Capítulo 11

A veces creo que tengo marcas y me rasco la piel hasta dejármela en carne viva. ¿Cómo, si no, puede seguirme? No consigo ahuyentar la idea de que puede leerme la mente y conoce mis intenciones con antelación. ¿Abandona el edificio cuando lo hago yo, tras permanecer sentado junto a mi puerta como un perro cruel, esperándome pacientemente? ¿O ha estado aquí dentro conmigo desde la última vez que lo vimos? Empiezo a hablar como tú, amor mío.

Apryl, sentada en la cama con el segundo diario, hojeaba otra serie de viajes fallidos y fantasías paranoides. Más historias absurdas sobre el terror que sufrían Lillian y sus amigos del edificio. Y sobre su torturador, cuyo nombre no había pronunciado siquiera.

Cuando habló con su madre, una hora antes de medianoche, no mencionó ni la locura de Lillian ni la inquietud que le inspiraba el apartamento. Y para gran alegría de su madre, insinuó que tal vez pudiese regresar a Nueva York en la fecha prevista en un principio. Después de colgar volvió a acurrucarse bajo el edredón con una taza de manzanilla con miel, tras prometerse que sólo leería el comienzo del tercer diario antes de dormir un poco. Había quedado con el anticuario a las diez de la mañana y con un agente de subastas a mediodía, de modo que había puesto el despertador a las ocho y media.

Pero dos horas más tarde, tras zambullirse en el tercer volumen, comprendió que lo último que podría hacer sería conciliar el sueño en aquel dormitorio.

Querido mío, estas dos últimas semanas he intentado escapar de aquí por los parques. Pero las cosas también han cambiado allí. Por si la enfermedad y la confusión no fuesen suficientes, creo que ahora ha apostado centinelas para mantenernos aquí.

El lunes salí a las cinco, con las primeras luces, preguntándome si eso supondría alguna diferencia con respecto a mis probabilidades de escapar. Pero comencé a sentir náuseas a medio camino de Constitution Hill. Decidida y enfadada por haber llegado sólo hasta allí antes de que me aquejara de repente La enfermedad, decidí dirigirme hacia el norte a través de Green Park sin perder de vista Picadilly. Fue entonces cuando vi a una mujer que no tendría que haber estado en el parque. Ni a esas horas del día ni a ninguna otra, para serte sincera.

Verla me provocó un terror tan grande que no me atreví a salir de nuevo del piso hasta el domingo por la mañana, y les encargué todas las compras a los porteros.

Incluso después de todo lo que he soportado, aún estoy en condiciones de sorprenderme hasta la médula por el alcance de su influencia. Todavía me cuestiono lo que vi, y de hora en hora paso de la negación a la aceptación, pero he de admitir que estas nuevas visiones representan un cambio en la estrategia que emplea para mantenernos aquí dentro.

En mi nerviosismo, estaba dispuesta a tomar a la mujer de Green Park por una especie de actriz. Puede que estuvieran filmando una película en las cercanías. O puede que fuese una de esas extrañas jóvenes que, según he leído en los periódicos, se entretienen disfrazándose. Pero a juzgar por su apariencia yo la habría tomado por una mujer victoriana y no por un miembro de uno de esos grupos de londinenses modernos que se ven en la actualidad.

Llevaba un vestido negro cuya cola arrastraba por el suelo y un sombrerito en la cabeza que ocultaba su rostro de mi vista. ¿Me habré imaginado las cintas de detallado encaje alrededor del sombrero, como los de una mujer de luto? Fueron los detalles los que me convencieron de que aquella figura silenciosa e inmóvil era real. Pero era tan alta y tan excesivamente flaca bajo aquel vestido que la ceñía hasta la garganta que por un momento imaginé que estaba viendo a una persona en unos zancos, haciendo bromas a las personas que pasaban por allí a esas horas. Empujaba un carrito de color negro delante de sí. Un armatoste grande y pasado de moda con pequeñas ruedas, como un carromato.

Me di la vuelta y fingí ignorarla. Pero al disponerme a reanudar la marcha, pareció salir rápidamente de la niebla que se estaba levantando en la base de los árboles y se aproximó por el camino que yo debía atravesar para llegar hasta Picadilly. Por mucho que aminorara o acelerara el paso, era imposible que no nos encontráramos en alguna de las intersecciones que había delante.

Me desvié hacia la derecha, pero ella mantuvo el mismo paso que yo, así que atajé directamente hacia arriba tratando de evitar una colisión que, de manera instintiva, adivinaba desagradable para mí. A esas alturas andaba a trompicones. Me sentía tan mal que casi no podía mantener el equilibrio. Tenía el pelo suelto delante de la cara y me encontraba en un estado atroz, cariño, pero aun así lo intenté. Realmente lo intenté.

