Lo mismo podría haberse encontrado en un trasatlántico de pasajeros de lujo, un Titanic o un Lusitania. Por dentro, Barrington House era como un plató diseñado para una película ambientada en alta mar durante el periodo de entreguerras fotografiada en cobre y en sepia.
Un poco aturdida aún, siguió al alto jefe de porteros, Stephen, a través de la recepción y el ala este. A lo largo de pasillos con papel de seda en las paredes, teñidos de marrones dorados por las luces de lámparas de cristal tramado, en medio del peculiar olor de la tradición. No era exactamente un ambiente eclesial, pero casi: madera y metales bruñidos, flores frescas y la fragancia de cosas preciosas y preservadas pero insuficientemente ventiladas, como un museo viejo y privado que nunca se hubiera abierto al público.
Stephen iba hablando mientras caminaba delante de ella.
—Hay cuarenta apartamentos entre los dos bloques, con el jardín en medio, que proporciona luz a la parte trasera de los pisos. Al principio es un poco confuso, pero si piensa en una enorme forma de L, con las calles en la parte exterior, en seguida comenzará a orientarse. Hay veinte plazas de aparcamiento bajo el edificio, pero me temo que ninguna de ellas corresponde al piso de su tía.
—No pasa nada, tampoco tengo coche. Y la novedad del metro aún no ha perdido su interés.
El jefe de porteros sonrió.
—Pues lo hará, señora, lo hará.
—Apryl. Llámame Apryl. Así parece que tenga ciento noventa años.
—Pues podría ser que llegase a esa edad. Su tía murió con ochenta y cuatro años.
—Tía abuela. Era la hermana de mi abuela.
—Una edad muy estimable, aun así. —Hizo una pausa y volvió la cabeza—. Aunque siento mucho su pérdida… Apryl.
—Gracias. Pero no llegué a conocerla. Aun así es triste, sí. Era la última de esa rama de mi familia. No sabíamos que siguiera con vida. Ni que este lugar fuera tan… vaya, como es. O sea, es espectacular. No somos ricos. No podríamos permitirnos ni la comunidad. Es casi lo que gano yo en un año. Así que no me quedaré mucho tiempo.
A ojo de buen cubero, cuando finalmente lograran vender el piso, ni su madre ni ella tendrían que trabajar durante mucho tiempo, si es que tenían que volver a hacerlo. Serían ricas. La mera palabra parecía incongruente, aplicada a ellas. Pero no había nadie más que pudiera reclamar la herencia. Lillian había muerto sin hijos, y la madre de Apryl, al igual que ésta, era hija única. Punto final. Y si ella, con sus veintiocho años, no hacía algo por remediarlo, la familia Beckford se extinguiría a su muerte. La última solterona.
—Es todo como un cuento de hadas. Mamá se va a morir cuando le hable de este sitio. O sea, con porteros y todo lo demás. Podría llegar a acostumbrarme a esto.
Stephen esbozó una sonrisa diplomática pero distante. Parecía cansado, pero también preocupado por algo, y no precisamente por los tatuajes que asomaban por debajo de las mangas de la camisa de la chica. Reflejados en el espejo del ascensor parecían las páginas abiertas de un cómic.
—¿Así que no llegó a conocer a su tía Lillian? —preguntó con voz cautelosa, como si estuviera sopesando algo embarazoso que tendría que contarle en algún momento.
—No. Mi madre la recuerda, más o menos, aunque no demasiado. Y Lillian tampoco tenía mucho trato con la abuela Marylin. Se separaron durante la guerra. Cosa que, como hija única, nunca he entendido. Me habría encantado tener una hermana. Creíamos que Lillian había muerto hace años. Mi abuela falleció hace quince. Y mi madre estaba demasiado ocupada criándome como para preocuparse por buscarla. Yo era bastante complicada. —Parloteaba en exceso y era consciente de ello, pero estaba demasiado emocionada como para que le importara.
Stephen se mordió el labio inferior y luego suspiró.
—Su tía abuela no estaba demasiado bien, Apryl, me temo. Era una mujer encantadora. Muy amable. Y no sólo lo digo yo. Aquí todo el mundo le tenía mucho cariño. Pero era ya mayor y su salud mental venía deteriorándose hacía tiempo. Al menos los diez años que llevo trabajando aquí, y mi antecesor también decía lo mismo. Hace años que empezamos a servirle las comidas en casa, y una enfermera la visitaba todas las semanas. La dirección hacía efectivos sus cheques y pagaba las facturas en su nombre.
