral.
«No consigo encontrarlos», me susurraba sin descanso otra vieja criatura. Nunca supe si era un hombre o una mujer, pues se ocultaba a cuatro patas detrás de unos cubos de basura. Sus ojos lechosos no parecen verme. No sirve de nada hablarles. No son conscientes de nada que no sea su propio sufrimiento, aunque a mí parecen percibirme por momentos.
Oh, querido mío, vivo a medias en este mundo y a medias en el otro. Como tú al final. Ahora te entiendo y te pido que me perdones por haber dudado alguna vez de ti. Nunca presté demasiada atención a las cosas que colgaban de sus paredes, como tú y los demás. Nunca le oí hablar, como tú. Y fuiste tú quien se enfrentó a él. Puede que porque mi papel fue tan exiguo, el contagio haya tardado más en propagarse. Pero es posible que tuviera razón, al fin y al cabo, como tú sospechabas al final, y que todo lo que dijo fuese verdad.
Pero ¿cómo salieron de allí abajo con él? ¿Cómo se metieron en las cosas que colgaban de nuestras paredes y en todos los espejos? ¿Cómo pueden aparecer ante mis ojos así, a la luz del día? ¿Debo vivir sola y en silencio entre paredes desnudas hasta el fin de mis días, sin arriesgarme a dejar abierto ningún canal por el que puedan entrar? ¿Tan abarrotado está el infierno que están saliendo de allí?
Había páginas enteras así. Listas de las extrañas y enfermizas visiones con las que su pobre y enferma tía se encontraba en calles que en el pasado debieron de ser un paraíso de citas sociales, almuerzos en compañía, cenas de gala, salidas de compras y clubes nocturnos. ¿Y quién era la persona a la que constantemente se refería?: «Y todo el rato estaba llamándolos. Todas las voces y las sombras y las cosas que no están bien en este edificio, en la escalera y en nuestras habitaciones, acudían a él cuando las llamaba…»
Apryl comenzó a dejar marcapáginas con papelitos y a anotar todas las referencias al edificio. Sospechaba que había ocurrido algún suceso en el que se habían visto envueltos Lillian y Reginald, un suceso al que su tía culpaba de la muerte de su marido, a pesar de que no había por ninguna parte detalles concretos sobre el fallecimiento. Si aún quedaba en Barrington House algún residente de la misma época, tendría que preguntarle cómo había muerto su tío abuelo. Además, Lillian escribía como si la hubieran condenado por algún terrible acto cometido por su esposo.
Cuando los quemaste, creíste que lo habías destruido todo con ellos. ¿Cómo podría sobrevivir al fuego? Sin embargo, están aquí de nuevo, a pesar de lo que hiciste por nosotros. Por todos nosotros.
Los demás ya no me hablan. Me echan la culpa porque era tu esposa. Lo veo en los ojos de Beatrice. Ni siquiera me abre la puerta. El administrador me ha escrito una nota de advertencia, al igual que el abogado de ella, en la que me amenaza con emprender acciones legales si no dejo de acosarla. ¿Acosarla? Les dije que la unión hace la fuerza. Y en esto estamos todos unidos. Pero no ha servido de nada.
Los Shafer tampoco quieren verme. A veces Tom llama y me habla entre susurros cuando Myriam está en otra habitación, pero en cuanto ella reaparece, cuelga. Sigue controlándolo como siempre ha hecho.
Son todos unos cobardes. Me digo a mí misma que estoy mejor sin ellos. Y no pueden echarme porque no puedo marcharme. La ironía hace que me ría, pero sin ninguna alegría. Nos quedaremos aquí mientras él juega con nosotros y nos atormenta por lo que hicimos, o hasta que pongamos fin a nuestras propias vidas. Pero eso no puedo hacerlo, querido mío. Porque no sé si se trata de un truco cruel o es tu voz la que a veces oigo detrás de las paredes.
Tras cerrar el libro a última hora de la tarde, en un intento por apartar su mente del insano relato de su tía abuela, Apryl se fue a comprar algunas golosinas a la zona de alimentación de Harrods y luego husmeó un poco en las tiendas de ropa de Sloane Street y King's Road. Pero los nombres de las calles y algunos de los hitos de la ciudad sólo servían para recordarle algunas de las rutas por las que Lillian había caminado hasta los ochenta años, llevando un sombrero, un velo y unos zapatos desgastados.
La lluvia la llevó de vuelta a Barrington House a la hora de cerrar las tiendas, a las ocho. Hacía frío y el piso le inspiraba una sensación inquietante, pero al menos la mayoría de los trastos habían desaparecido y el pasillo estaba despejado. Y calculaba que, con otro esfuerzo monumental el viernes, podía sacar de los otros dos dormitorios todo lo que no estaba marcado para su venta.
