Mientras en Granada se aguardaban noticias de la corte sobre la sentencia, a Diéguez lo consumía de nuevo la calentura y deliraba. Decía cosas sin sentido, maldecía y deliraba. Martina no se apartaba de su cabecera y, rendida por el cansancio y el sueño, dormitaba dando cabezadas que le producían sobresaltos cuando el enfermo se agitaba entre las sábanas. Bisbiseaba oraciones continuamente, no recordaba haber rezado tanto en toda su vida. Cuando se resecaba el lienzo que el enfermo tenía en la frente, lo empapaba en el agua de una jofaina. Era como si alguien atizara un fuego en su interior. Le ponía emplastos y pomadas para las pupas que tenía alrededor de la boca. Su tía daba vueltas, miraba al enfermo con el gesto preocupado y se marchaba sin abrir la boca. La cuarta noche su tía le dijo que necesitaba descansar, que ella velaría el sueño del enfermo. Martina se negó, se acomodó en el sillón y al poco rato se quedó dormida hasta que la despertó la claridad que entraba por las rendijas del ventanuco. Por un momento no supo dónde se encontraba hasta que vio el rostro macilento de Diéguez, cuya cabeza, hundida en la almohada, apenas asomaba por encima del embozo de la sábana. Tenía la nariz afilada y los ojos cerrados. Un escalofrío le recorrió la espalda. Nerviosa, retiró el reseco y encogido paño que tenía en su frente. Puso un dedo bajo la nariz del enfermo y comprobó que respiraba de forma muy suave. Salió de la alcoba sin hacer ruido y regresó acompañada de su tía, que observó al enfermo con mirada de experta y le puso la mano en la frente.
—No tiene calentura.
—¡Pero está muy mal!
—Su aspecto no es bueno. Pero la calentura se ha ido.
—¿Qué piensas?
—Está muy débil, pero eso es algo que no debe extrañarnos.
—¿Se pondrá bien?
—Voy a preparar un puchero. Si vuelve a su ser, un poco de caldo es lo mejor que podemos darle. Sigue pendiente y si… bueno, me avisas.
A media mañana Diéguez movió la cabeza y entreabrió los ojos. El dolor que le producía despegar los párpados era casi insoportable. Martina lo miraba en silencio.
—¿Qué hora es? —Su voz sonó apagada.
—Mediodía, poco más o menos.
—¿Tan tarde?
—Llevas durmiendo cuatro días.
Diéguez giró la cabeza lentamente.
—¿Bromeas?
Martina negó con un movimiento de cabeza. Le costaba trabajo hablar y al verlo consciente le pareció mucho más demacrado.
—¿Cuatro días? —En su mirada había incredulidad.
Hubo otro rato de silencio, como si Diéguez necesitara recuperarse de un gran esfuerzo. La tía Casilda apareció por la buhardilla y se alegró de verlo consciente.
—¡Por fin despierto! ¿Cómo se encuentra?
—Muy cansado —respondió con la vista perdida en las vigas del techo.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada.
—¿Un caldito? ¡El puchero está hirviendo y huele que resucita a los muertos!
Diéguez asintió maquinalmente.
—Anda, Martina, baja a la cocina y tráetelo. ¡Así te da un poco el aire!
Diéguez bebió el caldo y su aspecto mejoró como si hubiera tomado una poción revitalizante. Poco después se durmió de nuevo.
—Se recuperará —dictaminó la tía Casilda—. En menos de lo que imaginas. Es fuerte. No sé qué ha podido pasarle.
—Lo que leyó en ese maldito cuaderno lo alteró.
—Es posible.
Diéguez despertó al cabo de tres horas. Las dos mujeres estaban en la buhardilla.
—Tengo hambre —fueron sus primeras palabras.
—¡Anda, Martina, ve a por otro tazón!
—¿Más caldo?
—La escalera hay que subirla peldaño a peldaño. Después de tantos días sin probar bocado… —La tía miró a la sobrina—. Trae también un poco de carne de membrillo.
Apenas salió Martina, su tía comentó:
—Hace dos días vino preguntando por usted don Matías Marculeta.
