Otros tres pasajeros del autobús se habían fijado en que estaba hablando solo. Fingían que la presencia de un sujeto que murmuraba para sí no los molestaba. Avergonzado al comprender que su voz interior se había tornado audible, Seth dejó de cuchichear y se dedicó a mirar las calles por la ventana del autobús para mantener su mente distraída de sus vagabundeos interiores.
¿Qué le estaba sucediendo? Era difícil de decir. Le costaba recordar cómo había sido antes. Las preocupaciones normales de la gente habían comenzado a parecerle extrañas. Ajenas. Se preguntó si sería un proceso de iluminación o de demencia.
Le ardía toda la parte delantera de la cara y tenía la piel muy sensible. Cualquier movimiento le provocaba un doloroso roce de la cabeza del hueso contra la articulación. Sentía cada músculo como si estuviera sumergido en un ácido amarillo que respondiera con furia al mínimo esfuerzo. Una palpitante jaqueca lo obligaba a entornar los ojos o a cerrarlos del todo cuando se encontraba cerca de alguna luz intensa. Y cuanto más se alejaba de su cuarto, peor se sentía.
En las calles se veían los mendigos sentados, con las piernas metidas bajo mantas blancas sobre el pavimento frío. Pero al menos ellos parecían capaces de alcanzar la salvación, o de tener una segunda oportunidad, mientras que a él lo habían condenado a un mal incurable, una desintegración tanto física como mental. Así es como se sentía. Una larga e intrincada sucesión de decepciones, hábitos, decisiones desafortunadas y periodos de introspección lo habían llevado a eso.
Ya no podía poner coto a sus pensamientos. Corrían, cambiaban de dirección y reaparecían inesperadamente, como el fuego entre la maleza. Y era como si hubiera sobrevivido sólo un último vestigio de su antiguo yo para asistir con impotencia a la transformación.
Furioso consigo mismo, trató de comprender por qué había salido del Green Man. La fiebre sólo le había permitido disfrutar de unas pocas horas de intermitente descanso entre sus turnos en Barrington House. Y cada vez que despertaba de día, se encontraba con que su cuerpo sudoroso y enfermo había transformado la cama en una fría ciénaga, mientras la luz del sol que se filtraba por las finas cortinas del cuarto lo hacía gimotear y luego sollozar con una almohada sobre la cabeza. Si se quitaba las sábanas con los pies para buscar alivio frente al calor, no tardaba mucho en helarse y tener que cubrir de nuevo su cuerpo agarrotado con el tejido húmedo. Finalmente, a las tres de la tarde se había despertado para tomar un vaso de agua y varios analgésicos. Puede que en ese momento un falso sentido del deber, una triste parodia de una ética del trabajo, lo hubiera obligado a vestirse y marcharse a Barrington House.
Pero era algo más que eso. Casi se sentía obligado a regresar. Como si hubiera dejado inconcluso algún importante asunto relacionado con sus extraños sueños y la señora Roth. O puede que su juicio estuviera tan deteriorado que no pudiera responder por sus propias acciones. Era posible.
Tras bajarse del autobús, atravesó Hyde Park Córner y entró en Lowndes Square. El sudor le cubría la frente y había vuelto a empaparle la espalda de la camisa y el jersey. Su cuerpo perdía tanto líquido por los poros que hasta el forro de su abrigo estaba empapado cuando comenzó a subir penosamente las escaleras traseras del edificio. Cada paso era un martillazo en la cabeza y un aguijonazo en la parte inferior de la espalda. La respiración entrecortada le provocaba un intenso dolor en los pulmones, a pesar de lo cual fumaba hasta sentir náuseas.
—Ahh —dijo, y se cubrió con las manos las orejas ardientes al ver que aparecía Piotr.
—Hoy ha pasado la cosa que no te vas a creer. Va a haber problemas muy gordos. El Jorge estaba fuera conduciendo cuando tendría que haber estado aquí. No puedo hacerme el responsable del edificio tanto tiempo si se va…
Seth se introdujo en la escalera y escapó en dirección al cuarto del personal, cubriéndose la cabeza y el frágil e hinchado cargamento que contenía. Meningitis. Tal vez sus tejidos cerebrales estuvieran inflamados y presionaran contra las paredes interiores del cráneo. La voz de Piotr lo persiguió escaleras abajo:
—Y cobra por eso. Cuando en nuestro contrato dice que no podemos ganar el dinero fuera del edificio. No es justo. ¿Por qué él puede…?
Iba a morirse en la silla, tras la mesa semicircular, aquella noche. Tal vez los sueños fueran el preludio de un coma. Sí, había llevado su mente al borde de la extinción. Se había deshecho lentamente a sí mismo hasta comprender que la existencia no tenía sentido, así que la naturaleza había decidido intervenir para librar a la raza humana de una carga. Se rió por lo bajo y luego sorbió por la nariz.
En el cuarto del personal se quitó los pantalones y los calcetines y se lavó con agua fría de la pila. Cogió unas toallas de papel y se secó en las axilas, alrededor del cuello y en las posaderas. Pero al terminar de ponerse el uniforme —pantalones de poliéster gris, una camisa blanca de tejido sintético, un jersey, corbata y una chaqueta azul marino— volvía a tener el cuerpo empapado de sudor.
Apagó las luces y se tumbó en el pequeño sofá que había junto a la fuente de agua. Se tomó una bebida caliente de paracetamol con sabor a limón mientras esperaba a que comenzara su turno.
Durante las siguientes horas, su enfermedad no lo dejó hacer otra cosa que existir dentro de ella. Se columpió adelante y atrás en la silla con la cara caliente enterrada entre las manos. Las fuertes luces de la recepción le quemaban los ojos y los ruidosos radiadores amenazaban con desecarle el cuerpo entero. Con el abrigo puesto, se dormía y se despertaba a cada momento.
