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Había mucha agitación en la Cárcel Baja. Los carceleros estaban pendientes de cualquier movimiento. En la celda donde se hallaba Mariana un vigilante no la perdía de vista. Los hermanos de la Caridad y los dos capuchinos se habían apartado a un rincón para permitir la intimidad necesaria para su confesión. Algo más que cuestiones de conciencia, debió de decirle a don José Garzón cuando el sacerdote, tras darle la absolución, le comentó:

—No te preocupes, hija mía, no faltarán amigos que se encarguen de ellos.

Los pequeños eran su principal preocupación.

—Padre, como le dije ayer, me gustaría recibir la comunión. ¿Es posible?

—Lo es, hija mía. He traído el viático.

Don José, con las manos temblándole, sacó de una cajita de plata la sagrada forma. Los presentes se hincaron de rodillas y Mariana permaneció un par de minutos en actitud recogida.

Conforme se acercaba la hora para la salida de la comitiva que la conduciría al patíbulo aumentaba la tensión. Mariana, como los dos días anteriores, pidió un poco de zumo de naranja; era lo único que había ingerido desde que ingresó en la prisión. La mujer del carcelero mayor se lo trajo y aprovechó para decirle:

—Señora, tendrá que cambiar su vestido por este sayo y sobre él ponerse el capotillo negro que han de vestir los reos. El reglamento señala que deberá recoger su pelo y ponerse esta cofia y un bonete también negro. —A la mujer le temblaba la voz.

—No tengo inconveniente, salvo que estos señores —miró a la concurrencia masculina— deberán salir mientras cambio mi indumentaria. Si no lo dice el reglamento, lo exige la decencia.

Apenas si tuvieron fuerza para asentir a la sugerencia de Mariana. A alguno se le formó un nudo en la garganta, admirado por su temple y la dignidad con que encaraba la muerte. Quedaron solas en la celda ella y la mujer del carcelero de la prisión, que la ayudó a ponerse aquella especie de hábito de sarga parda. Mariana se quitó el vestido de terciopelo verde y la camisa con cuello y puños de encaje que vestía. Iba a ponerse el sayal cuando la mujer le advirtió:

—Señora, disculpe, pero también ha de quitarse las ligas. —Mariana la interrogó con la mirada—. Sí, señora, las ligas.

—¿Con qué me sujeto las medias?

—Es el reglamento, señora.

—¡Me pondré el sayal! ¡Me recogeré el cabello! ¡Me colocaré esa cofia! ¡Vestiré esas prendas que son una infamia! ¡Pero en modo alguno me quitaré las ligas!

—¡Señora, es el reglamento! Podría utilizarlas para suicidarse —insistió la mujer.

—¡Me importa un bledo el reglamento y no pienso ahorrarle trabajo al verdugo! ¡No lo consentiré!

La mujer rompió a llorar y fue Mariana quien la calmó.

—¡Perdóneme, señora, lo último que yo quería era enojarla!

—Tranquilícese, no estoy enojada. Pero no me quitaré las ligas. ¡Nadie podrá decir que fui al patíbulo con las medias caídas!

La mujer del carcelero abandonó la celda sin cumplir esa parte del encargo. Cuando entraron los hermanos de la Caridad y los clérigos, Mariana tuvo un pálpito al ver allí a sus dos abogados, don José María de la Escalera y don José de la Peña y Aguayo. Se les había autorizado a visitarla antes de que la comitiva partiera hacia el Triunfo; también estaba el alcaide de la prisión. Mariana no lo dudó:

—¡Dígale a esos ministros de la tiranía que se tranquilicen! ¡No van a quedarse sin espectáculo! ¡No pienso quitarme la vida, aunque tuviera ocasión! Me sobra valor para subir al cadalso. Estoy en gracia de Dios y la religión me prohíbe suicidarme.

Al confesor le resbalaron dos lagrimones por las mejillas. Mariana saludó con afecto a don José María y miró a Peña y Aguayo, que se acercó y le susurró algo al oído.

—¿Pueden dejarnos a solas un momento?

En la soledad de la celda mantuvieron una breve conversación. Después Mariana le dijo al alcaide de la prisión:

—Me gustaría hacer testamento.

—Lo siento, señora —contestó el alcaide—. Sus bienes han sido confiscados. Nada tiene que dejar.