—No tenía ni idea. Suena como si fuéramos unas brujas.
—No pretendía insinuar nada. En esta parte de la ciudad es muy habitual. Algunas personas cortan los vínculos con sus familias. Se aíslan. El dinero puede provocar esas cosas. Pero el estado de Lillian iba de mal en peor. Sobre todo los últimos años, antes de su fallecimiento. La verdad es que no tendría que haber estado aquí. Pero ésta era su casa y todos, tanto los porteros como las chicas de la limpieza, poníamos nuestro grano de arena para que pudiera quedarse.
—Es muy amable por su parte.
—Oh, no es nada. Sólo hacíamos lo básico, como ir a comprarle lo que necesitaba. Pero siempre nos preocupaba que pudiera sufrir una caída o… —Hizo una pausa para aclararse la garganta—… perderse.
—¿No tenía amigos?
—No que yo sepa. Ni una sola visita desde que estoy aquí. Verá… —Hizo una pausa y apretó los labios—. Era bastante excéntrica. No se me ocurre un modo más diplomático de expresarlo y no quisiera faltarle al respeto. —Parecía bastante incómodo al decirlo. Incluso bajó la voz. Pero lo que quería decir era que estaba loca.
Pero Apryl quería saberlo todo sobre la tía abuela que les había legado a su madre y a ella un auténtico tesoro inmobiliario en Londres. Cuando se vendiera, se encargaría de recompensar a quienes se habían preocupado por hacerle un poco más fáciles sus últimos años a la anciana señora. Su madre no se opondría. Seguro que también se sentía culpable. Como ella en aquel momento. Aunque no tenían por qué. No había sido una negligencia consciente por su parte: Lillian sólo era una pariente lejana que vivía al otro lado del planeta.
—¿Se acuerda de su marido? ¿Reginald? —preguntó Apryl—. Creo que fue piloto durante la guerra.
Stephen apartó la mirada y sus ojos azul claro revolotearon alrededor de la cabeza de la muchacha, como si estuvieran inspeccionando las luces del ascensor, que eran tenues y proyectaban una sombra oscura y desagradable sobre los paneles de caoba y los apliques de bronce.
—Mmm, no. Falleció antes de que yo empezara a trabajar aquí. Pero me atrevería a aventurar que su muerte afectó mucho a la pobre mujer.
—¿Por qué lo dice?
Pero en ese momento el ascensor se detuvo con un silbido seguido por un chasquido. Las puertas se abrieron y Stephen se apresuró a salir al pasillo.
Lo siguió al rellano. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde oscuro y la decoración de las paredes era del mismo tono discreto que los pasillos de la zona comunitaria del piso de abajo. Había un radiador frente al ascensor, dentro de un armazón ornamental que parecía una tumba victoriana. Sobre él brillaba un espejo amplio de marco dorado y a cada lado del hueco subían y bajaban sendas escaleras. En las paredes colgaban grabados elegantemente enmarcados. A cada lado del rellano había una puerta de madera con el número en bronce.
—Bueno, aquí estamos. Número treinta y nueve. Justo en la cima. Por desgracia, la calefacción no funciona muy bien aquí, así que coloqué unos radiadores portátiles en el dormitorio de Lillian y en la cocina, las únicas habitaciones que utilizaba, que yo recuerde. Los necesitaré en algún momento.
—Claro. —Apryl observó la parte trasera de la pulcra cabeza plateada de Stephen mientras éste, con un tintineo del llavero que colgaba de su bolsillo, buscaba la llave correcta. Bajo el brillante chaleco gris se adivinaba la fuerza de sus hombros. Exudaba el aire de un antiguo militar, el tipo de autoridad que, imaginaba ella, complacía a los residentes. Su tía abuela debía de haberse sentido segura con él cerca.
—Me temo que está un poco desordenado. La señora no quería una doncella y no dejaba que nadie tocara nada. Dudo que tirara nada en sesenta años. En cualquier caso, aquí están las llaves. Tenemos otro juego en la caja fuerte, abajo. Es lo normal para casos de emergencia. Ahora tengo que dejarla. Vienen los de las antenas a ver las parabólicas del tejado. Pero si necesita algo, sólo tiene que llamar a recepción. Piotr está en el mostrador hasta las seis y media y luego empieza su turno Seth, el portero de noche. Yo estoy aquí la mayor parte del día, todos los días. Puede llamar a recepción desde el teléfono de la cocina. Sólo tiene que descolgar el aparato y se conecta directamente.
