Capítulo 7

No había espejos en el dormitorio, hasta donde podía ver Apryl con la escasa luz de la mañana que se colaba entre las cortinas abiertas, así que fue al baño y revisó los alféizares de las ventanas detrás de las persianas y el pequeño botiquín, que contenía unas vendas y un frasco de desinfectante pero no un espejo. Husmeó en los dos dormitorios del final durante cinco minutos más. Pero no encontró un solo espejo por ninguna parte.

Volvió al dormitorio principal y registró las cajas de cosméticos en busca de un espejito de mano. Nada. Pero se fijó en un espacio vacío, en la parte de atrás de la cómoda, entre dos bastidores verticales de madera, que a buen seguro había albergado en su día un espejo ovalado.

Intrigada, regresó al baño, donde encontró cuatro agujerillos en la pared, sobre la pila. Agujeros de taladro, con los tacos de color marrón aún en su interior. Agujeros para tordillos que en su día debieron de sujetar un armarito. Un armarito que, casi con toda seguridad, debía de tener puertas con espejos.

En la pared que había detrás de la bañera vio dos agujeros más. Eran más grandes, para tornillos más largos, capaces de sujetar un espejo de mayor tamaño. Que también habían quitado. Y sin embargo no habían cambiado la decoración de la habitación ni la habían pintado de nuevo, así que no habían descolgado el armarito y el espejo para modernizar el lugar o animarlo con una capa de pintura o unos azulejos más alegres. Las paredes, amarillentas y cubiertas por unas manchas de humedad seca parecidas a nubarrones, llevaban así mucho tiempo.

De regreso al cuarto examinó con mayor detenimiento las paredes del pasillo que llevaba a los dormitorios. El día anterior no había podido hacer otra cosa que someterlas a una inspección pasajera, porque le inspiraban inquietud. La culpa era de las manchas y del papel levantado aquí y allá. ¿Tanto tiempo había pasado incapacitada Lillian? Le costaba aceptarlo, teniendo en cuenta que su abuela Marylin había sido una mujer ordenada y pulcra hasta la neurosis, y la elegancia y perfección con la que aparecía Lillian acicalada en todas las fotografías.

Pero el misterio de la ausencia de espejos volvió a hacerse presente de manera incómoda cuando reparó en la absoluta falta de elementos decorativos en todas las paredes del apartamento. No había un solo cuadro u ornamento en el pasillo. Ni en la cocina o en los tres dormitorios. No se había fijado en ello el día antes. Pero ahora, cuanto más inspeccionaba el papel viejo del abarrotado pasillo y de los desordenados dormitorios, más evidencias encontraba de la presencia de los tornillos y accesorios de acero que en su día debían de haber sujetado cuadros, espejos y adornos. Cosas que su tía abuela, en algún momento, había decidido quitar del apartamento. Y estaba segura de que, al registrar las cajas, los cajones y los dos dormitorios que hacían las veces de trasteros, no había encontrado una sola acuarela, una marina, un trofeo de caza, un óleo, o cualquier otra de las cosas, fueran las que fuesen, con las que Lillian y Reginald habían decorado en su momento las paredes de su hogar.

Las habían hecho desaparecer en su totalidad. No sólo de las paredes, sino del propio apartamento. Stephen le había dicho que Lillian era una de esas personas que lo guardaban todo, que no había tirado nada en todo el tiempo que él había pasado como jefe de porteros. Así que sólo quedaba el trastero del sótano como posible depósito de los cuadros y espejos. Apryl frunció el ceño y pasó un dedo por la pequeña llave de hierro negro que acompañaba en el llavero a las de la entrada.

—Y la señora Lillian no tiraba nada —dijo Piotr. Sudaba copiosamente. Su traje parecía irle tan ajustado que debía de resultarle incómodo, y tenía el rostro rosado y cubierto de humedad. Le recordaba a una salchicha de perrito caliente, con la carne rojiza a punto de estallar bajo la membrana de la piel. Y nunca dejaba de parlotear con una jovialidad forzada y carente de todo sentido del humor o ingenio. Su educada sonrisa comenzaba a fastidiarla mientras la bombardeaba con irritantes preguntas, la mayoría de ellas sobre dinero, sin esperar a recibir respuesta—. Y puede que la señora Lillian guarde el oro aquí, ¿no? Puede que una de las cajas esté llena del dinero, ¿no? Así no tendrá que comprar billetes de lotería, ¿eh?

