El párroco lo miraba sorprendido y Diéguez recordaba que don Matías le dijo que se había reunido con don Bernardo, quien, según el policía, negó haber tenido una conversación con don Ambrosio Coello de Portugal. Si tenía problemas para identificarlo… le había mentido.
Una sonrisa apuntó en los labios de don Matías Marculeta.
—Supongo que usted no ha mantenido una conversación con este caballero a propósito de la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal —casi afirmó Diéguez.
—¡Qué tontería está diciendo! —La mente de don Bernardo se iluminó en aquel momento y miró a Diéguez—. ¡Es el policía que estaba con usted el Miércoles Santo!
—Exacto, don Bernardo. En realidad, él fue quien sacó de quicio a su sacristán. Don Matías Marculeta y Zacarías Lupiáñez eran viejos conocidos.
—¿Puede saberse a qué ha venido?
—Ha venido porque es un asesino. Entre otras personas, de doña Cecilia Coello de Portugal —respondió Diéguez sosteniendo la mirada de don Matías.
El párroco, desconcertado, miraba alternativamente a uno y a otro.
—Una afirmación muy grave —respondió don Matías, imperturbable—. Eso hay que demostrarlo con pruebas.
—Las pruebas no dejan la más mínima duda.
Don Matías se desplazó hacia un lado para controlar con la vista al párroco y a Diéguez. Apoyó la espalda contra la pared y se cruzó de brazos en actitud desafiante.
—¡Vengan esas pruebas!
—Voy a darle satisfacción. —Diéguez le mostró la carta que había leído el párroco y sostenía en su mano—. Esta carta es del supuesto amante de doña Cecilia, el coronel don Baltasar de Mendoza y Sandoval. En ella pone como aval su honor para afirmar que doña Cecilia jamás cometió adulterio. Esta carta —la agitó en su mano— prueba que la que me mostró el día que llegó a Granada era falsa. En ella don Baltasar aseguraba que doña Cecilia era una adúltera, ¿lo recuerda? Aquel papel, que usted falsificó, era una vil calumnia.
—Podían haberme engañado al enviármela —ironizó don Matías.
—¿Quién podía tener interés en hacerlo?
—El asesino para ocultar pistas. Prueba desmontada, prosiga.
—Es usted un cínico.
—Prosiga —insistió con displicencia.
—Usted cometió otro error al decirme que había investigado en la sala de Hijosdalgo de la Chancillería el origen converso de los Armenta.
—¿Qué clase de error?
—Allí no se guarda un solo documento que señale esa condición de dicha familia.
—¡Vamos, Diéguez, usted ni siquiera sabía quiénes eran los conversos!
—Se equivoca. Se lo hice creer en el mesón de la calle San Jerónimo, cuando me invitó a las lentejas. Si en la sala de Hijosdalgo hubiera algún indicio de antepasados judíos de los Armenta, no serían veinticuatros, ni maestrantes, ni algunos de ellos llevarían el hábito de Santiago.
—Es su palabra contra la mía. ¿Cómo demostrará que yo dije eso? Otra suposición.
—¿También es esto una suposición?
Diéguez fue a sacar algo de su bolsillo, pero don Matías se adelantó y le disparó a bocajarro con una pistola pequeña. Diéguez se desplomó instantáneamente. El párroco se abalanzó sobre don Matías al tiempo que le gritaba:
—¡Asesino!
