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Pedrosa había admitido que la defensa de Mariana pudiera ser compartida por otro abogado, por eso al lado de don José María de la Escalera se encontraba, vistiendo la toga, don José de la Peña y Aguayo. Era una concesión menor que daba cierto viso de magnanimidad en un juicio donde estaban violadas las garantías procesales. De la Escalera había escogido a Peña y Aguayo porque era el abogado más brillante de Granada, estaba dispuesto a defender a Mariana y gozaba de excelentes relaciones sociales. Había sido determinante que no se permitiera a la acusada asistir a la vista. Hasta el último momento, el abogado había tratado de que Mariana estuviera presente en la vista, pero el ocasional juez no había cedido un ápice. Pedrosa argumentaba el riesgo de graves altercados al trasladarla desde el beaterio hasta la Chancillería; según decía, los revolucionarios estaban agitando el ambiente como indicaban los pasquines aparecidos en los barrios de la Magdalena, San Matías y San Lázaro.

La austeridad de la sala imponía. Las paredes desnudas, salvo un enorme retrato de Fernando VII, los cortinajes de terciopelo granate oscuro y los paños que cubrían las mesas de sarga negra, distinguiéndose la de la presidencia por un adorno de galón dorado y por descansar sobre ella un crucifijo. El silencio permitía oír la respiración de los presentes en la sala. Pedrosa entró el último, cuando ya estaban en sus sitios el fiscal y su teniente, los defensores y los escribanos. El ujier dio el grito de ordenanza:

—¡Su señoría, don Ramón Pedrosa y Andrade, Alcalde del Crimen de la Real Chancillería y juez para esta causa por mandato de Su Majestad, don Fernando VII!

Tocado con el bonete de juez avanzó hacia el estrado, embutido en una toga negra que aleteaba a su paso. Una vez aposentado en el sillón, indicó con un gesto a los presentes que tomasen asiento. El fiscal y su teniente a la izquierda y los abogados defensores a la derecha. Ordenó que se diera lectura a la normativa por la que se regía el juicio y el escribano peroró con voz campanuda, como si hubiera una gran concurrencia:

—Vista de la causa criminal seguida en esta Real Chancillería contra doña Mariana de Pineda y Muñoz y de otros, vecinos de esta ciudad de Granada, acusados de diversos delitos contra la seguridad del Estado, como son el de sedición, incitación a la rebelión y menosprecio de las prerrogativas del Rey nuestro Señor. Son aplicables al caso…

Terminada la lectura, don José María de la Escalera pidió la palabra.

—¿Qué desea manifestar el letrado? —Pedrosa mostraba un semblante avinagrado.

—Señoría, esta defensa desea que conste su rechazo al procedimiento en la elaboración del sumario, que ha dejado a la acusada, a quien se le niega derecho de asistencia a la vista, en indefensión manifiesta. En consecuencia…

—¿Indefensión, dice el letrado? —lo interrumpió Pedrosa.

—Así es, señoría. Indefensión.

—Entonces, ¿quiere decirle a esta presidencia qué papel desempeña usted aquí?

—¡Me refiero al procedimiento para elaborar el sumario, señoría! —replicó el abogado alzando la voz.

—Le recomiendo que modere su tono.

—Presento mis disculpas, pero mantengo mi alegación, señoría. No puede tramitarse el procedimiento de la forma…

—¡Alegación desestimada! —Pedrosa dio un fuerte golpe con el mazo.

De la Escalera iba a replicar, pero Peña y Aguayo le tiró de la toga.

—Es mejor no desgastarse inútilmente —le susurró al oído—. Reservémonos para lo gordo. ¡Nos va a hacer falta mucha energía!

—Es el turno de la acusación. ¡La fiscalía tiene la palabra!

El fiscal se recogió la toga y se aclaró la voz con un carraspeo.

—Señoría, a la vista de este sumario, en que se trata de un delito, el más horroroso y detestable, como es el descubrimiento y aprehensión de un signo a todas luces incitador de un alzamiento contra la soberanía del Rey nuestro Señor y de su paternal gobierno, consideramos probada la posesión por parte de la acusada del cuerpo del delito, al serle aprehendido un paño morado en su propia vivienda, así como las letras o caracteres sueltos, también encontrados en dicha casa, para componer tres lemas y convertir dicho paño en una bandera que sirviera de señal o alarma para un gobierno revolucionario. —Tomó un sorbo de agua y prosiguió—: La indicada bandera, señal indubitable del alzamiento que se forjaba, se halló, como dicho queda, junto a los demás caracteres en casa de doña Mariana de Pineda, cabeza principal de esa revolución. Al igual que la ley hace responsable de homicidio al morador de una casa, si en ésta se hallare muerto un hombre, salvo su derecho a defenderse si pudiese, doña Mariana de Pineda contrae la misma responsabilidad, teniéndosela legalmente por autora del horroroso delito que es motivo de este proceso. Se deduce con evidencia su culpabilidad del hecho de que Úrsula Lapresa, a la que la susodicha doña Mariana trata como a su madre, intentó ocultar el cuerpo del delito a los agentes de la autoridad. —Espantó una mosca impertinente que revoloteaba por su cara y carraspeó de nuevo para aclararse la voz—. La conducta criminal de la doña Mariana por su exaltada adhesión hacia el llamado sistema constitucional revolucionario y por su relación y contacto con los expatriados en Gibraltar, por lo que también tiene proceso pendiente…

—¡Protesto, señoría! —exclamó don José María de la Escalera.

