Don Matías Marculeta era presa de sentimientos encontrados mientras ordenaba sobre la cama sus pertenencias para guardarlas en su bolsa de viaje. Había viajado hasta Granada para averiguar qué había descubierto Antonio Diéguez. En su última carta había sido capaz de leer entre líneas lo que no le contaba. Había estado tranquilo durante dos años, la información que el propio Diéguez le suministraba lo tenía al tanto de la falta de progresos en la investigación de los asesinatos. Todo estaba en orden, pero la última carta de Diéguez lo alarmó, había tenido que organizar una nueva estratagema y viajar a Granada. Cuando supo que el sacristán de Santa Escolástica se había ido de la lengua, aunque fuera para contarle una sarta de mentiras, tomó la decisión que no había adoptado dos años atrás. Tenía que acabar con su vida. Cometió un error dejándolo vivo, al jurarle que sería como una tumba. Ahora no le pesaba haberlo eliminado. Era un borrachín charlatán. Pero en sus cálculos no entraba acabar con la vida de Antonio Diéguez ni con la del párroco de Santa Escolástica, y al final no le había quedado más remedio que hacerlo. Diéguez era porfiado y había demostrado poseer unas dotes que no le supuso al conocerlo, y estaba a punto de sacar a la luz todo el entramado de sucesos que él acababa de sepultar definitivamente en la sacristía. Se preguntaba si habrían descubierto ya los cadáveres. Las sacristías eran lugares frecuentados por sacerdotes y feligreses de las parroquias.
Había adquirido una plaza en la diligencia que salía para Madrid al día siguiente a primera hora de la mañana, y pensaba cómo emplear lo que quedaba de tarde antes de cenar y acostarse cuando unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. Antes de responder buscó su pistola. Había cometido un error al no recargarla y hacerlo ahora le llevaría demasiado tiempo. Sabían que estaba en la alcoba, se lo había dicho al posadero al pedirle la cuenta porque se marchaba al día siguiente. Se acercó a la puerta sin hacer ruido y escuchó cómo los golpes sonaban de nuevo.
—¿Quién llama?
—¿Don Matías Marculeta? —Era una voz de mujer.
Lo tranquilizó saber que al otro lado de la puerta había una fémina.
—¿Qué desea?
—Hablar con usted.
La voz sonaba enérgica.
—Un momento, enseguida le abro.
A toda prisa cebó uno de los cañones de su pistola y lo cargó. No estaba de más tomar precauciones. Abrió la puerta y al ver a la mujer barruntó problemas.
—¿Qué quiere? —inquirió con sequedad.
—Hablar con usted.
—¿Nos conocemos? —le preguntó dispuesto a no darle facilidades.
—En el mesón del Santo Cristo. ¿Le incomoda que pase…?
—Primero deberías decirme tu nombre. —Don Matías decidió tutearla.
—Me llamo Martina y he venido a hablar de lo ocurrido en la sacristía.
Le franqueó el paso y cerró de nuevo.
—¿Qué sacristía? ¿De qué me estás hablando?
—¿Necesito refrescarle otra vez la memoria?
—No sé de qué me hablas.
—Vamos…, no disimule. Lo vi salir de la sacristía.
Recordó que se había cruzado con una mujer. No podía dejar aquel cabo suelto.
—¿A qué has venido? Pero antes me gustaría saber cómo has dado conmigo. En Granada hay muchas fondas y posadas.
—Es cuestión de preguntar y, como le he dicho, vengo a hablar de lo ocurrido en la sacristía.
—¿Sólo para decirme que salía de la sacristía?
Martina lo miró a los ojos. Eran acerados y fríos.
—Salió dejando en ella dos cadáveres, ¿le parece poco?
—Ni poco ni mucho.
—Además de asesino, cínico.
Sin duda, pensó don Matías, había entrado en la sacristía y visto los cadáveres. Le extrañó que no lo hubiera denunciado y creyó que buscaba extorsionarlo. Pero no podía comprar su silencio, era dejar atrás un cabo suelto y ya sabía adónde conducía eso. Podía dispararle, pero la detonación se oiría en toda la posada; mejor la degollaría. Guardaba un puñal en la mesilla que quedaba a su espalda. Decidió ganar tiempo y empezó a moverse lentamente.
