Al oír el ruido, Seth se detuvo y se quedó mirando la puerta del apartamento dieciséis, como si pudiera ver a través de la teca revestida de una pátina dorada. Los ruidos habían comenzado justo después de bajar la escalera desde el noveno piso y cruzar el rellano. Al igual que las tres últimas noches, durante la ronda que realizaba a las dos de la madrugada.
Salió de sus ensoñaciones repentinamente y dio un rápido paso atrás desde la puerta. La sombra de su cuerpo larguirucho, reflejada sobre la pared opuesta, alargó los brazos como si quisiera sujetarse a un puntal. La imagen hizo que se sobresaltara.
—Joder.
Nunca le había gustado aquella parte de Barrington House, pero no era capaz de explicar la razón con claridad. Puede que fuese demasiado oscura. Puede que las luces no estuviesen bien colocadas. El jefe de porteros decía que no les pasaba nada, pero muchas veces proyectaban formas en las escaleras por las que subía Seth y éste tenía la impresión de que unos miembros puntiagudos estaban a punto de aparecer al otro lado del recodo de la escalera. A veces incluso llegaba a convencerse de que había oído un roce de tela y el sonido de unos pies que se aproximaban con paso decidido. Sólo que nunca aparecía nadie, y nunca había nadie allí arriba al doblar la esquina.
Pero los ruidos del apartamento dieciséis eran más alarmantes que cualquier sombra.
Porque durante las primeras horas del amanecer, en una zona exclusiva y apartada de Londres como aquélla, hay pocas cosas que puedan competir con el silencio de la noche. Alrededor de Barrington House, el laberinto de calles que se extiende más allá de Knightsbridge Road tiende a permanecer en calma. De vez en cuando, en el exterior, pasa un coche alrededor de Lowndes Square. O, en el interior, el portero de noche se da cuenta de que las luces eléctricas de las zonas comunes zumban como insectos con las negras cabezas pegadas al inhóspito cristal. Pero en las horas que discurren entre la una y las cinco de la mañana, los residentes duermen. En el interior no se oye otra cosa que los sonidos ambientales.
Y el número dieciséis estaba desocupado. El jefe de porteros le había dicho en una ocasión que llevaba así más de cincuenta años. Pero por cuarta noche consecutiva, algo en el piso había llamado la atención de Seth. Un ruido sordo detrás de la puerta, contra la puerta. Algo a lo que, hasta entonces, no había prestado atención, considerándolo uno de tantos ruidos en un edificio viejo. Un edificio que llevaba más de cien años en pie. Algo movido por las corrientes de aire. Una cosa así. Sólo que aquella noche era insistente. Más fuerte que nunca. Parecía… decidido. Como si hubiera crecido. Parecía dirigido a él y preparado para que coincidiera con su paso, normalmente despreocupado, hacia el siguiente rellano, en esas horas en las que baja la temperatura del cuerpo y muere la mayoría de la gente. Unas horas en las que a él, el portero de noche, le pagaban por hacer la ronda por nueve pisos y por los antiquísimos rellanos de cada uno de ellos. La cosa nunca había llegado al punto de convertirse en una repentina erupción de ruido como aquélla.
Un traqueteo de madera sobre el suelo de mármol, como si en el vestíbulo del piso alguien hubiera empujado a un lado una silla o una mesita. Como si se hubiera caído, quizá, e incluso roto. Algo que no tendría que haberse oído a ninguna hora en un edificio tan respetable como Barrington House.
Nervioso, siguió mirando la puerta, como si estuviera esperando que se abriera en cualquier momento. Su mirada estaba clavada en el número 16 de bronce, tan bruñido que casi parecía hecho de oro blanco. No se atrevía ni a parpadear, por si al cerrar los ojos aparecía de repente la fuente de aquella conmoción. Una imagen que quizá no pudiese soportar. Se preguntó si sus piernas tendrían la fuerza necesaria para bajar ocho tramos de escalera a toda velocidad. Quizá perseguido por algo.
Acalló aquel pensamiento. Un pequeño atisbo de vergüenza caldeó el frío dejado a su paso por aquel terror repentino. Era un hombre de treinta y un años, no un niño. De metro ochenta y vigilante profesional. Y no es que pensara que tendría que hacer otra cosa que servir como presencia tranquilizadora cuando aceptó el empleo. Pero aquello tenía que investigarlo.
Hizo un esfuerzo por acallar el martilleo del corazón en sus oídos, se acercó a la puerta y colocó la oreja izquierda a escasos centímetros de la boca del buzón para escuchar. Silencio.
