Capítulo 2

La figura volvía a estar allí, observando a Seth desde el otro lado de la calle. Esta vez se encontraba en el bordillo, entre dos coches aparcados, y no agazapada en la entrada de una tienda ni observándolo desde una bocacalle, como en las tres ocasiones anteriores.

Muy cerca ahora, sin ocultarse, la pequeña criatura parecía más segura de sí misma. Sin acusar la presencia de la lluvia que la golpeaba de costado, se limitaba a mirar fijamente. A mirarlo a él.

Seth creía que era un niño, pero no podía estar seguro. A pesar de que ya no tenía la cabeza inclinada, en el interior de la capucha de la sucia trenca no se podía ver ninguna cara. Sólo era un niño, entonces, que andaba perdiendo el tiempo por ahí en lugar de ir al colegio, donde tendría que haber estado a aquella hora cualquier niño cuyos padres se preocuparan por él. Y justo enfrente de la calle en la que se encontraba el pub Green Man, donde Seth vivía en una habitación de alquiler.

Así que era posible que el niño sólo estuviera esperando a que su padre o su madre salieran del bar. Pero la atención de la figura estaba centrada en él, como si hubiera estado esperándolo. Y había estado en aquel mismo tramo de Essex Road las tres últimas tardes, cuando él salía para dirigirse al trabajo.

Era un niño realmente insólito: embutido de la cabeza a los pies en la trenca de apagado color caqui. ¿O era gris? No era fácil distinguir el color de la tela contra aquel fondo oscuro, ni tampoco el mojado forro de piel de color plata bajo el rojizo cartel manchado del restaurante de pollo frito para llevar. Era uno de esos viejos chaquetones con capucha forrada. Ni siquiera sabía que todavía los fabricaran.

Los pantalones también eran de tela oscura. No los vaqueros holgados ni los de chándal que llevan casi todos los críos ahora, sino unos pantalones de verdad. Con un aire escolar. Demasiado largos, como los que se heredan de los hermanos mayores en las familias pobres. Y complementados por unos zapatos negros de suela gruesa. Hacía mucho tiempo que no veía nada parecido, desde que iba a la escuela primaria, y eso había sido a comienzos de los setenta.

Por lo general, cuando paseaba por Londres hacía lo que podía por ignorar a la gente de las calles, y se cuidaba especialmente de evitar las miradas de cualquier joven que anduviera por el mismo trecho que él. Muchos de ellos habían estado bebiendo y Seth sabía lo que podía provocar una mirada. En aquella zona campaban a sus anchas. Habían adquirido demasiado pronto los privilegios de la condición adulta, y llevaban tanto tiempo jugando a su versión de la madurez que habían logrado erradicar de su interior todo rastro de juventud genuina. Pero aquél era distinto. Apartado de los demás por su vulnerabilidad, su aislamiento. Le recordaba su propia juventud y se sentía atraído hacia él por un sentimiento de piedad. Todos los recuerdos de su infancia eran dolorosos y estaban presididos por un terror a los matones que aún podía saborear como si fuera ozono, y por una rápida punzada de desolación que aún perduraba veinte años después del divorcio de sus padres.

Pero lo que más sorprendía a Seth era la curiosa e inesperada sensación que lo embargaba siempre justo antes de ver a aquel extraño y vigilante niño. La mera presencia de aquella figura proyectaba una fuerza tal que al verla había reaccionado con un leve respingo y una confusión momentánea, como si de repente una voz se hubiera dirigido a él o una mano lo hubiera agarrado inesperadamente en medio de una multitud. No era una sensación totalmente insólita, pero sí lo suficiente como para sobresaltarlo. Para despertarlo. Pero antes de que la sensación pudiera terminar de formarse en su mente, el momento pasaba. Y el niño desaparecía con él. Nunca se quedaba mucho. Lo justo para que supiera que lo estaba vigilando.

Pero no aquella tarde. La figura encapuchada seguía en el bordillo.

Seth entornó la mirada y volvió la cabeza hacia la figura, convencido de que su atención obligaría a que apartase la cabeza encapuchada por incomodidad. No funcionó. No se movió ni un milímetro. La figura del abrigo mantuvo la calma y continuó observándolo desde el interior del óvalo oscuro formado por el sucio nylon forrado de piel. Llevaba tanto tiempo en la misma posición que parecía que fuese un elemento decorativo de la calle, una escultura ajena al paso de la gente que caminaba a su lado. Y nadie salvo él parecía fijarse en ella.