—Supongo que has venido a algo más que a hablar, ¿me equivoco?
—He venido a desenmascararle.
Don Matías se desplazaba de forma casi imperceptible. Tenía que ser paciente para no alarmarla. Un par de pasos y el puñal estaría al alcance de su mano.
—¿Por qué no has ido a denunciarme? ¿Acaso buscas sacar algún provecho?
—¿Cree que me tapará la boca con unas monedas? Quería tener unas palabras.
—¿A qué te refieres con unas palabras? —Se desplazó otro poco hacia la mesa.
—¿Por qué mató a doña Cecilia Coello de Portugal?
Martina observó cómo el rostro de don Matías se contrajo.
—¡Qué clase de tontería es ésa!
—Sabe que lo que acabo de decir es verdad. Basta mirarlo a la cara.
—¡Estás loca! ¡Eso es un disparate!
—Usted sabe que no. Asesinó a esa dama como también acabó con la vida de Magdalena Camero.
La mente de don Matías era un volcán en erupción. Si sabía aquello era porque Diéguez había llegado mucho más lejos de lo que pensaba y cuanto antes acabara con aquella mujer, mucho mejor.
—Dime, ¿cuánto quieres?
—No quiero su dinero, sino saber por qué mató a esas dos mujeres.
Tenía ya la mesa al alcance de su mano. Tanteó buscando el pomo del cajón. Iba a girarse y a coger el puñal, pero la puerta se abrió y apareció Antonio Diéguez con un brazo en cabestrillo y un aparatoso vendaje en el hombro. Don Matías lo miraba como si fuera un espectro.
—Usted… usted, ¡no es posible!
—Su disparo sólo me ha herido. Sepa que cuando disparó iba a mostrarle la prueba que lo incrimina en esos asesinatos…
—¡No diga tonterías! ¡No hay pruebas que puedan esgrimirse en mi contra!
—Entonces, ¿por qué disparó en la sacristía?
Diéguez entró y cerró la puerta. Don Matías, acorralado, se maldecía interiormente. Debió asegurarse de que dejaba dos cadáveres. Tenía que serenarse y reconducir la situación. Ante su silencio, Diéguez se respondió a sí mismo.
—Disparó porque matándome creyó borrar la última pista que podía desenmascararlo como lo que realmente es. Un asesino a sueldo.
—Cuénteme cómo ha llegado a esa conclusión, pero ahórrese suposiciones. Limítese a los hechos.
Don Matías sabía que cuando se cuenta una historia hay momentos en que sólo se piensa en el relato y se olvida lo demás. Trataría de sorprenderlo por segunda vez.
—Es una larga historia.
—No se preocupe, disponemos de tiempo.
—Muy bien. Digamos que me sorprendía su empeño en adjudicar todas las víctimas al verdugo de la Inquisición cuando los indicios en alguno de los crímenes apuntaban en otra dirección. Resultaba tan evidente que me parecía extraño en un hombre de su experiencia. También llamó mi atención el hecho de que los rumores acerca de las relaciones adúlteras de doña Cecilia Coello de Portugal coincidieran con su llegada a Granada y, desde luego, que regresara a Madrid tan repentinamente como lo hizo, abandonando la investigación. Todo aquello sólo me provocaba cierto desconcierto, el mismo que mis primeras sospechas.
—¿Cuándo empezó a sospechar?
—Después de que Zacarías Lupiáñez me hiciera aquella extraña confesión, algunas de las cosas que usted afirmaba no se sostenían. Pero cuando tomaron cuerpo fue cuando apareció por Granada, justo después de la carta que le escribí contándole que tenía en mi poder un cuaderno que perteneció a don Fulgencio Camero y que había recibido información del asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal. Una carta que usted recibió aunque afirmara que no llegó a su poder.
—¿Cómo lo ha sabido?