Sus dedos se movieron hacia la boca del buzón. Si se arrodillaba y empujaba la pestaña de cobre hacia dentro, se colaría la suficiente luz del pasillo para iluminar parte del vestíbulo al otro lado de la puerta.
Pero ¿y si algo le devolvía la mirada desde allí?
Su mano se detuvo y luego se apartó.
Nadie tenía permiso para entrar en el dieciséis, una norma que le había dejado claro el jefe de porteros cuando comenzó a trabajar en el turno de noche, seis meses antes. Este tipo de instrucciones no eran inusuales en los edificios de apartamentos de Knightsbridge. Una persona corriente que hubiera ganado un premio de cuantía media en la lotería habría tenido dificultades para permitirse un apartamento en Barrington House. Aquellos pisos de tres dormitorios nunca se vendían por menos de un millón de libras, al que había que añadir otras once mil anuales en concepto de comunidad. Muchos de los residentes llenaban los apartamentos de antigüedades. Otros eran tan celosos de su privacidad como criminales de guerra, y poseían trituradoras de papel cuyos residuos debían llevarse luego los porteros en bolsas de basura. La misma prohibición de acceso se hacía extensiva a otros cinco apartamentos vacíos en el edificio. Pero durante sus rondas, Seth no había oído ruidos en ninguno de ellos.
Puede que hubieran dado permiso a alguien para alojarse en el apartamento y uno de los porteros de día se hubiera olvidado de hacerlo constar en el libro de inquilinos. No era muy probable, puesto que los dos, Piotr y Jorge, lo habían mirado con incredulidad la primera vez que mencionó el asunto, durante el cambio de turno de la mañana. Lo que sólo dejaba una explicación plausible teniendo en cuenta la hora que era: un intruso se había colado desde el exterior.
Pero un intruso habría tenido que ayudarse desde el exterior del edificio con una escalera. Seth había hecho la ronda por la entrada hacía menos de diez minutos y no había visto ninguna escalera. Siempre podía ir a despertar a Stephen, el jefe de porteros, y pedirle que le abriera la puerta. Pero la idea de molestarlo a aquellas horas no lo atraía en absoluto. La mujer de su jefe era inválida. Sus cuidados le ocupaban casi todo el tiempo libre de que disponía, y eso lo dejaba exhausto al cabo del día.
Se apoyó sobre una rodilla, abrió la boca del buzón y escudriñó la oscuridad. Una corriente de aire frío chocó contra su rostro, acompañada por una fragancia que le resultaba familiar: un olor a alcanfor que le recordaba el gigantesco armario de su abuela, que para él había sido como una cabaña secreta de niño, y un aroma no muy distinto al de las salas de lectura de las bibliotecas universitarias o los museos construidos en la época victoriana. Un vestigio de viejos residentes y antigüedad que sugería ausencia de inquilinos y no su presencia.
La tenue luz que se coló entre su cabeza y sus hombros iluminó una pequeña sección del vestíbulo del piso. Pudo vislumbrar el contorno impreciso de una mesita para el teléfono junto a una pared, una puerta apenas visible a mano derecha y unos pocos metros de suelo con baldosas de mármol blanco y negro. El resto del espacio estaba sumido en sombras o en la oscuridad total.
Entornó los ojos para protegerse del molesto aire que soplaba contra su cara y trató de ver más. No lo consiguió. Pero lo que oyó hizo que se le pusieran los pelos de punta.
En la penumbra que trataba de penetrar con los ojos se oía algo que parecía sugerir que estaban arrastrando una cosa muy pesada al otro extremo del pasillo, un bulto grande envuelto en unas sábanas o tendido sobre una alfombra de gran tamaño, algo que se alejaba a pequeños y agotadores tirones de la estrecha franja de luz que había aparecido junto a la puerta principal. A medida que se adentraban cada vez más en los confines del apartamento, los sonidos fueron apagándose hasta cesar al fin.
Seth se preguntó si debía alzar la voz y lanzar una advertencia a la oscuridad, pero fue incapaz de reunir las fuerzas necesarias para abrir la boca. En aquel momento lo embargaba con total claridad la sensación de que lo estaban observando desde allí dentro. Y esa repentina sensación de vulnerabilidad provocó en él el deseo de cerrar la boca del buzón, incorporarse y marcharse de allí.
