59

Diéguez se recuperaba en la buhardilla. Necesitaba más detalles sobre la muerte del sacristán y la tía Casilda le había dado alguna información adicional. Lo encontraron muerto en el patio de la casa de su madre y creían que se había caído por una ventana, al encontrar junto al cadáver una frasca de vino hecha añicos.

Su mayor deseo era tener una conversación con don Bernardo de Oteiza, a ser posible tranquila, y no iba a resultarle fácil; otra, que presumía tensa, con don Matías Marculeta. Sus intentos de salir a la calle encontraron una cerrada resistencia. Martina y su tía no cedieron un ápice. Para nada sirvieron sus protestas, pese a que su mejoría era notable. Se había producido un cambio en su relación con Martina, había dejado de ver en ella a la joven zalamera con la que gozaba en la cama. Sus cuidados y las noches en vela —su tía se había encargado de contárselo todo con mucho detalle— le hicieron ver que la moza era mucho más que unos muslos prietos o unos espléndidos pechos. Sus pensamientos volaban una y otra vez hacia ella; su deseo cuando no estaba junto a él era verla entrar por la puerta.

En esa nueva situación, Martina y él, con la aquiescencia de la tía, cerraron un acuerdo. Al día siguiente podría salir a la calle.

—¡Un paseo, nada de andar buscando pistas por esas calles! —exigió Martina.

—Iré a Santa Escolástica a hablar con el párroco —suplicó Diéguez cogiéndole las manos, antes de añadir—: y pasaré por la posada del Patazas a saludar a don Matías.

—¡Ni hablar! —Tiró de las manos como si estuviera ofendida.

—Sólo se trata de un par de visitas —insistió Diéguez, condescendiente.

—Acuérdate lo que te pasó cuando leíste ese cuaderno.

—¿Qué tiene que ver eso con tener dos conversaciones?

Martina volvió a cogerle las manos.

—A mí no me la das con queso. Cuando delirabas salían los nombres de ese párroco y de don Matías. Esas conversaciones tienen que ver con el cuaderno, no serán unas charlas tranquilas y tú… tú no estás repuesto del todo.

Sus últimas palabras sonaron distintas en los oídos de Diéguez. La miró y ella percibió que algo iba a pasar… Pero su tía irrumpió en la buhardilla con una bandeja de comida. Diéguez disimuló su contrariedad.

—¡Verlo para creerlo!

—¿Qué hay que ver? —murmuró Martina, que de buena gana la habría echado con cajas destempladas.

—¡Cómo se ha recuperado! ¡Hace dos días era un cadáver y mira cómo está!

Dejó la bandeja sobre la mesa y se puso en jarras.

—Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Ni que estuviéramos en un funeral! ¡Vamos a cenar! ¿Sabéis cuál es la comidilla que hay por toda Granada?

Martina, desganada, se encogió de hombros. Fue Diéguez quien preguntó:

—¿Qué se dice?

—Que han sentenciado a muerte a una señora que vive en la calle del Águila, se llama doña Mariana de Pineda.

—¡Por bordar una bandera! —exclamó él, incrédulo.

—Se lo han tenido muy calladito. Están a la espera de lo que diga el rey.

—¡Es increíble!

—¿Habías hablado con esa señora? —le preguntó Martina.

—Sí, descubrió el cadáver que apareció en la iglesia de los carmelitas.

—Por aquí ha venido alguna vez —comentó la tía.

—¿Tú la conoces? —inquirió extrañada la sobrina.

—Ha buscado algún remedio. —No aclaró más, pero añadió—: ¡Es muy linda!

Diéguez no pudo evitar acordarse de Burel.

—¿Ha habido más condenados? —preguntó.

—Dicen que a su criado lo mandan a presidio y a la madre, una temporada larga con las arrecogías.

La mañana era soleada y la temperatura agradable, un día primaveral. Diéguez había recibido a primera hora una carta que dejaron a la tía Casilda. Extrañado, la leyó varias veces, sin alcanzar a explicarse su contenido. Luego no hubo fuerza humana que le hiciera desistir de visitar a don Bernardo de Oteiza. Martina sólo consiguió que accediera a acompañarlo hasta Santa Escolástica y, mientras él hablaba con el párroco, ella aprovecharía para hacerle unos encargos a su tía.

La gruesa puerta de la sacristía estaba abierta, pero golpeó el aldabón.

—¡Adelante! —respondió una voz áspera desde dentro.

—¿Se puede? —preguntó Diéguez avanzando por un pasillo corto y mal iluminado. Al fondo se escuchaba al sacerdote ajustar cuentas.

Don Bernardo estaba rodeado de una parva de monaguillos. A Diéguez le extrañó que estuvieran tan callados hasta que descubrió las arropías que había sobre la mesa y que concentraban el interés de los rapaces.

—¿Ocho más nueve?

El primero que alzaba la mano, respondía:

—¡Diecisiete!

Don Bernardo asentía y el chiquillo cogía una arropía del montón.

—¿Quince menos siete?

—¡Nueve!

—No —gruñía don Bernardo, que miraba otra mano alzada.

—¡Ocho, don Bernardo, ocho!

