Capítulo 6

Algún tiempo después de medianoche, los inquilinos dejaron de molestar a Seth, y el olor a azufre y humo de los pisos superiores del bloque oeste se dispersó durante su tercera investigación, mientras buscaba su origen entre los cubos de la basura. Pero la somnolencia que le impedía concentrarse en el Evening Standard aumentó cuando volvió a estar detrás de su mesa. La cabeza le caía sobre el pecho cada pocos minutos. Cosa que no era habitual. Por lo general no le entraba el sueño hasta las dos de la madrugada, como muy temprano. Debía de ser el virus que su cuerpo estaba ocupado cultivando para convertirlo en algo más que unas décimas de fiebre y un leve dolor en el fondo de la garganta.

Decidió echar una cabezadita de pocos minutos. Así despertaría más fresco y podría mantener los ojos abiertos al menos durante unas horas.

Se quedó profundamente dormido.

El sueño se prolongó lo que le parecieron unos pocos minutos, antes de que un movimiento cercano y una sombra delante de sus párpados cerrados lo despertasen.

Seth se incorporó, alerta.

La recepción estaba desierta.

Con un escalofrío, volvió a retreparse en su asiento.

Y volvió a adormecerse.

Pero despertó al cabo de un momento, convencido esta vez de que había un rostro pegado al cristal de la puerta principal, frente a su mesa. Pero al abrir los ojos de par en par e inclinarse hacia adelante en la silla, al tiempo que se aclaraba ruidosamente la garganta, lo único que pudo ver en la oscuridad fue su propio rostro devolviéndole la mirada: un rostro solemne y fino de ojos oscuros.

Alterado, bajó al sótano, donde se fumó dos cigarrillos y se bebió una taza de café. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerse despierto, a los pocos momentos de haber regresado a su silla tras la mesa de recepción, volvía a cabecear. Se hundió en las acogedoras profundidades del sueño.

Hasta que volvió a oír el susurro de una tela justo al lado de su oído. Y una voz. Alguien que decía:

—Seth. —Y al cabo de un instante, de nuevo—: Seth.

Se incorporó bruscamente en la silla, como impulsado por un resorte, con el corazón acelerado, y miró a su alrededor. Enderezó la espalda y comenzó a balbucir una disculpa, como si estuviera seguro de que iba a encontrar un inquilino en pijama inclinado sobre la mesa. Pero no había nadie. Se lo había imaginado. ¿Cómo era posible? La boca estaba pegada a su oreja. Estaba seguro de haber sentido hasta el frío aliento de su dueño.

El brillo de las blancas luces eléctricas de la recepción hacía que le dolieran los ojos.

Todavía intranquilo, volvió a la silla y encendió la televisión. Se frotó la cara con las dos manos y sacudió el cuerpo entero. Pero era como si no tuviera alternativa y no pudiese controlar el empeño de su mente en quedarse dormida. O en volver al sueño.

Tras la esquina del bosque apareció una pequeña figura. Ataviada con una chaqueta gris con capucha, observó a Seth, que, encerrado en la cámara de piedra, aferraba con las manos los fríos barrotes de la puerta que le impedía salir. Mientras cambiaba de pie dando un salto, Seth tragó saliva y se dijo que ojalá la figura no desapareciera ni pasara de largo.

Al tratar de sonreír descubrió que no tenía control sobre los músculos faciales. Debía de parecer que estaba a punto de echarse a llorar. Dejó de intentarlo y saludó con la mano. Azorado al ver que la figura encapuchada ni siquiera se movía, dejó que la mano cayera a un lado y volvió a preguntarse si debía acurrucarse en un rincón y no volver a molestar a nadie. Por eso estaba allí.

La figura se apartó de los árboles. Lentamente, anduvo por la crecida hierba, esquivando los sitios donde se acumulaban las ortigas oscuras y húmedas, hasta llegar al borde de los escalones de piedra. Las macetas que había sobre ellos contenían unos tallos resecos de color marrón. La figura levantó la mirada hacia él. Seth no pudo distinguir ningún rostro en el interior de la capucha.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el muchacho—. Seth.

—¿Por qué estás ahí?

Seth se miró los pies. Hizo una pausa para tragar saliva, levantó la mirada y se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Yo sí. Te entró miedo y te volviste loco. Como yo. Vas a estar siglos ahí metido. Y luego en un sitio mucho peor.