Pero el aumento del espacio del apartamento no trajo consigo un aumento de su luminosidad o comodidad. Incluso después de que, con la ayuda de Stephen, reemplazara todas las bombillas de las lámparas y del techo por otras nuevas de cien vatios, una neblina mohosa y marrón seguía llenando el aire. Y la luz adicional sólo servía para conferir una luminosidad enfermiza a la pintura del techo, los revestimientos de madera de las paredes y los rodapiés, que transmitían la misma sensación descolorida que la cerámica antigua de las vitrinas de los museos.
Tenía miedo de que no apareciera ningún comprador. Salvo que lo vaciara por completo, le sacara las tripas y lo renovara de la cabeza a los pies, cualquier futuro inquilino se vería atrapado para siempre en el interior de una vieja fotografía. Era un sitio deprimente, impregnado de olor a polvo, antiguas humedades y mobiliario desgastado, un sitio que, de algún modo, parecía el más apropiado reflejo del solitario, desesperante y susurrante cautiverio sufrido por su tía abuela hasta el día de su muerte.
Era plenamente consciente de la ironía: se encontraba en uno de los más antiguos y exclusivos edificios de apartamentos de la zona más elegante de Londres, una de las ciudades más caras del mundo, y se veía reducida a utilizar un baño antiguo, a habitar en un espacio tétrico entre paredes manchadas y con la pintura levantada, rodeada por medio siglo de desechos y por los abandonados detritos de la vida de una vieja pariente.
A las nueve en punto estaba en la cama, con otro de los diarios abiertos sobre el regazo y una copa de vino en la mesita de noche. Y, una vez más, no tardó en sumergirse entre las alucinaciones que correteaban alrededor de su tía abuela.
Se movía como un mono a mi alrededor…
… «Estarán aquí pronto —dijo—. Chist, creo que ya los oigo.» Y entonces pegó la boca de la criaturilla a su teta arrugada y flácida…
… Sobre unas piernas finísimas, se me acercó chasqueando…
…Envuelta en un vestido blanco manchado, sin pelo en la cabeza amarillenta, levantó hacia el cielo los largos brazos al verme. Estoy segura de que me vio en la calle. El edificio era muy antiguo y en una de las ventanas habían clavado una sábana al marco…
…Alguien me ha traído a casa. No recuerdo el viaje. Luego llamaron a un médico. Pero no era el mío. En su lugar vino un hombre cuyas manos no me gustaban…
En medio de todo esto encontró un nombre masculino que se repetía dos veces:
…he buscado su nombre en otros sitios. La librería de Curzon Street, donde vivía Nancy antes, ha pedido todo lo que hay sobre el periodo concreto. Pero no aparece. Como dijiste una vez: «Ninguna galería respetable o decente exhibiría sus abominaciones en sus paredes.» Siempre dijiste que estaba loco. Y debía de estarlo para dejarse hechizar por tales cosas. Pero no hay publicaciones ni listas de obras de Hessen en diarios o catálogos. Los medios que lo trajeron aquí debían de ser privados, pues. He preguntado a nuestros últimos amigos, y de los que saben algo de pintura, sólo dos habían oído hablar de él. Pero no pudieron contarme nada que no supiera ya y aún menos en relación con sus obras. Sólo que fue a la cárcel con Mosley durante la guerra por traición.
Ya no puedo llegar a la Biblioteca Británica ni a ninguna de sus sedes locales. Puede que Hessen fuera un nombre falso. ¿Acaso no adopta el Diablo muchos disfraces? ¿Crearía todo aquello sólo para horrorizarnos? Puede que nunca tuviera otro propósito. No tengo ningún recurso que pueda emplear para derrotarlo, o al menos para eludir su influencia y escapar de aquí. Lo he intentado todo. El clérigo que viene a ver a la agonizante señora Foregate, la del número siete, cree que estoy loca cada vez que lo abordo.
Y sin embargo todos seguimos aquí, desmoronándonos. Si se me llevaran por la fuerza, creo que me pondría histérica. Moriría de un ataque. Así que, ¿por qué me aferró a esta lastimosa existencia, querido? Lo que me impide seguirte es que el temor a lo que pueda venir después es mayor que el deseo de alcanzar la paz de la liberación. ¿Cómo puedo saber que una parte de mí, despojada de los últimos vestigios de libre albedrío, no permanecerá aquí para siempre? Impotente, como esas cosas del exterior. Condenada a vagar por la oscuridad en busca de personas, lugares y cosas que ya han olvidado.
Apryl anotó el nombre «Hessen» en su diario junto a los de los residentes mencionados por su tía. Quería que, al volver a casa, un psiquiatra leyera también algunos de aquellos diarios. Para que le explicara qué le sucedía a su tía abuela y le asegurara que no era hereditario. Se habría sentido inclinada a desechar como una mera ilusión la idea de que un pintor había atormentado a Lillian de no ser por las repetidas menciones que hacía el texto del papel de Reginald en una disputa.