La miró a los ojos. Probablemente fuera consciente de que no quería quedarse sola en el apartamento.
—Me temo que tiene trabajo por delante, Apryl. Dudo que hayan limpiado en años. Y es el único piso que aún conserva el baño original. Si quiere venderlo, tiene mucho que hacer. Quizá se imponga una renovación completa, si espera conseguir el precio que vale.
La dejó junto a la puerta abierta y bajó las escaleras al trote.
Las persianas debían de estar echadas, porque a pesar de que Stephen había encendido la luz de la entrada, poco se veía aparte de un vestíbulo sucio y abarrotado, salido de una época diferente.
La mera idea de entrar la hacía sentir vulnerable y culpable a la vez, como si fuese una intrusa. Y los residuos del tiempo no parecían dispuestos a permanecer dentro de aquellas paredes. Incluso desde el descansillo, el lugar olía a vejez. Auténtica vejez. Como el dormitorio de su abuela en Jersey, que tampoco había sufrido alteración alguna desde los años cuarenta. Pero este olor era mil veces más intenso. Como si las ventanas no se hubieran abierto nunca y todo lo que había allí dentro fuese antiguo, descolorido y polvoriento. Un pasado reacio a desaparecer. Como el resto del lugar, para ser sincera, ahora que se había disipado la emoción provocada por la primera impresión. Escaleras sombrías y pasillos en penumbra. Era como retroceder en el tiempo. Puede que a los inquilinos les gustara así. Un ambiente tradicional o algo por el estilo.
Introdujo la cabeza en el piso y sintió el absurdo impulso de decir en voz alta el nombre de su tía. Porque, curiosamente, el lugar no parecía vacío.
El jefe de porteros no estaba exagerando. Lillian había estado recluida en su propia casa. El vestíbulo estaba a reventar de periódicos viejos y revistas antiguas amontonados y metidos en bolsas de plástico llenas hasta los topes. Apryl examinó la más cercana al perchero. Estaba atiborrada de correo publicitario, coloridas intrusiones del mundo moderno que no tenían nada que hacer allí, pero por alguna razón se habían conservado, cautivas.
Bajo las suelas de sus botas la alfombra crujía. Con las débiles luces del vestíbulo encendidas, y a pesar de las incontables polillas muertas que contenían las pantallas de cristal, pudo ver en aquel momento que la alfombra estaba desgastada hasta la trama. Lo que en su día fuese un complejo patrón de rojos y verdes, se había convertido en un color parecido al de la paja comprimida, sobre todo en el centro, desgastado por los pies de su tía abuela.
El mobiliario del vestíbulo era de indiscutible antigüedad. Patas de madera brillante y oscura asomaban en medio de montones de periódicos amarillentos. Los cojines bordados de las sillas estaban parcialmente ocultos bajo listines telefónicos descoloridos. Por todas partes se vislumbraban la madera tallada, las incrustaciones de madreperla y el cristal esmerilado con intrincados ornamentos en medio de las bolsas de basura, como humillados por el entorno. Apryl no tenía grandes conocimientos de historia, pero incluso ella sabía que habían dejado de hacer armarios, relojes y sillas como aquéllos en los años cuarenta. Y de no haber sido por los montones de basura y las paredes manchadas, puede que el apartamento hubiese parecido elegante. O puede que no.
El papel de las paredes había sido en su día sedoso y de color beige, con unas rayas plateadas que lo recorrían en vertical, pero ahora estaba casi todo amarillento y cubierto de manchas marrones en los sitios donde la humedad se había secado, cerca de los paneles de madera sucios y por encima de los rodapiés. Bajo las yemas de sus dedos, las paredes parecían cubiertas de alguna clase de vello, como el pelaje desgastado de un animal disecado.