En el interior de su prisión de piedra, Seth sintió que algo frío revoloteaba en su estómago. Se le puso la piel de gallina y sus ojos se movieron de un lado a otro sin control. Le costaba respirar.

—Da un miedo que te cagas, ¿eh? —dijo el muchacho.

Unas lágrimas ardientes resbalaron por el rostro de Seth y agarró los barrotes con tal fuerza que sus manos perdieron toda sensibilidad. Pero no dejó de hacerlo, a pesar de que sabía que le saldrían sabañones.

—Es demasiado tarde —dijo con una vocecilla que se quebró al final de la frase.

—De eso nada —respondió el niño de la capucha con voz desafiante—. Yo puedo sacarte de ahí.

—Pero nos meteremos en líos —respondió Seth, y se detestó por haber dicho aquello.

—¿Y qué coño importa eso? Además, nadie piensa en ti. Ya no. Se han olvidado.

Seth trató de responder que no, pero sabía que el niño encapuchado estaba diciendo la verdad.

—¿Quieres salir? —preguntó el niño mientras metía la mano en uno de sus hondos bolsillos.

Seth sorbió por la nariz para contener las lágrimas y asintió.

El muchacho sacó una gran llave de hierro del bolsillo de su chaqueta. Pero Seth no la miró. No podía apartar los ojos de la mano del niño. Era morada y amarilla y bastaba con mirarla para ponerse enfermo. La piel se había fundido y luego se había endurecido de nuevo. Algunos de los dedos estaban pegados entre sí.

Los dedos torcidos se cerraron sobre el mango grande en forma de mariposa de la llave y la hicieron girar en el interior de la cerradura. El mecanismo emitió un chirrido antes de que el portal se abriera de par en par.

Demasiado aterrado para sacar los pies desnudos del suelo de mármol de la cámara, Seth permaneció allí dentro un momento, temblando. El muchacho retrocedió hasta el pie de la escalera y lo miró desde allí. Volvió a meter las manos en los bolsillos de su chaquetón y reasumió su postura de costumbre: relajada pero expectante.

El cielo sobre el bosque se ensombreció. O se aproximaba la noche o las nubes estaban acercándose a las copas de los árboles.

El muchacho encapuchado empezó a volver la cabeza en derredor y a observar los árboles. De una manera instintiva, Seth supo que tenía que darse prisa y tomar una decisión. ¿Se quedaba o se iba? Era como si se hubiera abierto una puerta mucho más grande en el mundo más allá de la celda y si no se daba prisa pudiera volver a cerrarse y dejarlo allí atrapado. Y si permanecían mucho tiempo en el mismo lugar podrían llamar la atención. Tenía la sensación de que en cualquier momento, alguien podría verlos desde los árboles.

Atravesó la puerta y salió a la hierba caminando con unas piernas que no estaban acostumbradas al ejercicio. Se imaginaba sus miembros como unas verduras alargadas, reblandecidas tras pasar demasiado tiempo en el fondo de la nevera.

De pie sobre la hierba, lo asombró la sensación de su tacto sobre unos pies acostumbrados a la piedra, y del roce de la brisa sobre la piel desnuda, y de la emoción que lo embargaba al ver una senda que se adentraba en el denso follaje caduco del bosque.

El muchacho encapuchado echó a andar hacia los árboles. Inquieto, Seth fue tras él.

Desde el linde del bosque, se volvió una última vez para contemplar la cámara y su lucecilla amarilla. Algo más adelante en la vereda, el muchacho instó a Seth a seguirlo por el procedimiento de esperar y mirarlo sin hacer nada hasta que estuvieron juntos entre los árboles.

—¿Adónde vamos? —preguntó al muchacho encapuchado.

—Lejos de aquí.

Seth tragó saliva y sintió el sabor del pánico.

—Si vuelves allí, no podremos sacarte otra vez. Te quedarás ahí. Siempre pasa. Hay muchísima gente atrapada. Los veo todo el rato. No saben cómo escapar.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo una parte de ti está todavía viva, Seth. El resto está aquí, siempre. Y cuando mueras volverás a este lugar. Durante mucho tiempo. —La cabeza encapuchada asintió en dirección a la jaula de mármol—. Es lo que pasa. Entonces se hará la oscuridad, donde no se puede ver nada. Ni recordar gran cosa. Es como si estuvieras en el mar, de noche. Hace frío y te estás ahogando y nadie acude a ayudarte.