—¿Recuerda que explicó parte de su retraso en llegar a Granada por causa de los incidentes del viaje? —Don Matías asintió—. Me informé en la compañía de diligencias y supe que ese viaje llegó con normalidad, en la fecha prevista. Cuando usted salió de Madrid ya había recibido mi carta y estaba sobre aviso de que me aproximaba a una zona que para usted resultaba peligrosa. Por eso vino a Granada, respondiendo al señuelo que le ponía en la carta. No me equivoqué.
—¿Por qué habría de aparecer por Granada?
—Le proporcionaba datos, sin decirle que era el sacristán quien me había contado la historia del asesinato de doña Cecilia. Pero usted sabía que sólo Lupiáñez podía habérmela contado. Necesitaba comprobar hasta dónde se había ido de la lengua y también conocer el contenido del cuaderno de don Fulgencio Camero y actuar en consecuencia.
—Con todo esto que me cuenta, ¿por qué no me denunció?
—Porque lo que tenía eran sospechas. Carecía de pruebas para incriminarlo.
—Es decir, todo son suposiciones, como en la sacristía. No puede probar que haya matado a Lupiáñez y lo que hay en ese cuaderno no me involucra en los asesinatos.
—Se equivoca. En el cuaderno no aparecía el nombre de doña Cecilia Coello de Portugal, lo que alejaba su asesinato del de las otras víctimas…
—¡Vamos, Diéguez! ¿Qué demuestra esa ausencia?
A estas alturas las réplicas de don Matías sólo buscaban rechazar las afirmaciones de Diéguez y demostrarle que él era superior. Su culpabilidad era indudable después de lo ocurrido en la sacristía, pero no tenía con qué demostrarlo.
—Ese cuaderno era la prueba evidente de que el asesinato de doña Cecilia no tenía relación con los otros. Usted, con toda su experiencia y conocimientos, sostenía lo contrario. Era la primera prueba fehaciente de que usted, por alguna razón que entonces yo ignoraba, deseaba enmascarar ese crimen, lo mismo que el sacristán con sus embustes. Me pregunté por qué ambos querían enredarlo. Establecí la primera relación entre ustedes y por eso en mi carta insinuaba más que afirmaba. Si usted venía a Granada, esa relación quedaría confirmada, y acerté. Para explicar su presencia se inventó una misión no oficial, al tiempo que negaba haber recibido mi carta y trataba de confundirme de nuevo con la falsa carta del coronel Sandoval, aunque entonces no sabía que era falsa.
—Suposiciones, Diéguez, suposiciones.
Diéguez ignoró el comentario y prosiguió:
—En el cuaderno aparecía el nombre de Magdalena Camero que, a diferencia de las otras víctimas, no tenía consignada la fecha de su asesinato, ¿lo recuerda?
—Por supuesto.
—Esa circunstancia ponía en evidencia que su tío conocía las relaciones de su sobrina con el criado de doña Mariana de Pineda y le parecían tan detestables que decidió eliminarla. Pero don Fulgencio no mataría a su propia sobrina. Hizo ese encargo a un asesino, y quien acabó con ella lo hizo de la misma forma que había dado muerte a doña Cecilia Coello de Portugal.
—Otra suposición.
—No es suposición. ¿Se ha olvidado ya de lo que me dijo la noche que apareció el cadáver de Magdalena? Entonces se sentía tan seguro, tan por encima de todo lo que le rodeaba, que hasta se permitió dar detalles como que quien la había degollado era zurdo. A mí el corte me recordó al que seccionaba el cuello de doña Cecilia. Despreció mi capacidad de observación o quizá… quizá pensó que si establecía alguna relación me llevaría a pensar que el verdugo de la Inquisición, que parecía ser el asesino de Magdalena, también sería el de doña Cecilia. Lo mismo que hizo Zacarías Lupiáñez al relacionar la muerte de doña Cecilia con un adulterio para que su esposo lavase su honor. Pero, tal vez a causa del vino, cometió un error.
—¿Cuál?
