Capítulo 4

Cuando Seth, ya de uniforme y con una taza de té en la mano, llegó desde el cuarto del personal, suponía que Piotr ya habría bajado al garaje donde aparcaba la tartana oxidada que era su coche. Pero Piotr sólo se había puesto el anorak rojo sobre la sudada camisa de poliéster y lo estaba esperando. Muy sonriente, levantó el libro de incidencias.

—¡Ah, Seth vuelve a ver los fantasmas! Todos nos reímos mucho cuando leemos el libro. A lo mejor se bebe el whisky de noche y ve cosas, ¿eh? —Puso los ojos en blanco y levantó un brazo para simular que bebía de un vaso.

—No he dicho que viese nada. Sólo he informado de una incidencia. Un ruido. Había alguien dentro del dieciséis. Lo oí.

Pero Piotr no le prestaba atención.

—Deberías abrillantar el bronce por las noches. Se lo digo a Stephen, pero no me hace caso. Así tendrías trabajo y no verías fantasmas.

La puerta se cerró delante del anorak y el rostro sonriente.

No volvería a informar, oyera lo que oyese. Joder. Había hecho su trabajo. Si se producía un robo, ya les había advertido.

Se dejó caer sobre la silla y volvió a acordarse del sueño que había tenido aquella tarde. Le había provocado una mezcla de nostalgia e intranquilidad. De niño solía visitar aquella cámara en sus pesadillas. Mientras lo arrastraban allí dentro en contra de su voluntad trataba de gritar, pero se mantenía extrañamente mudo. Todo había comenzado más o menos en la época en que se marchó su padre. La extraña cámara se presentaba en sus sueños una y otra vez. Se trataba de un mausoleo real que había visto una vez con su niñera, mientras paseaban por una zona medio abandonada del cementerio en el que estaba enterrado su abuelo. Todas las flores estaban secas y los nombres de las personas se habían borrado de las lápidas de piedra. Aquello lo aterrorizaba. No podía aceptar que su papá y su mamá morirían algún día y acabarían enterrados en alguna de aquellas cárceles de piedra o en el mausoleo. Y que lo mismo le pasaría a él. Su niñera sonrió y dijo:

—No hasta dentro de mucho tiempo, Seth.

Pero el mausoleo de frío mármol, con su tenue luz, la puerta cerrada a cal y canto y las ventanas de barrotes, lo atormentaba. Imaginaba que lo metían allí. Que estaba muerto. Que se encontraba en el lado equivocado de la puerta y lloraba llamando a su papá y a su mamá, quienes no podían verlo. Que los veía marchar entre las lápidas. Los veía con claridad mientras ponían en marcha el Austin blanco y se alejaban dejándolo en la puerta, sollozante e histérico.

Negó con la cabeza. Ni siquiera ahora le gustaba recordarlo. De niño, el miedo a aquella cámara le oprimía el pecho de tal modo que no podía ni respirar.

Tenía que llamar a su madre. A su padre. A su hermana. El sueño había provocado que le entraran ganas de hacerlo. No recordaba la última vez que había hablado con ellos. Se le había pasado.

Suspiró y se volvió hacia el sujetapapeles con las tareas de la noche para obligarse a pensar en otra cosa. Solo veinte de los cuarenta apartamentos estaban ocupados. Igual que durante los cuatro turnos de la pasada semana.

La mayoría de los áticos eran casas de gente asquerosamente rica que venían a pasar unos días de vacaciones o apartamentos de empresa para ejecutivos que trabajaban en la City. Aunque en algunos de ellos se alojaban inquilinos problemáticos, raramente había problemas durante la noche. Sin embargo, había una novedad en el piso treinta y nueve del ala este. Alguien se había mudado. La viejecita, Lillian, había fallecido. En un taxi o algo así, un par de meses atrás. Stephen se lo había dicho al día siguiente, pero él nunca había llegado a ver a la anciana durante su turno. Nunca salía de noche. La nueva inquilina se llamaba Apryl Beckford. Se preguntó qué aspecto tendría.