Con nerviosismo, Seth comenzó a dar pasitos adelante y atrás.

—Soy tu amigo, Seth —dijo el niño con voz más vehemente, más madura—. Tienes suerte de que hayamos venido. Puedes confiar en nosotros.

—Lo sé. Lo sé. Gracias. En serio, gracias. —Se sentía mejor. Agradecido, pero también azorado. Tenía muchísimas cosas que preguntar, pero no quería fastidiar a su nuevo amigo, que lo había dejado salir de allí—. ¿Quiénes…? O sea, ¿has dicho «nosotros» y «ellos»?

Como si no lo hubiera oído, el muchacho encapuchado reanudó su marcha alejándose de la cámara. Las ramas y los matorrales mojados le arañaban el nylon del chaquetón. Seth lo siguió, caminando cada vez más deprisa, hasta que se alejaron tanto de la cámara que se preguntó si podría volver a encontrarla. Estaba empapado por el rocío y las ortigas se le clavaban en las espinillas.

—No tengas miedo, Seth. Al principio es un poco raro. Todo te parecerá extraño. Pero al cabo de un tiempo te acostumbras. Yo tenía sólo diez años cuando me quedé atrapado. En una tubería de hormigón, cerca de un parque infantil.

—¿En serio, una tubería?

—Entonces acabaron conmigo con fuegos artificiales. Mis amigos. —Se detuvo. Sacó las manos de los bolsillos y Seth vislumbró por un momento una articulación deformada y una carne de color morado, antes de que las largas mangas bajaran y cubrieran las extremidades hasta las yemas de los dedos—. Ahora que has salido de ese sitio vas a ver las cosas como realmente son, Seth. Cuando la gente como tú y como yo sale de los sitios donde nos meten, lo vemos todo. Y entonces hacemos lo que tendríamos que haber hecho desde el principio.

—¿En serio?

—Sí. Y tú vas a pintar lo que veas. Ellos te enseñarán cómo. Vas a ser genial, amigo. El mejor. Me lo han dicho. Y luego tú también harás cosas por nosotros.

—¡Claro! —dijo Seth, repentinamente emocionado, aunque sin saber muy bien lo que iba a tener que hacer.

—Al principio te dará mucho miedo. Pero no querrás regresar. Yo no quise hacerlo, una vez que salí de aquella tubería.

Seth asintió, disfrutando de la nueva sensación de liberación que experimentaba fuera de la cámara. Sí, sentía que había una verdadera diferencia, una libertad real que no lograba definir del todo. Era una presencia informe y nueva, pero lo hacía temblar de placer. Era algo que había deseado la mayor parte de su vida y luego había olvidado. No recordaba la última vez que se había sentido tan entusiasmado por algo.

Al poco, el bosque comenzó a ralear a su alrededor. El aire se tornó más frío y el color del cielo se aclaró hasta transformarse en un gris acuoso.

—Éste es mi sitio —dijo el chico encapuchado—. Quería enseñarte dónde me quedé atrapado. La mayoría de la gente va a un lugar al morir, como te he dicho. Y no puede salir. Hasta que ese sitio se vuelve todo oscuro. Y no te gustaría esa oscuridad, colega. Ni hablar. Yo la he visto. Es el fin de todo. Pero vamos a enseñarte a moverte alrededor de los demás aquí abajo, colega. Están jodidos. Pero tú no tienes por qué estarlo.

Salieron del bosque y se encontraron en una amplia franja de tierra desolada. Unas hierbas solitarias y tenaces crecían en medio del lodo que se le pegaba a Seth a los pies y lo hacía resbalar. En la distancia, a la izquierda, podía ver un grupo de casetas con el tejado de plástico y ventanas de polietileno rotas. Entre las casetas había parcelas invadidas por la maleza. Justo delante de ellos se veía un parque infantil.

Caminaron hacia allí. Cada pocos metros pasaban junto a excrementos secos de perro y fragmentos de botellas rotas. El chico encapuchado comenzó a saltar y a canturrear para sus adentros. Parecía contento por la forma en que estaban saliendo las cosas.

