—Mamá, nunca tiraba nada. Nada. Lo digo en serio. Tendrías que ver su ropa. Hay como cien trajes y vestidos y abrigos y cosas en el dormitorio. Hasta de… cómo te diría yo, de los años cuarenta o así. Sigue todo allí. Como un museo de la moda o algo parecido. Hemos heredado un museo, joder. La colección Lillian. Y algunos de los vestidos son preciosos.
Apryl paseaba de un lado a otro del dormitorio de su tía abuela con el móvil pegado a la oreja.
Pero sabía que su madre nunca podría comprender lo que había descubierto en el cuarto de la anciana. Al menos hasta que no lo viera con sus propios ojos. Cosa que nunca podría hacer por culpa de su miedo patológico a volar. Y no se sentía capaz de describir adecuadamente sus descubrimientos o de transmitirle a su madre la atmósfera del apartamento: la raída grandeza, la ubicua sensación de pérdida, las caóticas defensas que había erigido una anciana contra el mundo exterior, la perturbada vida interior aún evidente en las habitaciones desocupadas, con altares y rituales y hábitos mantenidos durante mucho tiempo pero ya convertidos en meros misterios.
Dos de las habitaciones, los dormitorios pequeños que había al final del abarrotado pasillo, a la derecha, estaban a rebosar de basura. En cada una de ellas había encontrado una cama individual con un viejo edredón cubierto por una capa de polvo. Alrededor de la cama se agolpaban cajas y maletas viejas con toda clase de curiosidades. Aún no sabía lo que iban a hacer con todo aquello. Para realizar un inventario exhaustivo necesitaría semanas, e incluso meses.
Al menos el dormitorio de Lillian permanecía despejado alrededor del gigantesco armario y la enorme cómoda. También había una cama amplia y un precioso secreter con los cajones cerrados cuyas llaves no logró encontrar y que debían, sospechaba, de contener la documentación de la anciana. Sobre la cómoda había más frascos de perfume de los que hubiera visto en toda su vida. Las compañías de cosméticos ya no fabricaban recipientes así, ni tampoco los envases de porcelana de las cremas y el maquillaje, cuyos contenidos, en su mayor parte, se habían agrietado como la tierra reseca de planetas lejanos.
—Mamá, me gustaría llevarme los trajes. Creo que son de mi talla. Es increíble, ¿no? Me he probado dos abrigos de piel y tres sombreros y es como si estuvieran hechos a mi medida.
—Cariño, ¿dónde vas a guardarlos? ¿En tu minúsculo apartamento? Aquí no tengo sitio, ya lo sabes. Y piensa en el coste, cielo. No tenemos dinero para eso, y encima ahora hablas de dejar el trabajo. Estoy preocupada.
—Pues no lo estés. Dentro de poco nos va a salir la pasta por las orejas.
—Me parece que no, si sigues así. Tienes que ser realista, cariño. El apartamento podría tardar un tiempo en venderse.
—Puedo pagar el transporte con mis ahorros. Pero tendré que mandarte las cosas de Lillian que quiero conservar, para que las guardes en el sótano.
—Cariño, te va a salir por una fortuna. No puedes traerlo aquí. Tendrás que venderlo todo en Inglaterra.
—No. Tendré cuidado. Puedo alojarme aquí hasta que se venda y encargarme de todo. Tendremos que sacar el mobiliario. No sé nada sobre antigüedades, así que habrá que contratar a un experto para que haga una tasación. Pero las cosas personales, las personales de verdad, quiero quedármelas. Mamá, son preciosas. Y hablo sólo de la ropa, las fotos y algunas cosillas más.
—Oh, cariño, no sé. Sólo ibas a quedarte dos semanas para vaciar el lugar y venderlo y ahora mira las cosas que estás diciendo…
—Mamá, mamá, es nuestra historia. No podemos tirarla a la basura de cualquier manera. Tendrías que ver las fotos de Lillian y Reginald, son enternecedoras. Eran tan elegantes… como dos estrellas de cine. No te lo vas a creer cuando lo veas. La gente que está en esas paredes forma parte de nuestra familia. Una mujer con ese gusto, esa clase y ese estilo… Se ha convertido en mi ídolo. Ya sabes cómo me gusta lo retro.