Tras terminarse el té, salió al jardín ornamental que ocupaba la intersección entre las dos alas. Lió y luego se fumó un delgado pitillo mientras escuchaba el ruido de la fuente. El recuerdo del sueño se fue apagando y comenzó a sentir algo parecido al alivio por estar de vuelta en el trabajo. No había mucho que hacer, aparte de las rondas ocasionales y algún que otro inquilino que llegaba a casa de noche. Era menos desmoralizante que la vida en el Green Man, aparte de más confortable. Una vez, antes de que comenzara a trabajar allí, el edificio había aparecido en la revista Helio! a cuenta de un futbolista que vivía en él. Un trabajo ideal para un artista, a la antigua usanza, había pensado al comenzar. Pero había dejado de dibujar en cuanto apoyó el trasero sobre la silla de cuero de recepción. Ahora sospechaba que se había escondido allí para olvidar y que lo olvidaran, para escapar de la vida convencional del modo más cómodo posible. Y la idea ya no lo perturbaba.

Después de arrojar la colilla a la fuente, volvió a la silla y comenzó a bostezar. Otra noche sin descanso. Unos jóvenes árabes en coches deportivos daban vueltas alrededor de Lowndes Square. Consultó su reloj. Faltaban diez horas para la mañana, entonces podría salir de allí y sumirse en un sueño profundo. O en un coma sin sueños, si tenía suerte.

Mientras hojeaba la programación de televisión del Evening Standard, de pronto lo sobresaltó el timbrazo del teléfono. En el panel de bronce se había encendido una luz roja junto al indicador del apartamento cuarenta.

—¿Qué coño quieres? —susurró para sí. Era el señor Glock, el playboy suizo de mediana edad que además era uno de los hombres más maleducados que hubiera conocido jamás. Levantó el auricular para acallar la ensordecedora vibración del panel.

—Seth, dígame.

—Necesito un taxi para Heathrow. Ahora mismo —y colgó.

Ningún otro inquilino había hecho tanto por apuntalar su idea de que los ricos eran una gente desagradable. Al comenzar a trabajar en el edificio, los inquilinos y su absurda riqueza lo intimidaban, como si su mera presencia bastara para proyectar un foco sobre su corbata manchada, las rozaduras de sus zapatos y los enormes agujeros de su curriculum. Lo hacían sentir ridículamente apocado en su presencia. Pero al cabo de medio año sacando a la calle su apestosa basura y presenciando incontables demostraciones de ostentación delante de su mesa, combinadas con sus afectados acentos y sus vulgares mobiliarios, aquella intimidación había quedado reducida a un resentimiento soterrado y no demasiado intenso. No sentía demasiado respeto por ellos. Y menos aún por Glock. Trabajar allí le había permitido comprender que el dinero favorecía a gente de la peor calaña.

Cogió el ascensor hasta el cuarto piso, donde lo estaría esperando el equipaje de Glock. De camino se limpió la cara con una toalla de papel. La textura del papel le arañó la piel caliente y delicada de la frente y de las mejillas. En ese momento se acordó de un asiático que le había estornudado encima en el cine, y se preguntó si aquel extranjero le habría contagiado alguna enfermedad tropical. Mientras se frotaba el cuello comenzó a sentir un hormigueo en la zona. Entonces se acordó del aire helado que había inhalado por el buzón del apartamento dieciséis e hizo una mueca. Todavía le parecía sentir el sabor a polvo.

Después de ocuparse de Glock y de su equipaje, se lió otro cigarrillo y observó al taxi mientras abandonaba el bordillo y salía de la plaza. Se dijo que era la última vez que levantaba el trasero del asiento durante su turno. Se sentía fatal, El hormigueo de la garganta se había convertido en una picazón. Bajo la chaqueta, tenía la camisa pegada a la espalda.

Pero su periodo de descanso detrás de la mesa de recepción duró poco. La siguiente en reclamar su atención fue la señora Shafer, la anciana esposa de un agente de bolsa norteamericano casi inválido. Vivían en el apartamento doce.