—Cuando me contó su versión del asesinato me extrañó que lo hiciera sin habérselo pedido. Tenía que haber una razón para que lo hiciera; hoy sé que lo hizo para protegerse del asesinato de su madre. Porque fue el sacristán quien dio muerte a Tomasa Pereira.
—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que Lupiáñez asesinó a su madre?
—Al comprobar que las corozas habían salido de la misma mano.
—¡Eso no prueba que fuera el asesino!
—La mano que decoró esas corozas era la del sacristán.
—Tendrá una prueba irrefutable… —Don Matías parecía haberse olvidado del puñal.
—La tengo. Pero antes, déjeme que le diga que cuando fui a la posada de las Imágenes para mostrarle las dos corozas, usted señaló que debíamos interrogar a Lupiáñez, pero cuando al otro día le dije que el sacristán era aficionado a la pintura, barruntó el peligro, supo que me acercaba peligrosamente a su papel en los asesinatos. Fue entonces cuando decidió eliminarlo. Por eso trató de convencerme de que en lugar de interrogarlo era mejor vigilarlo. Decía que habíamos de actuar hábilmente, cuando en realidad lo que trataba era de ganar tiempo, pero yo pisaba entonces firme, ya sabía que el autor de las corozas era Lupiáñez.
—No me ha dado la prueba.
—Estaba en una carpeta con dibujos que don Fulgencio Camero guardaba en su despacho y yo había visto unas semanas antes en su casa. El mismo día que Burel me mostró el cuaderno estuvimos en ella. Cuando encontré la coroza de doña Cecilia, perdida en un cuartucho de la Chancillería, ratifiqué mis sospechas: una misma mano las había decorado. Cuando salí de la fonda, después de enseñárselas, fui a la cárcel y conseguí que se me permitiera ver al criado de doña Mariana de Pineda y me autorizó a entrar en su casa, la que había sido de don Fulgencio Camero. Allí comprobé que los dibujos habían salido de la misma mano que la decoración de las corozas. Había un cuadrito que representaba a dos penitenciados con sus corozas, estaba firmado por Lupiáñez y no había duda de que las corozas de las asesinadas habían salido de la misma mano. Esas carpetas con los dibujos han sido fundamentales para desentrañar otros aspectos de este enredo.
—¿A qué aspectos se refiere?
—Me permitieron establecer la relación entre el sacristán y don Fulgencio. Ambos eran aficionados a la pintura y partidarios del restablecimiento del tribunal del Santo Oficio. Zacarías Lupiáñez fue el colaborador que don Fulgencio Camero necesitaba para acabar con sus víctimas y llevarlas luego a los lugares donde quedaban expuestas al público. Ellos eran quienes estaban detrás del verdugo de la Inquisición. Pero el asesino de doña Cecilia Coello de Portugal y de Magdalena Camero fue usted.
—¡Demuéstrelo con pruebas! ¡Es usted un iluso! Las corozas relacionan las muertes de doña Cecilia Coello de Portugal y la de esa Tomasa Pereira o como se llame, pero no sirven para establecer una conexión entre Lupiáñez y yo. Además, ¿cómo explica la relación entre Lupiáñez y don Fulgencio Camero más allá de que ambos se sintieran atraídos por la pintura o quisieran ver de nuevo en acción al tribunal del Santo Oficio? Ese sacristán era un asiduo a los burdeles, un putero. ¡Lo sabía toda Granada! Las víctimas del verdugo de la Inquisición eran precisamente prostitutas, proxenetas…, gentes para quienes fornicar no era pecado. ¡Sólo tiene humo!
Martina, confundida, miraba a Diéguez, que permanecía imperturbable.
—Usted ignora algo fundamental en el funcionamiento del Santo Oficio. La Inquisición no actuaba contra quienes se rendían ante la tentación de la carne, sino contra quienes hacían burla de ese pecado, contra quienes negaban que fornicar lo fuera. Supongo que fue el caso de quienes fueron asesinados. Eso excluía al sacristán de Santa Escolástica, que, simplemente, se mostraba débil ante la carne: pecaba, se arrepentía y volvía a pecar. Su madre, por el contrario, remendaba virgos o actuaba como alcahueta, haciendo burla de lo mandado por la ley de Dios, como es el caso de prostitutas y rufianes que habían convertido el pecado en un oficio.