El sacerdote asentía y desaparecía otra arropía del montoncillo.

Se quedó perplejo. El bronco párroco, que lo había plantado en la puerta de la calle, era un chiquillo más. Aguardó hasta que las arropías se acabaron.

—¡Andando! ¡Sin carreras… y no quiero peloteras!

Los vio salir modositos, pero oyó cómo corrían al enfilar el pasillo. El párroco mantenía su sonrisa bonachona cuando miró a Diéguez por encima de las gafas.

—¿Usted otra vez? ¡Es incansable! Pase de una vez y no se quede ahí como un pasmarote. ¿Qué tripa se le ha roto ahora?

—Me gustaría hablar de la muerte de Zacarías Lupiáñez.

Don Bernardo lo miró de nuevo por encima de las lentes.

—Veo que es usted tozudo y ése es un punto a su favor. Aunque… aunque si está indagando sobre la muerte de Zacarías, ¿por qué ha tardado tanto en venir?

Pensó que empezaban mal, el párroco preguntaba sin invitarlo a sentarse.

—He estado enfermo.

—Lo veo más delgado que la última vez.

—¿Se acuerda cuándo fue? —aventuró Diéguez.

—Cómo se me va a olvidar. Desde el Miércoles Santo, Zacarías estuvo en un sinvivir… Todo el día nervioso, temblón. ¡Hasta se le olvidaban los toques de la misa!

—¿Tanto le afectó lo ocurrido?

—¿Lo ocurrido? ¡Lo que le desquició fue verlo a usted!

—¿Está seguro?

—¡Por supuesto! Me lo confesó el propio Zacarías.

Diéguez supo que estaba rozando con la punta de los dedos el corazón del embrollo que había comenzado casi tres años atrás. Si se precipitaba, podía echarlo todo a perder. También si al párroco le daba la ventolera… Decidió arriesgar.

—Pudo no haberle dicho la verdad.

Don Bernardo se quitó las gafas y con cuidado las dejó sobre la mesa, como si fueran un objeto valioso. A Diéguez aquellos segundos se le hicieron eternos.

—¿Por qué dice usted eso?

—Porque su sacristán era un embustero.

Aguantó sin pestañear la mirada del párroco.

—¡Explíquese!

—Me contó una sarta de mentiras sobre el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal.

Don Bernardo se puso tenso.

—¿Qué le contó?

Diéguez decidió que lo mejor era no andarse por las ramas.

—La conversación que usted sostuvo aquí con don Ambrosio Coello de Portugal.

El sacerdote se quedó inmóvil, luego se pasó la mano por la cabeza, como si se alisase su blanco pelo, y le señaló una silla.

—¿Le importaría entornar la puerta, antes de sentarse?

Diéguez sólo la entrecerró, se atascaba al rozar en el suelo. Acercó una silla a la mesa y se sentó agradecido. El paseo y el rato que llevaba de pie le estaban pasando factura. Don Bernardo sacó una petaca y un librillo de papel.

—¿Usted gasta?

—Muchas gracias, no fumo.

Lio un cigarro con habilidad, se levantó y privó a santa Escolástica de la lamparilla que ardía ante su imagen. Se sentó, encendió el cigarro y depositó la mariposa sobre la mesa dejando claro que iba a fumarse más de uno.

—¿Quiere contarme lo que le dijo Zacarías?

Diéguez desgranó la conversación mantenida en el mesón de la Herradura. Don Bernardo ni lo interrumpió ni paró de fumar.

—Ésa fue la historia que me contó. Todo encajaba, aunque recelé de que quisiera hacerme creer que era yo quien le había solicitado información sobre el asesinato de doña Cecilia.

—¿No fue así?

—Usted sabe bien de mi interés por obtener información sobre la muerte de doña Cecilia. Pero fue él quien buscó la forma de contármelo.

—¿Por qué lo ha tachado de embustero? —le preguntó a sabiendas de que su sacristán mentía sin tasa.

—Porque me mintió en lo referente a los amores adulterinos de doña Cecilia.

El cura expulsó el humo sobre la punta de su cigarro.

—¿Cómo está tan seguro de eso?

Diéguez sacó la carta de don Baltasar de Mendoza y Sandoval.

—Léala, por favor.

Don Bernardo se caló las antiparras. Su rostro no expresaba ninguna emoción. Cuando terminó, se la devolvió, dio una última calada al cigarro y aplastó la colilla en un cenicero donde podían verse algunas más.

—La única verdad de lo que Zacarías le contó es que en esta sacristía mantuve una conversación acerca de la muerte de doña Cecilia. Pero quien estuvo aquí no fue don Ambrosio Coello de Portugal, sino don Pablo de Armenta, y la conversación que mantuvimos nada tiene que ver con lo que me ha contado. —Hizo un gesto de resignación—. Su capacidad de fabular iba mucho más allá de las pequeñas mentiras que formaban parte de su vida diaria y que me obligaban a reprenderlo con frecuencia.

Diéguez recordó que don Matías le había dicho que el párroco, efectivamente, había negado tener una conversación con don Ambrosio, sin añadir nada más.

