Capítulo 10

Débil, con las tripas vacías y un fuerte ardor de estómago, Seth despertó en su cuarto. Había logrado mantenerse con vida en un entorno relativamente salubre hasta que pasó lo peor de la fiebre, orinando en una cacerola grande y bebiendo agua turbia y templada de una botella vieja.

Al otro lado de las finas cortinas podía ver el brillo de las luces eléctricas del edificio de apartamentos que había tras el Green Man. Era tarde y ya estaba oscureciendo. El despertador de viaje marcaba las cuatro. En la vida que llevaba ahora parecía inevitable esquivar la luz del día. Se preguntaba si cuando finalmente volviera a ver el sol le devolvería las fuerzas o lo mataría.

En el segundo piso del Green Man todo estaba en silencio. Los demás inquilinos debían de estar trabajando, de paseo o en el bar. Pronto volverían y comenzarían a freír beicon y huevos en la cocina. Era lo único que comían los demás: cosas fritas de desayuno. La idea hizo que se le deshinchara el estómago.

Embozado en el edredón, salió de la cama y se dirigió a la cocina. Encendió la tetera y abrió la nevera para sacar la botella de plástico de la leche. La luz de color vainilla del interior le hizo cerrar los ojos. Sólo quedaba un poco de leche y la olió. Debía de haberse agriado en algún momento durante la mañana, mientras él estaba combatiendo la fiebre. Sin leche no podía tomar cereales y no tenía pan. Examinó los estantes y encontró un trozo de queso duro, unos frascos de especias con tapas de colores, tres cubitos de caldo, salsas de soja y Worcester, una cabeza de ajos seca y medio paquete de champiñones arrugados. Nada que constituyera una comida, ni en combinación ni por separado. Sobre la mesa plegable del centro de la sala, dos manzanas de pequeño tamaño se habían puesto blandas y mohosas. Sería algo así como hincarle el diente al relleno de un cojín.

Era inevitable: tendría que salir.

Se sentía sin fuerzas. Se sentó en el borde de la cama y encendió un pitillo. Al cabo de tres caladas estaba mareado.

¿Debía lavarse en la bañera de abajo antes de salir al supermercado? Decidió no hacerlo. El lugar estaba sucio. Era para gente sucia.

El agua de la tetera estaba hirviendo. La echó sobre una bolsita de té y se puso cuatro cucharadas de azúcar. Con esto podría llegar hasta Sainsbury. Se tomó el té con la mirada clavada en el suelo. Mientras disfrutaba del calor de la taza enterrada entre sus manos, pensó en las alucinaciones de los últimos días y noches, pero con una sorprendente falta de preocupación. La espantosa naturaleza de los sueños, sus macabros temas y sus aterradoras situaciones sustentaban, noche tras noche, la reaparición del muchacho encapuchado. En conjunto era suficiente para que se cuestionara su salud mental. Pero desde su punto de vista, había algo al mismo tiempo natural y necesario en todo ello. Hasta la ejecución de los Shafer en aquel largo y tortuoso sueño. En cambio, sobre lo que siguió a su nocturno periplo por su desordenado piso, se negaba a pensar. Hasta el más vago recuerdo de las borrosas apariciones del apartamento dieciséis bastaba para ponerle los pelos de punta.

Pero por primera vez desde hacía más de un año estaba intrigado por sí mismo. Sus pesadillas nunca le habían parecido tan reales, pero aquello no lo preocupaba. Puede que su miseria y su letargo hubieran llegado a un punto en el que ya no lo atormentaba estarse extraviando del camino por el que transitaban los demás. La rutina mataba la motivación. El aislamiento lo convertía en paranoico. La pobreza ahondaba sus miserias. Todo esto lo sabía. Se suponía que las penurias eran buenas para el arte, pero ¿qué clase de arte y a qué precio?

Un mes antes, un doctor nada interesante había tratado de recetarle Prozac de nuevo.