Bajaron al sótano. A lo que el personal llamaba las «jaulas». Bajo aquel mundo de millonarios, con sus alfombras oscuras y sus puertas de teca, de cortinas gruesas y suelos de mármol, entraron en unas catacumbas que coexistían por debajo del lujo y el silencio del mundo al que servían.

Allí abajo las paredes eran de cemento pintado, y el tosco suelo tenía manchas de aceite y marcas de pisadas. Del techo colgaban alambres y cables eléctricos recubiertos de goma. Chicas de la limpieza de origen africano, cuya piel negra como el carbón parecía morada bajo aquellas luces, se movían con lentitud por allí, con cubos y botellas de detergente. En las puertas de acero se advertía del peligro de alto voltaje. Una enorme y humeante caldera emitía un zumbido y una trepidación que se transmitía por el hormigón hasta las finas suelas de las Converse de Apryl. Y luego estaban las jaulas. Un laberinto de cubículos de malla metálica de color negro, repletos de bicicletas, cajas y objetos voluminosos cubiertos con sábanas. Una por cada apartamento. Confiaba en que Piotr la dejara sola después de abrirle la suya.

—Ah, ésta es.

Más cajas y sábanas largas tendidas sobre cajas de embalaje. Había el espacio justo para meterse en la jaula con la puerta metálica abierta.

—Gracias, Piotr. Ya me encargo yo.

—Pero puede que necesite la ayuda para coger las cajas, ¿no?

—No hace falta. En serio. Si necesito que me eche una mano, me pasaré por recepción. Gracias de todos modos. —Tuvo que repetirlo tres veces mientras él permanecía allí, demasiado cerca, sudoroso y sonriente, observando con un pestañeo de los ojillos el contenido de la jaula que ella tenía detrás. Cuando por fin, limpiándose el sudor de la frente, se decidió a marcharse, Apryl se preguntó adónde habría ido la emoción del descubrimiento. Con sólo mirar todo aquello ya se sentía agotada. Era como mudarse, sólo que cien veces peor. Porque a pesar de que, desde el punto de vista legal, aquellas cosas le pertenecían, realmente no las sentía como suyas. Y eran muchísimas, y no sabía qué hacer con ellas ni si tenían algún valor. Una parte de sí misma le sugirió que lo tirara todo a la basura y saliera a conocer la ciudad.

Empezando por un extremo, comenzó a levantar las sábanas, y al poco rato se encontraba entre montones de cortinas viejas y sábanas de lino polvorientas, esquís y raquetas de tenis anticuados, aparejos de pesca, mantas de tartán, una cesta de picnic de mimbre, dos viejos juegos de té, unos trofeos de plata deslustrada y seis pares de botas de agua. Debajo y detrás de todo esto encontró los espejos que faltaban. Ocho de ellos, de formas y tamaños variados, envueltos en papel marrón, pulcramente atados con hilo y cuidadosamente guardados.

Y dentro de unas cajas de madera lisa, con unas bisagras tan antiguas y corroídas que se deshacían como el polvo, encontró los cuadros que en su día habían decorado las paredes de Lillian y Reginald. Marinas y dibujos a lápiz de estatuas griegas, litografías y placas de escuadrones de la RAF. Y luego estaba el cuadro más grande. Al que se encontraba al fondo del todo no llegó hasta el final, a principios de la tarde, cuando le ardían las tripas de hambre y una botella de litro de Evian, vacía, rodaba a sus pies. Su incomodidad cayó instantáneamente en el olvido en el mismo momento en que sacó la pintura y se encontró cara a cara con una imagen de la tía abuela Lillian y el tío abuelo Reginald, retratados en la cúspide de su elegancia por una mano muy hábil. Era la primera vez que los veía juntos en color. Durante unos segundos, los contempló sin parpadear.