—¡Se equivoca! —respondió Peña y Aguayo—. ¡El testamento no está referido sólo a los bienes materiales! La voluntad del testador puede referirse a otros asuntos. ¡Traiga pluma y papel! —Fue casi una orden.

Hubo que traer también una mesa y el propio Peña y Aguayo actuó de escribano. Mariana dictó unas breves disposiciones y una carta a su tío don Pedro García de la Serrana para que legalmente se hiciera cargo de la tutela de sus hijos, y luego otra dirigida a su hijo José María exhortándolo a cuidar de Luisa, su hermana pequeña. Le pedía que fuera fiel a sus principios políticos y que no se avergonzase jamás de que su madre hubiera muerto a manos del verdugo porque lo había hecho en defensa de la libertad. Sus palabras sonaban rotundas y serenas en medio del silencio. Los presentes permanecían inmóviles; sólo algún gesto de incomodidad del alcaide y los intentos de su confesor por contener las lágrimas, que eran una llantina cuando Mariana concluyó.

—Don José —dijo al sacerdote—, sería conveniente que no me acompañara en el trayecto, como es costumbre. Sin embargo, me sería de mucho consuelo tenerlo a mi lado en… en el Triunfo.

El sacerdote asintió sin abrir la boca, y abandonó la celda llorando. También se retiró el alcaide de la prisión para disponer la partida. Mariana departió entonces con los abogados, los hermanos de la Caridad y con los capuchinos, agradeciéndoles sus atenciones. Hasta se permitió bromear con sus hábitos, recordándoles la vestimenta que proporcionó al capitán Álvarez de Sotomayor para fugarse, todo ello bajo la atenta mirada del vigilante que permanecía en la celda, como si fuera una estatua de sal, hasta que les llegó el sonido de rastrillos alzándose y cerrojos descorriéndose. En la puerta de la celda apareció el verdugo, José Campomonte, acompañado por algunos cofrades de la Caridad y varios franciscanos; uno de ellos le entregó un crucifijo.

—Ha llegado la hora. —Las palabras del verdugo sonaron trágicas.

Le entregó a Mariana un bonete negro y una especie de saco con mangas del mismo color. El hermano mayor de la Caridad la ayudó a ponerse el atuendo en medio de un silencio que impresionaba. Luego, acompañada por el verdugo, abandonó la celda y tras ella todos los presentes. Al verla aparecer en la puerta de la cárcel con el crucifijo en sus manos se apagaron los comentarios de quienes allí aguardaban. No eran muchos, había más voluntarios realistas que gente del pueblo. Pedrosa había tomado medidas ante el rumor de que se había preparado un complot para liberarla en algún punto del itinerario. Se decía que el conde de los Andes había afirmado que, si el pueblo se amotinaba, estaba dispuesto a colaborar en la liberación de Mariana. La tensión se percibía entre los voluntarios y los integrantes de la escolta.

La imagen de Mariana impresionaba. El prolongado encierro y las penalidades de aquellos meses no habían ajado su belleza. Sus hermosos ojos azules transmitían serenidad y los mechones de cabello que se habían soltado de la cofia y escapado del negro bonete le daban un aire de despreocupación. Se escuchó un redoble de tambor, los pájaros revolotearon sobre los tejados de la catedral y se hizo un silencio sobrecogedor. La voz del pregonero sonó potente:

—En nombre del Rey nuestro Señor, se hace saber que doña Mariana de Pineda y Muñoz ha sido condenada a la última pena como reo de graves delitos contra la seguridad del Estado, incitación a la sedición y menosprecio de las prerrogativas del Rey nuestro Señor. La sentencia, que se ejecutará en el día de hoy, en lugar público y a vista de todos, es a garrote vil. Será acusada de sedición y traición toda persona, de cualquier condición y calidad, que se oponga a la ejecución de esta sentencia porque ésta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Señor. En Granada a veintiséis días del mes de mayo del año de gracia de mil ochocientos treinta y uno.

Un fuerte redoble de tambor ahogó la protesta que brotó de una esquina donde se veía un grupo de embozados. A pesar del sonido del tambor, pudo escucharse:

—¡Abajo el tirano! ¡Viva la libertad!

Los nervios afloraron en agentes, alguaciles y voluntarios, pero no abandonaron sus posiciones. Desconfiaban incluso de los piquetes —uno de infantería y otro de caballería— mandados por el conde de los Andes en cumplimiento estricto de lo establecido por la ordenanza en casos de ejecuciones públicas.