—Deje de trabajar de noche. Obviamente, no le sienta bien —le dijo, aburrido, con el bolígrafo sobre el talonario de recetas. «Pero no es tan sencillo», había tratado de decirle Seth. «La gente me vuelve loco. Me agota. El aislamiento es mi única defensa. Tengo que estar despierto cuando ellos duermen y dormido cuando ellos están despiertos.»

—A la mierda. —Se levantó y apagó el cigarrillo en el plato que usaba como cenicero. Había ya otras veinte colillas en él, tiesas y retorcidas como los dedos de títeres viejos. Una nube de fina ceniza gris se levantó del cenicero al dejarlo sobre la mesa. ¿Qué aspecto tendrían sus pulmones? Eso sí que valdría la pena pintarlo: la representación de la decadencia de un hombre. Su mente, sus emociones y sus valores recreados mediante los colores y las formas de su cuerpo disecado. Quizá debería probar a hacer un esbozo luego.

Se sentó y se lió otro cigarrillo.

Aunque estaba arrugada, húmeda y le iba un poco corta de brazos y piernas, Seth llevaba la misma ropa que dos días antes. El frío se colaba a través de ella.

En las calles era complicado ver nada con claridad. Era como si estuviera mirando aquella minúscula arruga del mundo a través del parabrisas mojado de un coche con las escobillas averiadas. La oscuridad se tragaba las farolas amarillas. El agua emborronaba toda nitidez. Pero sí que vio algo de pie en el bordillo, bajo el estridente anuncio y los canalones goteantes del Green Man: un muchacho con un abrigo con capucha al otro lado de la calle, que esperaba con aire solemne entre dos coches aparcados.

Se sobresaltó al ver al crío que lo había guiado por sus propios sueños. Pero en cuanto la súbita impresión de la sorpresa se disipó, atribuyó una insolencia malhumorada a la pequeña figura e imaginó un rostro de comadreja bajo la capucha oscura, que sonreía con malicia ante el asombro y la alarma dibujados en el rostro de su víctima.

Con la cabeza inclinada para protegerse de la lluvia, Seth hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y se alejó del pub y de la figura vigilante.

Una ráfaga de fuerte viento le azotó la desprotegida cabeza. Unas hojas de periódico, cargadas de pesada humedad, se le enredaron entre las piernas. Al sacudirlas para librarse de aquella maraña, perdió el equilibrio y se dio de bruces contra el cristal del escaparate del corredor de apuestas. El cristal soportó su peso. Se enderezó, masculló algo entre dientes y trató de apretar el paso bajo la ventolera y el aguijoneo de la llovizna. Hasta los autobuses y los coches parecían estornudar y tener que esforzarse para hacer frente a la energía que bajaba por la calle como la subida de la marea. Levantó la cabeza como aceptar la lluvia y los arremolinados vapores y lanzó un insulto a la cara del universo.

En el exterior del puesto de periódicos se leía el último titular del Standard: «La policía abandona la búsqueda de Mandy.»

El enfado se convirtió en vergüenza. El chico de la capucha estaba solo bajo la lluvia, el frío y la oscuridad. En un gesto impulsivo, se volvió hacia él y levantó un brazo. Pero en el aire, su mano vaciló, inútil e insegura. ¿Hoy en día se agitaba la mano o se saludaba con el pulgar? ¿O sólo existía un tipo de saludo de rap lo bastante moderno como para garantizar la respuesta de un joven? Introdujo de nuevo la mano en el bolsillo y esperó a que terminara de pasar un autobús ante el bordillo donde había visto por última vez al muchacho encapuchado. Cuando se despejó la calle, el chaval ya no estaba.

Seth se limpió el agua de la nariz, se dio la vuelta y siguió su camino hacia Sainsbury. Sólo tenía nueve peniques de cobre en el bolsillo, así que tendría que ir a alguna parte donde se pudiera pagar con tarjeta de crédito.

—Puto crío —se dijo, y pasó entre dos mujeres con paraguas para llegar al paso de peatones que había frente a la tienda del taxidermista.

Pero algo malo pasaba en el supermercado.