Pero su madre parecía cansada. No tendría que haberla sobresaltado de aquel modo. Sumada a la tensión de que su única hija estuviera al otro lado del océano, la intrusión de cualquier cosa novedosa o extraña en su inmaculado bungalow de Nueva Jersey le provocaría una grave ansiedad. Tendría que habérselo contado poquito a poco, pero era incapaz de contener la emoción.
Hacía tiempo que los años cuarenta y cincuenta eran su inspiración estilística allí en Nueva York, donde se ganaba la vida vendiendo ropa alternativa y vintage en St. Mark's Place. Había tenido que trabajar por salarios de miseria durante los últimos cinco años, que habían pasado volando sin dejarle gran cosa en términos de curriculum, apartamento o nivel de vida. Pero aquel tesoro que había encontrado podía alcanzar miles de dólares en eBay. Y no es que pensara venderlo. Cuando volviera a casa tenía la intención de lucirlo en la mayoría de los locales retro del centro y del Village. Aquella era su herencia. Su abuela había llevado realmente aquella ropa en su época.
La factura de los trajes era exquisita. Había encontrado seis inmaculados vestidos de noche de seda y tafetán, dos docenas de trajes de cachemira y lana y dos veces este número de modelos ceñidos de color negro y crema, doblados y guardados en maletas, que su tía abuela debía de haber llevado en los sesenta junto con, quizá, un collar de perlas. Y al ver las joyas para el vestuario no había logrado reprimir un chillido: tres cajas llenas a rebosar de preciosos broches, collares y pendientes revueltos.
La ropa interior de estilo retro había dejado de fabricarse a comienzos de los setenta, y algunos de los corsés y las fajas de su tía abuela debían de remontarse a los años cuarenta. Llevaba mucho tiempo fantaseando con encontrar cosas parecidas en tiendas de ropa usada y mercadillos caseros, y nunca había dejado de probar suerte en saldos de fábricas que cerraban o en puestos de caridad, por si encontraba accesorios antiguos para su propio guardarropa o para vender en la tienda. El dormitorio de su tía abuela contenía ropa suficiente como para montar un negocio empezando de cero o llenar una sala de subastas entera. Había al menos treinta paquetes de medias de seda sin abrir en el primer cajón de la cómoda, con nombres tales como Mink o Cocktail Kitty. Algunas de las medias más antiguas seguían guardadas entre hojas de papel de seda dentro de cajas de cartón, cuyas tapas lucían con regio orgullo los nombres y el logotipo grabados del fabricante.
Lillian no se había desprendido de una sola pieza de su vestuario. Parecía que, a medida que pasaban las décadas y cambiaban las modas, lo había ido conservando y almacenando todo hasta que, en algún momento de la década de los sesenta, dejó de comprar ropa. No había una sola prenda contemporánea. Así que debía de haberse vestido con aquel estilo clásico hasta el mismo día de su muerte. Si era así, resultaba una asombrosa coincidencia. Apryl rara vez llevaba algo que no pareciera hecho en los años cincuenta.
Sólo la colección de zapatos la decepcionó. Aparte de un par de zapatos bajos de terciopelo con tacón cubano y un par de sandalias plateadas, el resto estaba desgastado por el uso. La madera de los tacones estaba a la vista y los empeines de cuero, rotos o recorridos por profundas grietas. Eran insalvables. Parecía como si su tía abuela hubiese sido muy aficionada a los paseos, pero no tanto a reemplazar su calzado.
—Mamá, mira, no te preocupes. Estoy bien. Todo va a salir bien. Lo único que pasa es que estoy muy cansada. Llevo en pie desde las cinco y media. Todo esto es emocionante y triste a la vez, y no sé qué más. Aún no he acabado de asumir que la tía abuela Lillian vivía aquí. Knightsbridge es como Park Avenue. Entre el dinero que tenía en el banco y la venta de este apartamento vamos a ser ricas, mamá. ¿Me oyes? Ricas.
—Bueno, eso no lo sabes, cariño. Dijiste que había que hacerle algunas reformas.