—No sabía que fuera tan ilustrado —ironizó don Matías.
—No lo soy. Me puso sobre la pista Antonio José Burel. Mi única duda a ese respecto es la muerte de Magdalena Camero; no ejercía la prostitución, ni vivía amancebada, aunque para cargarle su muerte al verdugo de la Inquisición, astutamente, le puso usted en su mano aquel papel, tildándola de puta y amancebada. Magdalena Camero sólo mantenía una relación sentimental. Tal vez, en la decisión de su tío, furibundo realista, influyeron más sus relaciones con un hombre que para él encarnaba los males que había que combatir con todo lo que se tuviera a mano.
—Ese Burel es un simple criado.
—Antes de serlo, estuvo con Riego en las Cabezas de San Juan cuando en 1820 proclamaron la Constitución. Es un oficial, un militar liberal. Persona instruida.
—Brillante, Diéguez, brillante. —Don Matías aplaudió—. En cualquier caso, no tiene pruebas para sostener que acabé con la vida de esas dos mujeres.
—Está en un error. Tengo una prueba determinante. Está en el cuaderno de don Fulgencio Camero.
—Usted me enseñó ese cuaderno, sólo contiene las fechas y los nombres de las víctimas del verdugo de la Inquisición.
—Había escrito algo más que usted y yo no vimos cuando se lo mostré.
Don Matías notó un temblorcillo que disimuló soltando una carcajada.
—¡Eso es una sandez!
—Está escrito con tinta invisible. ¿Quiere saber lo que pone?
Don Matías, disimuladamente, tanteaba ya el tirador del cajón.
Diéguez sacó el cuaderno y comenzó a leer:
—«Zacarías me ha prestado un gran servicio: ponerme en contacto con quien acabó con la vida de doña Cecilia Coello de Portugal. Se llama don Matías Marculeta, quien paradójicamente está en Granada con el encargo de investigar nuestras santas ejecuciones. Le he dicho que la muerte de Magdalena es un asunto de familia que, para evitar sospechas, debería aparecer como una acción de quien el vulgo denomina el verdugo de la Inquisición. Ignoro si el tal don Matías alberga alguna sospecha acerca de que Zacarías y yo estamos detrás de las ejecuciones. He ajustado la muerte de Magdalena por la suma de seis mil reales, los cuales ha exigido antes de llevar a cabo su trabajo. Es mucho dinero, buena parte de mis ahorros, pero los doy por bien empleados. Será quien resuelva el grave dilema que me ha atosigado desde que averigüé que esa desvergonzada se revolcaba en el fango con un cerdo».
Don Matías aprovechó que Diéguez leía y Martina estaba absorta mirándolo, para abrir el cajón y hacerse con el puñal. Aguardaría a que pasase el temblorcillo para lanzárselo a Diéguez. Trató de ganar el tiempo necesario para serenarse.
—Lo que acaba de leer ha podido escribirlo cualquiera. ¿Quién garantiza que no ha sido usted mismo? —Agarraba con fuerza el mango del puñal y calculaba la distancia consciente de que sólo tenía una oportunidad.
—Es la de don Fulgencio Camero, lo certificará cualquier calígrafo; en la Real Chancillería pueden encontrarse numerosos escritos salidos de su pluma.
Don Matías no lograba controlar el temblor de su mano.
—Tengo una curiosidad. ¿Cómo logró leer el texto invisible?
—Gracias a su tía. —Miró a Martina—. Ella me dijo lo que había de hacerse para leerlo, y ahora, curiosidad por curiosidad. ¿Por qué no me cuenta todo lo relacionado con el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal?
A don Matías le vino bien la curiosidad de Diéguez. Ganaría el tiempo necesario para tranquilizarse. Una vez eliminado Diéguez, la moza sería poca cosa, aunque parecía decidida.
—Fue don Ambrosio Coello de Portugal quien me encargó eliminar a su hermana.
