Capítulo 9

El espejo estaba orientado hacia la pared. Durante toda la noche no había reflejado otra cosa que la noble imagen de su tía abuela y su marido en un viejo y polvoriento óleo, en lugar de a ella, aterrada y tensa en la cama.

Le había dado la vuelta porque la asustaba. Pero no era más que un espejo alargado en una habitación oscura de un viejo apartamento en una ciudad extraña, en la que una chica cansada y excitable se había dejado abrumar por todas las cosas que había visto, pensado y fantaseado. No era más que una mente con demasiadas preocupaciones que había imaginado una presencia en el espejo. Sólo eso.

La tenue luz de la mañana flotaba alrededor de los marcos de las ventanas y emitía una fina neblina grisácea a través de las cortinas. No había echado las persianas la noche antes para no sentirse atrapada, como si las ventanas sobre Lowndes Square le ofrecieran la posibilidad de una fuga rápida. Además, todas las lámparas estaban encendidas, lo mismo que las luces del techo.

Confundida por el modo en que su mente había inventado horrores para atormentarla, salió a rastras de la cama y contempló el cielo, oscuro aún y recubierto de vetas de color mandarina. Era como si la noche estuviera dispuesta a reclamar de nuevo la tierra a las nueve de la mañana.

Cansada y tensa, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche, abrió las cortinas para que entrara más luz. Al reordenar el fino y transparente tejido, algo cayó al suelo y rebotó entre sus pies. Un platillo azul y blanco quedó boca abajo sobre la alfombra y, cerca de él, una llave de hierro con sendas alas de mariposa en la empuñadura. Del tamaño de las cerraduras de los cajones de un secreter. Se acercó rápidamente al sólido y oscuro mueble que había frente al pie de la cama.

La llave abrió el primero de los cajones con un leve chasquido que, más que oírlo, sintió en los dedos.

Estaba lleno de billetes. De tren y de avión, e incluso algunos de crucero. Estaban organizados por años y luego sujetos con gomas de color rojo en el primero de los cajones. Pero ni uno solo de ellos estaba sellado, perforado o cortados por la línea de puntos. Eran billetes de viajes planeados pero nunca ejecutados. Y la mayoría de ellos tenían como destino Estados Unidos. Desde al menos 1949, Lillian había estado pensando en volver a casa.

Apryl pensó en lo que le había contado Stephen sobre sus despedidas al salir del edificio para dar sus paseos matutinos. El día que murió llevaba consigo una pequeña maleta, con un pasaporte caducado, un billete de avión y todo lo necesario para un viaje transoceánico. Pero ¿por qué había roto todo contacto con su hermana y su familia cuando era tan importante para ella volver a Estados Unidos? No tenía sentido.

Había oído hablar de las obsesiones rituales y las precisas pero irracionales rutinas que las acompañaban, y aquello era una prueba más del proceso de deterioro sufrido por la mente de su tía abuela. Un proceso iniciado cuatro décadas antes. Con un sombrero anticuado y un velo, abandonaba el edificio rumbo a América, pero sólo una hora después regresaba confusa y desorientada, y luego, ya descansada, repetía el proceso de nuevo al día siguiente. De no haberse tratado de su tía abuela y benefactora, tal vez la idea la hubiera hecho sonreír, pero en su lugar lo que hacía era preguntarse cómo era posible que, en aquella época, hubieran dejado pasar tanto tiempo así a una mujer adinerada.

En el segundo cajón había copias de los certificados de nacimiento de Lillian y Reginald, algunos sellos antiguos sin franquear, las medallas de Reginald, su anillo de boda y unos mechones de pelo en un saquillo de plástico. Debajo de todo esto había un grueso fajo de documentos privados que parecían títulos de propiedad, seguros y facturas, pulcramente guardados en sobres de lino. Su tía, aparte de estar como una regadera, había sido una mujer muy meticulosa. Apryl supuso que tendría que revisar toda la documentación más adelante.

