A medianoche, Seth seguía caminando de un lado a otro de su cuarto. De la zona fría junto a las ventanas al calor del radiador y viceversa. Un cigarrillo tras otro pasaron entre sus dedos y sus labios hasta que se sintió enfermo y con un fuerte dolor en el pecho.
—Jesús…
Estaba teniendo alucinaciones. Había perdido la cabeza.
Se sentó en el borde de la cama y clavó la mirada en el suelo sin ver nada. El corazón le latía demasiado deprisa. El sudor se enfrió en sus axilas y empezó a despedir un olor desagradable. Se levantó y reanudó sus paseos hasta que no pudo seguir soportándolo, y abrió la ventana de par en par para inhalar a grandes bocanadas el aire oscuro y húmedo del exterior. Esto lo tranquilizó lo bastante como para darse cuenta de que necesitaba escapar de manera inmediata de los confines de su cuarto, huir de su habitación, agotar con el movimiento de los pies y de las piernas al enjambre de abejas enfurecidas que le revoloteaban dentro del pecho y de la cabeza.
Pero no llegó más allá del cuarto de baño, un piso más abajo, donde necesitó de toda la concentración que le quedaba para permanecer en pie el tiempo suficiente para terminar de orinar. Pero cuando las últimas gotas desaparecieron en la masa de papel higiénico que atascaba la taza del váter, una serie de pensamientos inquietantes sobre el mundo exterior y lo que podía estar esperándolo en la esquina de la calle lo obligó a volver a subir a su cuarto. Una densa humareda cubría el techo amarillo.
Entre rápidos susurros, para que los vecinos no pudieran oírlo, se conminó a sí mismo a calmarse. Repitió frases sencillas como un mantra, como si el acto de hablar cumpliera la función de la gravedad: impedir que su cuerpo ascendiera hasta el techo, donde se retorcería entre el humo que había exhalado y desgarraría el caos de sus tripas con largas y sucias uñas.
Trató de distraerse. Tenía que hacer algo para canalizar la electricidad que circulaba por debajo de su piel hacia una salida antes de que su estómago, y luego el resto de su cuerpo, se consumieran. Recordaba la fotografía de una pierna de mujer delante de un montón de cenizas, junto a una estufa de gas. La había visto de niño en un libro de misterio. Si alguien podía llegar a incinerarse espontáneamente por la pura fuerza de la emoción o el pensamiento, era él en aquel momento.
Se rió por lo bajo.
No tenía sentido resistirse al deseo que llevaba tanto tiempo estancado en él. Porque hacía poco había vuelto a despertar. Y en aquel momento estaba hirviendo. Sin distraerse pensando adónde podía conducirlo aquello, a quién podía complacer y lo que podía significar, hundió las manos en las cajas de cartulina llenas de papel, pintura y lápices y una nubecilla de polvo se levantó en el aire.
Con gruesas barras de carboncillo y un cuaderno de esbozos de grandes dimensiones, cayó en un frenesí inmediato de creación, sin más pausas que las justas para sacudir la mano y devolver algo de sensibilidad a sus dedos y su muñeca agarrotados. De pie junto a la mesa o sentado en cuclillas en el suelo, arrastraba sus papeles y lápices de acá para allá en busca de la mejor luz o se movía para aplacar los dolores que brotaban de su cuerpo blando y desentrenado, pero sin dejar de trabajar un instante.
Violenta, apresurada, inconscientemente, derramó imágenes sobre el papel en una cascada incesante, como si una tremenda y turbulenta presión interior hubiese encontrado un minúsculo poro por el que salir. El agujerito se convirtió en una esclusa.
Arrancaba hoja tras hoja de su cuaderno y luego abandonaba los fragmentos de esbozos a su alrededor, sobre la dura alfombra, para empezar otros nuevos, en un intento de conferir alguna forma, alguna impresión, a los rostros, imágenes y cosas espantosas que se habían manifestado para él o habían desarrollado sus peculiares narrativas en sus sueños. Cuando se le terminó de agarrotar la mano, apretó los dientes y, a pesar del dolor, trató de retratar la muchedumbre de su mente, aterrado por la posibilidad de que se esfumara antes de que los trazos de su lápiz hubieran conseguido capturarla, siquiera en parte.
Aquel congestionado chorro de imágenes, sonidos y olores que lo atravesaba se le antojaba inmediata y chocantemente vital. Estaba convencido de que nunca había imaginado algo tan significativo, algo que poseyera tanta claridad o tanta fuerza. Era original. Dios, estaba siendo original.