Pero justo después de la medianoche cobró consciencia de una presencia en las zonas comunitarias del edificio. Parecía haber alguien allí, como encerrado con él para pasar la noche entera, alguien que se movía entre piso y piso, que corría sin objetivo concreto escalera arriba y escalera abajo y hacía cortos e irrelevantes trayectos en los ascensores. Como lo que habría hecho un niño aburrido e inquieto tras conseguir colarse en un edificio privado.
Media hora más tarde, hizo un esfuerzo y se levantó de la silla para ir a investigar el más reciente de los ruidos cercanos a su mesa: un rápido susurro de tela y el golpeteo de unos pies rápidos y diminutos. La mayor parte de lo que había oído cuando estaba medio dormido parecía demasiado lejano como para resultar preocupante. Pero los últimos sonidos habían pasado corriendo por delante de la recepción, a poca distancia de su mesa, al menos hasta que un chirrido y un portazo procedente de la salida de incendios que daba a la escalera del ala oeste acabaron con el revuelo.
Al seguir el ruido por la escalera, oyó el tenue sonido de unos pies que ascendían corriendo un piso y luego se detenían. Subió a investigar.
Los apartamentos de los dos primeros pisos del ala oeste estaban vacíos. Uno de ellos estaba a la venta y los inquilinos del otro se encontraban fuera del país, así que no había ninguna razón que explicara la presencia de gente allí. Pero parecía que la había.
Tampoco era del todo imposible: podía ser el viento que se movía por los circuitos de ventilación; alguna doncella o niñera de los pisos superiores —había al menos dos, que él supiera— que bajaba a fumarse un cigarrillo o a llamar por teléfono; o incluso un inquilino, que al bajar se hubiera dado cuenta de que se había dejado la cartera y que volvía a su apartamento a buscarla.
Sobre él, al pie del siguiente tramo de escalera, parpadeaba una de las luces del techo. Pero todo lo demás estaba como siempre a esas horas de la noche. ¿O no? Captó un olor. De nuevo. Tenue, pero innegablemente presente, y más intenso cuanto más investigaba. Al doblar el recodo husmeó el aire y advirtió un rastro de azufre en el pasillo. Era como si alguien hubiese encendido una cerilla hacía poco. Y también un leve olor a humo, como el que impregna la ropa de alguien que acaba de estar junto a una fogata. Y algo más: olor a comida. Sí, una especie de fragancia a carne a la parrilla, como la que emite la grasa animal en el horno. Lo mismo que había olido junto al apartamento dieciséis la pasada noche.
—Pero qué coño…
En cada una de las puertas por las que pasó en su ascenso acercó la nariz al buzón para averiguar si había alguien dentro de los apartamentos preparando carne. Pero el olor era más intenso en el centro de los descansillos y prácticamente desaparecía cerca de las puertas. Era como si alguien estuviera dejando un rastro al pasar por el edificio.
Sobre él, la escalera había quedado en silencio, y como no le quedaban fuerzas para seguir subiendo, volvió a la planta baja y se sentó detrás de su mesa. Incapaz de mantener los párpados abiertos a causa de la dolorosa presión que sentía detrás de los ojos, los cerró. Y se sumió en un profundo sueño.
Una ojeada al reloj reveló que acababa de pasar la una y media cuando volvieron a empezar las perturbaciones. Esta vez eran más insistentes. Desde detrás de su mesa oyó que el ascensor del bloque oeste emitía un chasquido, un chirrido y luego se ponía en funcionamiento. Y ascendió por el oscuro hueco en dirección a los pisos superiores.
Alguien lo había llamado desde arriba. Seth echó un vistazo al panel de metal que había bajo el borde de la mesa. Una luz roja parpadeó detrás de cada dígito hasta detenerse en el octavo piso del ala oeste. El piso diecisiete estaba vacío desde hacía cuatro meses, cuando el señor y la señora Howard-Broderick se mudaron a su apartamento de Nueva York. El dieciséis, bien lo sabía él, llevaba desocupado casi medio siglo.
Desde la silla observó el panel iluminado. Vio bajar el ascensor. Piso a piso, desde el octavo hasta la planta baja. Justo donde estaba esperando.
Con un silbido hidráulico, el ascensor frenó y luego se detuvo acompañado por un chasquido. La puerta permaneció cerrada.
Con precaución, Seth se levantó de detrás de su mesa y atravesó la recepción. Miró por la ventanilla de la puerta del ascensor. Y no vio nada más que el espejo de la pared opuesta. Temiendo que las puertas interiores pudiesen abrirse de repente mientras él espiaba por el cuadradito de cristal, retrocedió un paso y pulsó el botón de apertura.
Estaba vacío. No había otra cosa que su propio y pálido rostro, observándolo desde el espejo del interior. Husmeó el aire y arrugó el gesto. Volvió a captar el olor a humo y grasa quemada en el interior del ascensor, más intenso aún que antes en la escalera.
Cerró la puerta exterior y luego los ojos. El breve esfuerzo lo había agotado. Estaba demasiado cansado como para preocuparse por un olor desagradable y un ascensor averiado. El virus había regresado con renovadas fuerzas y aquellos mínimos movimientos lo hacían sentir como si estuviera a punto de morir. A duras penas lograba mantenerse en pie, y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera mientras bajaba casi arrastrándose hasta el cuarto del personal para tomar un poco de agua helada de la fuente.
Pero el alivio aún estaba lejos. Tras volver a su mesa y desplomarse sobre la silla de cuero, fue como si las perturbaciones nocturnas sólo acabasen de empezar.