Tú fuiste el primero en ponerte firme. En pasar a La acción. Aún te veo con la misma veneración que cuando estábamos juntos y mucho más próximos que ahora. Porque a diario me digo que puedes oírme. Eso es lo único que me hace seguir adelante.
Habías sido un héroe en la guerra y quisiste serlo también aquí, para todos nosotros. Te negaste a marcharte, como los demás. A escapar de las sombras que ascendían por las escaleras y se deslizaban por las paredes y entraban en nuestros aposentos e invadían nuestros sueños. No ibas a permitir que te echara de tu hogar un horrible y miserable huno como Hessen. Lo mismo que los judíos que habían perdido a toda su familia en la guerra. Pero yo nunca te había oído hablar así. Me asustaste. Ahora comprendo que también tú estabas asustado. Cuando te recuerdo diciendo «Tendríamos que haber acabado con esto la noche que tuvo el accidente», y pienso que lo ayudamos y le permitimos sobrevivir para que pudiera volver luego con una oscuridad aún mayor, me invade la desesperación.
Trataste de hacer lo que había que hacer por todos nosotros. Pero lo que había quedado silenciado comenzó a hablar de nuevo y luego se mostró. Y aún lo hace, querido mío. Aún lo hace. Sólo espero que tú ya no puedas verlo. La idea de que estés entre ellos sería el fin para mí.
Lamento con todo mi corazón que no nos marcháramos cuando tuvimos la ocasión. ¿Por qué tiene que ser tan cruel el destino? Volviste a mi lado después de muchas misiones en las que tantos otros se perdieron sólo para que al final presenciara cómo te arrebataban de mí. De mis mismas manos. Y delante de mis ojos.
Con las luces apagadas como de costumbre y tanto el espejo como el cuadro, ya no sólo puesto del revés, sino en el pasillo, junto a la puerta del dormitorio, Apryl se hundió entre cuatro mullidos almohadones, aunque medio incorporada, como si no quisiera ni esperara conciliar el sueño.
Allá, en el noveno piso, el viento agitaba a veces las ventanas. Fuera del apartamento se oían los débiles chirridos y chasquidos del ascensor. De vez en cuando se cerraba la puerta de un apartamento y el ruido ascendía por la escalera en penumbra hasta llegar al piso de su tía abuela. La idea de que hubiera más gente en el edificio le infundía tranquilidad.
Concentró sus adormilados pensamientos en las actividades del día siguiente: envolver las fotografías en papel de plástico de embalaje, meter las rosas muertas en cubos de basura, quizá llamar al taxista que llevó a Lillian a casa la última vez… Quizá. Agentes inmobiliarios. Quizá.
¿Estaba dormida? Era como si estuviese dormida, pero de algún modo seguía consciente de la habitación que la rodeaba. Como si estuviera a punto de dormirse, pero aún no del todo. No era algo que le sucediera con frecuencia, pero conocía la sensación de yacer sola en el apartamento, pero consciente de lo que sucedía en el dormitorio.
Entonces, ¿quién era el que se inclinaba sobre la cama?
Otros inquilinos debieron de oír sus gritos. Durante un rato, mientras permanecía erguida entre las almohadas, antes de salir a rastras de la cama —y antes de que se le quedara atrapado un pie entre las sábanas y lograra liberarlo de una patada, con la sensación de que una mano pretendía llevarla a rastras hasta un lugar aterrador—, oyó unas voces. En la lejanía. Aparte de sus sollozos y jadeos, oyó voces. Como los sonidos arrastrados por una repentina ráfaga de viento desde un lejano patio de colegio.
El viento: estaba al otro lado de las ventanas y los muros, pero también en todas partes. En el techo. Un techo que se había vuelto negro e infinito alrededor de algo que parecía un rostro que se iba desdibujando. Había algo rojo y tenso allí. Un rostro que se retiraba a la oscuridad, donde la luz de la lámpara tendría que haber revelado grietas y pintura amarilla, no aquellas profundidades sin color ni aquella amarga frialdad. Una frialdad que atravesaba la piel y se le metía dentro de los huesos.
Pero ¿dónde estaba el rostro ahora? ¿Y las voces, y el viento?
Mientras Apryl, de pie junto a la puerta del dormitorio, dirigía la mirada hacia la cama de la que había huido, con todo el cuerpo tembloroso, cubierta sólo por la ropa interior, comprobó que el aspecto de la habitación volvía a ser el mismo que antes de que se quedara dormida. Las luces estaban encendidas, las paredes estaban vacías y no había nadie más con ella.