Cada vez que hacía una pausa para cambiar de posición y veía por un momento los esbozos abandonados a su paso sobre la sucia alfombra marrón, lo asaltaba al instante una sensación de perplejidad por lo absurdo, lo inhumano de lo que había creado. Sólo se detuvo cuando el pequeño despertador de viaje marcó las 8.00. Debilitado aún por la enfermedad y la falta de sueño, dejó caer el lápiz casi sin darse cuenta y se tendió sobre la cama.
Con un sonido de goteo, la calefacción central se activó. En el piso de arriba comenzó a sonar una radio. Pero momentos después de apagar la lámpara de la mesita de noche, Seth se había dormido con la ropa puesta.
—No deberíamos estar aquí.
—Quería enseñarte una cosa.
Los susurros de Seth sonaban tensos y apresurados en el aire húmedo.
—Pero éste es el cuarto de alguien. Es privado.
Se encontraba junto al muchacho encapuchado en el único espacio desocupado de la desordenada habitación del ático.
—Podemos ir adónde queramos.
El techo se curvaba bajo la bóveda del tejado. Estaba oscuro, pero el ventanal en arco que había sobre la cama dejaba entrar una luz tamizada cuya tonalidad era una mezcla de amarillo gaseoso y gris. Se filtraba a través de las manchas del cristal, y a pesar de que parecía ir a morir a pocos pasos de allí, donde terminaba de asfixiarla una neblina de aire estancado y las sombras de las paredes inclinadas, aún permitía a Seth ver las siluetas de los muebles y los restos que abarrotaban el suelo de la sala. Una erupción de esporas negras brotaba detrás del yeso pintado y la alfombra bajo sus pies era tan quebradiza como el pan reseco. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, empezó a ver más. Mucho más.
Había botellas de leche más o menos vacías tiradas entre periódicos abandonados, prendas olvidadas, una mezcolanza de cubiertos y utensilios de cocina, platos manchados y cacerolas de acero con grasa y polvo, que emitían un terrible hedor a descomposición. Seth cerró los ojos y se tapó la boca y la nariz con una mano en un vano intento por sofocar el sabor que tenía en la boca.
—Pensé que debías verlo.
Miró el terrible desorden de las sábanas desparejadas y las toscas mantas de la cama. No había bajera sobre el colchón. Unas rayas rojas y moradas, como las de un palito de caramelo, asomaban entre la maraña de tela manchada sobre la que dormía Archie. De un cubrecama naranja sobresalía una cabeza verrugosa y sin dientes. Parecía tan enorme que era imposible, demasiado grande para los marchitos restos del cuerpo. Bajo la cabeza, Seth pudo ver algo que parecían unos finos y desnudos miembros. Pero la luz debía de estar jugándole malas pasadas, porque le parecía que estaban cubiertos por un largo vello blanco.
El muchacho encapuchado dio un paso; hacia la cama.
—Mira.
—No.
Demasiado tarde. El muchacho agarró una manta y una sábana que tenía la textura de una toalla y la levantó sobre el cuerpo dormido de Archie.
Unos huesos amarillos con forma de pezuñas, salieron a la luz. Era la conclusión natural de los malogrados tobillos de Archie. Unas rodillas grandes, cuya superficie parecía hecha de cáscaras de nuez blanqueadas, asomaban entre la alfombra de vello blanco —o pelaje— que cubría el resto de las demacradas piernas y la esquelética ingle. Pero lo peor de todo fue la terrible peste a ganado —paja húmeda, ollares cubiertos de lodo, orina rancia— que eructó el espacio que había debajo de las sábanas y propinó a Seth una bofetada caliente y seca en plena cara. Mientras tosía para aclararse la garganta, dio un paso atrás y tiró una botella de leche, que derramó una sopa grumosa sobre la alfombra.
Archie se removió. En su sueño, sus manos hipertrofiadas de uñas amarillentas arañaron el aire tratando de encontrar las mantas perdidas. Los tatuajes caseros que asomaban bajo el vello de sus finos antebrazos parecían cardenales. Cambió de posición, como si su mente dormida confiara aún en recuperar la calidez volviéndose en otra dirección.
Tras vislumbrar un instante la columna vertebral, cubierta por una piel intensamente rosada y el mismo vello blanco de antes, Seth se dio la vuelta sobre unas piernas temblorosas y trató de respirar entre los dedos. Vivía en aquel lugar, bajo cabras viejas que se meaban en la paja sobre la que dormían.
—Quiero irme. Podría despertarse —dijo con voz débil.
—Estamos en el sueño de este viejo cabrón, colega. Cuando muera, es aquí adónde vendrá. Y se quedará mucho, mucho tiempo.
—Estoy enfermo.
—Pues hay más.
—Más no, por favor.