A las dos de la madrugada, por segunda vez aquella noche, el ascensor del ala oeste se detuvo con un chirrido metálico en la planta baja. Pero esta vez no estaba vacío.
Mareado y parpadeante, Seth se incorporó y se apoyó en la mesa con los codos. Con los ojos entreabiertos para sortear una migraña que recorría su cabeza a oleadas, vio que algo salía del ascensor reptando sobre un número de patas que fue incapaz de contar. Sólo cuando la cosa llegó arrastrándose a poca distancia de su mesa, reconoció que el rostro marchito de la criatura era el de la señora Shafer.
Envuelta en un enorme kimono de seda, la mole de su cuerpo cruzó la alfombra con sorprendente celeridad. La cabeza, similar a un saco, descansaba sobre la espalda y unos hombros que parecían enanos en comparación. El cabello, torpemente prendido con alfileres bajo un tapiz de pañuelos, estaba mojado. Varios zarcillos relucientes habían escapado sobre la frente y las sienes, donde se habían soltado algunos de los alfileres.
—¿Cuántas veces tenemos que quejarnos para que se hagan las cosas como es debido? —Su voz parecía al borde de la histeria—. Han estado en el tejado no sé ni cuántas veces y todavía no recibimos la imagen. ¿Es que esos hombres no saben hacer su trabajo?
Ya se había quejado por lo mismo otras veces. Su abdomen había dejado sobre la alfombra un reguero de humedad parecido al rastro de un caracol. Apestaba como la carne estropeada metida en una bolsa de plástico.
—Mi marido —le dijo a Seth, que se había cubierto la boca con una mano para soportar el olor— es un hombre muy importante. Necesita ver las noticias financieras. No se pasa todo el día sentado sin hacer nada. —Una de sus pequeñas patas delanteras se sacudió en el aire para añadir énfasis a su comentario. Había una minúscula mano humana al final del miembro—. ¡Quiero ver a Stephen ahora mismo! —Seth se apartó del borde de la mesa.
La mujer volvió la bolsa que tenía por cabeza sobre un cuello grasiento y luego chilló:
—¿Y tú quién eres?
Se refería al muchacho encapuchado, que, plantado junto a la puerta principal de la zona de recepción, observaba a Seth.
—Te lo dije, ¿no? Que verías las cosas como realmente son —dijo a Seth, haciendo caso omiso de la señora Shafer, quien atravesó corriendo la recepción, llamando a gritos al jefe de porteros, hasta que su cuerpo bulboso volvió a meterse al fin en el ascensor. Cuando Seth se volvió de nuevo hacia la puerta principal, el chico encapuchado había desaparecido. El vestíbulo estaba vacío y en silencio, aparte del zumbido de los apliques de las paredes. Y el olor a carne quemada.
Seth se levantó de la mesa. Revisó la alfombra en busca de las manchas dejadas por la señora Shafer. No estaban. Pensó que iba a echarse a llorar. Al volver a sentarse, le dio la repentina impresión de que la mesa y los monitores de seguridad eran, de algún modo, más grandes y amenazantes, y se cernían sobre él hasta arrinconarlo en una esquina. La puerta principal retrocedió en la lejanía, como si la estuviera observando a través del lado equivocado de un telescopio.
Cerró los ojos con fuerza y se cubrió la cabeza con el abrigo hasta sentir su aliento húmedo contra la cara. Se quitó los zapatos, se sentó en el suelo detrás de la mesa y acurrucó el cuerpo debajo del abrigo.
—Necesitamos ayuda —dijo la voz de un anciano—. Venga conmigo, por favor. —Era el señor Shafer el que había despertado a Seth. Pero parecía distinto a las otras veces que lo había visto. Desnudo, caminaba cojeando junto a la mesa sobre unos pies alargados y huesudos. Las uñas de sus pies estaban amarillentas y agrietadas. Tenía los miembros encogidos y las costillas presionaban la fina y azulada piel del torso. Con la nariz aguileña y las mejillas sin afeitar, su cabeza grisácea parecía demasiado grande para que pudiera sustentarla aquel cuello fino y alargado. Debajo de la hueca pelvis, Seth miró un momento la protuberancia de los genitales y el contraído saco de los testículos y luego apartó la mirada. Su grado de escualidez era tan extremado que parecía imposible que pudiera seguir con vida.
—¿Podría subir, por favor? —dijo el señor Shafer con un tono educado que, por lo general, servía como antídoto a los chillidos de su esposa.
Impulsado por su instinto, Seth se incorporó y rodeó la mesa hasta encontrarse sobre el encogido y minúsculo anciano. Como un niño, el señor Shafer agarró el codo de Seth con sus largos dedos. No había ninguna fuerza en su contacto.
Con tanta lentitud que era como si el señor Shafer estuviera andando por la cuerda floja, Seth lo llevó hasta el ascensor. Tenía la mirada clavada en la enorme joroba que deformaba la espalda y los hombros del anciano inquilino. Bajo la piel estirada había crecido una vasta urdimbre de tendones y venas negras hasta transformarse en un montículo. A Seth le producía repugnancia, pero también sentía deseos de tocarla para ver si era dura.
—¿Qué sucede? —preguntó, y al instante se sintió idiota por decir tal cosa, cuando el señor había bajado al vestíbulo desnudo y su esposa era un arácnido grotesco. Pero el señor Shafer se limitó a murmurar algo sobre que era «el momento apropiado» a modo de respuesta.