—¿Qué quería?
—Saber cómo estaba. Le mentí. ¡Ese Marculeta no me gusta un pelo!
—¿Qué le dijo?
—Que por un asunto de familia había tenido que ausentarse de Granada.
—¿Por qué hizo eso?
—Se lo he dicho, ese Marculeta no es trigo limpio. Después de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión de que su enfermedad se la han provocado.
—¿Qué quiere decir?
—Le han suministrado un tósigo, posiblemente en las lentejas a las que, según me dijo cuando vino tan malo, ese don Matías le había invitado. Vomitarlas lo salvó. —Sacó del bolsillo el cuaderno de don Fulgencio y se lo entregó—. Sepa que lo he leído, sólo para saber la causa del patatús. Creí que se marchaba al otro barrio. ¡Guárdelo bien y no se fíe ni de su sombra!
Diéguez recordó que al volver del excusado encontró su escudilla servida.
—¿Usted cree que… que todo esto ha sido causado por un veneno?
—¡Ni lo dude! El veneno había empezado a surtir efecto, pero la vomitera hizo que arrojara de su cuerpo lo que lo estaba matando. Cuando mejoró no estaba recuperado y ha estado otra vez al borde de la muerte. Hay venenos que actúan lentamente. Lo ha salvado el que está fuerte como un roble y… los desvelos de Martina.
Diéguez releyó el cuaderno y lo guardó debajo de la almohada. Martina llegó con el caldo y la carne de membrillo, y su tía se marchó. Antes de cerrar la puerta, dijo:
—¡Ah! También han venido, un par de veces, los de la policía.
—A ésos ¿qué les ha dicho?
—Que estaba enfermo.
El despacho de don Federico Landáburu estaba amueblado de forma austera: en las paredes colgaban dos láminas de anatomía del cuerpo humano y en un armarito de paredes acristaladas podía verse el instrumental propio de su profesión. Los reunidos organizaban el plan de fuga para liberar a Mariana. Llevaban rato discutiendo cómo aprovechar la próxima visita que el médico hiciera al beaterio. El problema era que el tiempo apremiaba. Mariana ya había sido sentenciada y no se sabía cuándo podían requerirse los servicios del médico.
—No podemos esperar. Podríamos perder unos días preciosos —afirmó don Martín Almela—. Pedrosa ha dejado claro que tiene prisa. Ya han visto ustedes cómo se ha instruido el sumario y cómo ha procedido durante la vista. Aunque no podemos precipitarnos; si fallamos, no habrá otra oportunidad.
Un joven con el cabello negro e hirsuto, cortado a cepillo, alzó la mano pidiendo la palabra.
—Don Juan quiere decir algo —señaló don Cipriano.
—Pienso que no podemos esperar a que se requieran los servicios de don Federico. Puede llegar la confirmación de la sentencia y entonces no tendremos posibilidad de hacer nada porque la trasladarían a la cárcel. Hemos de movernos con más diligencia, como hizo ella con el capitán Álvarez de Sotomayor. Llevamos demasiado tiempo mareando la perdiz.
Al joven se le veía nervioso por estar con los jefes del liberalismo granadino.
—En mi opinión, las cosas no irán tan deprisa —señaló don Federico Landáburu.
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó don Martín Almela mientras limpiaba sus lentes.
—Pedrosa jugará todavía una última baza. Ha visitado varias veces a doña Mariana con el propósito de ofrecerle la libertad a cambio de una delación.
—¡Ahora no puede hacerle ese ofrecimiento! —exclamó don Juan Salazar sin pedir la palabra—. ¡Desde que envió la sentencia a Madrid el asunto no está en sus manos!
Hubo gestos de asentimiento.
—Estoy convencido de que todo responde a una estrategia de Pedrosa. Su mayor éxito sería echarnos el guante y convertir a doña Mariana en una miserable delatora.
—¡Pero doña Mariana se ha resistido a sus propuestas! —Don Martín acomodaba las patillas de las lentes, después de la minuciosa limpieza.
—Todavía no ha visto la muerte de frente —señaló el médico.