Tuvo tiempo de descargar el segundo disparo sobre el párroco. La sangre empapó la pechera de su sotana y don Bernardo trastabilló antes de caer a los pies de su asesino. Marculeta se quedó mirando los dos cuerpos que yacían inertes en el suelo, recogió la carta que Diéguez tenía en su mano y, guardando su pistola, abandonó la sacristía. Por suerte para él, la calle a la que daba la puerta exterior de la sacristía estaba desierta, sólo se cruzó con una mujer. Con paso firme se dirigió hacia la calle Pavaneras y después enfiló hacia la plaza de las Descalzas para salir a la esquina de la calle Tintes. Pensaba que se había precipitado. Llegado el caso, podría haber rebatido sin problemas las afirmaciones de Diéguez, pero la cosa ya no tenía remedio y permanecer en Granada con otros dos muertos sumados a la larga lista que ya tenía a sus espaldas no era lo más recomendable. A pesar de que el grosor de los muros de Santa Escolástica hubiera amortiguado el ruido de los disparos —su pistola era poco más que un cachorrillo— y que al salir de la sacristía la calle estuviera desierta, no transcurriría mucho tiempo antes de que encontraran los dos cuerpos que había dejado sobre el suelo de la sacristía.
Cruzó el Darro por el puente del Carbón y bajó por el Zacatín hasta Puerta Real. Antes de entrar en la fonda del Patazas observó que alguna gente se arremolinaba en la calle Recogidas, ante la puerta del beaterio de Santa María Egipcíaca. Vio un negro carruaje de ventanas cerradas y una docena de migueletes que mantenían a distancia a los curiosos. Don Matías había oído decir que a la dama a la que incautaron una bandera revolucionaria la habían sentenciado a muerte.
Doña Mariana se puso en guardia el ver entrar en su celda al Teniente de Alcalde del Crimen de la Real Chancillería, acompañado por la priora y sor Rosita.
—Nos marchamos, señora.
—¿Adónde?
No supo por qué había preguntado. Sabía de sobra adónde la conducían.
—Eso no es de su incumbencia.
La actitud del segundo de Pedrosa era digna de su superior. Ni un gramo de compasión. Por las mejillas de sor Rosita corrían dos lágrimas.
—Sólo un momento, por favor.
Doña Mariana se arrodilló ante la Dolorosa que presidía su celda y a la que durante su encierro no había dejado de rezar.
—Virgencica, a ti encomiendo a mis hijos que quedan en completa soledad.
Sor Rosita cayó de hinojos y trató de rezar con ella, pero se lo impidió el llanto.
Doña Mariana se irguió, alzó a la hermana Rosa y, abrazándose a ella, le susurró unas palabras que sólo sirvieron para aumentar el llanto de la monja.
—¿Podría despedirme de mi madre? Lleva semanas aquí encerrada y no se me ha permitido verla.
—Usted está incomunicada —le respondió el funcionario secamente.
—En ese caso, cuando usted quiera.
Antes de salir paseó la mirada por la celda y dijo a la priora:
—Si a mi madre no le quitan la vida, no le digan que no existo.
La monja se puso pálida y no pudo articular palabra, pero asintió con la cabeza.
A la salida del beaterio hubo gritos contra Pedrosa y denuestos contra la tiranía. Los migueletes tuvieron que emplearse a fondo para despejar la calle. Tomaron por Puentezuelas y subieron por Tablas hacia la Trinidad y la calle de las Capuchinas. Cuando llegaban a la Cárcel Baja, el cochero, acompañado en el pescante por un miguelete, torció el gesto al ver el gentío que se concentraba a la puerta de la cárcel. Había mucha más gente que en la puerta del beaterio. El tramo de calle era tan angosto que apenas quedaba espacio para el carruaje, la escolta se apelotonaba detrás.
La gente miraba de forma hosca. Se había corrido la voz de que a doña Mariana de Pineda la trasladaban a la cárcel para ponerla en capilla. Su ejecución estaba prevista para el jueves 26. Respiró aliviado cuando llegaron al ensanche que había ante la puerta de la cárcel y vio a sus compañeros rodear el carruaje, antes de sacar a la prisionera. Los guardias de la prisión tomaron posiciones en el zaguán donde ya aguardaban varios clérigos. Mariana descendió, la gente se arremolinó y hubo gritos de protesta. Al ver a los capuchinos, su hábito le trajo viejos recuerdos. También estaban el párroco de Santa Ana, un venerable sacerdote que la había bautizado, y varios hermanos de la Caridad. Todos la acompañaron hasta la primera planta. Allí esperaba un escribano que le leyó la sentencia que Su Majestad había ratificado. Cuando terminó, ella se quedó mirándolo.