—Supongo… supongo que no desea revelarme la conversación con don Pablo de Armenta. No obstante, medítelo antes de responderme y piense que un asesino anda suelto. Tal vez, si usted…

Don Bernardo sacó tabaco de la petaca y lio otro cigarro.

—Voy a contarle una vieja historia. —Encendió el pitillo y le dio una calada—. No se equivoca al afirmar que doña Cecilia era una dama virtuosa. Puedo asegurárselo, yo era su director espiritual. Todos los rumores que han corrido acerca de su honorabilidad son calumnias, infamias que mancharon su nombre. También debe saber que don Pablo de Armenta estaba muy enamorado de su mujer y ella de él, a pesar de la diferencia de edad que había entre ambos. Ignoro por qué la asesinaron y dejaron su cadáver expuesto a la ignominia pública. —Don Bernardo dio una calada y aplastó la colilla.

—Hay una cosa que resulta extraña.

—Dígame cuál. Si puedo serle útil…

—¿Por qué don Pablo de Armenta ha levantado un muro de silencio ante las investigaciones? Se han negado a colaborar. Como… como si tuviera algo que ocultar.

El párroco resopló y sacudió la pechera de su sotana para eliminar alguna picadura de tabaco.

—No sé… no sé si hago lo correcto. —Cerró los ojos y pareció meditar un momento—. Si me voy de la lengua, que Dios me perdone. Prométame que no revelará lo que voy a decirle. Podrá utilizarlo, pero no lo revelará jamás. ¿Me lo promete?

—¿Por qué quiere que le jure?

—¡No le he dicho que jure! ¡No me gusta que se meta a Dios en las bajezas de los hombres! ¡Las cosas de Dios son de otra naturaleza! Basta con que me lo prometa.

—En ese caso, tiene mi palabra.

Don Bernardo, antes de hablar, se preparó otro cigarro. El humo había hecho que la atmósfera de la sacristía fuera casi irrespirable.

—Lo que voy a revelarle lo he mantenido en secreto por razón de conciencia, pero la aparición de la nueva víctima de quien llaman verdugo de la Inquisición me tiene sumido en la zozobra desde hace días y creo que hago mal con no contar lo que sé. Tal vez si lo hubiera hecho antes… Espero que Dios no me lo tenga en cuenta.

—Disculpe, pero antes de que me cuente eso, ¿puedo preguntarle algo?

—Adelante, pregunte.

—Lo que va a contarme, ¿lo sabía cuando vine por primera vez a hablar con usted sobre el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal?

—Sí, por eso lo despedí de mala forma. Usted venía a agitar mi conciencia. Me debatía entre una obligada discreción y la necesidad de sacar a la luz algo que podía permitir esclarecer un crimen. ¡Hasta consulté con una persona eminente! Ahora, escúcheme. En la conversación que mantuve en esta sacristía, don Pablo de Armenta me pidió consejo acerca de la actitud que debía seguir ante la muerte de su esposa.

—No comprendo que…

—¡No sea impaciente y escuche! Don Pablo deseaba que se descubriera al asesino de su mujer, sobre todo para limpiar su nombre. El hecho de que doña Cecilia hubiera aparecido muerta en la puerta de esta iglesia como si fuera una penitenciada del Santo Oficio lo abrumaba. Además, como en la ciudad habían aparecido otros cadáveres en circunstancias similares, empezaron a circular rumores. Ya sabe…, la gente necesita muy poco para darle a la lengua y como la historia tenía ribetes escabrosos… ¡Qué le voy a contar…! No sabía qué hacer. En su familia unos pensaban que lo mejor era aguantar hasta que pasase el turbión y todo se apaciguara, porque los Armenta… los Armenta son descendientes de judíos conversos y no querían que se removieran ciertas cuestiones que perjudicarían el nombre de la familia, algo que para varios de ellos significaría un desastre. ¡Ocupaban cargos de mucho relumbrón en Madrid!

—¿Qué le aconsejó? —se atrevió a preguntar Diéguez.

—Que se olvidara de zarandajas y tratase de descubrir al asesino de su mujer.

—Sin embargo, obstaculizó la investigación.

Don Bernardo dio una calada al cigarro antes de contestar.

—No puedo afirmarlo con rotundidad, pero creo que en la familia se alcanzó un pacto: no oponerse a la investigación, pero tampoco prestar colaboración.

—Eso tiene poco sentido, ¿no le parece?

—No lo tendrá para usted o para mí. Pero las familias de abolengo se rigen por otros principios. El honor y los antepasados son más importantes que la propia vida.

Diéguez se acarició el mentón, Martina lo había rasurado como si fuera un barbero, sólo que con más suavidad.

—He de confesarle que no esperaba la confianza que acaba de depositar en mí. En justa reciprocidad también yo voy a hacerle una confidencia…, una confidencia acerca del asesinato de doña Cecilia. ¿Cuento con su palabra?

Don Bernardo asintió.

En aquel momento un ruido a la espalda de Diéguez anunció que alguien empujaba la puerta. El párroco se quedó mirándolo, trataba de recordar.

—Su cara me suena… ¿Qué quiere usted?