Al cabo de unos instantes, la situación comenzó a tornarse casi íntima. Parecía inevitable hablar. Mientras Seth trataba de pensar en algo que pudiera gritarle al chaval desde el otro lado de la calle, la puerta del pub se abrió detrás de él.

Una serie de ruidos turbadores le llegaron desde el interior del local. Alguien gritó «¡coño!», una silla chirrió violentamente sobre el suelo de madera, unas bolas de billar entrechocaron, hubo un aparatoso estallido de carcajadas y una amortiguada canción de amor se alzó desde la gramola, como para calmar los demás sonidos. Seth se volvió hacia la puerta brillante y anaranjada. Pero nadie entró ni salió, y los sonidos sólo duraron lo que tardó la puerta en volver a cerrarse por sí sola. Todo se fue apagando hasta que las cálidas y ruidosas entrañas del pub quedaron de nuevo totalmente aisladas del exterior.

Cuando volvió de nuevo la mirada hacia la calle, la figura había desaparecido. Bajó a la calzada y la recorrió de arriba abajo con la mirada. No había ni rastro del chico de la trenca.

El Green Man era el último edificio Victoriano que quedaba en la esquina de un barrio en cierto estado de abandono. La basura de las calles empobrecía el carácter que le conferían la construcción en ladrillo y los contrafuertes. Los mugrientos ventanales de las calles, que habían sobrevivido a los bombardeos alemanes y, al parecer, llevaban décadas sin limpiarse, apenas dejaban ver nada del establecimiento, aparte de una serie de carteles pegados en su cara interior. Había un anuncio de Guinness, que Seth recordaba de los tiempos de su adolescencia. Ahora, la Guinness de la jarra había perdido color hasta quedar teñida de un verde lima, como un regaliz chupado. Otros anuncios de futuras atracciones, como Quiz Night y Sky Football: Big Screen TV, sólo conservaban el brillo y los colores allí donde la lluvia había teñido las ventanas.

Llevaba viviendo el tiempo suficiente en aquel lugar como para saber algo sobre los clientes y la realidad del Green Man. Algunos de ellos eran antiguos dueños de puestos ya retirados, pero que aún hacían negocios en el establecimiento, y hablaban con un acento del East End tan marcado que uno sentía la tentación de considerarlo impostado. Había víctimas de convenios laborales tan míseros como el suyo, que se bebían sus modestos salarios desde la apertura hasta el cierre o se dedicaban a jugar a las tragaperras. Los huecos entre ellos en la oscuridad los ocupaba un surtido de personajes variopintos, posicionados como centinelas de guardia. Esta última subcultura no era comparable a ninguna otra, al menos que Seth conociera. Representaban nuevas modalidades de la disfunción provocadas por tragedias personales, enfermedades mentales y abuso del alcohol. ¿Cuánto tardaría él en sucumbir del todo? Algunos días no estaba seguro de no haberlo hecho ya.

Rendido por haberse despertado entrada la mañana tras apenas unas horas de sueño, se sacudió de encima los efectos residuales de la mirada fija del niño y se aproximó a la puerta del pub. Le tocaba pagar el alquiler: setenta libras a la semana. Pasó sobre unos excrementos de perro y entró en el bar.

Su visión empezó a dar saltos, como si marchara sobre los hombros de alguien que fuera al trote. Le pareció que sólo obtenía impresiones fugaces del lugar: una estampa de ojos amarillos, costados espumosos de vasos de una pinta, paquetes de cigarrillos Lambert y Butler, el rostro de un zorro malvado detrás de un vaso, una hilera de botellas de champán detrás de unas telarañas auténticas, un techo de nicotina, una mesa de billar, un perrillo de pelo erizado junto a una bolsa abierta de cortezas de cerdo, una camiseta del Arsenal y una mujer que había sido bonita, con unos ojos aún atractivos pero, sobre todo, arteros. Varias cabezas se volvieron hacia él y luego apartaron la mirada.

Seth saludó con un gesto a Quin, que era quien trabajaba aquel día en el bar. La cabeza de Quin tenía aspecto de haber recibido un hachazo alguna vez. La herida, que discurría desde el cráneo blanco y pelado hasta una frente rosada, aún tenía el brillo del tejido cicatrizado. Quin le devolvió el gesto sin sonreír. Se apoyó en la barra para coger el dinero de Seth.