Aunque la mayoría de los estantes contenían una amplia variedad de productos, no veía nada comestible.

Como de costumbre, docenas de personas se empujaban y daban codazos unas a otras mientras llenaban sus cestas metálicas. Pero Seth se preguntó cómo podían pensar en preparar y luego consumir las cosas que estaban cogiendo de los estantes. La joven que tenía más cerca lo miró con asco. ¿Qué le pasaba en la piel? Cubierta de marcas rosas, blancas y grises, parecía la superficie de una de esas latas de carne que vienen con tapa de apertura fácil. Y al ver sus pies rojizos retrocedió un paso. A pesar de que era diciembre, llevaba sandalias. Sus pies parecían dos trozos de carne de vaca medio descongelada, y las uñas de los dedos, gruesas y amarillentas como las de un cocodrilo, sobresalían por encima de las suelas de goma. Su ropa olía a humedad.

Seth se apartó de los tomates demasiado maduros que ella estaba tocando con el dedo. No podría coger nada en aquella parte de la sección de productos frescos sabiendo que el rostro hecho de cerdo salado de la chica había estado cerca. Ella se volvió en su dirección y lo apartó de un codazo para poder inspeccionar unas cebollas duras y resecas. Sus turbios globos oculares lo penetraron con la mirada. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Sus garras lo extrajeron de su bolsito de mano mientras ella echaba la cabeza atrás, encantada de disponer de la oportunidad de chillar en público.

Seth se alejó. Pero ninguno de los demás productos estaba fresco. Un manojo de chalotas que sostuvo ante su rostro se desmoronó entre sus dedos. Al ver que costaban una libra y setenta y cinco peniques, las estrujó y las arrojó entre las amarillentas coles chinas.

Sentía un hambre desesperada, pero ¿qué podía encontrar para comer allí? Apartó la cara y metió un poco de apio y una lechuga redonda en su cesta.

—Abono, estoy comprando abono —dijo con una gran sonrisa.

Se volvió en busca de fruta. Los plátanos estaban marrones y las peras cubiertas de pelusa. Tampoco quedaban naranjas y todo lo demás estaba demasiado blando, roto, cubierto por una capa blanca de pesticida, marchito, viejo o podrido.

A su alrededor, gente de rostro gris y mejillas cubiertas de cicatrices de espinillas caminaban arrastrando los pies y extendían las zarpas hacia las cestas de plástico y los estantes para coger champiñones gomosos, porciones de pescado pasado, grasienta carne picada y carísimos pimientos importados en tarros sellados llenos con un turbio fluido de embalsamamiento.

Probó en otro pasillo, pero se vio incapaz de apartar la mirada de la mujer obesa que estaba cogiendo bloques de manteca envueltos en papel de cera. Estaba quedándose calva y apestaba a sudor. A través del abrigo y el jersey de lana rosa que llevaba pudo sentir la textura de su espalda: carnosa pero resbaladiza, y posiblemente infestada de hongos.

Sacudió con disgusto la cabeza mientras se tapaba la nariz y la boca con la parte interior del antebrazo. Al expeler el gas generado por el hambre en la boca de su estómago, comenzó a sentir mareos y tuvo que apoyarse en un arcón refrigerador lleno de papel congelado que se vendía como patatas. Con las manos apoyadas en las rodillas, respiró hondo para tratar de reponerse.

Pero en cada pasillo que entraba se veía cercado, empujado, objeto de sonrisas maliciosas. Los rostros de los niños eran como máscaras de Halloween, calabazas esculpidas de sonrisas viperinas. Chocaban contra sus piernas y engullían sin control chucherías que apestaban a productos químicos. Ancianos desaliñados en zapatillas caminaban arrastrando los pies alrededor de las judías enlatadas.

Junto al mostrador de la panadería lo asaltó una terrible peste a pis humano: salada, acre, penetrante.