En la cocina había un suelo de linóleo amarillo agrietado y un perímetro de antiguos electrodomésticos esmaltados. De las paredes colgaban unos armaritos de madera oscura pintados en su día de una tonalidad amarilla que ahora, descolorida, recordaba al marfil. Los quemadores de gas de la cocina estaban cubiertos de polvo y la pila, seca como un sarmiento. Sólo la superficie de la encimera mostraba algún indicio de uso. Había rayas dejadas por un cuchillo sobre la tabla de cortar y migas en la cesta del pan. De la mesa de la cocina asomaba el respaldo de una solitaria silla provista de un cojín a cuadros.
Las escasas evidencias de las actividades domésticas de su tía abuela le provocaron un repentino acceso de tristeza que la recorrió de arriba abajo. Pero fue la imagen de la tetera de plata sobre la bandeja decorada con aves de las islas Británicas, junto a un paquete abierto de galletitas de limón en la mesa, lo que hizo que se le formara un nudo en la garganta. Pensó que se iba a echar a llorar.
Había una solitaria taza de porcelana junto a la tetera, un colador, un azucarero y una cajita para el té. El borde dorado de la taza, posiblemente la última de un juego, estaba desportillado. Quizá fuese un regalo de bodas de cuando Reginald y ella se casaron. Apryl tocó el asa, pero no fue capaz de levantar el frágil recipiente. Era la taza de Lillian, la taza en la que tomaba el té. Allí sola, en su cocina, en aquella mesita junto al cubo de plástico de tapa oscilante, rodeada por las reliquias de casi cien años de vida en el mundo, Apryl sorbió por la nariz para reprimir las lágrimas. Podía entender por qué los ricos se encerraban en complejos para jubilados en Florida, donde paseaban en carritos de golf ataviados con polos. Pero ¿qué sentido tenía el dinero si uno acababa viviendo de aquel modo?
Se secó los ojos.
—Podrías haber venido a vivir con nosotras.
En los armarios de las paredes encontró una variopinta colección de vajilla: tres juegos de platos de porcelana, todos ellos incompletos y combinados ahora en una incongruente mezcolanza de dibujos. Había también algunas cazuelas y sartenes viejas. Dudaba que las hubieran utilizado desde hacía años, salvo una que tenía un cerco de leche reseca por dentro. Y aparte de tres latas de sopa y unos paquetes de galletitas dulces, no había nada de comer. En la nevera encontró una botella de plástico con leche cortada. Su tía abuela había conseguido llegar hasta los ochenta y cuatro con una alimentación a base de té, galletitas y sopa.
Stephen le había dicho que no habían tocado nada desde la muerte de Lillian. ¿Y cómo había sido, por cierto? ¿Había sucedido allí?
Se quitó la mochila de la espalda y la dejó apoyada en la mesa de la cocina. No lograba sacudirse de encima la sensación de que era una intrusa en la casa de una desconocida. Ya comenzaba a contemplar con temor la idea de dormir allí. ¿Habría sábanas limpias? ¿Había muerto su tía en la cama? De repente la invadió el deseo de llamar a Stephen y no dejarlo marchar hasta haberse enterado de todo.
Logró calmarse con un ejercicio de voluntad. Estaba cansada, emocionada y con los nervios a flor de piel. No se esperaba nada de aquello. Sólo tenía que recordar que se trataba de una gran oportunidad. Algo totalmente extraordinario, distinto a cualquier otra cosa que le hubiera pasado nunca.
Pero cuando abrió la puerta del salón, su determinación volvió a desmoronarse. No logró avanzar más de dos pasos. ¿Por qué no le había hablado Stephen de las flores? Todas aquellas flores muertas… El empinado montón de tallos marrones y pétalos marchitos que se levantaba desde la alfombra hasta el alféizar del gran ventanal que daba a Lowndes Square. Le recordaban a los ramos de flores de las tumbas que, abandonados, se marchitaban y se iban desmoronando hasta perder todo el color. Al ver tantas flores consumidas y tantas hojas muertas bajo aquella luz delicada y parda, sintió que un punzante escalofrío ascendía por su columna vertebral y luego avanzaba siseando por la base de su cráneo. Harían falta años para conseguir algo así. Un montículo como aquél, construido flor a flor. Todas rosas, a juzgar por el color de los pocos pétalos de la parte superior, que conservaban aún una tonalidad tan oscura como el vino. Tras ellas, las cortinas grises con adornos dorados trenzados estaban corridas.
