64

El 26 de mayo se anunciaba triste, amanecía gris. Antonio Diéguez abrió el ventanuco de su buhardilla justo cuando la campana de la Trinidad rompía el silencio con el primer toque a misa de siete. Al apagarse el sonido del bronce, se escuchó el ladrido de un perro en la lejanía. El aire fresco de la mañana le dio en pleno rostro y acabó de despejarlo, pero no se llevó la tristeza de su ánimo. Había sido una noche inquieta, se había despertado varias veces y en el silencio nocturno, sólo roto por algún ladrido lejano o el crujir de una viga de la techumbre, había pensado cómo redactar el informe que Pedrosa le había pedido; también, liberado de un peso que en los últimos días le había resultado casi insoportable, había decidido sobre dos asuntos, consciente de que no podía posponerlos.

Las formas de Pedrosa, sin sorprenderlo, le parecieron miserables después de tanto desvelo, incluido el riesgo de su vida. Aumentaba su malhumor el sectarismo de que había hecho gala en el asunto de la bandera incautada a doña Mariana de Pineda. Pedrosa se había convertido en juez y parte, y su ojeriza, la causa de la pena capital. Se sentó a la mesa y se palpó el hombro dolorido antes de alisar el papel y mojar el cálamo para redactar el informe que Pedrosa le había pedido.

Al Señor Subdelegado de Policía del Reino de Granada.

En la Ciudad de Granada, a veintiséis días del mes de mayo de 1831.

Quien suscribe, el agente Antonio Diéguez Piñero, a V. I. tiene el honor de exponer lo que sigue:

Entre los primeros días de junio del pasado año de 1828 y el 28 de abril del presente año se han sucedido en esta ciudad una serie de asesinatos que dieron como resultado seis personas muertas, cuatro mujeres y dos hombres, cuyo común denominador ha sido el señalamiento de las víctimas con distintivos propios de los que utilizaba el Santo Oficio de la Inquisición para distinguir a las personas que castigaba. Dicha circunstancia hizo que la autoría de los mencionados asesinatos fuera atribuida a una misma mano, sin dilucidar si se trataba de un asesino o de una secta criminal cuya actuación parecía venir determinada por el deseo de que el mencionado tribunal, hoy desaparecido, se restableciera en los dominios de Su Majestad. Al asesino, singularizado en una persona, se le bautizó como el verdugo de la Inquisición.

Las pesquisas realizadas para descubrir al autor o autores de los crímenes han pasado por numerosas vicisitudes que no refiero a V. I. por ser de su conocimiento. El resultado de las mismas ha supuesto el esclarecimiento de los hechos, revelando que las víctimas ni respondían a la misma circunstancia, ni sus muertes son atribuibles a una misma persona. Tres de las víctimas, dos hombres y una mujer, responden en cuanto a su atribución al señalado por la voz pública como el verdugo de la Inquisición. Con sus asesinatos se reivindicaba el restablecimiento del tribunal de la Inquisición y su autor, como acreditan las pruebas que se adjuntan, fue el vecino de ésta, Fulgencio Camero, domiciliado en la calle de Elvira, número ocho. Para ejecutar los crímenes y la exposición pública de los cadáveres, contó con la colaboración del también vecino de ésta, Zacarías Lupiáñez, sacristán que fue de la parroquia de Santa Escolástica.

Las muertes de doña Cecilia Coello de Portugal y de Magdalena Camero, en principio atribuidas al mismo asesino, no fueron ejecutadas por el mencionado don Fulgencio Camero, aunque en el caso de la segunda, Magdalena Camero, fue señalada por él para su asesinato, aun tratándose de su propia sobrina, por mantener una relación sentimental que consideraba abominable. Encargó su ejecución a don Matías Marculeta, vecino de Madrid, por una elevada suma. Esa circunstancia también se dio en la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal, víctima igualmente del reseñado Marculeta, siendo el encargo realizado por el hermano de la víctima, don Ambrosio Coello de Portugal, para evitar el pago que debía efectuar, en concepto de dote, al esposo de su hermana, don Pablo de Armenta. La imputación de ambas víctimas a don Matías Marculeta por las mencionadas causas también queda acreditada con la información que se adjunta a este informe.

El hecho de que tanto el cadáver de doña Cecilia como el de doña Magdalena aparecieran con signos propios de los penitenciados del Santo Oficio o en lugares relacionados con el mismo, llevó a que dichas víctimas fueran adscritas, erróneamente, al grupo de las anteriores. En la exposición de los cadáveres de ambas también participó el citado Lupiáñez.

La sexta víctima fue doña Tomasa Pereira, conocida popularmente como la Portuguesa. Su muerte es imputable al ya citado Zacarías Lupiáñez, que resultó ser su hijo. La causa del crimen está en el desmedido deseo de Lupiáñez de hacerse con la herencia de los bienes maternos. Los signos que la asociaban a una penitenciada del Santo Oficio, al igual que en el caso de doña Cecilia Coello de Portugal, en ambos casos corozas de las utilizadas por la Inquisición para señalar a sus penitenciados, eran elementos que enmascaraban el verdadero motivo de los asesinatos. Ambas corozas, que también se adjuntan al presente informe, fueron decoradas por Zacarías Lupiáñez y han constituido una pieza importante para el esclarecimiento de los hechos.

Relacionado con estos asesinatos se encuentra el de don Bernardo de Oteiza, párroco de Santa Escolástica, muerto de un disparo por don Matías Marculeta que, en el mismo altercado, hirió en el hombro a quien informa. Ese mismo día, en una alcoba de la fonda conocida como la del Patazas, quien suscribe, en defensa propia, acabó con la vida del señalado Marculeta.