—Mamá, esto es una propiedad de lujo. Estas cosas se las rifa la gente. Incluso en el estado en el que está. Es un ático, mamá. —El timbre de la puerta trinó como un pequeño badajo que hubiera enloquecido dentro de una campanita de hierro—. Mamá, hay alguien en la puerta. Tengo que irme. Además, casi no me queda batería en el móvil.
—¿El móvil? ¿Es que me estás llamando desde el móvil? Te va a salir por una fortuna.
—Te quiero, mamá. Tengo que irme. Volveré a llamarte dentro de poco, cuando sepa algo más. —Lanzó un beso por el auricular y luego corrió desde la cocina a la puerta principal para abrir al jefe de porteros.
—Supongo que lo que realmente quiero es saber cómo era. Sobre todo al final. Quiero decir, ha dejado todo esto… aquí dentro… —«Desembrollar» era la palabra que buscaba. Lillian no le había dado la opción de sacar las cosas sin más y vender el piso. Era como si la fallecida estuviera obligándola a involucrarse en su desquiciada existencia.
Sentada en la cocina en compañía del jefe de porteros, Apryl suspiró.
—Le prometo que no lo entretendré mucho tiempo… Yo misma estoy rendida. Me encuentro tan cansada que estoy empezando a tener alucinaciones. Así que quizá no sea el mejor momento para empezar a hacer preguntas, pero… hay algunas cosas que me tienen desconcertada. —No logró disimular la emoción de su voz. Tosió y tomó un sorbo de té negro. Normalmente bebía café, pero Lillian no tenía otra cosa.
Stephen ya no estaba de servicio y se había quitado la corbata, pero a pesar de que eran más de las diez, aún llevaba la camisa de algodón blanca y los pantalones grises de su uniforme, lo que sugería que en su vida no había gran cosa aparte de sus deberes en aquel edificio. Mientras que Apryl se había sentado en la mesa de la cocina, la única habitación del piso en condiciones de recibir a un invitado, él estaba apoyado en la encimera, con una taza de té que ella le había preparado en la mano.
Asintió.
—Supongo que son muchas cosas a la vez. Pensaba que sería más fácil para usted, dado que no llegó a conocer a Lillian. Pero claro, imagino que no haberla conocido es igual de complicado, sólo que de otra manera. Quiere conocerla antes de desprenderse de este lugar.
—Se podría decir que es eso. Y además, estoy viendo cosas aquí que me recuerdan a mí misma. Si es que eso tiene algún sentido.
Stephen sonrió, un gesto que parecía el preludio a una confesión.
—Lo tiene. Ya había reparado en el parecido. En sus ojos. Pero es irónico. A menudo los inquilinos acaban estando más próximos a nosotros los porteros que a sus propias familias.
—E imagino que nadie piensa nunca en ustedes.
—Oh, no pasa nada. Nos pagan por hacer un trabajo. Pero cuando trabajas mucho tiempo en las casas de la gente, aunque no quieras acabas convirtiéndote en parte de su vida. Como una especie de familia.
—Lillian le caía bien, ¿verdad?
—Sí. Y también a los porteros de día. No creo que el personal del turno de noche la viera nunca. Ni una sola vez.
—¿Y eso por qué?
Se encogió de hombros.
—Siempre procuraba estar en casa mucho antes del anochecer. —Se dio cuenta de que Apryl estaba confundida e hizo un esfuerzo por explicarse—: Es lo que sucede cuando pasas aquí un turno de doce horas. No es que cotillees, pero por mucho que intentes no hacerlo, acabas fijándote en toda clase de detalles. Y nos pagan para ser observadores. —La estaba preparando para algo. Apryl se había dado cuenta de que era un hombre de modales impecables y muy profesional, que no quería decir nada fuera de lugar ni parecer indiscreto. Puede que fuese la política del personal. Pero estaba cansada y quería que fuese franco con ella. Si Lillian no recibía visitas ni amigos, entonces la gente con la que tenía que hablar eran los empleados de Barrington House. Parecía que, al final, lo único que tenía eran los porteros. Y la mera idea de una vida reconstruida únicamente por ellos la hacía sentir decaída de nuevo.
Le ofreció a Stephen una sonrisa cansada.