Mariana fue subida en una jamuga a lomos de una mula —era privilegio de los nobles e hidalgos, en lugar de montar sobre un asno— e inició el recorrido, subiendo por la Cárcel Baja hacia el Pilar del Toro. El pregonero encabezaba la triste comitiva y el piquete de caballería se encargaba de abrirle paso, a continuación marchaba el verdugo tirando del ronzal de la mula que montaba la reo, a cuyo alrededor podía verse un revuelo de frailes, al haberse sumado algunos más a los que estaban en la celda. Detrás, formados en dos hileras, los hermanos de la Caridad con su cofrade mayor al frente, los últimos llevaban unas talegas de lienzo negro y solicitaban, con voz lastimera, una limosna para pagar el entierro de quien iba a ser ajusticiada. A continuación marchaba un jinete con uniforme negro y sable al hombro, lo escoltaban dos alguaciles con indumentaria propia de otro tiempo: golilla sobre una chupa negra, capa corta hasta la cintura, calzón a media pierna, medias de seda, zapatos con hebilla y tocados con bicornio; portaban el junco como atributo de su autoridad. Cerraba el cortejo el piquete de infantería donde iban dos tamborileros que marcaban el paso de la comitiva con el sonido de sus cajas.

Se detuvieron al llegar a la esquina del Pilar del Toro donde había un numeroso concurso de gente. Apenas quedaba espacio libre para pasar. Los tambores redoblaron y el pregonero leyó la sentencia. Desde un callejón que subía hacia el Albaicín se escucharon gritos de protesta:

—¡Abajo las cadenas! ¡Viva la Constitución!

La gente se arremolinó, los caballos piafaron nerviosos y los jinetes empuñaron sus sables sin desenvainarlos. Atrás, los soldados previnieron armas pendientes de su sargento.

—¡Abran paso! ¡Despejen la calle!

La gente no se movió. Los infantes avanzaron cubriendo los flancos. Desde una ventana arrojaron un balde con agua y cerraron rápidamente el postigo. La comitiva avanzó con dificultad entre las hostiles miradas de la gente.

—¡Despejen la calle! —gritó el oficial al ver surgir de un callejón un grupo de embozados.

Mariana temblaba y apretaba con fuerza el crucifijo que llevaba en sus manos. Contuvo la respiración aguardando el desenlace.

—¡Vivan las cadenas! ¡Viva nuestro Señor, don Fernando VII!

Eran voluntarios realistas. La gente los miró con aversión, pero nadie se movió y la comitiva enfiló la calle de Elvira. Mariana pasó de la esperanza a la congoja. Se aferró al crucifijo e hizo un esfuerzo para que las lágrimas, que asomaban a sus ojos, no corrieran por sus mejillas. La calle aparecía ahora casi desierta. Los comercios echaban el cierre, los postigos se entornaban, la mayor parte de las puertas estaban clausuradas. Sólo se escuchaban el golpeo de los cascos de los caballos sobre el empedrado y el bisbiseo de las salmodias de los frailes. Los negros personajes que habían dado vivas a las cadenas se habían incorporado a la comitiva.

Un ligero vientecillo movía en los terrados la ropa que ondeaba en los tendederos como banderas al paso del lúgubre cortejo. En la embocadura de la plazuela del Hueso se hizo una nueva parada y el pregonero volvió a leer la sentencia. Apareció el párroco de San Andrés, el mismo que había bautizado a Luisa, y bendijo a Mariana, que se estremeció al recordar a su pequeña. La Casa Cuna tenía cerradas sus puertas y ventanas. Granada se refugiaba en su silencio. En Puerta Elvira había un grupo de gente numeroso, sobre todo mujeres; volvieron a escucharse gritos contra el tirano y vivas a la libertad que procedían de la laberíntica calle del Molino de la Corteza. Mariana, muy pálida, mantenía la vista fija en el crucifijo y parecía ajena a lo que ocurría a su alrededor. Todos los establecimientos próximos a la puerta de la vieja muralla árabe estaban cerrados y en la puerta de la librería de Sebastián Ortega colgaba un crespón negro. El gesto del valiente librero era todo un desafío.