El último de los cajones, salvo que hubiera una caja fuerte o una cámara en algún banco, representaba los últimos elementos que le faltaban por descubrir de la vida de su tía abuela Lillian. El olor que salía de él invadió sus fosas nasales con la intensa pero no desagradable fragancia de las virutas de lápiz, el polvo y la tinta seca. Se arremolinó como una nubecilla delante de su cara y luego, rápidamente, volvió a hundirse en el cajón de madera oscura que, vio en aquel momento, estaba lleno de libros. Libros de portada lisa, de una época en que la encuadernación y la producción de los libros eran oficios artesanos. Cada volumen tenía tapas de cuero o de algún tipo de tejido. Polvorientos y descuidados, pero de calidad. Cualidades que igualmente podían aplicarse a la vida de su pariente.

Al abrir el libro de tapas rojas que encabezaba el montón, se encontró con páginas cubiertas de letra manuscrita, pero sin fechas. Mientras iba pasando las páginas, no tardó en darse cuenta de que su tía abuela había utilizado una distinta para cada anotación, escrita con mano temblorosa.

La letra era difícil de descifrar. ¿Eso era una «b»? Y lo que en un primer momento había tomado por una «s» era en realidad una «f». Y se inclinaba tanto hacia la derecha que los trazos más largos corrían el riesgo de tenderse en horizontal y aplastar las vocales contra las líneas azules de la cuadrícula. Llegó hasta la última de las anotaciones. Decía algo sobre «volver a intentarlo por la mañana» y «coger la carretera de Bayswater, que llevo años sin ver».

Volvió a la primera página y, con el dedo pegado a cada palabra, moviendo los labios como una niña que aprende a leer, comenzó a avanzar lentamente por la narración, de la que tenía que abandonar frases y párrafos enteros cuando la maraña de letras y anotaciones la derrotaba. Pero en ocasiones sobresalía una palabra solitaria, o una frase entera, como por ejemplo: «más lejos que antes de aquí. Hace años». Y «hay grietas por las que pasar sin que él te pueda seguir. Ni estar esperando.» Al menos eso era lo que le parecía leer, pero no podía estar segura y los pequeños músculos de sus ojos comenzaban a cansarse. La luz del dormitorio era demasiado escasa para la tarea.

Dejó a un lado el primero de los diarios y sacó otros cinco. La escritura era similar a la del primero, pero al menos uno tenía los meses escritos sobre las anotaciones, aunque con frecuencia entre interrogaciones —¿junio?—, como si Lillian no fuera muy consciente de la fecha en la que escribía.

Había un total de veinte diarios, y Apryl los colocó sobre el secreter en el mismo orden en que los había sacado del cajón, suponiendo que Lillian los había guardado por orden cronológico, con los más antiguos al fondo.

Tenía razón. La letra era mucho más clara en el último que salió del cajón. Era legible casi en su totalidad y resultaba muy agradable a la vista. Y no había errores, como si su contenido hubiera sido objeto de una cuidadosa composición.

Tras decidir que dejaría para más tarde las llamadas telefónicas que tenía que hacer, volvió a la cama y se hundió entre los mohosos almohadones de pluma de ganso. Y, a partir del primer diario, comenzó a leer páginas escogidas al azar.

Highgate y Heath se han perdido del todo para mí. Lo he aceptado. Fui para recordar los paseos que con frecuencia dábamos por allí. Pero tendrán que pervivir tan sólo en mi memoria. Y hace al menos seis meses que no voy a St. Paul. No puedo acercarme a la ciudad. Es demasiado difícil. Después del episodio en el metro, me he prometido no volver a meterme bajo tierra. Puede que el desaliento y la ansiedad sean intensos en la superficie, pero en los subterráneos, por aquellos túneles estrechos, lo son por partida doble. Hasta mis tardes en la biblioteca y en el Museo Británico en Bloomsbury están en peligro.

¿También eso?, no dejo de preguntarme con desesperación. ¿Cuándo terminará al fin este tormento y qué me quedará para entonces? La opresión en el pecho y el parpadeo de la visión se han sucedido dos veces en la sala de lectura, así como el lento nacimiento de una horrible jaqueca. Pedí que me trajeran un poco de agua. La segunda vez, un hombre con un terrible aliento trató de aprovecharse de mí.