—¿El propio hermano de doña Cecilia?
—Sí, su propio hermano. Era una cuestión de dinero, la fuerza principal que mueve al mundo. Entre don Pablo de Armenta y su cuñado había diferencias muy serias a causa de la dote de doña Cecilia, que don Ambrosio no había hecho efectiva. Se trataba de una cantidad elevada, en consonancia con la categoría social de doña Cecilia. El amor de don Pablo por su esposa hizo que se mostrara paciente, esperando que don Ambrosio cumpliera con su obligación como único hermano de doña Cecilia, al haber fallecido su padre. Fue imposible y la propia dama, herida en su honor, amenazó a su hermano con reclamar ante la justicia la cantidad estipulada. Tampoco hizo caso y ella presentó una denuncia…
—¿Denunció doña Cecilia a su hermano?
—En la sala de Hijosdalgo de la Chancillería.
Diéguez recordó que le dijo que allí había buscado los papeles donde se decía que los Armenta eran descendientes de conversos.
—Eso explica…
—Déjeme terminar, casi he acabado. Al ser denunciado, se vio obligado a venir desde La Habana, donde tenía fijada su residencia, pero sin intención de pagar. Si acababa con doña Cecilia sin que tuviera descendencia, eludía el pago de la dote. Me buscó para realizar ese trabajo.
—Eso lo aclara todo y ratifica que usted es un asesino a sueldo.
—Si eso lo satisface, puede llamarlo de ese modo.
—¿Por qué la expuso con una coroza en el atrio de Santa Escolástica?
—Que fuera Santa Escolástica se debió a una casualidad. Influyó que Lupiáñez era sacristán de esa parroquia. Fue él quien, al hablarme de los crímenes del verdugo de la Inquisición, me dio la idea de exponerla como si fuera una penitenciada del Santo Oficio.
—¿Por qué la degolló? Al parecer, doña Cecilia temía que la envenenaran.
—Don Ambrosio lo intentó por ese procedimiento, pero fracasó. Fue entonces cuando requirió mis servicios. Añadiré que la colaboración de Lupiáñez fue importante.
—¿Por qué lo dice?
—Me informó de las costumbres de doña Cecilia como feligresa de Santa Escolástica. Así supe que asistía a misa primera, a la que acude poca gente. Un día al terminar la ceremonia, Lupiáñez le indicó que don Bernardo, su confesor, quería verla aquella tarde en la sacristía. A la hora que la citaba no había nadie en la iglesia. La degollé en la sacristía. Lo limpiamos todo y ocultamos el cadáver en una especie de trastero. Allí permaneció hasta que al día siguiente, antes del amanecer, Lupiáñez y yo la llevamos al atrio con su coroza puesta.
—¿Cómo conoció al sacristán?
—La primera vez lo vi en Santa Escolástica, ejerciendo las funciones propias de su cargo. Don Ambrosio me había dicho que ésa era la parroquia en la que su hermana cumplía con sus obligaciones religiosas. Para evitar que alguien me viera siguiendo a doña Cecilia para conocer sus rutinas, decidí sacarle información. Muy pronto comprobé que le gustaba el vino y me hice el encontradizo en un mesoncillo que, en realidad, esconde un burdel que hay en la calle Mano de Hierro, frente al hospital de San Juan de Dios, y que frecuentaba por el vino y las putas. Compartí con él unas jarras de vino y, sin preguntarle, desató su lengua. Me habló de sus dotes para pintar, de su cargo de sacristán y terminó, con más vino de la cuenta en el cuerpo, contándome los crímenes del verdugo de la Inquisición, aunque entonces no me reveló que él estaba involucrado. Hablaba como si fuera algo ajeno a su persona, aunque conocía detalles que me llamaron la atención. He de decir que, en un principio, la historia de los crímenes no me interesaba demasiado, hasta que me explicó que los cadáveres aparecían con algún distintivo propio de los penitenciados del Santo Oficio. Don Ambrosio, lógicamente, había insistido en que acabara con su hermana de forma que resultara imposible llegar hasta él. Temía que, estando de por medio el asunto de la dote, pudiera encontrarse en el punto de mira de una investigación. Fue entonces cuando se me ocurrió que doña Cecilia podía ser… podía ser otra víctima del verdugo de la Inquisición.