—Hay un chaval… —empezó.

Quin entornó la mirada y sus gafas ascendieron por el puente de su nariz.

—¿Eh?

La música estaba muy alta y alguien con unas mejillas que parecían trozos de carne enlatada estaba gritando al otro lado de la barra cuadrada.

—Hay un chaval ahí fuera. Vigilando el lugar. ¿Lo has visto?

—¿Eh?

—Un chaval. Ahí parado, junto a la calle. Está mirando fijamente el pub. Sólo quería saber si lo habías visto.

Quin le lanzó una mirada que parecía decir que sus palabras confirmaban algo que llevaba tiempo sospechando. «Se le ha ido un poco la pinza a éste. Ahí arriba, siempre solo. Sin novia. Sin amigos.» Se encogió de hombros y se volvió para guardar el alquiler de Seth en el cajón.

Seth se sentía ridículo. Se dispuso a marcharse por donde había venido, pero alguien se interpuso en su camino.

—Oye, hijo. —Era Archie. Archie de Dundee, aunque llevaba más de veinte años sin ir a Dundee a ver a su mujer y sus hijos. Se encargaba de las labores de limpieza y mantenimiento de las habitaciones que había encima del pub. Aunque la ironía del asunto no se le escapaba a Seth, que sabía que Archie era el principal responsable del estado de suciedad y abandono del lugar.

Menudo y descarnado como un anciano, Archie, más que caminar, parecía flotar sobre el suelo. Pero aún poseía una increíble mata de cabello grisáceo, recortada con la forma de casco sajón. Su rostro, arrugado y cubierto por un fino rastrojo de barba, le confería un aire de abuelo compasivo. Además, Archie siempre lo llamaba «hijo», aunque sólo porque era incapaz de recordar su nombre.

—¿Tienes tabaco por ahí? —le preguntó.

Seth asintió.

—Claro. —Le dio un arrugado paquete de Old Holborn, con un último manojo de tabaco en el fondo.

Archie sonrió.

—Pero qué majo eres, hijo. —Le quedaba un solo diente, un incisivo en la mandíbula inferior, del que Seth nunca era capaz de apartar la mirada. Al igual que de la cinta adhesiva con la que mantenía los gruesos cristales de las gafas dentro de la montura de plástico—. Estoy sin blanca. No cobro hasta el martes —añadió mientras miraba su botín con una sonrisa.

—Oye, Archie, ¿has visto el chaval que anda merodeando por el exterior del bar? Lleva un abrigo con capucha.

Ahora que ya tenía su tabaco, Archie había perdido interés en la conversación. Además, estaba borracho y tenía que concentrarse para liar el pitillo. Seth salió al porche, introdujo la llave en la cerradura y subió la oscura escalera que llevaba a las habitaciones sobre el local.

En el primer tramo de la escalera, los rodapiés estaban pintados de color rojo sangre. Sobre las paredes, un papel blanco decorado con racimos de uva se había descolorido y despegado a lo largo de las junturas. En algunos sitios lo habían arrancado a grandes tiras y se podía ver el yeso de la pared.

En el oscuro descansillo del primer piso, Seth se orientó gracias a la luz que salía de la cocina comunitaria. Podía oler los posavasos de tela en la lavadora. Alguien había frito beicon hacía poco sobre el antiguo hornillo de gas y la grasa se había enfriado. El olor se mezclaba con el de la basura orgánica, lo que significaba que Archie no había bajado las bolsas aún. Había ratones allí, pero ratas todavía no.

Frente a la cocina se encontraba el baño. La mitad superior de la puerta era de cristal esmerilado, pero no lo bastante opaco como para ofrecer privacidad. Seth encendió la luz y se asomó para comprobar si habían arreglado la ducha que había junto al retrete. No era así.

—Coño —maldijo, antes de preguntarse cuándo dejaría de comprobar los progresos de las reparaciones. Treinta y un años, con dos diplomaturas de arte a su nombre, y se veía reducido a lavarse el cuerpo entero en una pila.