El doctor Hardy insiste en que estoy bien de salud. Pero ¿cómo es posible? El doctor Shelley asegura que soy agorafóbica e insiste en hurgar en mis recuerdos de juventud. Pronto habré agotado los conocimientos de Harley Street. Y no me atrevo a hablarles de los espejos. El resto tendrá que ir también abajo.

La mayoría de las anotaciones del diario eran de similar tenor. Catálogos de fatigas y extrañas sensaciones corporales en distintas ubicaciones de Londres que Apryl no era capaz de imaginar o situar en un mapa. Pero parecía que su tía abuela sufría graves ataques de ansiedad cada vez que se alejaba demasiado de Barrington House.

Cada vez más, las anotaciones se transformaban en listas de direcciones que, asumía, había tratado de utilizar su tía para abandonar Londres, o incluso escapar de ella. Abundaban las estaciones de tren: King's Cross, Liverpool Street, Paddington, Charing Cross, Victoria… Lillian había tratado de alcanzarlas todas, pero en cada intento había sucumbido a un ataque de nervios combinado con desagradables y paralizantes síntomas físicos. Algo a lo que comenzó a referirse como «la enfermedad».

O puede que estuviera tratando de poner a prueba una especie de frontera que creía impuesta sobre su libertad de movimientos. A veces le daba la impresión de que aquellas excursiones obsesivas eran algo así como misiones de reconocimiento.

Algunas de las anotaciones hacían referencia a personas que nunca eran descritas en detalle, porque su marido muerto, que era el destinatario de los diarios, ya las conocía bien.

Al este no puedo pasar de Holborn. Al oeste, la frontera termina más cerca aún. Hoy he tenido que llamar a Marjory desde la calle para cancelar el almuerzo. En esa dirección no puedo llegar más allá del cuartel del Duque de York. El puente es imposible, porque, teniendo en cuenta lo poco que puedo alejarme últimamente, es como si Holland Park estuviera en China.

Cada cancelación ahonda la preocupación de las chicas. Lo intuyo en sus voces y sé que están nerviosas conmigo, aunque como son tan buenas, intentan disimularlo las pocas veces que vienen a cenar a Mayfair. Si sigo cancelando citas y rechazando invitaciones, temo quedarme sin amigas. Y menos mal que no tengo que cruzar el río. Ya he fracasado dos veces en el puente de Westminster después de haber partido con la cabeza muy alta. Pero me abrumaron un intenso mareo y una sensación de agotamiento que me provocaron un desvanecimiento y tuvieron que ayudarme a llegar hasta un banco, como si fuese una ciega.

Ahora mismo es difícil de concebir, mientras me siento aquí y te escribo, con la mente clara y el porte orgulloso a los que creía haberme hecho acreedora en esta vida. Pero junto al embarcadero que lleva a Grosvenor Road no puedo hacer otra cosa que arrastrarme como una gata miserable aquejada de alguna lesión interna y contemplar desde lejos Wandsworth como si fuese una especie de paraíso. Un lugar que nunca deseé visitar mientras aún vivías, cariño. Pero de buen grado iría descalza y sin un penique en el bolsillo entre las grúas y el cemento si eso significara librarse de él y de la enfermedad que me ha contagiado. Y que aqueja también a las demás. No pueden engañarme. Beatrice lleva más de un año sin llegar más allá de Claridges. Y cuando le conté que me había puesto mala en Pimlico dejó de devolverme las llamadas, como si yo estuviera infectada y pudiese contagiarla. Es una criatura cobarde y una señora terrible. No podemos conservar la servidumbre. Y ella le impone su cautiverio a gente que no tiene ninguna culpa. La idea de que él sea el responsable de esta terrible situación ni se le pasa por la imaginación. Y los Shafer, aunque son amables conmigo, han comenzado a quejarse de problemas en las caderas, como si ya estuvieran viejos e impedidos. Tienen sus estúpidas cabezas enterradas en la tierra, querido mío. Creen que mientras algunos viejos amigos los visiten en casa no necesitan salir del edificio. Y aún no me han querido contar lo que les pasó el día que trataron de huir de Londres por King's Cross.