Plantada junto a la entrada principal del edificio, comenzó a tocar el timbre. El penetrante e incesante zumbido que sonaba detrás del escritorio transmitía toda la fuerza de su fastidio. Estaba aún más grotesca de lo habitual, con el cabello amontonado en un aparatoso peinado en estratos del que escapaban algunos mechones alrededor de su flácido rostro. El puto Halloween con un pañuelo. Se estremeció de asco. ¿Cómo podía abandonarse de tal modo una mujer? Sobre todo una mujer con tanta pasta.

La dejó pasar pulsando el interruptor que había debajo de la mesa. Mientras la mujer hacía su entrada en recepción caminando lenta y pesadamente con aquellas piernas rollizas, un gesto de ceñuda severidad arrugó su frente.

—¿Qué sentido tiene…? —Hubo una larga pausa—. ¡Esto es un problema! —Señaló la puerta. Seth se encogió. Aunque ya estaba acostumbrado a su histeria y su temperamento impredecible, siempre conseguía aterrorizarlo. Estaba loca. Sólo el jefe de porteros, con su comportamiento elegante y su voz suave, parecía capaz de manejar sus arranques.

La mujer comenzó a dar cortos y temblorosos pasos hacia la mesa.

—¡No se moleste! —le chilló. Agitó en el aire uno de sus brazos y Seth pensó que parecía un dinosaurio, con el voluminoso cuerpo inclinado hacia adelante y unos brazos cortos, fetales y acabados en garras estirados hacia él. La señora Shafer esperaba que los porteros corrieran a la puerta y la mantuvieran abierta para ella como si fuera un miembro de la realeza. Después debían escoltarla desde el ascensor a la puerta principal de su apartamento. El precedente lo había sentado Piotr, con su inagotable sed de propinas, pero Seth se negaba a participar de aquella indignidad. Le hacía acordarse con amargura de su desaprovechada educación. Cuatro años en la Escuela de Bellas Artes, seguidos por un master, para acabar teniendo que complacer a una gorila rica y desquiciada que se dedicaba a aterrorizar a su minúsculo e impedido esposo ante los ojos del personal.

El señor Shafer raras veces abandonaba el apartamento. En las contadas ocasiones en que lo hacía, siempre lo acompañaba la histérica de su esposa. Parecía una marioneta, con miembros de madera reseca suspendidos ligeramente por encima del suelo, como si le hubieran cortado la mayoría de las cuerdas. Su esposa arrastraba al anciano alrededor de sus enormes faldas y no hacía otra cosa que regañarlo constantemente mientras él invertía toda su concentración y energía en dar un lento paso detrás de otro. Los dos Shafer apestaban a sudor.

Seth se levantó de su silla y dijo un «buenas noches» tan bajo que apenas se oyó él mismo.

La mujer volvió a agitar los brazos con exasperación mientras su rostro se ponía colorado.

—¡Que venga Stephen! ¡¡Llama a Stephen ahora mismo!!

Sólo dejó de gritar cuando las puertas del ascensor se abrieron tras ella. Por un momento el sonido pareció abochornarla, y luego entró caminando lenta y pesadamente. Su último murmullo se transformó en un agudo chillido que Seth fue incapaz de descifrar. No tenía la menor intención de molestar a Stephen. Para cuando la señora llegase a su apartamento, el altercado habría caído en el olvido.

Pero aquella noche no iba a poder descansar. Todos los capullos del edificio parecían haberse conjurado para obligarlo a trabajar. A las nueve en punto, la señora Pzalis telefoneó desde el apartamento veintidós para quejarse de la calidad de la recepción de la televisión. Lo mismo que la señora Benedetti, del apartamento cinco. Lo consignó todo en el libro de incidencias, pero comprobó que los antenistas habían estado dos veces en el tejado desde su último turno. A las diez y media, la señora Singh, del diecinueve, llamó para quejarse de que olía a humo en el ala oeste, y antes de que tuviera tiempo de ir a investigarlo, la señora Roth, del dieciocho, telefoneó para decir lo mismo. Las alarmas de incendios y los detectores de humo estaban en silencio, pero tenía que ir a comprobarlo de todos modos.