—Por favor, Stephen, puede ser franco. Necesito saber algunas cosas para poder pasar página. La curiosidad me está matando.
El portero asintió. Se miró los pies. Se pasó la lengua por las encías.
—Como ya dije antes, era una mujer excéntrica.
—Pero ¿en qué sentido, concretamente? O sea, ¿hablaba sola en voz alta y…?
—Sí. Lo hacía, sí. Pasaba la mitad del tiempo en su propio mundo. En su cabeza. Y nunca parecía demasiado feliz cuando estaba allí.
Apryl sintió que se quedaba boquiabierta.
—Pero también había momentos en que se mostraba completamente lúcida. Y entonces era la elegancia personificada. Su tía era una mujer de una educación exquisita. Una mujer de una pieza. Aunque nunca pasábamos más que un rato del día con ella, cuando salía. Todos los días a las once, como un reloj. Pero…
—Continúe.
Stephen esbozó una sonrisa incómoda.
—En estos tiempos no es habitual ver a una mujer con sombrero. Con un velo. Pero Lillian nunca salía sin él. Ni sin sus guantes. Y siempre vestía de negro. Como si estuviera de luto. Era toda una celebridad en el barrio. Todo el mundo la conocía. Y cuidaba de ella. Los vecinos, los tenderos y los taxistas la traían a casa cuando la encontraban por ahí, confusa.
—¿Qué quiere decir con «confusa»?
Stephen se encogió de hombros.
—Su tía salía a dar su paseo todos los días, hiciera sol o estuviera lloviendo. Pero entonces se ponía nerviosa y había que llevarla a casa. La mayoría de las veces se animaba al volver a ver el edificio. Al final, si podía prescindir de ellos, yo solía pedirle a alguno de los porteros que la siguiera cuando salía. O lo hacía yo mismo. Nunca se alejaba demasiado, pero nunca tomaba la misma ruta dos veces. Siempre acababa en sitios distintos.
—Qué horror.
El portero volvió a encogerse de hombros con expresión de impotencia.
—¿Qué podíamos hacer? No somos niñeras.
—Me pregunto lo que le pasaría por la cabeza en esos momentos.
—Antes de marcharse siempre me decía: «Bueno, adiós, Stephen. Si no volvemos a vernos, cuide usted de mi amor.» Y siempre llevaba las mismas cosas: una maletita y un paraguas negro, como si se fuese de viaje. Pero todos los días regresaba al cabo de un par de horas. Lo que más nos preocupaba era que se perdiese. Algunos taxistas paraban al verla y le decían: «Sube, Lil, te llevo a casa.» Y si estaba lista, se montaba y les respondía: «Hoy no voy a ir más lejos. Hoy no. Pero mañana volveré a intentarlo.» Siempre lo mismo, todas las veces. Todos me lo contaban. Y la traían a casa. En cierto modo, siempre he creído que es tranquilizador saber que todavía existe un cierto sentido de comunidad, al menos entre los trabajadores del barrio. Todos conocían a su tía Lillian.
—¿Y las flores? Debía de haber miles en el dormitorio.
Stephen se encogió de hombros.
—Nunca me dijo para qué eran ni por qué las recogía. Pero desde que la conocí, siempre volvía a casa con ellas. Siempre rosas. En dos ocasiones la sorprendieron cortándolas en los jardines delanteros de Chesterfield House, en Mayfair. Por suerte, conozco al jefe de porteros del edificio, así que no hubo problemas. Pero podía ser algo incómodo. A veces las sacaba de los cubos de la basura, o se iba sin pagar de las floristerías.
—¿Y cómo murió? En el certificado de defunción decía que de un ataque al corazón.
Stephen se secó la boca. Parecía tener dificultades para mirarla a los ojos. Lo intentó dos veces y no lo consiguió.
—Por favor, Stephen, dígamelo.