—Oh, por el amor de Dios… —dijo, antes de apelar, abrumado de incredulidad, a la pareja con sucias chaquetas vaqueras y pantalones acampanados que seleccionaban minúsculas y retorcidas barras hechas de harina orgánica—. ¿Huelen eso? Es pis. —Miraron a Seth con sus pálidos rostros de pez y luego intercambiaron una mirada entre sí. ¿Cuándo sería la última vez que habían dormido? Los cercos oscuros que rodeaban sus ojos habían comenzado a parecer cardenales. Sin decir nada, le dieron la espalda como si estuviera delirando.

Seth dejó la cesta sobre el suelo de baldosas y se estremeció con una furia que le hizo sentir mareos. Apretó los puños y se quedó mirando una fila de pasteles de cumpleaños. El glaseado de colores estaba cubierto de huellas dactilares. Alguien le había dado un mordisco a un pastel de chocolate blando antes de devolverlo a la estantería.

El olor a pis era aún peor junto a la zona del naan y el pan de pita. Vio a una mujer con traje de ejecutiva y el cabello cano recogido en una trenza. Había cogido el pastel de chocolate mordido y lo estaba metiendo en su cesta. Sus zapatos de cuero estaban deformados por culpa de unos pies demasiado largos y unas articulaciones de los dedos propias de un hombre. Seth sintió deseos de marcharse.

Algunos vestigios de la fiebre seguían vivos en su cuerpo. Por eso el mundo tenía ese aspecto. Cada poco tiempo, comenzaba a tiritar y tenía que meter las manos en los bolsillos del abrigo. Las luces del techo, de un blanco amargo y cegador, parecían clavársele en el fondo de los ojos y lo obligaban a entornar la mirada.

Alguien le empotró un carrito en los tobillos. La madre de tres niños que lo empujaba lo fulminó con la mirada mientras le enseñaba una sucia dentadura de caballo. Su aliento apestaba a yogur pasado.

—¡Que te jodan! —exclamó Seth con voz rota. Con los niños pegados a las piernas, la mujer se alejó dando traspiés, no sin mirar repetidamente hacia atrás en su huida. Incluso a tres metros de distancia seguía viendo su bigote.

Las latas de atún que había cogido tenían algo pegajoso en los dentados bordes que olía a rancio. A contaminado. Volvió a dejarlas en su sitio. Sabía que, dentro de las latas de sardinas, las tripas plateadas de madres muertas estaban llenas de minúsculas huevas de color marrón. Eructó y se limpió una capa de lechoso sudor de la frente.

En un pasillo adyacente, para su total incredulidad, un grupo de personas con abrigos apestosos estaban comprando bolsas de arroz en cuyo interior podían verse con toda claridad excrementos todavía húmedos de roedores al otro lado del poliestireno de los envoltorios.

No había en su cesta más que apio blando y lechuga marrón. Añadió unas cuantas botellas de agua mineral. El mango metálico se le clavaba en los delicados dedos. Tiró la lechuga y el apio. Tendría que encontrar cosas selladas dentro de envases de metal que nadie hubiera manipulado o tocado, olido o sobre las que nadie hubiera respirado. Pero no pescado. Quería materia comestible e incorruptible, sobre todo si era una pasta insípida procesada por los dedos metálicos de robots que formaban largas hileras en fábricas limpias de polvo. No quería nada que hubiese entrado en contacto con la gente.

¡Sopa! Pues claro. Con una sonrisa, entró en el pasillo central y levantó la cabeza en busca de los carteles que indicaban la posición de los artículos. Al tercer recorrido del pasillo le dolía el cuello y todavía no había encontrado ni rastro de la sopa.

Alguien lo tocó en el codo.

—Señor.

Seth se volvió y se encontró con un hombre de color, con camisa blanca y corbata azul. Tenía los ojos saltones e inyectados en sangre. Sobre el bolsillo de la camisa, una placa de plástico revelaba su identidad: Fabris.