En cuanto entraron en el apartamento que los Shafer tenían en el sexto piso, Seth tuvo que taparse la boca con la manga de la chaqueta. Pero no le sirvió de mucho para contener la peste. Las bolsas de basura se apilaban por docenas contra las paredes del largo pasillo que cruzaba de un lado a otro el apartamento rectangular. Cada una de ellas tenía pegada una etiqueta que decía: «DESECHOS CLÍNICOS.»
Todas las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban abiertas. Una parda lobreguez llenaba cada una de ellas, como si el olor fuese visible. En su interior había más bolsas de basura junto a montones de periódicos y revistas, platos con comida reseca ya incrustada y ropa arrugada. Era como si jamás hubieran tirado nada durante su larga y miserable ocupación de aquellas habitaciones. Bajo sus pies, la alfombra estaba húmeda y cubierta de manchas blancas.
No había ni rastro de la enfermera.
—¿Dónde está su esposa? —preguntó Seth con un tenso susurro.
El señor Shafer levantó el hueso de gallina que era su antebrazo y señaló hacia adelante, en dirección al salón que había al final del pasillo.
—¿Y su enfermera? —añadió el otro, desesperado por mantener el control de la voz—. Ustedes tienen una enfermera.
—No era buena —respondió el señor Shafer con un parpadeo de sus ojos lechosos—. Con su ayuda será suficiente.
—¿De qué se trata? ¿Otra vez la televisión?
El señor Shafer lo interrumpió con un gesto de su mano grisácea.
—Todo irá bien. —Su voz adoptó un timbre que Seth encontró desagradable. Había algo lisonjero en su tono y un brillo taimado en la sonrisa. Y por si fuera poco, cuando se acercaban, comenzó a proferir un sonido similar a un suspiro que parecía algo sexual y aceleró su cojeo, de manera que su cabeza comenzó a bambolearse ostensiblemente junto al hombro de Seth. Alrededor de su codo, los dedos huesudos se cerraron con mayor fuerza.
Al llegar a la entrada del salón, Seth creyó que iba a ponerse enfermo. La señora Shafer se encontraba en la esquina más alejada de la habitación. Estaba de rodillas, con la cabeza baja y las enormes espaldas orientadas hacia ellos. Ataviada aún con el vestido manchado de antes, volvió el rostro en su dirección y luego levantó sus anchas nalgas. El leve movimiento pareció levantar una bocanada de putrefacción que cruzó la habitación hasta debajo de la nariz de Seth.
El señor Shafer soltó el brazo de Seth y comenzó a avanzar a trompicones y con indicios de excitación por el salón. Con aquellos movimientos torpes, parecía el esqueleto de un niño muerto que diese sus primeros e impíos pasos alrededor de una cripta. Un niño con una pierna más corta que la otra.
La señora Shafer observaba detenidamente a Seth. Sus minúsculos ojos rojos despedían un feroz brillo de desaprobación, pero también estaban expectantes.
—¿Puede usted ayudar a este buen hombre con su medicación?
El señor Shafer anduvo sobre sus patas de ave hasta una caja de cartulina con inscripciones en chino a un lado y un gran sello oficial que demostraba que había pasado por la aduana. De su interior, unos dedos finos como agujas extrajeron un tubo de goma y una jeringuilla grande y antigua con gruesos agujeros para introducir los dedos en el inyector. Los dejó caer sobre el suelo sucio y luego registró una segunda caja. Unos paquetes de poliestireno cayeron entre sus pies nudosos. Levantó un tarro, pero el peso del objeto, aparentemente excesivo para él, estuvo a punto de hacerlo caer de bruces.
—¡Ayúdelo! —bramó la señora Shafer.
Seth salió del trance provocado por el horror y corrió a ayudar al señor Shafer. Le quitó el tarro de las manos. Estaba cubierto de polvo y lleno de un fluido amarillento. Preservada en aquel suero y apoyada contra uno de los lados del tarro, Seth pudo ver una forma blanda del color de un hígado. En ese momento, la cosa se movió y abrió un ojillo negro, y a Seth se le cayó el tarro de las manos.
—¡Tenga cuidado! —gritó la señora Shafer. Su marido cayó de rodillas y trató de alcanzar el contenedor de cristal con unos dedos como garras. Tenía un torniquete de goma alrededor de uno de los consumidos muslos.
—¡El tratamiento es más caro de lo que puede imaginar y no nos queda demasiado! ¿Es usted idiota? ¿No es capaz de hacer nada bien? —bramó la señora Shafer con voz temblorosa de histeria—. Nosotros costeamos su salario. No me parece demasiado pedir.
El señor Shafer se sentó en el suelo con el tarro entre las piernas. Apresuradamente, su cabeza comenzó a bambolearse en una especie de ataque mientras que su rostro, o bien había esbozado una sonrisa tiesa y forzada o bien estaba al borde de las lágrimas.
Dentro del tarro, la criatura comenzó a moverse en una serie de contracciones que parecían unos torpes intentos por defenderse. Pero la actividad del interior del humeante tarro sólo sirvió para excitar aún más al señor Shafer, que pinchó la lata con renovado vigor. El hilo de baba que colgaba de su barbilla se columpiaba como un péndulo a causa de sus esfuerzos. Cuando al fin logró perforar la tapa con sus débiles ataques, algo siseó en el interior del tarro. Puede que fuese el ruido que hacía el aire al escapar, pero Seth pensó que sonaba más bien como un pequeño grito.
—Es usted un caso perdido —dijo la señora Shafer a Seth con exasperación en la voz.
Cuando el señor Shafer sacó finalmente la jeringuilla del tarro, Seth retrocedió un paso y se cubrió la boca con la mano. Un fluido amarillo escapó de la tapa de metal y resbaló por el borde del tarro. Seth quiso creer que lo que oyó entonces fue una repentina exhalación de excitación proveniente del anciano, péro sabía que era un jadeo de dolor de la criatura del interior del tarro.