—Don Federico lleva razón —lo apoyó don Cipriano—. Si Pedrosa no le ha comunicado la sentencia y a don José María de la Escalera no le ha permitido…
—Por cierto, ¿sabe alguien dónde está don José María? —preguntó don Martín.
Se miraron unos a otros. Nadie lo sabía.
—Como iba diciendo… —prosiguió don Cipriano—, no ha permitido que se le comunique la sentencia y la mantiene incomunicada. Sospecho que Pedrosa trata de asestarle un golpe definitivo comunicándole no sólo la sentencia, sino la confirmación regia de la pena de muerte. Entonces le ofrecerá salvarle la vida a cambio de que hable.
—¡Exacto! Pedrosa podría entonces jugar el papel de un bondadoso mediador. ¡La tendría arrinconada! —El médico había alzado la voz.
—Si cree que doña Mariana se vendrá abajo, es que no la conoce.
—¡Pero vamos a ver! ¿Qué estamos tratando aquí? ¿La capacidad de resistencia de doña Mariana o la posibilidad de liberarla? —planteó don Juan—. ¡Qué nos importa que Pedrosa actúe de una forma determinada para minar su resistencia! ¡Lo que hay que poner en marcha es el plan para sacarla de ese beaterio!
—¡No podemos precipitarnos! —insistió don Federico—. ¡Hay que madurar el plan!
—Supongo que usted es consciente de que podemos llegar tarde —le advirtió don Juan—. Si fallaran sus planteamientos y la condujeran a la cárcel para ponerla en capilla, no tendríamos la menor posibilidad de salvarla.
Don Federico se encogió de hombros.
—Después de escuchar a este joven, soy partidario de actuar de inmediato. Mientras esté en el beaterio tenemos una oportunidad —señaló don Martín.
—Creo que la precipitación no es una buena consejera, usted mismo lo dijo antes —insistió el médico.
—Doña Mariana lleva dos meses detenida, ¡no me hable de precipitación! —protestó don Juan.
El ruido de la puerta al abrirse los hizo callar. Quien apareció fue don José María de la Escalera. Se le veía alterado. Lo acompañaba don Diego Calvo de León, que también tenía el semblante descompuesto.
—¡A doña Mariana le ha sido comunicada la sentencia!
Don Cipriano fue el primero en reaccionar:
—¿Quién se la ha comunicado?
—Don Diego y yo. Pedrosa me llamó esta mañana y me dijo que podía visitarla.
—¿La ha visto?
—Venimos del beaterio de Santa María Egipcíaca. Por eso nos hemos retrasado.
—¿Cómo la ha recibido? —preguntó don Martín Almela.
El abogado resopló.
—No se lo esperaba. Se ha derrumbado y sólo piensa en sus hijos. Hemos tratado de consolarla, pero hemos podido hacer muy poco. Menos mal que la monja que la acompaña nos ha echado una mano.
—¡Tenemos que olvidarnos de estrategias y otras zarandajas! ¡Hay que sacarla de allí! —clamó don Martín.
—¿Hay noticias de Madrid? —preguntó don Cipriano.
—No hay noticias. Al menos esta mañana no las había.
—Que le hayan comunicado la sentencia responde a la estrategia de Pedrosa. Sabe que ahora la resistencia de doña Mariana será mucho menor —señaló don Federico.
—¿Han decidido algo? —preguntó don Diego.
—Eso discutíamos cuando han llegado ustedes.
—Si mi opinión sirve de algo, hay que intentar sacarla del beaterio lo antes posible. Pedrosa maneja los tiempos, quiere que todo vaya muy deprisa.
—¡Tiene que esperar a que confirmen la sentencia en Madrid!
—Es cierto, don Federico, pero una vez llegue la confirmación, no habrá tiempo para nada. Lo que se vaya a hacer hay que hacerlo ya.
—Yo opino como don Diego —insistió don Martín.
—Y yo —remachó don Cecilio Moreno.
—También yo —se sumó el conde de Teba.
Don Juan Salazar no necesitó pronunciarse. Había dejado muy clara cuál era su opinión.