—Oh, sopa —dijo Seth, apresurado, atormentado, desesperado por comunicarse—. Sopa. ¡Sopa! No encuentro la sopa. —Su parloteo lento estaba intercalado de interrupciones para tragar saliva. En el interior de su cráneo, un denso tejido de fibras blancas parecía impedirle hilvanar las palabras en la debida secuencia. Sentía la lengua hinchada y torpe. No había hablado mucho en los últimos días. Era como si hubiera olvidado cómo articular sonidos con la boca. Se aclaró la garganta con tal violencia que el guardia de seguridad retrocedió un paso y extendió las manos, con las palmas blancuzcas por delante—. No, no —insistió Seth—. Sopa. Es la sopa. No consigo encontrar la dichosa sopa. —¡Al fin! Había recuperado la voz—. ¿Dónde coño está?

—Sígame, señor —dijo Fabris.

Seth sonrió y asintió.

—Tiene que ser en lata —le explicó—. Tengo agua. Pero necesito sopa en lata. No pienso tocar nada más. La gente… Bueno, ya sabe, usted trabaja aquí. No soporto nada que hayan tocado otros. En Londres no se lavan demasiado. Y su ropa igual. Apesta. Alguien se ha meado en el pan, Fabris.

Llevó a Seth hasta el final del pasillo y luego de regreso hasta la sección de frutas y verduras. Otros dos hombres de color con corbatas y pantalones azules se reunieron con Fabris. Entre los cuatro podrían encontrar la sopa.

—Pues qué lugar más absurdo para poner la sopa. Junto a los putos periódicos —comentó Seth—. Normalmente, la comida enlatada está por ahí. Qué raro. —Hizo un ademán en el aire.

Fabris intentó quitarle con delicadeza la cesta de las manos.

—No, no pasa nada —rehusó Seth, conmovido por el gesto—. Yo la llevo. Y no hace falta que me llame «señor».

Fabris insistió y cogió la cesta.

Junto con los otros dos hombres, que en aquel momento estaban sonriendo y haciendo esfuerzos para no echarse a reír —a causa, seguramente, de su observación sobre la ridiculez de poner la sopa junto a los periódicos— formó un estrecho semicírculo detrás de su espalda y lo condujo con mano firme más allá de los periódicos y el puesto de cigarrillos. Sólo cuando Seth sintió en la cara el frío que entraba por la puerta principal desde la calle a oscuras comprendió lo que estaba sucediendo. No iban a buscar la sopa. Fabris y sus compañeros estaban echándolo del establecimiento.

Al revolverse para mirar a los tres hombres junto a la entrada, reparó de repente en que un grupo muy grande de gente estaba observándolo. Tres de las cajeras habían dejado por un momento de pasar los artículos por el pequeño ojo rojo para presenciar su expulsión del edificio.

—¿Qué? ¿Por qué?

Entonces vio a la madre de los grandes dientes amarillos y el bigote, de pie junto al encargado con traje y corbata, al lado de las gallinas congeladas de color naranja que olían a antiséptico. Debía de haberse quejado de él.

El sentido de la injusticia rebulló en su interior.

—¿Cómo? ¿Me vais a echar por culpa de esa zorra gorda y barbuda? —Fabris y sus aliados se lo quedaron mirando con expresión impasible—. Me ha embestido con el carrito. Es indignante. ¡Por no hablar del estado de la comida en este sitio! Tienen suerte de tener clientes, joder.

Fabris se adelantó un paso.

—Voy a pedirle que se marche ahora mismo, señor.

—¡Que te den! —gritó Seth, y su voz transmitía una nota de triunfo que no había pretendido comunicarle. Se revolvió con un dramático aleteo del abrigo para salir del supermercado y se abrió paso a empujones entre la multitud del exterior para alejarse de las ardientes luces rojas.

Para cuando llegó a la calle principal estaba riéndose a carcajadas bajo la lluvia. Una risa descontrolada desde el fondo del estómago que le hacía temer que pudiera asfixiarse. Durante unos instantes se sintió totalmente libre e ingrávido.

Temblando todavía a causa de la confrontación, se dirigió al cajero más cercano. Sacó un billete de diez libras. Un mendigo sentado dentro de una caja de cartón le pidió unas monedas.