Fuera lo que fuese el fluido que absorbió entonces la jeringuilla, el señor Shafer no perdió un instante en inyectárselo en la ingle. Seth apartó la mirada.
—¿Está bien, cariño? —preguntó la señora Shafer a su marido—. ¿Funciona? —Y luego añadió, dirigiéndose a Seth—: Hemos pedido machos. Normalmente nos engañan y mandan hembras. Pero éstos son machos, sin duda.
—Creo que está mejor —murmuró el señor Shafer, pero al instante pareció volverse inseguro y confuso.
No era la respuesta que esperaba la señora Shafer. Su rostro enrojeció y su corpachón comenzó a temblar bajo el kimono.
—Te dije que no tendríamos que haber cambiado de marca. —Luego volvió su rostro ultrajado hacia Seth, como si buscara apoyo en su argumentación—. No me escucha. Gastamos una fortuna en esta basura. Viene desde China, nada menos. ¡Rumania está más cerca, y al menos lo que mandaban desde allí producía resultados!
El señor Shafer parecía alicaído y más cansado que nunca.
—No me gustaba la última compañía. Te lo dije. Eran unos estafadores.
—¡Todo el mundo es un estafador! —chilló ella—. ¿Y ahora qué pasa conmigo? Sabes desde hace meses que me toca a mí.
El señor Shafer levantó el cráneo y sonrió a Seth.
—Que se encargue él.
Esto pareció aplacar a su esposa.
—Bueno, no se quede ahí —le dijo a Seth.
—¿Qué? —preguntó éste.
El señor Shafer negó con la cabeza.
—Otro idiota. No es usted un hombre muy listo, ¿verdad?
—Podríamos comprar un mono para que se sentara detrás de esa mesa —añadió su esposa. Los dos se echaron a reír y disfrutaron de lo que parecía ser su primer momento de complicidad en mucho tiempo.
El señor Shafer se levantó y le puso a Seth una moneda en la mano.
—Tenga. Puede que esto lo ayude. —Seth abrió la mano. Había una moneda de diez peniques en la palma.
—Vale —dijo la señora Shafer—. Ése es el precio. ¿Que cómo lo sé? Se trata de un servicio que ya hemos pagado. No tiene ningún derecho a esperar una propina.
Seth trató de apartarse del señor Shafer.
—¿Qué hace? —El señor Shafer, de repente, estaba tan atareado con la hebilla del cinturón de Seth como una anciana haciendo calceta—. No, por favor. No quiero.
—No es mucho pedir. ¿Cree que a Stephen le va a gustar enterarse de esto? —lo amenazó la señora Shafer desde el rincón.
Seth apartó de un manotazo los insistentes dedos del señor Shafer de su entrepierna. Absorto en lo que la señora Shafer hizo a continuación, retrocedió un paso.
—Oh, no. —En la esquina, ella había levantado el abdomen y retiraba lentamente el kimono de su trasero en una parodia de seducción. Y allí, durante el breve momento en que Seth fue capaz de soportar aquella imagen, surgió una ranura húmeda de labios grisáceos e interior rosado, abierta en medio de sus hirsutas posaderas.
—¿Y bien? —chilló ella en ese momento.
—¡Ten cuidado, Seth! —exclamó una voz desde atrás.
El muchacho encapuchado se encontraba en la puerta del salón.
—¿Quién es ése? —gritó la señora Shafer mientras se bajaba la enorme falda y, a Dios gracias, ocultaba al fin aquel ojo carnoso.
—¿Qué significa esto? —preguntó a Seth el señor Shafer. Había entornado los ojos y su boca se había dilatado hasta transformarse en una sutura perversa.
—Pero ¿qué puedo hacer? —preguntó Seth al muchacho con la mandíbula temblorosa.
—Tienes que cargártelos. Se lo merecen.
—¡Llama a Stephen! —chilló a su marido la señora Shafer.
—Eso pretendo —respondió éste antes de dirigirse con paso bamboleante a un teléfono que había sobre un montón de catálogos médicos.
—¿Cómo? —preguntó Seth al muchacho encapuchado. Nunca se había sentido tan débil e inútil—. No puedo.
—Tienes que hacerlo. Hace tiempo que se lo merecen. Y ellos lo saben.
Seth apretó los dientes y sintió que el reconfortante brillo de la rabia reemplazaba su pánico y su miedo. A los pocos instantes, un enorme poder ardiente corría por todos sus miembros. La señora Shafer se dio cuenta.
—Date prisa, cariño —dijo a su marido—. Creo que se ha vuelto loco.
El anciano gimió al levantar el peso del auricular. Observó el teclado con los ojos entornados y uno de sus dedos flotó sobre los botones. Seth se le acercó y agarró el teléfono. El viejo no lo soltó.
—¿Cómo se atreve? —dijo. Y luego añadió—: Suéltelo si no quiere lamentarlo. —Seth lo apartó de un empujón.
Al instante, el viejo se desplomó sobre la sucia alfombra y comenzó a gemir. El teléfono cayó detrás de él, sobre la petrificada deformidad de hueso y piel, y se estrelló contra su cráneo.
—¿Qué ha hecho? —gritó la señora Shafer, y a continuación se puso a chillar. El ruido era espantoso y ensordecedor.
Seth miró al muchacho encapuchado, quien asintió.
Agarró el pie de bronce de una lámpara que sobresalía en medio del caos de una docena de cajas de cartón. De un tirón, la levantó del suelo y la arrancó de la pared. El cable de la electricidad se partió y siguió enchufado. Seth se acercó a grandes pasos al rincón de la habitación donde la señora Shafer temblaba. Ésta dejó de chillar.