Si las señoras Singh y Roth podían olerlo dentro de sus apartamentos es que el olor llegaba del dieciséis, más o menos. Una zona del edificio que tenía previsto evitar en cada una de las tres rondas que estaba obligado a realizar durante su turno.

—Coño. —Cogió el ascensor hasta el noveno piso.

Nada más salir al rellano, pudo olerlo él también: carne quemada, tela calcinada y algo parecido a azufre. Pero no había humo, las puertas estaban frías y los cubos de basura, vacíos. Era un olor antiguo, pero también un miasma profundamente desagradable, como lo que queda en un lugar donde se ha producido un accidente con fuego. Y era más intenso cerca de la puerta del diecinueve. La casa de la vieja señora Roth.

Al mirar a su alrededor recordó por qué nunca le habían gustado los pisos superiores del edificio. Ninguno de ellos, para ser sincero. Incluso en las tardes más luminosas de verano, cuando las últimas luces del sol reforzaban la iluminación eléctrica en las zonas comunes, el lugar resultaba lúgubre. La vieja madera marrón, el bronce apagado y la gruesa alfombra verde parecían absorber toda la luz, sobre todo en la escalera. Le recordaba a esas zonas de las casas viejas en las que reina la sombra. Pero a pesar de la ausencia de tráfico humano en la escalera y en los pasillos, el lugar poseía una activa energía. Una especie de hormigueo y revuelo en el aire, como si la presencia de una actividad anterior, atrapada allí, fuese incapaz de escapar.

Bajó al octavo piso sumido en un aturdimiento febril y sin aliento. Decidió cruzar rápidamente el pasillo y no detenerse, al margen de lo que oliera o de los golpes y ruidos que pudiera oír en el interior del apartamento dieciséis. Pero no pudo hacerlo.

Al llegar al descansillo, bajando los escalones de dos en dos, estuvo a punto de chocar con una figura. Una figura encorvada y vestida de blanco. Se encontraba a pocos pasos de distancia del apartamento dieciséis.

—Jesús —gimoteó casi sin resuello mientras sentía que se le ponían todos los pelos de punta.

La figura se volvió hacia él. Durante un segundo no logró reconocer el rostro arrugado y la ondulada mata de fino y plateado cabello. Pero entonces vio de quién se trataba. El asombro fue reemplazado por una inmediata sensación de alivio. Era la señora Roth. Pero en camisón y claramente angustiada.

—Ha vuelto —dijo al borde de las lágrimas. Sus brazos finos como agujas y sus manos artríticas temblaban. A través del material fino y sedoso del camisón, Seth pudo entrever cómo sobresalían los puntiagudos huesos de los hombros y la pelvis. Unas rodillas ridículamente flacas y huesudas, surcadas de venas, asomaban por debajo del dobladillo del camisón. Los pies, similares a dos garras, estaban descalzos—. Ha vuelto a por mí.

Tenía noventa y dos años. Seth no pudo sino preguntarse cómo habría logrado bajar un tramo de escalera con aquellas piernas. La señora Roth estaba casi confinada en su cama, de la que sólo salía para almorzar dos veces por semana, con la ayuda de dos bastones y de su doncella filipina, Imee.

Se quedó inmóvil, mirándola. Trató de tragar saliva, pero le dolía demasiado la garganta.

La mujer señaló la puerta del apartamento dieciséis con una mano contrahecha.

—Abra la puerta. Quiero verlo por mí misma.

Seth negó con la cabeza.

—No puedo, señora Roth. Venga, la llevaré a la cama.

Furiosa, ella sacudió en el aire la extremidad de hueso y piel fina que llamaba mano.

—¡No quiero volver a la cama!

No estaba sonámbula. Y, a pesar de su edad, nunca había parecido propensa a la menor confusión. De hecho, se mostraba indefectiblemente desagradable y maleducada en todo momento. Aunque raras veces molestaba a Seth de noche, sus maltratos al personal del turno de día habían llegado a ser legendarios. Hasta el jefe de porteros le tenía miedo.

—Por favor, señora. No debería estar aquí.