Subió el segundo tramo de escalera para dirigirse a su cuarto. El pasamanos era del mismo color siniestro que los rodapiés del resto del edificio, pero el dibujo y el color de la alfombra había cambiado tres veces para cuando llegó al segundo piso. Allí vivía con otros dos tipos con los que nunca había hablado. En aquel lugar, la falta de luz natural y eléctrica sumía a Seth en el olvido.

—¡Mierda! —Se golpeó contra algo afilado con una rodilla. Sacudió un brazo en el aire mientras movía la otra mano por una pared hasta dar con un interruptor cuya montura de plástico agrietada revelaba que alguien lo había golpeado en una ocasión con excesiva fuerza. Todas las luces tenían temporizadores. El gran botón circular activaba la desnuda bombilla que colgaba del techo.

El pasillo que unía las tres habitaciones, cada una de ellas con su puerta roja, parecía aún más sombrío y abarrotado a causa de los muebles apilados contra las paredes. Aquello era una auténtica ratonera por la que él tenía que pasar a diario. Apretó el paso para llegar a su cuarto antes de que se apagaran las luces, y tuvo que pasar sobre los restos rotos de un sofá abandonado. Al llegar a la puerta de su cuarto, el pasillo volvía a estar a oscuras. Pulsó el interruptor más próximo para disfrutar de otros cinco segundos de luz mientras buscaba la llave. Al cruzar el umbral de su habitación, regresó la oscuridad y lo engulló todo tras él.

En su primer día en el Green Man, doce meses antes, fue Archie quien le enseñó el cuarto. No se quedó allí demasiado tiempo, porque él había sido el encargado de preparar el lugar para el nuevo inquilino. Ninguno de los dos marcos de las ventanas tenían visillos, y sólo la de la izquierda tenía unas cortinas de tela, del mismo color que los patrones para vestidos que aparecen en los ejemplares de Wooman’s Weekly que sobreviven décadas en las salas de espera de las consultas. La ventana de guillotina de la derecha estaba desencajada en un lado del marco.

—Joder —dijo Seth, horrorizado e incrédulo.

Pero Archie se limitó a parpadear.

En el lado de la habitación opuesto a las ventanas, la colcha de la cama de matrimonio exhibía con distinción unas rayas tipo Auschwitz y unas manchas dignas de una violación en grupo. A modo de mobiliario, dos armarios roperos destartalados y un pequeño armarito junto a la cama. Cubierto todavía de cercos de jarras y maquillaje, añadía al lugar un toque femenino ligeramente tranquilizador.

Junto a la mesita de noche había un solitario radiador, pintado de amarillo y recubierto de manchas oscuras. Sangre seca. Nunca había sido capaz de librarse de las manchas, y en una ocasión le preguntó a Archie quién había sido su predecesor. A lo que éste había respondido enarcando las cejas y diciendo:

—Lassy. Una chica encantadora. Tenía problemas con su novio. Estaban siempre dale que te pego toda la noche. —Disfrutaba realmente de su condición de narrador de historias—. Antes de ella hubo un tío realmente raro. Tan callado como tú. Pero cuando vino la policía, se lo encontró con su ahijada y con una amiga de ella.

La habitación entera olía como una de esas alfombras que llevan años guardadas en el garaje. Pero al menos estaba seca.

Después de eso no hizo demasiados cambios. Sólo llevó sus cosas y recogió algunos cristales rotos de la alfombra. El ruinoso estado de la habitación convertía en una pérdida de tiempo cualquier intento de mejorar las cosas. Y ahora, los montones de revistas y periódicos dominicales que guardaba hacían que pareciera abarrotada y vacía al mismo tiempo. La desesperación lo había llevado hasta allí. La desesperación lo mantenía allí.

Durante su primera noche en el lugar recordaba haber sentido una combinación de lástima de sí mismo, abandono y un terror que habría llegado a ser asfixiante de haber dejado que fuera a más. Pero no podía permitirse otra cosa tras mudarse a Londres sin otro patrimonio que veinte cuadros que nadie quería. Como la habitación tenía grandes ventanales orientados al sur, se dijo que sería un gran estudio. A la antigua.

Cerró la puerta del dormitorio y echó la llave. Los otros inquilinos se emborrachaban con frecuencia y luego se dedicaban a merodear por el pasillo. Nunca podía relajarse del todo hasta que la puerta estaba bien cerrada. Dejó la bolsa en la cama y encendió la tetera. Luego volvió a apagarla y abrió la nevera, al acordarse de que todavía le quedaba una de las latas de cerveza del paquete de cuatro que había comprado el día anterior.