—Murió en el asiento trasero de un taxi, Apryl. Le dio un ataque de pánico cuando estaba en la calle. En uno de sus paseos. El taxista la vio. Parecía realmente angustiada. Había llegado hasta Marble Arch. Más lejos que nunca, que yo sepa, y es una distancia bastante considerable para una mujer de su edad. Pero aquel día estaba distinta. Verá, por lo general, cuando alguien la encontraba, hablaba sola o golpeaba el aire con el paraguas o el bastón. No era algo insólito. Todos la habíamos visto hacerlo. Como si estuviera muy metida en una discusión con alguien que no se encontraba allí. Y normalmente, la agitación se producía justo antes de que diera media vuelta y regresase a casa. O, como le he dicho, de que alguien la recogiera y la trajese hasta aquí. Pero la mañana en que murió, según el taxista parecía enferma. Realmente agotada. Estaba apoyada en la barandilla del parque. Muy pálida y casi a punto de desplomarse. Algo la había enfurecido hasta el punto de agotar todas sus fuerzas. Así que paró y la ayudó a subir al coche. Pero no llegó a salir del trance, como otras veces. Parecía… aturdida. Como si ya no supiera dónde se encontraba ni adónde iba. El taxista paró y telefoneó a recepción para pedirnos que llamáramos una ambulancia. Pero murió de camino aquí. Desde mi punto de vista, fue un fallo general de su organismo. Eso pensé. Y lo más raro es… Bueno, salió del trance justo antes de morir. Al mismo tiempo que el taxi entraba en la plaza. El taxista dice que la vio en el espejo. Angustiada. Realmente angustiada, al final. Bueno, o asustada, se podría decir. De algo. Como si hubiera alguien sentado a su lado.
Apryl miró los restos de su té. Al cabo de un largo e incómodo silencio dijo:
—¿No habría estado mejor en una residencia?
—Sí, posiblemente. Pero tenía una enfermera, y cuando venía, Lillian estaba perfectamente. Era un poco excéntrica, pero estaba lúcida y era más que capaz de cuidar de sí misma. Se trataba de una mujer muy fuerte para su edad. Sólo cuando salía… cuando dejaba el edificio… se… en fin, se ponía así.
Podía haber sufrido cualquier cosa: Alzheimer, demencia… Si su madre y ella lo hubieran sabido.
—Pobre tía Lillian —dijo.
Pero Stephen no le estaba prestando atención. Parecía sumido en sus propios pensamientos.
—Pero lo más extraño aquel día —dijo de repente— estaba en su bolso. —Frunció el ceño mientras se miraba los pies, intrigado—. Llevaba un billete de avión. A Nueva York. Junto con un pasaporte que había caducado hacía cincuenta años. Parece ser que estaba realmente decidida a abandonarnos de una vez por todas.
Después de que se marchara Stephen, Apryl comió un poco de pasta con pesto que había comprado en una tiendecita de Motcomb Street y luego se dio un baño. No había ducha. Ni tan siquiera un accesorio similar que se pudiera acoplar al viejo grifo de acero. Así que se sentó en el banquillo acolchado que había junto a la bañera y observó cómo caía la gruesa cascada de agua, con un ruido hueco, sobre el desgastado esmalte. Su presencia desencadenó una serie de sonidos de succión y circulación detrás de las descoloridas paredes del baño. Mientras esperaba a que se llenara la bañera, fue a sacar la poca ropa que había traído consigo y dejó la maleta sobre la cómoda del dormitorio de Lillian.
De repente se dio cuenta de que estaba buscando algo que hacer. Tratando de distraer su mente para no pensar en la idea de dormir sola en el apartamento ni en las cosas que su tía abuela se dedicaba a hacer por las noches. Los dos dormitorios del fondo llevaban demasiado tiempo en desuso y se usaban sólo como trasteros, así que era poco probable que entrara en ellos si no era para sacar algo. El salón nunca se utilizaba para otra cosa que para almacenar flores frescas encima de las flores muertas del altar de la ventana. Aquella habitación era sagrada para su tía. Y el mobiliario estaba cubierto con sábanas para protegerlo del polvo. En el apartamento no había televisión. Ni tan siquiera una radio que funcionara. Había encontrado una vieja radio averiada en una caja de bakelita, envuelta en periódicos y guardada en el fondo de una caja de jarras de peltre. Pero aparte de eso y de unos pocos libros en el dormitorio, ninguno de ellos reciente, no alcanzaba a imaginar cómo ocupaba su tía abuela las largas noches que pasaba allí encerrada, sin ninguna compañía. No era de extrañar que hablase sola. Apryl llevaba allí únicamente un día y estaba lista para empezar a hacerlo.