Comprendió que había cometido un error nada más decirlo. La furia tiñó el rostro de la mujer de color morado. Se volvió hacia él. Le apuntó a la cara con un dedo tan retorcido que sólo el nudillo de la segunda articulación estaba dirigido hacia sus ojos.

—¡Cómo te atreves! —El halo normalmente impecable de bucles transparentes de su cabeza, recogido en un peinado abombado, se deshizo. Algunos rizos cayeron alrededor de sus orejas. A través de lo que había quedado en su sitio se podían ver la piel pálida del cuero cabelludo y las manchas propias de la vejez. Tenía un cuello muy flaco y la carne colgaba de sus clavículas como tiras de cuero.

Le recordó a un pájaro. Un pájaro de pico grande al que aún le quedaban algunas plumas sobre el pellejo lívido.

—¡Te digo que ha vuelto! ¡Lo he oído! He oído cómo se reía.

Normalmente, un hombre en su posición habría respondido a los desvaríos de una anciana de noventa y dos años en camisón con una carcajada abochornada o una risa nerviosa, pero había algo en su rostro decidido y en sus ojos desquiciados y legañosos que hizo sentir intranquilo a Seth. Sobre todo porque aún recordaba lo que había oído al otro lado de aquella puerta.

Hizo una temeridad. Se acercó a la señora Roth y asintió con un gesto de complicidad.

—Lo sé. Ya hace algún tiempo que oigo ruidos ahí dentro. Pero ¿qué es?

—¿Qué? Habla. No seas ridículo. ¿Qué dices?

Seth señaló la puerta con un gesto de la cabeza.

—Ahí dentro. De noche. Los he avisado. Sobre los ruidos. Los golpes. En el vestíbulo. Muebles que se caen. Cosas. Cosas de ésas.

El rostro puntiagudo de la señora Roth cobró una tonalidad de enfermiza palidez. El leve temblor de sus enclenques miembros de mono se transformó en un estremecimiento. Seth creyó que se iba a desmayar y se acercó para cogerla del codo. Ella se agarró a él y dejó caer la cabeza.

—No —susurró. Y luego de nuevo—: No. —Pero esta vez para sí. Levantó los ojos y lo miró como un niño que acabara de tener una pesadilla—. Llévame a casa. Quiero a Imee. Busca a Imee. ¿Dónde está Imee? Quiero a Imee.

Tenso e incómodo en presencia de la indignidad de la anciana, Seth la acompañó lentamente hacia la puerta del ascensor y lo llamó desde la planta baja pulsando el botón de la placa de bronce bruñido. Mientras esperaba, reparó en que volvía a tener la camisa empapada de sudor.

Los chirriantes cables parecieron tardar una eternidad en llevar el pesado pero elegante vehículo desde abajo. Y mientras tanto, a pesar de su incomodidad, Seth trató de tranquilizar a la señora Roth hablándole de Imee y de su cama, hasta que ella agitó una mano delante de su cara y dijo:

—Cállate, cállate ya.

Una vez que abrió las puertas y la condujo al interior del ascensor, la anciana cerró los ojos con fuerza. Parecía más decrépita y encorvada que nunca, como si la estuvieran obligando a recordar algo especialmente doloroso. Algo que era incapaz de soportar. Que destrozaba el poco espíritu que aún quedaba dentro de aquel cuerpo viejo y frágil.

En el noveno piso, la puerta del apartamento seguía abierta, y Seth llamó al timbre para despertar a Imee, que acudió corriendo desde su cuartito al final del largo pasillo. Con las manos aferradas al camisón azul delante del cuerpo, como si quisiera proteger su intimidad de los ojos del portero, le arrebató a la señora Roth y, con una mirada de hostilidad y malhumor, cerró la puerta sin dejar que terminara de susurrar sus explicaciones. La señora Roth había empezado a lloriquear en el mismo momento en que viera a Imee.

—Zorra —murmuró Seth ante la puerta cerrada. Bajó en el ascensor hasta el cuarto del personal, en el sótano, donde se preguntó, con cierta incomodidad, a quién se habría estado refiriendo la señora Roth junto a la puerta del apartamento dieciséis.