—Por eso usted siempre defendió esa autoría, ¡aunque las evidencias apuntaban en una dirección muy diferente!
—Qué quiere que le diga. Tenía que sostener el plan que tracé y que acabó con el sacristán colaborando y doña Cecilia en la puerta de Santa Escolástica.
—¿Cómo consiguió su colaboración?
Don Matías se encogió de hombros. El temblor había desaparecido y su pulso se había sosegado. A la distancia que tenía a Diéguez podía eliminarlo sin problemas. Pero decidió terminar de contarle su historia.
—Usted conocía a ese barbián. Le gustaban las putas y el vino. No sabría decir si sentía preferencia por las primeras o por el segundo. En todo caso me resultó fácil tender las redes, después de confiarle que tenía que hacer un trabajillo sin darle muchas explicaciones. Lo arrinconé señalando que conocía detalles que sólo alguien involucrado en los asesinatos podía poseer y acabó cantando. Me dijo que era colaborador del verdugo de la Inquisición, refiriéndose con ese nombre a don Fulgencio Camero, y me propuso lo de la coroza, apenas se lo insinué. Los servicios de una furcia y unas jarras de vino fueron el precio que me puso. A los dos días la tenía confeccionada y me la entregó. Fue entonces cuando se me ofreció para llevar a doña Cecilia a la sacristía y exponer el cadáver, me pidió a cambio cuatro veces más que por confeccionar la coroza. Acepté, le pagué los cuatro fornicios y varias borracheras. Todo salió a pedir de boca, pero no había contado con que Lupiáñez, aunque era un malandrín, no era tonto. Se había protegido. Debió de suponer que lo eliminaría en cuanto acabáramos el trabajo y escribió una carta donde explicaba el asesinato de doña Cecilia. Me entregó una copia antes de trasladar el cadáver al atrio de Santa Escolástica. En ella había detalles que dejaban patente mi participación. Me dijo que la otra copia estaba a buen recaudo y que saldría a la luz si le ocurría algo. Me aseguró que guardaría silencio y cuando volví a Granada para comprobar realmente hasta dónde había llegado usted en sus pesquisas y… digamos, atender los deseos de don Tadeo Calomarde, comprobé que ese sacristán se mantenía firme en el cumplimiento de su palabra, aunque sospechaba que algo no iba bien. Esas sospechas se confirmaron el Miércoles Santo cuando salimos de Santa Escolástica y me dijo que él había sido la fuente que acusaba a don Pablo de Armenta del asesinato de doña Cecilia. Entonces me alarmé.
—¿Por eso cayó enfermo?
—¡No diga tonterías! Fue culpa del fresco que hacía aquella noche. Me acatarré y, por otra parte, necesitaba tranquilidad para poder pensar…
—Pensar… ¿para qué?
—Si había puesto tanto interés en que fuéramos a verlo, era porque sospechaba algo. Necesitaba calibrar sus sospechas y hasta dónde sabía realmente.
—Ha dado en el blanco, fuimos al Oficio de Tinieblas para ver cómo reaccionaban, tanto él como usted. Zacarías se descompuso y usted aguantó bien el trance, pero las sospechas sobre usted se amontonaban.
Don Matías estaba calculando la distancia para no marrar con el puñal.
—¿Cuándo decidió matar a Lupiáñez?
Don Matías se quedó mirándolo.
—¿Cómo está tan seguro de que yo lo he matado?
—Porque la carta con que lo amenazaba ha llegado a mi poder.
—¡No me lo creo!
—La tengo en mi bolsillo, iba a enseñársela cuando me disparó en la sacristía. —Diéguez la sacó de su bolsillo y Martina recordó que su tía se la había entregado—. Ahora, responda a mi pregunta.