Era un retrato a tamaño natural. El rostro hermoso y señorial de Lillian miraba con orgullo, como si no le impresionara la sórdida ubicación a la que se veía confinada su imagen eterna. El cabello, de un rubio casi transparente, estaba recogido detrás de una resplandeciente tiara y la frente era suave como la porcelana. Una nariz perfecta, los finos arcos de unas cejas recortadas y unos labios carnosos completaban una estampa de belleza sobrecogedora. Unos guantes de satén blanco y reluciente cubrían sus manos hasta los codos, una gargantilla rodeaba el cuello principesco, y un vestido largo de color blanco ceñía sus maravillosas formas. Pero eran los ojos árticos lo que más impresionó a Apryl. Hacía daño mirarlos, pero era imposible no hacerlo. Unos ojos rebosantes de curiosidad e inteligencia. Y de pasión, también. Pero, por encima de todo, unos ojos vulnerables. Profundamente vulnerables.

Atribuyó una inminente melancolía a las dos figuras, sabiendo que aquellas cualidades, en el caso de Lillian, germinarían en una lenta locura tras la muerte de su amado esposo. Era como si el pintor hubiera recibido el encargo justo a tiempo de captar el último reflejo de su belleza e inteligencia extraordinarias antes de que se transformaran en algo completamente diferente, hasta que al fin, un día, acabara por sufrir una muerte aterradora y confusa en el asiento trasero de un taxi.

Y costaba creer que hubiera existido un hombre más distinguido y apuesto que el caballero de uniforme que había al lado de aquella belleza. La hermosura rayana en lo femenino de los ojos y de las largas y oscuras cejas quedaba compensada por la masculinidad de las líneas de las mandíbulas y los pronunciados pómulos. La leve protuberancia de una nariz que se le había roto en algún momento era una imperfección que, en lugar de detraerle un gramo de apostura, le prestaba el mismo carácter que una cicatriz cobrada en duelo. Unas hebras plateadas moteaban las sienes, pero el resto del cabello era tan negro como el petróleo recién extraído.

Estaban cogidos de la mano. Con los dedos entrelazados. Un inesperado gesto de intimidad al que se vieron atraídos los ojos de Apryl. Un detalle levemente incongruente en una postura tan formal, pero no inapropiado. Un signo de devoción que no habían podido contener ni siquiera en el momento en que eran inmortalizados.

Se le hizo un nudo en la garganta. Les susurró «perdón» a ambos. Perdón por registrar sus efectos personales. Por pensar en vender todas las cosas que habían reunido juntos y en las que en su día habían puesto todo su cariño. Se sentía como una intrusa, una ladrona, una pihuela de manos polvorientas y mejillas manchadas allí donde se había retirado el cabello que escapaba por debajo del pañuelo rojo.

Su casa y sus muebles, la mayor parte de sus objetos de valor y de sus menudencias, extraídos de una época y un mundo distinto, tendrían que ser vendidos al mejor postor. Pero no aquel cuadro, ni el elegante espejo vestidor, ni el vestuario de su tía, que le serviría como inspiración. Todo esto volvería a Estados Unidos, para que la rama pobre de la familia pudiese contemplar con asombro los vestigios de aquella gente antaño orgullosa y bella que llevaba la misma sangre que ellos en las venas.

Había anochecido temprano, cerca de las cuatro de la tarde, y se había formado un denso océano de negrura en el que, en aquel momento, repiqueteaba la lluvia contra las ventanas del apartamento. En el interior, los radiadores y las tuberías estaban demasiado calientes como para tocarlos y exiliaban el frío a los rincones y los espacios situados bajo las ventanas del dormitorio de Lillian. Apryl se había calentado los huesos con otro baño y un almuerzo caliente a base de comida libanesa, pero la idea de probarse la ropa de Lillian le provocaba una emoción temblorosa, como una niña que hubiera recibido permiso para usar el maquillaje de su madre. Era su momento. Cansada tras un día entero en el sótano recogiendo, evaluando y cribando otro cargamento de recuerdos, había decidido llenar la tarde con la elegancia del pasado. Y en aquel lugar solemne era como un brillante pequeño fantasma, dispuesto a prepararse para veladas y días de un pasado lejano.

