Capítulo 1

Apryl fue directamente al edificio desde el aeropuerto. No fue difícil de encontrar: desde Heathrow, la línea azul marino de Picadilly llevaba a la estación de Knightsbridge.

El impulso de la turba humana que la rodeaba la transportó por las escaleras hasta que finalmente salió a la acera con su mochila. Había pasado tanto tiempo en el metro que la penetrante luz la hizo entrecerrar los párpados. Pero si el mapa estaba en lo cierto, aquello era Knightsbridge Road. Se sumó al avance de la multitud.

Zarandeada desde atrás y luego empujada a un lado por un fuerte codazo, en un primer momento no consiguió moverse al compás de la extraña ciudad. Se sentía irrelevante y muy pequeña. Cosa que la hacía sentirse humillada y furiosa a un tiempo.

Atravesó lentamente la estrecha acera y se refugió en el portal de una tienda. Con las articulaciones de las rodillas entumecidas y el cuerpo frío y mojado por debajo de la chaqueta de cuero y la camisa a cuadros que llevaba, se tomó unos segundos de descanso mientras observaba cómo se dividía, competía y rompía delante de ella el tráfico humano, con Hyde Park como telón de fondo; un paisaje pictórico que se disolvía en la neblina de la lejanía.

No era fácil concentrarse en uno de los edificios, rostros o escaparates que la rodeaban, porque Londres estaba en constante movimiento alrededor de cada elemento estático. Miles de personas marchaban calle arriba y calle abajo y la atravesaban cada vez que los autobuses azules, las furgonetas blancas, los camiones de reparto y los coches frenaban aunque sólo fuera un instante. Quería mirarlo todo al mismo tiempo, conocerlo, y comprender el lugar que cada cosa ocupaba, pero la tremenda energía que desprendía la calle comenzaba a aturdir la capacidad de procesamiento de su cerebro y le hacía entornar la mirada como si su mente ya se hubiera rendido y no pensase en otra cosa que en echarse a dormir.

Consultó el mapa de su guía y volvió a repasar la corta y sencilla ruta hasta Barrington House por centésima vez desde que partiera de Nueva York, ocho horas antes. Lo único que tenía que hacer era bajar por Sloane Street y luego doblar hacia la izquierda para entrar en Lowndes Square. Un taxi no la habría dejado mucho más cerca que el metro. El edificio de su tía abuela estaba en algún lugar cerca de la plaza. Se trataba sólo, pues, de seguir los números hasta la puerta correcta. Una buena noticia, que la inundó de alivio. La frustración de tener que buscar los carteles y deducir en qué sentido estaba avanzando en calles como aquélla habría sido paralizante.

Pero tendría que descansar dentro de poco. La idea de visitar Londres y ver qué era lo que su tía abuela Lillian les había dejado a su madre y a ella llevaba más de una semana sin dejarla dormir, y en el vuelo no había podido más que echarse una pequeñísima siesta. Sin embargo, ¿cómo podía aspirar una mente a descansar en un lugar como aquél?

El corto paseo entre la estación y Lowndes Square confirmó sus sospechas de que su tía no había sido una indigente. En el mapa, el hecho de que el vecindario estuviera tan cerca de Buckingham Palace, de Belgravia con todas sus embajadas, y de Harrods, los grandes almacenes de los que había oído hablar en casa, inducía a pensar que el lugar en el que su tía abuela había pasado los últimos sesenta años de su vida no era ninguna barriada infecta. Pero ni siquiera esta constatación la había preparado para su primer encuentro con Knightsbridge: los edificios altos y blancos, de ventanas alargadas y barandillas negras; la plétora de flamantes coches de lujo aparcados junto a la acera; las delgadas y rubias chicas inglesas de marcado acento, tacones altos y bolsos de mano de diseño, comparados con los cuales su mochila parecía un inmundo harapo. Entre su chaqueta de motero, sus pantalones remangados, sus Converse y aquella cabellera negra peinada a lo Bettie Page, sentía que la tensión de la incomodidad le hacía inclinar la cabeza hacia adelante con la vergüenza y la timidez de quien no se encuentra en su sitio.

Al menos no había demasiada gente en Lowndes Square para verla en aquel estado: un par de mujeres árabes que se bajaban de un Mercedes plateado y una chica rusa, alta y rubia, que hablaba con tono de furia a un teléfono que llevaba pegado al oído. Tras la batalla campal de Knightsbridge Road, la elegancia de la plaza resultaba tranquilizadora. Los edificios de apartamentos y los hoteles formaban un rectángulo grácil e ininterrumpido alrededor del largo parque ovalado que ocupaba su centro, donde podían verse unos árboles achaparrados y parterres de flores vacíos por detrás de las barandillas. La armonía natural de las señoriales construcciones infundía paz al ambiente y amortiguaba los ruidos por todas partes.

