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Don Martín Almela, acompañado por don Juan Salazar y otro joven charlaban junto a una calesa parada frente al chaflán de la iglesia de San Antón. La zona estaba muy concurrida; a los corrillos de ociosos, se añadía el fárrago de los que cruzaban por Puerta Real y subían o bajaban por Recogidas. Se les podía confundir con quienes esperaban la llegada de las diligencias. Lanzaban furtivas miradas hacia la calle Recogidas, como si aguardasen algo que no acababa de ocurrir. Repentinamente, una berlina negra apareció por la esquina de Puentezuelas y de ella descendió don Ramón Pedrosa.

—¿Qué ha podido ocurrir? —preguntó uno de los jóvenes.

No obtuvo respuesta. Pedrosa cruzó la calle y llamó a la puerta de Santa María Egipcíaca, acompañado por dos agentes. Después lo vieron perderse por el portón del beaterio.

—¿Qué piensa, don Martín?

—Que con tanto marear la perdiz, ¡hemos conseguido que se nos adelante!

—¿Cree que nos habrán traicionado?

—En lugar de hacer cábalas, que uno de vosotros avise a don José María de la Escalera. Tiene que saber lo que ocurre, aunque quizá esté al tanto.

—Estaré de vuelta lo antes posible —respondió el joven que se marchó a toda prisa.

La espera se les hizo interminable. Estaban pendientes del portón que permanecía cerrado, cuando apareció el abogado, acompañado por el joven que había ido a buscarlo.

—¡Gracias a Dios que ya está aquí! —exclamó don Martín—. ¿Cómo ha tardado tanto?

—He tenido que vestirme convenientemente. Nunca se sabe. ¿Qué ha pasado? —De la Escalera tenía la respiración agitada.

—Pedrosa está dentro.

—Eso ya lo sé. ¿Alguna novedad?

—Ninguna, el coche sigue ahí, estacionado.

—¿Cuánto lleva dentro?

—Cerca de una hora.

—¡Está tratando de convencerla de que tiene una última posibilidad de salvarse!

En aquel momento se acercaron otros dos hombres, uno de ellos era don José de la Peña y Aguayo. Venían sudando.

—¡Menos mal que lo encuentro! —exclamó Peña y Aguayo—. Uno de sus pasantes nos ha dicho que acababa de salir. Ha llegado la confirmación de la sentencia. ¿No se lo han comunicado?

—No sé nada, pero ésa debe de ser la razón por la que Pedrosa está en el beaterio.

—¿Pedrosa está dentro?

—Desde hace una hora —respondió uno de los jóvenes.

—¡No puedo creer que haya venido a comunicárselo en persona! —exclamó Peña y Aguayo.

—Pretende intimidarla. Confirmada la sentencia, la tiene en sus manos.

—¡Miserable, presionarla en estas circunstancias! —Don Martín no se contuvo.

—¿Cómo se ha enterado de la confirmación? —preguntó De la Escalera.

—Me lo ha dicho el capitán general.

—¿Cómo lo ha sabido el conde de los Andes?

—Pedrosa pretendía que algunas tropas escoltaran a doña Mariana en su traslado a la cárcel. Se ha negado, diciéndole que no es su cometido.

—¡Eso significa que van a llevarla a la cárcel inmediatamente!

—Pedrosa no quiere sorpresas. Los rumores sobre la condena lo tienen preocupado.

Pedrosa le había mostrado la confirmación por parte de Su Majestad de la condena y le insistía una y otra vez en que podía librarse del verdugo simplemente declarando quiénes eran sus cómplices.

—¡Se empecina usted en mantener ese silencio absurdo! —gritó Pedrosa perdiendo los nervios por segunda vez.

Mariana lo miró altiva, disimulando su miedo.

—Pierde el tiempo. ¡Jamás logrará convertirme en una delatora!

—Piense que podría cambiar su destino, que no es otro que sufrir el suplicio del garrote —Pedrosa agitó la real orden— a que está irremisiblemente condenada.

—¡Jamás!

Mariana nunca sería una delatora, a pesar de que estaba asustada y pensaba en el desamparo en que quedaban sus hijos si era ejecutada. Se agarraba a la esperanza de no ser abandonada y aguardaba desde hacía dos meses a que aparecieran sus salvadores. Sus compañeros tendrían ya preparada la forma de liberarla de las garras de aquel monstruo. A pesar de que su ánimo se había desmoronado al conocer que la sentencia la condenaba a la pena capital, en ningún momento había perdido la esperanza. No confiaba en un indulto del rey, sabía que nada podía esperar de aquel sanguinario felón, pero sus amigos estarían moviéndose.

Pedrosa puso fin a su visita con una sensación de fracaso. Habían sido inútiles sus halagos, amenazas e incluso injurias. Recogió sus guantes, que junto a su sombrero y su bastón estaban sobre una silla. Se los puso con calculada lentitud, luego se caló el sombrero y compuso el paletó negro que vestía, cogió el bastón por la caña y, señalándola con la empuñadura, la increpó:

—¡Ha desperdiciado su última oportunidad! —Y se volvió hacia la puerta—: ¡Hermana!

Sor Rosita, que permanecía junto a la sala de visitas, como testigo mudo del drama que allí se desarrollaba, apareció al punto.

—¿Ha llamado, señor? —preguntó temerosa.

A Pedrosa le quedaba un golpe de efecto que quizá doblegara la voluntad de la sentenciada. Aún no se daba por vencido.

—¡Que lo dispongan todo para el traslado de la prisionera! ¡Mañana! ¡Por la mañana!

—¿Tiene… tiene que preparar su equipaje?

Pedrosa soltó una carcajada.

—¿Equipaje, dice? ¡A donde va le aseguro que no lo necesita! ¡Dígale a la priora que lo disponga todo!

—¿Adónde la llevan? —La pregunta había brotado de forma espontánea.

Pedrosa no reprimió una mueca de satisfacción. Sin proponérselo, la monja le sirvió en bandeja una nueva posibilidad para tratar de minar la resistencia de Mariana, convertida para él en una cuestión de honrilla personal.

—¡A la Cárcel Baja! —Miró a Mariana para comprobar el efecto que causaban sus palabras.

—¡¿A la Cárcel Baja?! —Sor Rosa se llevó a la boca una de sus manos.

—Así es. ¿Ignora que a los que van a ser entregados al verdugo se les custodia en la cárcel hasta cumplir sentencia?

—Pero… pero doña Mariana…

—Por si no ha tenido el oído atento a nuestra conversación, cosa que dudo, pues no se ha separado del otro lado de la puerta, le diré que doña Mariana de Pineda será entregada al verdugo en cuarenta y ocho horas.

Pedrosa empuñó el bastón y dirigió una torva mirada a Mariana, que hizo acopio de fuerzas para mantenerse erguida y controlar el temblor que empezaba a sacudirla; lo que no pudo evitar fue la palidez que se había apoderado de su rostro.