Para cuando el reloj dio las diez se había probado vestidos negros, trajes sin mangas y resplandecientes trajes de noche, cubiertos por abrigos de piel y complementados con sombreros de etéreo velo que conferían a sus ojos más aire de misterio que ninguna sombra de ojos. Era asombroso lo bien que le quedaban. Se ajustaban a la perfección, pero no de manera incómoda, sobre sus esbeltas caderas y su pequeño y atlético busto.

Cubrió la cama de tweed, lana, cachemira, seda, satén y perchas de madera. Se recogió el cabello en el peinado clásico más sencillo que pudo conseguir con las horquillas de uno de los tarros de porcelana de Lillian. Luego se dio crema, se cepilló y se maquilló el bonito rostro y la nariz respingona con sus propios cosméticos, y al fin, incapaz de resistirse, se aplicó un toque del perfume de Lillian con el tapón de cristal sobre el cuello y cada una de las pálidas muñecas.

Con los zapatos de tacón cubano o las flamantes sandalias plateadas, dependiendo del traje —un vestido ajustado con chaqueta corta, un traje de noche hasta los tobillos con un diáfano chal—, caminó, posó, dio la vuelta y se sentó con aire afectado frente al espejo ovalado que había rescatado del trastero, en el que el deslustrado dormitorio de la anciana formaba un telón de fondo de color pardo alrededor del reflejo de su silueta.

Sobre la curva tersa de su muslo, las medias de nylon de su tía abuela resplandecían vivamente a la luz. Finas como telarañas, pero lisas y suaves como un espejo, dotaban a sus piernas de una tersura que las imitaciones que compraba en casa nunca podrían aspirar a alcanzar. Con las uñas tan rojas como gotas de sangre, los pómulos maquillados y ojos de muñeca con unas pestañas falsas que había encontrado en un cajón junto con largos guantes de ópera, dio una vuelta y bailó un swing de tres pasos. Se sentía transformada y tenía la sensación de que, de repente, su tía abuela estaba viva a su alrededor y dentro de ella.

Transportada por aquel vestuario de ensueño, el tiempo comenzó a pasar volando, sin que volviera a pensar en el traslado de cajas, las llamadas a los anticuarios y las complicaciones de tratar con las inmobiliarias que la esperaban en los días siguientes. Vació su mente de todo, salvo la atmósfera y las imágenes del pasado que tan repentinamente llenaban su imaginación e iluminaban su espíritu.

Desde el cuadro, que Stephen había colgado sobre la abarrotada cómoda, su tía abuela y el marido de ésta la observaban en silencio.

Todas estas emociones… Hasta que se vio obligada a pararse en seco, a hacer una pausa y mirar con los ojos abiertos de par en par, como una chica sacada de una película muda. En el espejo, su rostro se contrajo de repente de asombro al ver que algo se movía detrás de su imagen.

Un movimiento rápido, algo que avanzaba aceleradamente hacia su reflejo. Carente de todo rasgo, aparte de su delgadez y de la insinuación de algo rojizo allí donde cabía esperar que estuviera la cara.

La fugaz visión de aquella forma en el espejo hizo que se volviera y se encogiera como un gato que esperase un golpe.

Y al echar un segundo vistazo al espejo, no vio otra cosa a la luz austera del cuarto que los armarios a ambos lados de la cama deshecha. Y a ella misma, petrificada y sola.

Su cuerpo inhaló bruscamente todo el aire que le faltaba y sintió que recobraba el equilibrio. Mientras enderezaba la espalda, le dio la impresión de que unos cristales de hielo se formaban y luego se fundían sobre su piel cálida. Tragó saliva con la garganta tensa.

No había sido nada. La luz tenue de las lámparas, con sus pantallas sucias, la había hecho creer que veía algo en el espejo, cuando en realidad no había nada. A pesar de lo cual, cruzó la habitación de puntillas, salió precipitadamente y corrió hasta la puerta principal, donde se detuvo con la respiración entrecortada.

En aquel lugar durante mucho tiempo silencioso, de sombras y estrechez, ¿había estado escondiéndose algo durante todo ese tiempo, agazapado sobre unos flacos miembros, con algo rojo pegado alrededor de un rostro que sólo podía haber salido de una pesadilla?