La lluvia caía con fuerza y necesitaba sopa. Con dinero podía ir a la tienda de veinticuatro horas. Casi todo lo que tenían allí era enlatado. Caro, sí, pero ¿qué alternativa tenía? Y estaba a punto de desvanecerse. A partir de entonces tendría que limitar su patrocinio a los tenderos del barrio.

Bajo el frío y la lluvia le costaba creer que el episodio de Sainsbury hubiese tenido lugar. Nunca le había sucedido nada similar. Era una persona educada, de buena familia. Pero la culpa era de la ciudad. Le hacía cosas terribles a la gente: les volvía el pelo grasiento y la piel gris y cubierta de manchas. Todo el mundo a su alrededor tenía aquella misma palidez, inducida por el aire viciado, los humos, las partículas en suspensión, el agua estancada y lechosa de las tuberías victorianas, la comida podrida a precio de oro, el estrés, el aislamiento y el dolor. Allí no funcionaba nada: luces, teléfonos, cables, carreteras, trenes… No podía confiar en nada. Y aquella oscuridad, la eterna noche de hollín y aire negro… Tenía el pecho rígido. Le costaba respirar. ¿Dónde estaban todos los perros, los gatos y los niños sonrosados en sus carritos?

El tendero del establecimiento de veinticuatro horas nunca dormía. Era un hombre de Bangladesh, de piel negra como el carbón y ojos medio cerrados, que manejaba la caja registradora sin mirar las teclas.

—Grasias, siñor. —Allí era demasiado peligroso rechazar a nadie. Había fragmentos de botellas vacías junto a la puerta del Green Man y en la parada del autobús.

—¿Tiene sopa? —preguntó Seth.

—Sí, siñor. —Señaló el fondo de la tienda. Seth pasó como pudo por el estrecho espacio que dejaba el viejo irlandés que farfullaba y maldecía junto a las botellas de dos litros de sidra. Apestaba. Aquel día todo apestaba. ¿Es que la gente no tenía tiempo de lavarse?

Además de seis latas de sopa, compró unas galletas duras y crujientes que una máquina de gran tamaño debía de haber comprimido hasta darles textura de madera. Añadió lejía y una botella de agua a su compra. El conjunto agotó el billete de diez libras.

Con el rostro oculto en la redondeada oscuridad de su capucha, pero ligeramente alzado e inclinado a un lado en un gesto de impaciencia, el muchacho esperaba a Seth mientras éste regresaba a casa caminando a paso vivo sobre el pavimento mojado y reflectante como un espejo. Esta vez las cosas eran diferentes. El contacto era inevitable. El muchacho había cruzado a su lado de la calle. Seth sonrió para sí. Puede que al hablar con la versión real de aquella creación de su enloquecido subconsciente lograra expulsar al espectro de sus sueños.

Dejó de correr y se detuvo junto al muro del pub. El muchacho esperaba en el pavimento, cerca del bordillo. La lluvia había teñido de negro su abrigo caqui.

Seth levantó la vista hacia el cielo, un impenetrable borrón de tinta negra en el que el agua plateada destellaba frente a la luz de sodio de las farolas. Se pasó una mano por la cara. El abrigo parecía pesado y empapado, pero por debajo tenía el cuerpo caldeado. Con los músculos sueltos y la piel caliente, había ido más allá del punto del cansancio, el hambre y la fatiga. Bajó la mirada hacia el muchacho, que lo esperaba y observaba en silencio.

—Te he visto por aquí antes. ¿Tienes algún problema?

Hubo una larga y silenciosa pausa, seguida por un gesto de negación con la cabeza. En la mitad inferior de la capucha, a Seth le pareció vislumbrar algo de color rojo, pero no estaba seguro.

—¿Te has perdido? ¿Eres un vagabundo o algo así?

Otra sacudida de la cabeza.

—Entonces… ¿qué? ¿Por qué estás aquí? Es decir, puedes estar aquí, si quieres. No lo prohíbe ninguna ley.

El niño no dijo nada.