Titubeó. No era fácil pensar con claridad. Estaba cansado. Agotado hasta la médula, torpe y confuso, incluso un poco paranoico. Tenía treinta y un años, pero el trabajo en los turnos de noche lo hacía sentir como si fueran ochenta y uno. Indicios evidentes de falta de sueño, comunes a todos los trabajadores nocturnos. Pero en toda su vida, jamás había tenido alucinaciones. Así que tenía que haber alguien dentro del apartamento dieciséis.
—Dios…
Se abrió una puerta. Dentro. En la zona oscura que no alcanzaba a ver. A mitad del pasillo, más o menos. La puerta hizo un clic y, con un chirrido, completó su trayectoria hasta chocar contra la pared.
Seth no se movió ni parpadeó. Se limitó a quedarse mirando y a esperar la llegada de algo desde la oscuridad.
Pero no hubo otra cosa que expectación, y silencio.
Aunque no una ausencia total de sonido, no durante mucho tiempo. Al cabo de un momento comenzó a oír algo. Algo tenue pero cada vez más próximo, como si estuviera acercándose a su rostro.
Ese algo creció en el interior silencioso y oscuro del piso. Una especie de rumor parecido al que se producía al acercarse al oído caracolas de gran tamaño. Algo que sugería la presencia de vientos lejanos. Tuvo la sensación de que al otro lado de la puerta se abrían grandes distancias. Hacia abajo. Donde no podía ver absolutamente nada.
La corriente de aire se hizo más densa junto a su cara. Como si arrastrara algo consigo. Dentro de sí. La insinuación de una voz. Una voz que sonaba como si estuviera moviéndose en círculos a kilómetros de allí. No, había más de una, eran varias voces. Pero los gritos eran tan lejanos que no se podía entender lo que decían.
Apartó el rostro de la puerta mientras su mente trataba de dar con una explicación. ¿Habría una ventana abierta en alguna parte? ¿Podía haber una radio encendida, o una televisión con el volumen muy bajo? Imposible, el apartamento estaba vacío.
El viento se acercaba rápidamente y las voces sonaban cada vez con más fuerza. Estaban adquiriendo un extraño predominio en el movimiento del aire. Y aunque no terminaban de definirse, su tono era cada vez más claro y estaba empezando a provocarle una gran intranquilidad en primer lugar, y luego espanto.
Eran los gritos de gente aterrorizada. Alguien estaba chillando. ¿Una mujer? No, no podía ser. Ahora que estaba más cerca sonaba como un animal, como un babuino que había visto una vez en el zoológico y que rugía enseñando unas encías negras y unos colmillos largos y amarillentos detrás de unos labios de color escarlata.
Entonces el grito fue reemplazado por un coro de gemidos que, a pesar de su desdicha y desesperación, parecían competir en el frío viento. Una voz histérica, avasalladora en su pánico, bajó en picado sobre las demás y las dominó, obligándolas a retirarse como si las arrastrara una rápida marea, hasta que Seth casi pudo oír lo que decía la recién llegada.
Soltó la boca del buzón y entonces se hizo un inmediato y profundo silencio.
Mientras se ponía en pie y retrocedía unos pasos trató de recomponer sus pensamientos. Desorientado por el martilleo de su pulso, se limpió la humedad de la frente con la manga del jersey, y se dio cuenta de que tenía la boca tan seca como si hubiera estado respirando polvo.
Un deseo desesperado de abandonar el edificio lo invadió. De volver a su casa y tumbarse en la cama. De poner fin a las sensaciones extrañas y la violenta sucesión de impresiones que acompañaban a la falta de sueño. Porque eso era todo, seguro.
Bajó corriendo de dos en dos las escaleras del ala oeste hasta la recepción. Pasó rápidamente junto a la mesa del conserje y salió del edificio por la puerta principal. Una vez fuera, se detuvo sobre la acera, levantó la mirada y contó los balcones de piedra blanca hasta llegar al piso octavo.
Todas las ventanas estaban cerradas. No abiertas, ni siquiera entreabiertas, sino cerradas a cal y canto en el interior de los marcos blancos, a lo que se unía además, en el caso del apartamento dieciséis, la protección adicional de unas gruesas cortinas, echadas día y noche para mantener a raya a Londres y al mundo.
Pero se le puso la piel de gallina por debajo del cabello, porque aún podía oír, sobre él o quizá dentro de su cabeza, casi inaudibles, el viento lejano y el clamor de unas voces irreconocibles, como si las hubiera arrastrado hasta allí abajo consigo.