Encendió la luz de la habitación para poder investigar mejor las flores y ver los cuadros de las paredes, pero la estancia seguía tan en penumbra que pensó que sería mejor abrir las persianas. Pero al inclinarse por encima de las flores y tratar de separar las cortinas se dio cuenta de que estaban cosidas. Retrocedió lentamente un paso desde las ventanas y se quedó mirando los pulcros nudos de hilo rojo que unían los bordes de las cortinas de manera permanente.
—Pero ¿qué coño…?
Sola y loca, la tía abuela Lillian había cosido sus cortinas, antes de levantar ante ellas ofrendas florales que cubrían la mitad de la sala. Se volvió para mirar a su alrededor. La habitación no tenía muebles y el suelo seguía cubierto de polvo, pero en las esquinas donde se encontraban las paredes no había telarañas, así que todavía se podían ver las fotografías. Todas las paredes estaban cubiertas, desde la altura de su cintura hasta el techo, de fotografías en blanco y negro dentro de marcos antiguos. Y todas ellas mostraban a una misma pareja. Hasta la última.
Apuesto, con el fino bigote a lo Douglas Fairbanks júnior y el cabello peinado con fijador a ambos lados de una raya, vio a su tío abuelo Reginald por primera vez en su vida.
Sus ojos eran oscuros e inteligentes. Y risueños. Bastó con mirarlo para que la hiciera sonreír. Siempre aparecía vestido con traje y corbata, o con unos pantalones holgados de color plateado y una camisa blanca abierta a la altura del cuello. En una de las fotos estaba sentado en una silla de mimbre y tenía tumbado a los pies un pequeño terrier. Su fuerte mano izquierda solía sostener una pipa. El marido de Lillian: un hombre junto al que siempre posaba orgullosa, pegada a él, agarrada a su codo o con una mano sobre su hombro. Como si no quisiera dejarlo ir. Como si lo amara tanto que sin él se volvería loca.
Y Lillian había sido una mujer muy hermosa. Como una estrella del cine de los años cuarenta, de grandes ojos castaños y una marcada estructura ósea que era poco frecuente en aquellos tiempos. Siempre elegante, llevara una blusa, un traje de cóctel hasta las rodillas o un vestido de noche que se ensortijaba alrededor de los tacones blancos de sus flamantes zapatos. Pero lo que más afectó a Apryl fue el modo en que se miraban. Algo así no se podía fingir. De repente, el triste, pardo y enmohecido espacio por el que Lillian había vagado, soñado y merodeado como alma en pena durante sesenta años cobró mayor sentido. Allí habían vivido dos personas que nunca tendrían que haberse separado. Y el lugar seguía de luto, porque la viuda tenía el corazón roto. Quizá loca con una pena que nunca desaparecía. ¿Todavía había gente a la que se le partía el corazón de ese modo?
Sabía que Reginald había muerto a finales de los cuarenta. Tras servir en la RAF y sobrevivir a peligros que ella ni siquiera alcanzaba a comprender, aquel feliz y apuesto caballero, con una preciosa y joven esposa, había muerto de repente. No conocía los detalles, pero su abuela le había contado a su madre que fue después de la guerra. Eso era lo único que sabían. Un esbozo de historia transmitido oralmente de una anciana solitaria a otra, y luego a ella. Pero los vestigios de la vida de Lillian colgaban de las paredes a su alrededor, por todas partes, y en las bolsas abarrotadas del vestíbulo y en cualquier otra cosa que Apryl pudiera encontrar en los tres dormitorios y en el salón. ¿Y no había dicho algo Stephen sobre una caja fuerte situada en el sótano?
Su plan original era organizar una venta rápida del piso y disponer de las posesiones de Lillian en dos semanas o menos. Pero ya no quería hacerlo. Quería quedarse allí y descubrir las vidas de su tía abuela y de su marido. Quería examinar, considerar, recolectar y preservar. Aquello no era basura. Significaba algo para Lillian. Lo había significado todo.
Tenía que haber cartas. Puede que un diario. Tendría que cribar y descartar como una arqueóloga al tiempo que trataba con agentes inmobiliarios y se hacía cargo del papeleo. Trabajar de prisa y, con suerte, puede que visitar un poco Londres. Pero Lillian tenía preferencia. Y si eso significaba gastarse el resto de sus ahorros y dejar el trabajo que tenía en casa, pues que así fuera. Descubriría todo lo que se pudiera descubrir sobre su tía abuela.