En el parque había un tobogán y cuatro columpios de cadenas metálicas y asientos de plástico suspendidos de una estructura de metal, así como un carrusel de planchas de metal oxidadas con el techo de madera sólidamente anclado a una base de hormigón. La pintura de color brillante del armatoste estaba desconchada y se podía ver el metal marrón que asomaba por debajo, barnizado posteriormente por la grasa de numerosas manitas. Había un enorme foso de arena lleno de cristales rotos y carcasas de petardo. Un trozo de una muñeca de plástico languidecía en un charco de lluvia. Tenía la cabeza agrietada. Se veía un agujero de color oscuro entre su cabello rubio y rizado. La herida parecía real. Y también le faltaba un ojo. La violencia de la imagen lo hizo estremecer. Junto a la muñeca había unas cuantas páginas de una revista pornográfica. Al mirarlas, Seth vio una mujer con las piernas abiertas y un dedo entre los grandes y morados labios.

—Menudo vertedero, ¿eh? —dijo el niño.

Seth asintió y lo siguió lejos del parque hasta llegar a dos enormes bloques de viviendas, que se alzaban hacia las nubes hasta tal altura que tuvo que entornar la mirada al levantar los ojos. No se veían luces encendidas y parecían abandonados. Las paredes estaban cubiertas de pintadas hasta la altura de un niño, y el viento arrastraba restos de basura por las calles que los separaban.

Seth contempló las cosas que había alrededor de sus pies: paquetes de galletitas saladas, latas de refresco y otras con las etiquetas borradas, un neumático, una pieza de un motor de coche, un televisor roto y un par de leotardos empapados por la lluvia y secados luego tantas veces que tardó un rato en descifrar qué era aquella cosa quebradiza de largos tentáculos. Los restos de un dibujo infantil hecho con ceras de colores —rosa, amarillo y azul— manchaban el pavimento. La lluvia no había conseguido borrarlos del todo. Y parecía que acababa de llover. El hormigón estaba húmedo y había algunos charcos en las calles. Seth supuso que el lugar estaría siempre mojado. Se estremeció y se rodeó los costados con los brazos. Debía de ser horrible hasta en verano. Cuanto más se acercaban a los edificios, más intenso era el olor a orina y a lejía.

Mientras caminaban entre los gigantescos bloques de apartamentos, se levantó un viento que hizo que Seth se encogiera de frío. Alzó la mirada y le dio la impresión de que los edificios estaban inclinados sobre él, listos para desplomarse. Tuvo que apoyar una mano en un muro de guijarros para no caerse.

A continuación llegaron a un pequeño y salobre arroyo que atravesaba el llano y monótono paisaje de hierba tenaz, salpicado de excrementos y cristales.

El lodo de las orillas y el lecho del arroyo eran de un brillante color anaranjado y olían como los espacios bajo los fregaderos de las cocinas, donde se guardan botellas de plástico. Bajo los pies de Seth, un letárgico reguero de agua se movía entre una lata de pintura oxidada y un cochecito roto de los que usan las niñas para pasear a sus muñecos. Los jirones de un lienzo morado colgaban de la estructura de plástico blanco. Más avanzado el arroyo, Seth vio una gran tubería de desagüe de color gris. En el interior de la boca, el hormigón estaba teñido de naranja. Miró al muchacho encapuchado, que asintió sin decir nada. Menudo lugar para morir.

Cruzaron el arroyo. Hasta donde alcanzaba la vista, el paisaje nunca cambiaba: parcelas abandonadas, parques vacíos, desechos y bloques de apartamentos levantados sobre una planicie yerma. Hasta el fin del mundo.

—También hay baños —dijo el muchacho encapuchado sin volver la cabeza hacia Seth—. No te los he enseñado. Y en algunos de los pisos he encontrado gente.

—¿También están atrapados?

El muchacho asintió.

Seth se estremeció.

—¿No puedes ayudarlos a salir?

El muchacho se encogió de hombros y luego dijo:

—No. Están acabados. Encontré a un niño mongólico con una bolsa de plástico en la cabeza que no podía salir. No entendía nada de lo que le decía. Y también había una vieja que respiraba los vapores que salían de una caldera. Estaba tendida sobre el linóleo, como enferma. Y también un hombre que no me gustó. Estaba sentado en una silla, junto a una estufa de gas, y me pidió que le mirara la colita.