—¿Ha perdido la cabeza? —le preguntó.
—Eso espero. —Golpeó el rostro vuelto hacia él con la pesada base de la lámpara.
—Oh —gimió ella, aturdida, después del ruido seco del impacto de la antigualla de nogal y metal contra sus pequeños rasgos. Luego se incorporó y trató de recobrar la dignidad. Se apartó de la frente un mechón de cabello ensangrentado y frotó los labios entre sí como después de aplicarse carmín.
Seth volvió a golpear, esta vez con más fuerza. Como si empuñara un pico, aplicó la potencia de todos los músculos y tendones de su espalda y de sus brazos al segundo golpe.
—Eso es —lo jaleó desde atrás el muchacho encapuchado. Sus palabras ocultaron en parte el crujido del cráneo.
Seth se echó a reír para no caer de rodillas y ponerse a llorar. La señora Shafer dejó de hablar, pero sus labios seguían moviéndose. Volvió a golpear su cara una vez tras otra con la lámpara, con la esperanza de que su corpachón dejara de temblar debajo del kimono. No parecía dispuesto a hacerlo, así que le hundió la base de la lámpara en el abdomen. Después del segundo golpe contra el vientre distendido, oyó que algo se desgarraba bajo el kimono y el cuerpo entero de la mujer pareció ablandarse y relajarse al fin.
—Mi mujer. Mi mujer. Mi mujer —gritaba el señor Shafer con una débil vocecilla desde el suelo, donde yacía presa de su propia invalidez.
—No le tengas lástima —aconsejó a Seth el muchacho encapuchado—. Al final todos lo lamentan mucho, pero se lo han ganado a pulso.
Seth asintió con convencimiento y cruzó la alfombra para acabar con el señor Shafer. Sus pies pisaron algo mojado. Era un fluido que salía por debajo del kimono de la señora Shafer.
—No es tan difícil después de la primera vez —declaró Seth con asombro al muchacho encapuchado—. Simplemente pierdes los estribos y todo se vuelve rojo.
—Eso es.
—Pero lo que más me sorprende es que no son nada. Al final, no significan nada.
El muchacho encapuchado asintió con excitación.
Seth descargó la lámpara en mitad del abdomen del señor Shafer. Fue como si el pie de un gigante hubiera pisado unas ramitas secas en el suelo de un bosque.
—Hay otra cosa que tienes que ver esta noche, Seth. Me han dicho que te la enseñe —dijo el muchacho encapuchado.
—No, por favor. Aquí no. —Se encontraba junto a la puerta del apartamento dieciséis. La madera de teca brillaba como el oro, y desde debajo de la gruesa puerta una luz rojiza se propagaba sobre la alfombra verde del vestíbulo. En el interior del piso sintió una voluntad por emprender un viaje que llenó su cuerpo de terror. Y con ella llegó también el sonido lejano de algo que había oído antes pero era incapaz de ubicar. Unas voces. Voces que se arremolinaban. Que hablaban al revés, como un disco girando hacia atrás. Tenues como el llanto de unos niños en una casa lejana captado una tarde de invierno en el preciso instante en que el sol se pierde detrás de unas nubes negras. Desamparadas. Y que, rápidamente, se transformaban en un coro mucho más potente. Dentro del apartamento, pero también en todas partes. Sobre él.
Con el cuerpo rígido de miedo, trató de alejarse, pero la puerta fue tras él.
—Tienes que hacerlo —dijo el muchacho encapuchado—. Quiere mostrarte a todos los demás, ahí abajo, de donde no pueden escapar. Están todos esperando. Ha abierto sólo para ti, colega.
Seth trató de resistirse. Se retorció y agitó los brazos para hacer frente a una repentina densificación del aire que presionaba contra su espalda y amenazaba con derribarlo. Sabía de manera instintiva que si cruzaba el umbral de aquel lugar sucedería algo terrible. Se vería obligado a enfrentarse a algo que podría pararle el corazón en un instante.
Y entonces, de repente, se encontraron en un vestíbulo rojo, al otro lado de una puerta que no había visto abrirse. Codo con codo. El muchacho que olía a carne abrasada, pólvora quemada y cartulina carbonizada y él. Un olor que le llenaba las fosas nasales y se le pegaba al fondo de la garganta. Un olor que hacía que le costase respirar, mientras el sonido arremolinado de la multitud se iba acercando, dando vueltas como un carrusel lleno de terror. Venía del rojizo pasillo, más adelante, como si la habitación que había detrás de una de aquellas pesadas puertas contuviera un remolino de violencia en el que toda aquella gente estuviera atrapada y se viese arrastrada hacia atrás, dando vueltas y vueltas, hasta que estuvieran demasiado mareados como para hacer otra cosa que chillar.
Podía sentir que caería una gran distancia si abría la puerta equivocada. Hasta el fondo de aquel sonido y a gran velocidad.
El muchacho estaba tras él.
—Adelante, Seth.
La presencia encapuchada empujó a Seth hacia adelante. Tenía las piernas dormidas y sentía pinchazos en los pies. Levantó la mandíbula mientras hacía esfuerzos por respirar. Pero avanzó por aquel pasillo, sobre las baldosas de mármol blancas y negras. Bajo la vieja lámpara de cristal que despedía aquella luz sucia que no llegaba al techo y que sólo a duras penas alcanzaba a iluminar las rojizas paredes. Rojo de sangre de toro alrededor de los grandes cuadros de marco dorado. Marcos gruesos y brillantes que actuaban como los marcos de unas ventanas detrás de las cuales la existencia se había detenido mientras se movía el vacío.