—Ese felón ignora lo que es la justicia.
—¡Señora, tenga su lengua! —exclamó el segundo de Pedrosa.
—¿Sabe que me refiero al traidor que felicitaba a Napoleón por sus victorias mientras los españoles luchaban por él con lo que tenían a mano?
—¡Señora, está usted hablando del rey!
—¡Exactamente! ¡Estoy llamando a las cosas por su nombre!
—¡Está insultando a Su Majestad!
—No es insulto decir la verdad.
Se escuchó el ruido de un cortinón al descorrerse y apareció Pedrosa. Vestía completamente de negro y sostenía un cigarro en la mano. Saboreaba una venganza largo tiempo acariciada, aunque le resultaba incompleta. Era tal el silencio cuando descendió los escalones que se escuchó el crujido del cuero de sus botines.
—¿Le sorprende verme aquí?
Mariana dudó si guardar silencio, finalmente decidió contestarle.
—¡Cómo va a sorprenderme! Este sitio tan inmundo le viene como anillo al dedo.
Pedrosa apretó los labios, dio una chupada a su cigarro y clavó su vista en ella, que le sostuvo la mirada; incluso en aquellas circunstancias era una mujer hermosa.
—Aquí no se está casualmente, señora. Usted lo está por delincuente y sólo permanecerá unas horas, la fecha de su ejecución ha sido fijada para pasado mañana. —Sus palabras sonaban rotundas, vengativas—. Mi presencia es tan circunstancial como la suya y responde a la liberalidad de nuestro monarca. En trance tan difícil le ofrece la posibilidad de salvar la vida.
En ninguna de las ocasiones anteriores hubo testigos cuando Pedrosa le proponía delatar a sus compañeros, salvo lo que hubiera escuchado sor Rosita.
—¿Cuál es el precio de eso que llama liberalidad?
—Usted lo conoce. ¿Necesito explicárselo de nuevo?
—Si para salvar mi cuello he de delatar a hombres a quienes ese fantoche no es digno ni de atarles las botas, le diré una vez más que pierde el tiempo.
Pedrosa arrojó el cigarro al suelo y lo pisoteó con furia.
—¡Conducidla a su celda y que se cumpla la sentencia! —gritó antes de perderse por los mismos escalones que había bajado hacía sólo un instante.
El carcelero, impresionado por la escena que acababa de contemplar, se mostró deferente con Mariana. Más que conducirla, la escoltó hasta su celda, sin emplear los empellones habituales. La acompañaron el párroco de Santa Ana, los dos capuchinos y los hermanos de la Caridad. Una vez en la celda, el párroco pidió a los demás que lo dejasen un momento a solas con ella. Se retiraron a una distancia prudencial y don Juan de la Hinojosa le pidió con voz suave:
—Mariana, hija, ¿por qué no accedes a lo que el rey te ofrece? Piensa que tu vida no sólo es tuya, también es de tus hijos. —Mariana contuvo las lágrimas. El recuerdo de sus hijos era lo más doloroso de aquel trance. El sacerdote insistió—: Si esperas que ocurra algo en las horas que faltan para el fatal desenlace que te aguarda, olvídalo. Las paredes de esta cárcel son inexpugnables y me temo, a tenor de las medidas que están tomando, que el recorrido hasta el cadalso estará fuertemente custodiado.
Mariana recordó la liberación del capitán Álvarez de Sotomayor. Se preguntó dónde andaría su primo en aquellos momentos.
—Jamás seré una delatora. Sería tanto como estar muerta en vida. Además, no pierdo la esperanza. Muros más altos que los de esta cárcel han sido salvados.
El sacerdote le sonrió con benevolencia, sabía a qué se estaba refiriendo.
—Sé en lo que estás pensando, hija mía. Pero hay una pequeña diferencia.
—¿Cuál?
—Entonces tú estabas fuera.