«Increíble.» ¿Su madre y ella poseían ahora un apartamento en aquel lugar? Al menos hasta que lograran venderlo por una fortuna. Un pensamiento que le provocó un momentáneo acceso de irritación. Quería vivir en aquel lugar. Su tía abuela lo había hecho durante más de sesenta años y Apryl podía entender por qué. Era un lugar clásico, impecable, que exudaba con toda naturalidad un aire de dilatada historia. Podía imaginarse los rostros educados e indiferentes de mayordomos detrás de cada una de las puertas. En aquel lugar debía de vivir gente de la aristocracia. Y diplomáticos. Y multimillonarios. Personas que no se parecían en nada a su madre y a ella.

—Joder, mamá, no te lo vas a creer —dijo en voz alta.

Sólo había visto una foto de la tía abuela Lillian, cuando era una niña. Vestida con un curioso traje blanco idéntico al de su hermana mayor, la abuela de Apryl, Marylin. En aquella fotografía, Lillian cogía a su hermana mayor de la mano. Estaban juntas, con sendas sonrisas forzadas, en el patio de su casa de Nueva Jersey. Pero Lillian y Marylin estaban más unidas en aquel momento de lo que lo estarían jamás. Lillian se trasladó a la ciudad durante la guerra para trabajar como secretaria para el ejército de EE.UU. Allí conoció a un inglés, un piloto, con el que contrajo matrimonio. Nunca volvió a casa.

Lillian y la abuela Marylin debían de haberse escrito, porque Lillian se enteró del nacimiento de Apryl. Cuando era pequeña, solía enviarle tarjetas de felicitación el día de su cumpleaños. Con bonitos billetes ingleses dentro. Papeles realmente coloridos, con retratos de reyes, duques, batallas y Dios sabe qué más. Y unas marcas al agua que, cuando sostenías los billetes delante de una luz, te hacían creer que eran mágicos. Ella siempre los conservaba en lugar de cambiarlos por dólares, que comparados con ellos parecían dinero de juguete. Siempre le hacían sentir deseos de visitar Inglaterra. Y allí estaba al fin, por primera vez.

Pero Lillian había dejado de escribirles mucho tiempo atrás. Incluso las felicitaciones de Navidad dejaron de llegar antes de que Apryl cumpliera los diez años. Su madre estaba demasiado ocupada criándola sin ayuda como para averiguar la razón. Y cuando la abuela Marylin murió, su madre escribió a Lillian a la dirección de Barrington House, pero no recibió respuesta. Así que asumieron que había muerto también, allí en Inglaterra, donde había llevado una vida de la que no sabían nada, y que la tenue conexión con esa parte de la familia se había cortado para siempre.

Hasta dos meses antes, cuando un bufete especializado en testamentarías les escribió para informarles de que, tras el «triste fallecimiento de Lillian Archer» sus últimas parientes con vida habían recibido una herencia. Su madre y ella aún estaban aturdidas. Una muerte, acontecida ocho semanas antes, que las había convertido en herederas de un apartamento en Londres. En Knightsbridge, nada menos. Justo donde ella se encontraba en aquel momento, a la entrada de Barrington House: el gran edificio blanco que se levantaba solemnemente al pie de la plaza. Esbelto, con sus muchos pisos dignificados por la solidez de la piedra blanca y atemperado en su clasicismo por los finos ornamentos art-déco que rodeaban los marcos de las ventanas. Un lugar tan bien proporcionado y tan orgulloso que Apryl no podía por menos que sentirse intimidada frente a la enorme entrada, con sus puertas de cristal enmarcadas en bronce, sus cestas de flores y sus columnas ornamentales a ambos lados de la escalinata de mármol.

—Imposible.

Más allá de su reflejo sobre el cristal prístino de la puerta principal podía ver un pasillo largo y alfombrado con una gran mesa de recepción al otro extremo. Y detrás de ésta le pareció entrever a dos hombres de cabello pulcramente recortado, con sendos chalecos plateados.

—Oh, mierda.

Se rió para sí. Embargada por una sensación de ridículo, como si su vulgar existencia se hubiera transformado de repente en una fantasía cinematográfica, comprobó la dirección en los documentos que le había dado el abogado: una carta, con un contrato y una escritura que debía presentar para que le entregaran las llaves. Las llaves de aquello.

No cabía duda. Aquél era el lugar. Su lugar.