El vacío absorbía su mirada. Lo extraía de su cuerpo sin dejar tras él más que el resto de su cara. Lo atraía hacia la lisa oscuridad de los cuadros. Retratos de una ausencia que le hacía sentir frío, calor y vértigo al mismo tiempo, como si pudiera caerse en su interior.
Pero si pasaba el tiempo suficiente contemplando la oscuridad que contenían todos aquellos marcos, se podían ver cosas. Apenas visibles, como peces pálidos que emergieran de aguas inmóviles, oscuras y olvidadas.
Empezó a pensar que aquí y allá podía ver cosas que se movían velozmente: un destello de hueso gris. El borrón de un rostro que se volvía sobre el cuello. Dientes amarillos que parloteaban sin sentido y luego desaparecían. ¿O se trataba de una mala pasada que le jugaba la penumbra al distorsionar cualquier percepción real de la forma?
Pero al pasar junto al más grande de los marcos rectangulares, tuvo la certeza de que veía el enladrillado húmedo de un pozo que descendía desde el marco. Y dentro del pozo, la pálida silueta de algo se revolvía y se alejaba correteando hacia atrás.
Poco a poco, a medida que pasaba junto a otros de los fondos oscuros de los marcos, nuevas formas fueron surgiendo y cobrando contornos definidos. Y los cuadros comenzaron a parecer habitaciones lejanas sin iluminar. Dentro de ellas vislumbró cosas encorvadas y retorcidas. Los rostros estaban cubiertos o vueltos en dirección contraria a la luz. Otros marcos transmitían impresiones de presencias carnosas, cuyas pieles moteadas eran como la ropa vieja, carente de la rigidez que aportan los músculos y los huesos, pero que a pesar de ello se movían. Se movían contra los finos alfileres que mantenían clavada su despellejada opacidad a paredes manchadas de óxido o podredumbre.
Y entonces, también él comenzó a avanzar. Empujado hacia adelante en contra de su voluntad, pasó rápidamente junto a los ocupantes de las numerosas y lóbregas habitaciones que contenían los marcos junto a los que avanzaba. Desesperado por mirar hacia adelante, o a sus pies, a cualquier cosa que no fuesen las terribles paredes y lo que colgaba de ellas, luchó contra su cuello para obligarlo a detener los bruscos latigazos con los que se movía su cabeza de lado a lado. Pero seguía vislumbrando retazos de cosas en el borde de su campo de visión. O delante, en otros marcos, pues sus ojos se negaban tenazmente a obedecer su voluntad. Apretó las mandíbulas para no comenzar a gritar ante aquellas cosas roídas hasta los huesos. Aquellas cosas desgarradas. Aquellos fragmentos de carne rasgada como si fuera tela. A veces, una cara humana, blanquecina y borrosa, sorprendida en el acto de gritar, colgaba suspendida en el aire. Hasta que a ambos lados del pasillo se fue acumulando una terrible inercia. Como si se hubiera producido una llamada para convocar a los protagonistas de todos los cuadros a una audiencia.
Unos rostros iluminados, transformados por rasgos animales, comenzaron a brotar al poco desde la oscuridad. Los miembros se entrelazaban cada vez con más frecuencia. Todo ello nublado por la escasa luz, como si una revelación total pudiese ser demasiado terrible, incluso en un sueño. Pero las mujeres aún trataban de mostrarle sus dentaduras sucias. Y los hombres, revueltos en auténticos harapos, revelaban un rapto de dolor tan intenso que hacía que sus rostros aullantes se tiñeran de azul y se desintegraran por los bordes.
Y entonces se encontró en el interior de otra habitación, en medio del pasillo, donde el ruido era más intenso. Tuvo que taparse los ojos y agazaparse para volverse más menudo, y comenzó a tiritar a causa del aire frío que soplaba alrededor de su cuerpo. Un aire cargado con centenares de voces que narraban, todas ellas, historias frenéticas.
—«Contra la pared. Contra la pared. Aplástalo contra la pared.»
—«No puedo. No lo haré. Ha dicho que volvería. Espera aquí. Sé que hace frío, pero espera aquí, cariño.»
—«Písala. Rómpela.»
Seth espió entre los dedos, aterrorizado pero obligado a mirar a quiénes hablaban, gritaban y chillaban a su alrededor.
Los rostros blanqueados gimoteaban pero mantenían los ojos cerrados. Se alzaban y se esfumaban en las oscuras paredes.
—«Lo he vomitado. He vomitado mi corazón.»
¿Aquello era un mono? ¿La criatura que tenía el pelo alrededor de la boca?
—«Creo que viene. Que está bajando aquí. Esto será un infierno.»
¿Podía tener los dientes así una anciana?
—«Discúlpeme. Por favor. Discúlpeme. Creo que me he caído.»
Vio tres criaturas semejantes a niños, de grandes cabezas y cuerpos de muñeca, colgadas delante de unos ladrillos mojados en una alcantarilla.
—«¿Están todos dormidos? Lo siento, pero ¿están todos dormidos? Tengo que ver al doctor. Pero la puerta está cerrada. Siento despertarlos, pero han apagado todas las luces.»
Las paredes eran de pintura. Los techos eran de pintura. Todavía estaba húmeda. Rojiza pero oscura, como la sangre o el óxido humedecido.
Se volvió hacia un pico negro que decía: «Sangre. Está en la sangre.» Pero entonces la figura se esfumó y vio cómo se perdían en las líquidas sombras unas patas traseras.
—«Oh, Jesús.»
No había vértices donde terminaban las paredes y comenzaba el techo. Lo que había sido una sala era ahora un mero espacio.