—Sólo un poquito. Acércate. Por aquí.
Entre dos de los hinchados nudillos de cabra de Archie ascendía una fina columna de humo azulado desde un cigarrillo liado a mano. Alrededor del brazo, la colcha estaba moteada de agujeros negros y marcas de quemaduras.
—Dios, nos va a matar a todos —dijo Seth.
—Y tus cuadros se convertirán en ceniza. —Al tiempo que decía esto, Seth captó un olor a madera y a carne quemada que coincidió con un breve instante en que la voz del chico se volvía más profunda.
—¿Qué quieres decir?
En la oscura habitación, el muchacho levantó la cabeza. Tras la impenetrable negrura de la capucha, Seth intuyó una sonrisa.
—Se te da bien dibujar, Seth. Pero a esta gente le da igual. A nadie le importa. No significa nada para ellos. Les encantaría quemar tus cuadros. Como hicieron con los suyos. Pero debes pintar lo que ves. Eso es lo que me dijo nuestro amigo. Serás el mejor.
Seth se puso colorado. Eran las primeras palabras de alabanza que oía desde hacía años.
—De verdad. Se ha fijado en ti. Él te ayudará.
—No lo entiendo. ¿Quién?
—Me pidió que te lo dijera —continuó el muchacho encapuchado con la misma lentitud que si lo hubiera estado practicando—. Te ha estado observando. Y también a lo que llevas dentro, todo agarrotado y retorcido. Me dijo que te enseñara cosas. Así pintarás el mundo como es. De todos modos, tú lo sabes. Sabes cómo son las cosas. —Señaló la cama donde yacía Archie, retorcido entre las sábanas—. Siempre lo has sabido. Sólo que tenías miedo de pintarlo. Has estado demasiado tiempo encerrado en un sitio, detrás de unos barrotes. Ya te lo dije antes. Ahora sabes cómo son realmente las cosas. Tienes suerte de que te lo hayamos enseñado. Ahora puedes ser el mejor. Como lo era nuestro amigo antes de que esos capullos lo jodieran todo. Así que no creo que sea mucho pedir que nos hagas… digamos, algún favorcillo.
—¿Qué? ¿Qué es lo que tengo que hacer?
El muchacho encapuchado caminó con paso seguro sobre un periódico amarillento y desapareció detrás de la puerta. Seth lo siguió. Tras él, Archie dio una patada con una de sus pezuñas.
Seth se encontraba en el lugar que reconocía como su propio cuarto. Aquellas paredes que había pasado horas contemplando, pero que, con la mente ocupada en otras cosas, sólo había visto a medias. Pero ahora advertía que la pintura era más fresca y de un amarillo menos acuoso. Más densa y espesa, como helado de vainilla. Y había una sombra sobre una bombilla que contenía todos los colores de una lata de macedonia de frutas.
Las ventanas eran las mismas de siempre, no obstante, y seguían igual de mugrientas. Al igual que el frigorífico, pero las manchas rojizas de la puerta eran nuevas: sopa o grosella negra. Las cortinas, que también eran las mismas, parecían más tiesas y brillantes y la alfombra más blanda. Al mirar los armarios vio que las puertas ya no estaban rotas. Parecía la habitación de otro, o la que había sido antes.
De repente, todas las cosas que había pasado y hecho allí le parecieron triviales. Y las preocupaciones de su trabajo, más irrelevantes que nunca.
—Todo está en el mismo sitio —dijo el muchacho encapuchado—. Hasta las cosas viejas que se quedan atrapadas. Nada se va. Si te quedas el tiempo suficiente, acabas oyendo las voces antiguas y viendo algunas de las caras. Pero aquí dentro siempre encuentro lo mismo.
Seth bajó la mirada hacia él, hacia la parte trasera de la capucha y el forro de piel mojados por la lluvia.
—Mira la cama —dijo el muchacho con voz calmada y plenamente segura, consciente y satisfecho de sí mismo, para ilustrar su argumento.
Seth se volvió y se sobresaltó, como si la solitaria figura femenina hubiera saltado del lugar en el que estaba sentada, apoyada en el cabecero de vinilo cuyo revestimiento de plástico estaba teñido de una sucia tonalidad crema por el roce de un millar de manos grasientas.