—Pero está lloviendo. —Volvió a mirar al cielo.

—No me molestes —replicó el muchacho, encogiéndose de hombros. La voz era lo bastante fuerte como para que Seth se diera cuenta de que no estaba asustado.

Sonrió, pero su sonrisa no pareció penetrar en la capucha, que parecía un espacio silencioso y vacío.

—Y hace frío —murmuró.

El muchacho volvió a encogerse de hombros. Era uno de esos críos que se quedan despiertos hasta tarde, llaman a los adultos por su nombre de pila, nunca van a casa, llaman a los timbres cuando la gente se sienta a comer y miran con ojos inexpresivos a todo el que les grita. Percibía algo duro e insensible dentro de aquella capucha, pero no cruel, no malvado, no criminal. Sólo perdido y capaz de hacer frente a su situación sin preguntas y sin compadecerse de sí mismo.

—¿Tus padres están en el pub? —preguntó Seth, y al instante se sintió estúpido por haberlo hecho y, al mismo tiempo, preocupado por cómo sonaba la pregunta. Era la clase de cosas que, suponía, decían hombres de cabello cano desde el cálido interior de sus coches, inclinados sobre el asiento del copiloto, para invitar a los hijos de otros a entrar en el vehículo. No quería que el niño pensara que era un pervertido.

El chico negó de nuevo con la cabeza y desvió la mirada hacia la calle. Había una cierta desesperación en su forma de hacerlo.

—Deberías irte a casa. Hará más calor. A ver la tele. —¿Qué podía decirle al muchacho para conectar con él?—. ¿Por qué te quedas por aquí? Esto es un vertedero.

Tampoco esta vez recibió respuesta. Pensó en ofrecerle algo de dinero para chucherías o cigarrillos, pero se dio cuenta de que no llevaba nada encima. Con un suspiro, se dio la vuelta para marcharse.

—He visto sitios peores.

—Al menos métete bajo el porche. Te vas a empapar.

—No me molestes.

—A tu madre no le va a gustar si coges una neumonía.

—No tengo.

—¿No tienes madre? Pues a tu padre, entonces.

¿Sería un truco ensayado para inspirar lástima?

—Será mejor que te vayas a casa. No hace noche para andar por ahí.

Pasaron dos chicas sin abrigos. Llevaban el cabello rubio peinado hacia atrás, y Seth se preguntó si la lluvia sería capaz de penetrar en su suave pelo. Ese tipo de peinado siempre parecía mojado. Llevaban zapatillas deportivas sin calcetines, leotardos negros ajustados y sudaderas amplias de cuyos pliegues delanteros colgaba el logotipo de Reebok. Una pasó un cigarrillo a la otra. La más alta llevaba una botella de Bacardi Breezer entre los dedos abarrotados de anillos. Las dos miraron a Seth y se rieron por lo bajo. Sus pecosos rostros, mojados, prominentes e indisciplinados, tenían algo perruno.

—¿Qué haces tú entonces por ahí? —preguntó la que llevaba demasiada sombra de ojos imitando su voz.

—¿Qué?

—Debería seguir sus propios consejos, señor —dijo la de la botella.

—No estaba hablando contigo.

Las chicas se detuvieron.

—¿Y con quién, entonces?

—No, Shell —dijo su amiga, pero incapaz de contener la risa al mismo tiempo.

—Con este chico. —Hizo un ademán hacia el muchacho encapuchado.

Las chicas se volvieron, miraron en la dirección en que señalaba y se rieron con carcajadas duras y sin alegría.

—Idos a la mierda —musitó Seth. En aquella calle no te podías parar mucho tiempo sin que alguien te molestara. Tenías que seguir andando.

—A la mierda tú —respondió la más alta de ellas. Su aliento olía a piña. Siguieron caminando, riéndose y mascando chicle.

—No te preocupes por ellas —dijo Seth al chico.

—No me molestan. Ya no.

Seth se volvió hacia el pub, cada vez menos interesado en el niño de la noche.

—Bueno, será mejor que me vaya.