—¿Podemos continuar? Tengo frío —dijo Seth.

—Sí. Sólo quería enseñarte dónde vivía.

—Gracias.

—La mayoría de la gente sólo puede ver estos sitios en sueños que olvidan al llegar la mañana. Y cuando se mueren ya es demasiado tarde. Regresan y esperan a que los alcance la oscuridad.

Volvieron por donde habían venido, en dirección al bosque.

—¿Quién te sacó de aquí? —fue la última pregunta de Seth antes de que abandonaran aquel páramo.

—Un hombre —respondió el muchacho—. Es artista. Como tú. Y algunas personas que conoces le hicieron cosas malas.

—¿Quiénes?

—Nos va a ayudar. Es tu colega. Lo conocerás, Seth. Dentro de poco. Pero antes tienes muchas cosas que hacer por nosotros.

Seth despertó con un sobresalto y tardó un momento en comprender dónde se encontraba. Al mirar a su alrededor vio cosas que conocía: la mesa semicircular a la que se sentaba, con el teléfono del edificio y el panel de metal con las alarmas de intrusos y de incendios conectadas a todos los apartamentos, el transistor, las paredes amarillas de la espaciosa zona de recepción, las plantas de pega, el ordenado montón de ejemplares de Tatlers y London Magazines sobre la mesilla de mimbre y los monitores de seguridad en la mesa, ante él, con sus pantallas amarillas y verdes. Sobresaltado, tuvo el convencimiento de que alguien iba a gritarle, o al menos estaría frente a la mesa, reprochándole con la cabeza el que se hubiera quedado dormido durante su turno.

Pero no había nadie. Ambos ascensores estaban en su sitio, tras las puertas metálicas. Las salidas de incendios al pie de cada escalera estaban cerradas. La puerta principal tenía la llave echada. Nadie había entrado en la recepción y nadie lo había visto allí dormido.

Echó un vistazo al reloj y comprobó que eran casi las cuatro en punto. Llevaba tres horas durmiendo. El dolor que sentía en la espalda era el mejor testimonio del tiempo que había pasado en aquella posición incómoda. Exhaló una bocanada de aire con lentitud y se arregló la corbata. Al volver la cabeza oyó un crujido en el interior de su cuello, antes de que los músculos se calentaran y recobraran la flexibilidad. Luego estiró las piernas. Se le habían agarrotado las rodillas de tenerlas suspendidas sobre el borde de la silla mientras permanecía reclinado.

Nunca se había dormido tan profundamente en el trabajo. Pasarse varias horas así era algo insólito, que no le había sucedido antes. Recordaba lo suficiente sobre su sueño como para saber que había vuelto a ver aquel lugar. La cámara de piedra, el mausoleo al borde del bosque… Pero esta vez había algunas diferencias. El niño de la capucha y las quemaduras no habían aparecido en el primer sueño.

Era el mismo niño que había visto junto al pub, observándolo. Su subconsciente había insertado la figura en el sueño. Volvía a recordar con sorprendente claridad lo que era ser un niño. Lo había recobrado en el sueño. Y había estado llorando de frustración mientras dormía. Notó la leve tirantez de los salados regueros dejados por las lágrimas en sus mejillas al bostezar. Casi sintió deseos de volver a dormirse para revivir la embriagadora sensación de la huida, el consuelo de un nuevo compañero, la expectante anticipación de la aventura.

Pero entonces comenzó a tiritar, y cuando trató de tragar saliva, fue casi incapaz de hacerlo. Le ardía el rostro de fiebre. Sentía deseos de tenderse en el suelo y dejarse morir. Un persistente sentido del deber lo obligó a mirar los monitores. En la hilera de pantallas en blanco y negro no se veía a nadie en la calle, ni en las veredas que discurrían tras el jardín ornamental, ni en el garaje del sótano.

Y entonces se detuvo y miró a la izquierda. Olisqueó el aire. Se levantó. Apresuradamente se olió la manga de la chaqueta y luego las manos. Apestaban a azufre, puede que a pólvora, y al denso y grasiento humo que expelen las cocinas de gas. Su cuerpo entero exudaba aquel tufo, así como la mesa y la zona de recepción hasta las puertas de los ascensores.