A su izquierda, a la altura de su cabeza, cuatro mujeres daban vueltas andando a cuatro patas. Todas sus articulaciones estaban en los lugares equivocados. Les brotaban dientes y matojos de pelo de la carne grisácea y rosada de sus cuerpos.
—«¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Quiénes sois? Ayudadme, por favor.»
Entre una procesión de criaturas azuladas y huesudas que se arrastraban por la oscuridad en círculos, girando en el extremo de la sala, arriba, cerca de donde tendría que haber estado el techo, caminando en pos de las piernas paralizadas y los cuerpos inútiles de los demás, y más allá del traqueteo de los dientes que chasqueaban como cascos de caballos de madera, había una profunda negrura. Que se movía. Que rebullía.
Seth chilló y una figura terriblemente delgada se abalanzó sobre él corriendo a cuatro patas, con los mechones de su cabello desordenados en el viento gélido, pero entonces, de repente, retrocedió, o tiraron de ella hacia atrás, para que otra cosa, dentro de un saco de tela, avanzase penosamente apoyándose en los codos, con los párpados cosidos, siseando y desesperada por alcanzarlo, pero incapaz, en su ceguera, de encontrarlo.
—«¿Estoy despierto? Por favor, ¿podéis decirme si estoy despierto?»
Todo allí dentro estaba suspendido en un éter helado. Una eternidad de aceite viviente en la que muchas cosas se hundían y volvían a salir a la superficie antes de que se las tragaran de nuevo. La habitación se había transformado en un terrible caldo de líquido y gas en el que esas cosas, atrapadas, apenas eran conscientes las unas de las otras. Algunas agitaban los brazos a ciegas y chocaban con otras a las que luego atacaban o a las que increpaban, locas de miedo. Otras flotaban en silencio o se quedaban paralizadas un momento contra la oscuridad antes de volver a difuminarse de nuevo en el vacío. El atronar del viento era el rugido de decenas de miles de voces. El vértigo amenazó con hacer vomitar a Seth al darse cuenta de que no era más que un minúsculo punto en medio de un hervidero que se extendía hasta el infinito.
Se tapó los ojos. Se incorporó y comenzó a caminar bamboleándose de acá para allá. A tantear en busca de la puerta por la que había entrado. No la había. Tuvo que asomarse de nuevo entre sus dedos, pero la oscuridad era tan profunda que no podía verse ni los pies. Y había cosas que lo rozaban en el aire en movimiento. Algo parecido a una lengua le lamió las manos. Un rostro seco e hirsuto se pegó a su estómago. ¿Estaba diciendo algo o tratando de morderlo? Unos finos dedos le tocaron la cara y luego la empujaron. Las yemas estaban frías, pero parecían impacientes en su examen, como si se hubieran sorprendido de encontrarlo allí en la oscuridad. Una mano lo agarró del muslo y apretó. Una mujer chilló. Un pellejo cubierto de cicatrices le rozó el dorso de la mano. Un horroroso jadeo sexual estalló detrás de él y sintió el movimiento febril de algo húmedo y en carne viva que se dirigía hacia él en la oscuridad.
Seth avanzó bamboleándose hacia el lugar en el que antes estaban las paredes. No había dado más que unos pasos cuando la temperatura se desplomó de repente. Se le heló el cuerpo. Tiritando con una violencia que dificultaba la respiración, y a pesar de que tenía los ojos cerrados, notó que se encontraba junto al borde de un edificio. El suelo de la habitación había desaparecido sin dejar nada más que una pequeña plataforma en medio de una noche insondable. Una oscuridad superpoblada de sufrimiento, confusión y locura. Que estaba trepando a la plataforma con él, como si la habitación fuese una solitaria almadía en medio de un mar negro y gélido.
Se desplomó y se aferró al suelo, mientras los deformes y fragmentados protagonistas de lo que había tomado equivocadamente por los cuadros del pasillo se amontonaban sobre él.
Fue el timbre del teléfono lo que lo arrancó del sueño en medio de un grito. Fue un sonido estrangulado que de repente se desintegró, convertido en un sollozo angustiado, un sonido que nunca hasta entonces había escapado de él. Y a medida que la brillante y amarilla luz de la recepción le iba quemando en los ojos abiertos de par en par y se volvía consciente de la solidez de la silla de cuero contra su espalda, sus sollozos se fueron transformando en un jadeo.
Tenía lágrimas secas sobre la cara. Carraspeó para eliminar la mucosidad de la garganta. Sus manos aferraron los brazos de la silla hasta quedarse blancas, como si siguieran sometidas a una orden destinada a impedirle caer desde gran altura.
Miró a su alrededor, cada vez más repuesto del terror por la repentina intromisión de la consciencia. El familiar mundo de los monitores de seguridad, los sujetapapeles y los ruidosos teléfonos de los apartamentos se reconstruyó a su alrededor y expulsó de su mente los vestigios de una oscuridad sofocante. La pesadilla se fue desvaneciendo, junto, gracias a Dios, a la sensación que lo había asaltado al despertar de que lo que acababa de presenciar era real.
Estaba enfermo. Realmente enfermo. Tenía que estarlo.
Alguien lo llamaba por teléfono. Por Dios, ¿cuánto tiempo llevaba sonando? ¿Qué hora era? Se volvió en el asiento y levantó el auricular del panel.
Se aclaró la garganta y habló rápida e instintivamente:
—Aquí Seth.
La línea estaba estropeada. Pero se oía una voz en medio de los chirridos y la estática. «Aquí dentro» creyó oír que decía. ¿O era «aquí abajo»? Era una voz de hombre, pero no la reconocía. Miró el panel. La luz roja que parpadeaba era la del piso dieciséis.
Asaltado de repente por los recuerdos del sueño, Seth soltó el teléfono.