Cuando llegué al camino, ella estaba allí. Esperándome, apenas a unos pasos de distancia. Casi a mi lado. Totalmente en silencio, pero decidida a darme la bienvenida. Sólo la miré un instante, pero no alcancé a vislumbrar evidencia alguna de sus facciones debajo de aquel sombrero. Estaba inclinado hacia abajo, pero aun así, pensé, ¿dónde estaba su rostro? Aunque lo que sí reveló aquel solitario vistazo fueron sus manos, aferradas al manillar del carrito. Y no podría haber dado un paso más tras reparar en su estado.

Eran de hueso. Marrones y moteadas, no blancas como uno espera que sean los huesos. Y en aquel momento alargó los brazos y tendió aquellas manos por encima del carrito. Al desabrochar el velo negro de la capota e introducir sus manos allí, los finos dedos emitieron un traqueteo, como si bailaran en ellos incontables anillos de madera. Pensé que aquel sonido era aún más espantoso que su imagen. Y lo que sacó del carrito me hizo gritar. Recuerdo haber oído mi voz como si perteneciera a otra persona. Simplemente, no parecía la mía.

Debí de perder el conocimiento, porque al despertar, el sol me calentaba el rostro y tanto la mujer como su espantoso carrito habían desaparecido. Un vagabundo se inclinó sobre mí para interesarse por mi estado, pero me asusté y regresé como pude a casa, deshecha en lágrimas.

Una semana después de aquel día, volví a intentarlo. Mi objetivo era coger primero el tren de Brighton en la estación Victoria y luego cruzar el río por el puente Albert, adónde había sido incapaz de llegar unos años antes. Pero había más de ellos. Esperándome.

Cerca de la estación Victoria me encontré con una criatura encorvada que llevaba un sombrero plano. Bajo su pico castañeteaban unos dientes amarillos. Y en Cheyne Walk, tres días después, casi se me para el corazón al encontrarme con la repentina aparición de tres niñas despojadas de todo cabello y con las cabezas más extrañas y deformes que se puedan imaginar, todas alargadas y finas. Llevaban vendajes quirúrgicos atados al cuello e interpretaron un extraño bailecillo sobre unas piernas finas como palitos, allí mismo, ante mis ojos. Bajo los vendajes, creo que sus cuerpos estaban cosidos. Pero lo peor era su forma de moverse…

Traté de rodearlas corriendo para llegar al puente Albert, pero entonces vi algo atrapado en un árbol. Era como una cometa, pero de carne. Un rostro, de hecho. Con pequeñas marcas de viruela sobre la piel y sin ojos. Simplemente suspendido allí, solo con su propio pesar, suplicándome.

Fue como si estuviera atrapada en un sueño y fuese incapaz de despertar. Dudo que vuelva a tratar de ir hacia el sur. Allí abajo es peor que en ninguna otra parte.

Estoy perdiendo la cordura, por supuesto. Lo sé. Como tú al final, querido mío. Pero ambos sabemos dónde vimos antes tales cosas. Él las trajo aquí, al edificio, a nuestras casas. No nos libramos de ellas. Ni siquiera después del incendio.

Apryl cerró el libro. Habían dado las dos y no soportaba seguir leyendo. Lillian era una esquizofrénica. Pero ¿cómo había podido pasar tanto tiempo sin que la diagnosticaran cuando veía a tantos médicos? Puede que fuese Alzheimer. ¿No te hacía ver cosas también? ¿Sabían de su existencia en aquella época?

No había un solo coche en la plaza. Echaba en falta el susurro rápido de sus neumáticos sobre el asfalto mojado. Era su única compañía mientras yacía allí sola, con las luces encendidas. Unas luces tan tenues que a duras penas alcanzaban a iluminar la habitación. Ya ni siquiera sabía cómo se sentía con respecto al extenso guardarropa, y se preguntaba si debía ir a comprobar las llaves de las puertas y asegurarse de que estaban bien cerradas.

Miró el techo. La pintura estaba agrietada alrededor de la moldura de la lámpara. Tres veces creyó quedarse dormida, pero las tres se obligó a permanecer despierta. Estaba desesperadamente cansada, pero no quería dejarse llevar por el sueño, porque cuando estás durmiendo no puedes montar guardia. Sin embargo, la siguiente ocasión en que se le cerraron los ojos, no volvieron a abrirse para sacarla del sueño.

Hasta que, en el apagado y lejano mundo de más allá de su sueño, oyó que una puerta se abría y se cerraba. Una puerta dentro del apartamento. Seguida por el ruido de unos pies que se movían rápidamente sobre los tablones del pasillo.

Un instante después estaba despierta, incorporada en la cama con el corazón en un puño y el cuerpo agarrotado de miedo. Sus ojos, al volar hacia la puerta, pasaron sobre el espejo que aún miraba la pared y el retrato de Lillian y Reginald. Pero no logró mantener la mirada mucho tiempo en la puerta, porque se vio obligada a devolverla a la pintura. Ahora había tres figuras en el cuadro, en lugar de las dos de antes. Y la que se encontraba en el centro, entre su tía y su tío, era de una delgadez aterradora.