Un cabello lacio y castaño caía sobre los hombros de su jersey de lana rosa. Con la barbilla puntiaguda apoyada sobre unas rodillas cubiertas de costras, las manos aferradas a unos calcetines blancos a la altura de los huesudos tobillos y las sandalias gastadas sobre la manta marrón y amarilla, la niña miraba el suelo, con un rictus de siniestra impaciencia en el pálido rostro. No podía tener más de diez años, pero sus ojos eran negros. Seth observó los flacos muslos, moteados de manchas de color mora hasta las bragas de algodón, y rápidamente apartó la mirada. Había algo indecente en su postura, aunque no de manera intencionada. Era como si fuese inmune a la mirada de los desconocidos. Las lágrimas y los mocos se habían secado sobre su rostro. Tenía hinchados los párpados de tanto llorar. Su falda plisada estaba rodeada de envoltorios de chocolate. Sobre la mesilla de noche había una cámara de aspecto antiguo, hecha de metal y pintada de negro. Y un ovillo de un bramante verde que Seth recordaba haber visto en las rosas del jardín de sus padres en los veranos más calurosos de su infancia. Un hilo basto y fibroso que sabía amargo, como la creosota. Y que no podías romper por muy fuerte que tiraras. Sólo conseguías lastimarte los dedos.
—Venía aquí para verse con un hombre.
Seth trató de sonreír para superar el miedo que lo abrumaba. Tragó saliva, pero no pudo moverse ni decir nada durante largo rato.
—La policía se lo llevó.
Seth recordaba la historia de Archie. Uno de sus párpados tembló.
—Los jóvenes y los viejos no se van fácilmente. Están por todas partes. Y aunque hubiera crecido, cosa que no llegó a hacer, habría vuelto aquí un día.
—Basta. —La voz de Seth comenzó a quebrarse—. Sácala. A ti te sacaron de aquella tubería y tú me sacaste de aquella cámara, así que sácala de ahí.
—No podemos sacarlos a todos, Seth. Son demasiados, colega. Los tendríamos como colgados de nosotros. ¿Qué puede hacer por nosotros? No entiende nada. Es mejor dejarla ahí. Lo único que sabe es que es tarde y está esperando que su padrino venga del pub.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—No sé —dijo el muchacho con desinterés—. Mucho. Nadie lleva sandalias ya. Si estuvo esperando unas horas a que viniese, entonces siempre serán unas horas. Durante siglos. Hasta que llegue la oscuridad.
—¿Y dónde está él ahora?
—Ya te lo he dicho. En el pub.
—¿Puede vernos?
—A veces. Pero no sirve de nada. Mira.
El muchacho encapuchado fue a sentarse en la cama, junto a los pies de ella, y comenzó a botar como si quisiera probar los muelles del colchón.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo la niña sin apartar los ojos de la puerta.
—¿Quieres irte?
—No. Mi papi va a venir dentro de poco. Me ha dicho que lo espere.
El muchacho encapuchado se volvió hacia Seth.
—Siempre es igual. Está atrapada.
—Pero… ¿cómo puede estar siempre ahí?
—Estando.
—¿Al mismo tiempo que yo?
El muchacho encapuchado asintió con entusiasmo.
—Siempre. Y desde ahora tú también podrás verla. Y muchas más cosas que han quedado atrapadas. Cada vez más y más.
Era la habitación más grande de la casa de huéspedes que había sobre el pub. Las ventanas daban a la calle principal. Pero cuando Seth se encontró dentro de ella, vio que faltaba el revoltijo de cajas de pizza, latas de cerveza y ropa sin lavar de su propietario. A veces, cuando iba al baño por la mañana, solía entrever un momento el interior del cuarto al tiempo que Quin salía de allí embutido en su bata.
Limpia de polvo y basura, la cama estaba hecha, con una sábana blanca y una manta de tartán. Las puertas del armario estaban cerradas y los muebles en ángulo recto con respecto a la cama. No había ropa ni zapatos a la vista, aparte de un solitario abrigo negro que colgaba de la parte interior de la puerta, y los únicos efectos personales estaban ordenados sobre un papel blanco en la mesita de noche: un reloj, un anillo de boda, una pluma de plata y unas monedas ordenadas en pulcros montoncitos. Se podría haber descrito como un cuarto espartano pero bien ordenado.
Todos estos detalles tendrían que haber estado en el fondo, en la periferia de su campo de visión, pero los ojos de Seth se esforzaban por no mirar la flaca figura del viejo que colgaba por el cuello de la lámpara del techo.
Todavía se bamboleaba por el pequeño impulso transmitido al saltar desde la silla y después de que su peso hubiera caído a plomo con un chasquido; los miembros del hombre se habían estirado dentro del traje negro y sus manos, arregladas con manicura, habían quedado relajadas. Desde la pernera izquierda de su pantalón, un reguero de líquido resbalaba a lo largo del zapato negro hasta la puntera lustrada, y desde allí caía unos centímetros hasta la alfombra.
Seth no lo miró a la cara, pero sabía que sus ojos estaban abiertos y brillantes.