Reseñar, por último, que los rumores que se esparcieron acerca de ciertos devaneos amorosos de doña Cecilia Coello de Portugal formaron parte de la estrategia criminal de Marculeta y del hermano de la finada, don Ambrosio, con el fin de oscurecer las verdaderas causas de su asesinato.

Es todo cuanto tiene el honor de informar a V. I. en la ciudad y la fecha arriba indicadas.

ANTONIO DIÉGUEZ PIÑERO

Alzó la vista y miró por el ventanuco. La luz era mortecina como correspondía a un día encapotado que amenazaba lluvia. Soltó el cálamo y se acarició la barbilla con aire meditabundo. Unió los dedos de sus manos e hizo crujir las articulaciones. Miró otra vez al ventanuco y, tomando de nuevo el cálamo, añadió una posdata al texto del informe.

P. D. Informo a V. I. que con fecha de hoy quien suscribe solicita su baja en el cuerpo de agentes de esa subdelegación de policía por motivos personales.

Ilmo. Sr. Don Ramón Pedrosa y Andrade.

Real Chancillería de Granada.

Expulsó el aire de sus pulmones como si con aquel gesto acabara de desprenderse de una pesada carga.

Estaba echando arena para secar la tinta del último pliego cuando Martina apareció en la puerta con un tazón de leche humeante entre sus manos.

—Tienes mala cara, ¿has dormido mal?

—Mentiría si dijera que como un leño, pero he descansado lo suficiente.

—¿Qué estás escribiendo?

—El informe del que te hablé anoche.

—¿Cuentas la muerte de don Matías?

—La cuento y también me he despedido. Y tú, ¿qué tal has dormido?

—¡Un momento! —Martina soltó el tazón—. ¿Qué significa eso de que te has despedido?

—Que dejo el servicio, que no quiero seguir trabajando a las órdenes de Pedrosa.

Diéguez esperó su reacción hasta que la voz de Martina sonó tierna.

—Sé que mi opinión no importa, pero que trabajaras para Pedrosa era lo único que no me gustaba de ti. ¿De qué… de qué vas a vivir?

—Voy a cultivar caña de azúcar.

—¿Qué has dicho?

—Que voy a cultivar caña de azúcar en una finca de Almuñécar.

—No me tomes el pelo, Antonio.

—No bromeo. —Diéguez se levantó, le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos—. Tampoco bromeo ahora: ¿quieres casarte conmigo?

—¿Qué… qué… cómo?

—Que quiero casarme contigo… si tú estás de acuerdo.

La respuesta no llegaba y la besó suavemente en los labios.

—¿En qué estás pensando?

—En lo de… si tú estás de acuerdo. A veces los hombres parecéis tontos. —Ahora fue ella quien lo besó apasionadamente—. ¿Qué es eso de cultivar caña de azúcar en Almuñécar?

—Tengo allí una finca desde hace pocos días.

—¿Quieres explicarte?

—Hace algunas semanas, Burel, que barruntaba lo que iba a suceder…

—¿Qué iba a suceder?

—Que Pedrosa acabaría por echarle el guante a su ama y también a él. Decidió…

—¿Ese Burel es el criado de doña Mariana de Pineda? —Martina se llevó instintivamente la mano a la boca—. Si Dios no lo remedia, ¡hoy le van a dar garrote! ¿Qué ibas a decirme de Burel?

—Burel es mucho más que un criado, es un militar liberal y culto, quedó heredero de los bienes de don Fulgencio Camero, el tío de Magdalena. ¿La recuerdas?

—Fue una de las mujeres asesinadas.

—Burel fue su heredero, pero sólo entró en posesión de su herencia después de ganar un complicado pleito promovido por un familiar lejano de don Fulgencio. Eran varias propiedades. Su condena incluye la confiscación de sus bienes, además de cumplir una pena de trabajos forzados en un presidio de África. Pero antes, sin que sepa muy bien por qué, escrituró a mi nombre una de esas propiedades. Un buen puñado de marjales dedicados al cultivo de la caña de azúcar en Almuñécar.

—No me habías dicho ni media palabra.

—¿Recuerdas una carta que me entregó tu tía poco antes de ir a ver al párroco de Santa Escolástica?

—Sí, pero… pero yo creí que esa carta era la del sacristán de Santa Escolástica… Eso fue lo que dijiste en la posada.

—Nunca me llegó una carta de Lupiáñez. Supongo que no existe y que era una más de sus mentiras. Le entregó una supuesta copia a don Matías para tratar de asegurarse de que no lo quitaba de en medio.

—Pero… pero tú le enseñaste una carta a don Matías.

—La que me había escrito un militar defendiendo el honor de doña Cecilia Coello de Portugal. La carta que tú confundes era de la escribanía del señor Montijano. Me indicaba que pasase por su oficina para un asunto de mi interés. Con todo lo que ha ocurrido, no fui hasta ayer. Me requerían para recoger la escritura de esa finca.

—¿Habrás tenido que desembolsar los gastos?

—No, Burel lo dejó todo pagado y una suma de dinero para iniciar la explotación. Dejo mi trabajo como agente de policía, no me gusta lo que está ocurriendo. Se persigue a quienes defienden una Constitución que evite atropellos. En fin, que esto se ha acabado. Aprovecho el informe para decirle a Pedrosa que dejo hoy mismo de ser agente. Ése ha sido mi último acto de servicio. ¿Qué dices a mi propuesta, sí o no?

Martina se quedó mirándolo a los ojos ratificando que era un tarugo para las cosas del amor. Lo besó de nuevo y le susurró su respuesta al oído.