Se sentó en el borde de la cama y miró de reojo las cajas de cartón aún apiladas en una esquina de la habitación. Todo su material de pintura seguía allí, acumulando polvo en un rincón. Los cuadros estaban en bolsas de plástico, guardados dentro del armario. No había hecho ni un mal esbozo en seis meses, y comenzaba a preguntarse si el deseo creador lo había abandonado finalmente o algún día podría volver a dedicarse a ello.

Sin molestarse en sacar un vaso, bebió directamente de la lata. Pensó en prepararse un sándwich, pero ahora que se había sentado estaba demasiado cansado para volver a moverse. Sin quitarse el abrigo, se tendió directamente sobre la colcha y siguió tomándose la bebida fría a sorbitos. Había llegado la hora de cambiar. Al día siguiente tenía que empezar. Tomar una decisión sobre su futuro.

Consultó su reloj: las cuatro en punto. Tenía que irse a trabajar a las cinco y media. Pensó que después de una siestecita se sentiría mejor, así que dejó la lata en el suelo, se acurrucó de lado y cerró los doloridos ojos. Y soñó con un sitio en el que no lo habían encerrado desde los once años.

La puerta de la estancia estaba hecha de barrotes de hierro cubiertos completamente de pintura negra. En lugar de ventanas había dos arcos, uno a cada lado. También éstos estaban cerrados con barrotes verticales. La cámara no tenía más entradas.

La pared trasera, las dos de los lados y el techo que completaban la sala rectangular eran de piedra blanca sin pintar. Las baldosas de mármol que pisaban los pies de Seth eran frías y duras. Allí dentro siempre tenía que estar saltando de un pie a otro. Se sentía como si las plantas de los pies se le hubieran puesto azules y se fueran a quedar así.

La cámara, con sus apenas cinco metros cuadrados, no tenía decoración alguna. Ni tampoco mobiliario. No había donde sentarse. El frío hacía que le doliera la espalda, pero el suelo estaba demasiado helado como para apoyar en él las nalgas desnudas.

Del suelo colgaba una luz suspendida de una cadena de bronce. La bombilla estaba alojada en el interior de un farolillo de cristal cuadrado, como una de esas lámparas antiguas que llevaban los carruajes de caballos en el exterior. Despedía una brillante luz amarilla todo el día y toda la noche. Siempre intentaba calentarse las manos en la pantalla, pero cada vez que alargaba los brazos y tocaba el cristal, estaba frío.

Al otro lado de la puerta cerrada se podía ver un bosque de hoja caduca: húmedo, denso y agreste. El follaje era de un verde muy oscuro y el cielo sobre las copas de los árboles más altos parecía bajo y gris. Tres amplios peldaños bajaban desde la cámara a la larga franja de césped que rodeaba la fachada de la estructura antes de llegar a los árboles. Un viento frío se colaba entre los barrotes de hierro.

Su mundo había quedado reducido a unos pocos colores.

Estaba dentro de aquel lugar porque había permitido que lo llevaran hasta allí y lo encerraran. Aquello era lo único que sabía. Aparte de eso, albergaba vagos recuerdos sobre visitas de su familia, tiempo atrás. Sus padres habían venido juntos a verlo. Su padre parecía decepcionado con él. Su madre, preocupada, aunque intentaba que no se le notara. En otra ocasión vino su hermana con su marido. Se quedaron al fondo de la escalinata y su cuñado hizo chistes estúpidos para que se sintiera mejor. Seth mantuvo una expresión sonriente en el rostro hasta que empezó a dolerle. Su hermana habló poco. Parecía tenerle miedo, como si ya no lo reconociera.

Les dijo a todos que estaba bien, pero no era capaz de contarle a nadie lo que sentía en realidad sobre su cautiverio en la extraña cámara de piedra; era incapaz de explicárselo a sí mismo. Cuando desaparecieron, se le hizo un nudo en la garganta.

Confuso, traicionado por su memoria, ignoraba cuánto tiempo llevaba dentro de la cámara de piedra y por qué razón concreta lo habían encerrado allí. Lo que sí sabía era que permanecería allí eternamente, siempre helado, siempre hambriento, incapaz de sentarse, saltando de un pie a otro, atormentado.