—No pueden hacerme nada.

—¿Eh?

—Las chicas. No pueden hacerme nada. Ni los chicos.

—Me alegro de saberlo. —Se alejó.

El muchacho lo siguió hasta la entrada del Green Man. Seth soltó un gemido al comprender el terrible error que había cometido al hablar con aquel personaje. Tendría que haberlo ignorado, como todos los demás. Ahora corría el riesgo de encontrarse con él cada vez que saliera del edificio. El muchacho se acercó hasta situarse en la entrada junto a Seth, con la capucha inclinada en dirección al excremento de perro que había junto a sus zapatos de tacón grueso.

—Lo siento. No puedes entrar. Vete a casa.

—No tengo.

—¿Cómo?

—Voy adónde quiero. —Sacó una mano de un bolsillo. Tenía los dedos quemados y deformados.

Se los mostró a Seth.

—¿Nos…? —Tuvo que aclararse la garganta—. ¿Nos conocemos?

El muchacho de la capucha asintió.

—¿De dónde? —Seth abandonó la entrada y volvió a la lluvia. Era mejor quedarse en el frío y bajo el viento que con la peste a azufre y carne quemada que flotaba en los estrechos confines de la entrada.

—Te he visto unas cuantas veces. —Había una cierta arrogancia en la voz y en el ángulo de inclinación de su cabeza. Tuvo la sensación de que el muchacho estaba sonriendo dentro de la negrura. Los pelos se le erizaron por todo el cuerpo.

—Te dije que las cosas iban a cambiar, ¿no? —le recordó el muchacho.

Seth hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y cerró los ojos. Luego los abrió. El muchacho seguía allí, mirándolo en la calle mojada.

—Te he visto en la tienda, antes de que te echaran a patadas.

Seth no podía hablar ni tragar saliva. Retrocedió unos pasos. El muchacho lo siguió.

—Eso es sólo el comienzo. Luego empeora, Seth.

—Sabes mi nombre… —Seth salió de su aturdimiento—. ¿Es una broma? Tiene que ser una broma, joder. —Su voz era un susurro.

—Es lo que querías. Aprovéchalo —lo instó el muchacho.

Seth se interpuso en el camino de un anciano con un paraguas. De algún modo logró encontrar las fuerzas para hablar.

—Perdone —se disculpó.

El anciano se sobresaltó. Su rostro fofo se estremeció.

—¿Ve a este niño? —Seth señaló al muchacho encapuchado, quien volvió la mirada hacia el anciano caballero—. Puede verlo, ¿verdad?

El anciano inclinó la cabeza y rodeó a Seth, pero se detuvo una vez avanzados unos pasos para mirarlo con una mezcla de aburrimiento y curiosidad.

—¡Éste! —gritó Seth mientras señalaba el pecho del chico. El hombre se volvió y se alejó rápidamente.

El niño se rió entre dientes desde el interior de la capucha.

Seth se obligó a sonreír educadamente a una mujer caribeña que pasaba a su lado cargada con un montón de bolsas de la compra.

—Discúlpeme, señora.

—¿Sí? —dijo ella, con el rostro al borde de una sonrisa, pero reprimida al final por una suspicacia instintiva.

—Este chico se ha perdido.

—¿Eh?

—Este chico. Se ha perdido. Quiero ayudarlo.

—¿Se ha perdido usted? —preguntó ella—. ¿Adónde quiere ir?

—No. Yo estoy bien. Vivo aquí. Pero este niño… Éste.

La mujer miró en la dirección en la que señalaba y luego entornó los ojos y observó a Seth, intrigada al principio y cautelosa después. Al cabo de un instante de silencio dijo:

—Déjeme. Tengo que irme a casa. No tengo nada. —Y se alejó caminando con un balanceo de pato.

Seth miró al niño y tragó saliva.

—No —susurró, y echó a correr hacia la puerta del pub. Soltó la bolsa de la compra para meter la llave en la cerradura. Recogió la bolsa de latas y lejía, entró en el edificio y cerró dando un portazo.