—Siempre pensé que podía tener un desliz. El vino suelta la lengua con demasiada facilidad y su afición a rendir culto a Baco era superior a sus fuerzas. La decisión la tomé la misma noche del Miércoles Santo.
Se hizo un breve silencio, desde el patio de la fonda llegaba la algarabía propia del lugar: gritos, rebuznos, imprecaciones…
—He venido a detenerlo por sus crímenes. Pedrosa me asignó de nuevo al caso, ¿lo ha olvidado?
La respuesta de don Matías fue lanzarle el puñal, pero en esta ocasión estaba prevenido y pudo esquivarlo. Se clavó en la madera de la puerta. Entonces echó mano a su pistola, pero la bala impactó en el techo. Cuando disparó, ya caía hacia atrás alcanzado por el tiro de Diéguez. Martina miraba horrorizada y enmudecida. Con la pistola humeante en la mano se agachó y sujetó la cabeza de don Matías en quien aún alentaba un hálito de vida. Miró a Diéguez con los ojos vidriosos.
—Se estará preguntando quién es en realidad Matías Marculeta. ¿El policía… el policía que usted conoció en el… despacho de Pedrosa? ¿El asesino que… contrató don Ambrosio Coello de Portugal para acabar con la vida de su hermana y el que… acabó por encargo de su tío con… con la vida de su sobrina? ¿El enviado de Calomarde para… para esclarecer los crímenes cometidos en Granada?
—Sólo veo a un hombre en un trance muy difícil.
—¿No siente… no siente curiosidad? —La voz de don Matías sonaba cada vez más débil y resultaba más difícil entenderle.
—Me gustaría saberlo, desde luego. Pero no debe esforzarse. —Diéguez sabía que, con esfuerzo o sin él, a don Matías el tiempo se le acababa.
El posadero y un mozo de cuadra entraron en aquel momento y quedaron mudos ante el cuadro que se ofrecía a sus ojos. Se acercaron para ver a un agonizante don Matías que hacía acopio de fuerzas para poder hablar.
—No… no me iré sin decirle que en Matías… Marculeta hay una parte… una parte de cada uno… de esos individuos. He sido un policía… digamos… digamos que competente, aunque no muy fiable. Con… con usted no he jugado limpio…, hasta traté de eliminarlo con las lentejas.
—Casi lo consigue.
—Venía a Granada a… a indagar… —se detuvo otra vez un momento, cada vez le costaba más trabajo respirar y era mayor el esfuerzo para poder hablar— un crimen que yo mismo había cometido y… y en esas… cerré… cerré otro negocio para eliminar a Magdalena…
—No se esfuerce.
—No me interrumpa… por… por favor. —Paró un momento para tomar aire—. Me queda muy poco tiempo y quiero decirle… decirle que la carta de Calomarde era… era de verdad… Fui yo quien movió las cosas de manera que el propio Calomarde me enviara de nuevo a Granada, pero mi objetivo era aclarar cómo estaban las cosas y, si era necesario, acabar con… con Lupiáñez. Mi principal problema… problema… ha sido que… que usted es… es un buen policía.
Aquéllas fueron sus últimas palabras. Don Matías Marculeta hundió la cabeza en el pecho y dejó de respirar. Sus ojos quedaron muy abiertos, como si al final algo le hubiera sorprendido. Diéguez se los cerró antes de incorporarse. Las punzadas de la herida de su hombro eran menos dolorosas que las de su corazón.
—¿Qué ha querido decir con que vino a Granada a indagar un crimen que él mismo había cometido? —El posadero estaba espantado—. ¿Era el asesino y el policía?
—Exactamente era eso.
—¡Hay un puñal clavado en la puerta! —señaló el mozo de cuadra.
—Con el que ha intentado matarme.
El posadero se quedó mirando a Diéguez.
—Se han oído dos disparos.
—El que ha hecho el señor Marculeta con esa pistola —señaló el cachorrillo que había junto al cadáver— y el que he hecho yo. ¿Le importaría mandar aviso al cuartelillo para que envíen unos agentes?
—Desde luego. ¿Usted cree que tendré complicaciones?
—Espero que no, amigo.