Salieron al Triunfo, su aspecto era desolador. En el cielo, negros nubarrones que iluminó momentáneamente un lejano y fugaz relámpago, el trueno fue apenas un runruneo. Únicamente se veían grupos de absolutistas recalcitrantes, a los que se sumaban algunos curiosos y poco más. Si Pedrosa había pretendido convertir la ejecución de Mariana en un espectáculo público, había fracasado. La respuesta de Granada era el silencio. Había migueletes en la Tinajilla controlando las entradas a las calles San Juan de Dios, Atarazana y Santísimo, y en la que daba a la placeta de los Naranjos un contingente de caballería, de Voluntarios de Santa Fe. Podían verse hombres de uniforme apostados junto a los muros del convento de los mercedarios calzados y en el acceso a la calle Real. En el centro del descampado se alzaba la columna triunfal sobre la que se erigía la imagen de la Inmaculada Concepción y daba nombre al paraje. El patíbulo se levantaba cerca de dos varas del suelo. Algunas mujeres que estaban en Puerta Elvira se incorporaron al cortejo como si fueran penitentes de una procesión y se congregaron cerca del cadalso. En lugar de las habituales chanzas e invectivas a los condenados que solían acompañar a las ejecuciones hasta el momento final, cuando se imponía un silencio hipócrita, los congregados —incluidos los absolutistas— guardaban silencio. Sólo se oían los rezos de los clérigos. Mariana recordó las palabras de la gitana de la Plaza Nueva: «¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!».

La escasa concurrencia había tenido una consecuencia trágica para los liberales, quienes, a última hora, habían decidido rescatar a Mariana en el Triunfo y aprovechar el gentío para huir. Su plan era inviable. El grupo de sus allegados en medio del descampado ofrecía una imagen patética.

Alrededor del patíbulo, cubierto con unos faldones de bayeta negra, al ser la víctima de condición noble, tomó posiciones el piquete de infantería. Allí estaba el párroco de las Angustias, conteniendo su desconsuelo. Sobre el tablado se alzaba, siniestra, la banqueta que había de ocupar la condenada y el poste donde se ataba al reo para ser agarrotado. Miraba a la calle de San Juan de Dios.

El pregonero leyó por última vez la sentencia en medio de un silencio sepulcral y después Mariana bajó de la mula. Subió al cadalso del brazo del anciano sacerdote, acompañada por el redoble de los tambores. Don José Garzón le susurraba al oído y ella asentía. No había perdido la entereza. Apretando el crucifijo entre sus manos paseó la mirada en derredor, como si buscara algo, luego miró al verdugo, que agachó la cabeza.

—Cuando quiera, estoy dispuesta. —Su voz sonó tranquila.

—Le suplico que… que me perdone. Es… es mi oficio —tartamudeó el verdugo.

—Cumpla con su trabajo. —Mariana se volvió hacia el sacerdote y le pidió—: No se olvide de mis niños. Para ellos es mi último pensamiento.

El párroco respondió con la mirada, el nudo en la garganta le impedía hablar.

Lo que Mariana acababa de decir era cierto sólo a medias. Pensaba también en el injusto precio que pagaba por que en Granada ondeara una bandera llamando a la libertad. En aquel instante cayeron las primeras gotas. Nadie se movió. El verdugo rodeó su cuello con un grueso collar y don José la bendijo musitando una plegaria. Mariana murió mirando hacia la fértil vega de Granada.

La lluvia arreciaba cuando doblaron las campanas de San Ildefonso. En el corazón del Albaicín, en San Juan de los Reyes, don Luis de Valdelomar celebraba un oficio de difuntos. Aunque estaba establecido que los cadáveres de los ajusticiados por conspiración permanecieran expuestos al público un tiempo, Pedrosa había decidido su retirada del cadalso ante el temor a un motín y ordenado que no se señalara la ubicación de su sepultura para evitar convertirlo en lugar de peregrinación. Los hermanos de la Caridad se hicieron rápidamente cargo del cuerpo de Mariana, y aquella misma tarde la enterraban en el cementerio de Almengor con orden expresa de no señalar su sepultura.

A la hora del crepúsculo, poco antes de que las sombras de la noche cayeran sobre Granada, el sepulturero que había ayudado a los hermanos de la Caridad a enterrar el cadáver cerraba la reja de acceso al campo santo. Se quedó paralizado al ver dos sombras saltar una de las tapias y buscar el lugar donde aparecía la tierra removida. Encontraron el sitio donde había sido enterrada Mariana y en él colocaron una cruz.

J. C. P.

Cabra, 12 de mayo de 2013.