Después del baño, durante el cual se le cerraron los párpados y se abandonó a un sueño ligero que duró lo que tardó el agua en enfriarse, se dirigió al dormitorio y cerró la puerta. Bajo el viejo edredón acolchado la cama parecía limpia, pero fue incapaz de meterse entre las sábanas. En lo alto del armario encontró unas mantas y se preparó un nidito provisional con ellas encima de la colcha.
Al apagar la luz, la profunda oscuridad de la habitación la sobresaltó un poco. Se quedó parada un momento antes de tumbarse, pero se obligó a calmar su intranquilidad. Estaba demasiado cansada para eso. Con bragas limpias y una camiseta de Social Distortion, se hizo un ovillo mirando en dirección a la puerta, como hacía siempre que dormía en algún sitio desconocido.
Allí tumbada oía el ocasional ruido de los coches que pasaban bajo la ventana de su cuarto, en Lowndes Square. Proyectó sus cada vez más adormilados pensamientos hacia fuera, hacia Londres, en lugar de dejar que dieran vueltas y comenzaran a explorar el apartamento, las extrañas y abarrotadas habitaciones en las que se había hecho la oscuridad y el silencio.
Pegó aún más las rodillas al estómago, juntó las manos y las enterró entre los cálidos muslos, como siempre había hecho desde la infancia. Y al instante se dio cuenta de que estaba sumiéndose en un pesado sueño, un sueño que duraría horas, la noche entera. Su mente descendió y se alejó de allí. Hasta que por fin quedó en calma. Al contrario que la habitación, más allá de sus cerrados párpados.
Desechó el susurro y el ruido sutil de unos pies sobre el suelo, que se movían rápidamente de la puerta al pie de la cama. Sólo era su compañero de piso, Tony. Que, como siempre, caminaba de puntillas para recoger vete a saber qué cosa abandonada antes por él mismo en el cuarto. Demasiado cansada como para abrir los ojos, en una parte muy lejana y cada vez más pequeña de su consciencia sabía que no tardaría en marcharse. En esfumarse.
¿Qué quería ahora, plantado al pie de la cama e inclinado sobre ella? Sintió que la alargada presencia se extendía sobre sus pies y hundía una rodilla al borde de la colcha.
Despertó bruscamente, aterrada, con la frente empapada de un sudor frío. Completamente desorientada, contemplaba con los ojos una oscuridad total. Se incorporó.
—¿Qué quieres? —preguntó, pero no obtuvo respuesta, y durante algunos segundos fue incapaz de comprender dónde se encontraba o cómo había llegado hasta allí.
Hasta que la memoria le proporcionó unos pocos detalles: Tony no estaba allí, ni tampoco ningún otro compañero de piso. Se encontraba en Londres. En el nuevo apartamento. El de Lillian. Entonces, ¿quién…?
Con una mano, tanteó alrededor de la mesita de noche en busca de la lámpara. La encontró. Buscó a ciegas el interruptor. Un gimoteo escapaba de sus labios. Pegó las rodillas al pecho. Sentía el cuerpo dolorosamente vulnerable y expuesto a la figura que se encontraba tan próxima en la oscuridad. Sus dedos encontraron al fin el viejo y tosco interruptor y lo pulsaron. La pesada base de la lámpara se balanceó sobre la mesa. Entonces, de repente, la pálida luz inundó la habitación marrón.
No había nadie. Estaba sola en el cuarto.
Hasta el último centímetro de su cuerpo se relajó de alivio. Respiraba a bocanadas, como si acabara de subir corriendo una escalera. Habían sido las cortinas, mecidas suavemente por una corriente de aire, o los viejos tablones del suelo, que corregían su posición. Como sucede en los edificios viejos que no conoces bien.
Se tapó la cara con las manos. La tensión la abandonó bruscamente y se sintió como una estúpida.
Pero la experiencia de una alienación tan acusada y el terror de la intrusión la habían alterado tanto que intentó dormir incorporada y con la luz de la mesilla de noche encendida. La dejó así toda la noche. Algo que no había hecho desde la primera y única vez que viese El exorcista.