—Fundamente su protesta —lo conminó Pedrosa con un gesto de hastío.

—Señoría, no ha lugar la mención a la que acaba de aludir la fiscalía, que no encontró una sola prueba para sostener la acusación. Esa mención…

—¡Protesta denegada! Prosiga la fiscalía.

Peña y Aguayo inició otra protesta que Pedrosa cortó con un mazazo que retumbó en la sala e indicó al fiscal que prosiguiera su alegato.

—… La señalada circunstancia permite afirmar que es la acusada la principal autora del proyectado alzamiento sedicioso, como además ratifica el hecho de que la doña Mariana intentase la fuga de la prisión que le fue constituida en su casa, prueba irrefutable de su delito por el que se le había puesto en prisión, con el agravante de que intentó seducir al agente que la custodiaba, diciéndole que se fuese con ella y que lo haría feliz…

—¡Protesto, señoría! —clamó De la Escalera.

—¿Sí? —Pedrosa torció el gesto.

—Señoría, la afirmación que acaba de hacer la fiscalía carece de respaldo. Únicamente se fundamenta en la declaración del agente, sin que haya ningún testimonio que la avale. Mi defendida, al habérsele privado del derecho de asistir…

—¡Denegada! ¡El letrado alude a cuestiones ajenas a las afirmaciones del fiscal!

—¡Señoría…!

—¡He dicho: protesta denegada! —El golpe dado con el mazo hizo temblar la bandeja con la jarra y las copas para el agua—. Prosiga la fiscalía.

—… En conclusión, señoría. El fiscal de Su Majestad deduce de todo lo aseverado que doña Mariana de Pineda y Muñoz ha perpetrado el atroz delito señalado, a saber: sedición, agitación, desprecio de los derechos del Rey nuestro Señor, maquinar para cometer actos de rebeldía contra la autoridad soberana del Rey nuestro Señor, suscitar una conmoción popular que ha llegado a manifestarse por un acto preparatorio para su ejecución, como queda recogido en el artículo séptimo del Real Decreto del pasado uno de octubre, y por consiguiente es merecedora de la pena capital, que en el mismo artículo se contempla. —El fiscal echó una ojeada a los papeles que tenía sobre su mesa y añadió desganado, como si se tratara de un asunto que había de abordar por necesidad—: Para los demás encausados esta fiscalía solicita las penas que constan en el escrito de conclusiones y que son las siguientes —se caló unas gafas que colgaban de su pecho y leyó—: A saber: para Úrsula Lapresa, como cómplice necesaria para la comisión del delito, diez años de reclusión en el beaterio de Santa María Egipcíaca; para Antonio José Burel, criado de doña Mariana de Pineda, como cómplice y reincidente en sus delitos, ocho años de trabajos forzados en el presidio del Peñón de Vélez de la Gomera y confiscación de sus bienes. Asimismo, se solicita la libre absolución para Manuela Román y Carmen Sánchez por no hallar esta fiscalía motivos para castigarlas.

Pedrosa asintió con la cabeza y miró hacia la mesa de los abogados defensores.

—La defensa tiene la palabra.

Don José María se agarró las solapas de su toga y miró al fiscal.

—Señoría, ciertamente el delito de que se trata en esta vista es de los más graves… —El abogado dejó que transcurrieran unos segundos y observó cómo Pedrosa y el fiscal intercambiaban una mirada de asombro—… de los más graves, según el Real Decreto del pasado primero de octubre.

Pedrosa se removió incómodo.

—¿Detecto cierto desdén en las palabras del letrado?

—En absoluto, señoría. Simplemente aludo al mismo decreto que el señor fiscal se ha encargado de recordarnos.

—Prosiga.

—Según dicho decreto, el delito del que el fiscal acusa a mi defendida está penado con un castigo ejemplar. Es también cierto que la bandera y los letreros incautados son cuerpos de delito y que fueron encontrados en casa de mi defendida. Pero hasta aquí llegan las certezas; no hay constancia, ni el fiscal ha aportado una sola prueba, para determinar que mi defendida es autora de los delitos de sedición, agitación, desprecio de los derechos del Rey nuestro Señor, maquinación para incitar a actos de rebeldía… Incluso se ha atrevido a acusarla de provocar una conmoción popular hallándose como se halla encerrada e incomunicada en una celda del beaterio de Santa María Egipcíaca. Ni siquiera ha podido ser cómplice del delito. ¡Hasta ahí llegan los excesos del fiscal!

Pedrosa observó al fiscal. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y la mirada fija en los papeles que había sobre su mesa.

—Modere sus expresiones el letrado.

—Señoría, no creo haber faltado…

—Modere sus expresiones.

Otra vez Peña y Aguayo le tiró de la toga y, después de tomar un sorbo de agua, prosiguió:

—No es prueba, señoría, establecer un paralelismo, harto confuso, con la culpabilidad de homicidio que recae sobre aquel a quien en su casa encuentran un cadáver, porque es necesario establecer la relación entre la prueba y el autor. Al contrario, hay muchas dudas para aplicar con claridad las leyes y mucho menos para pedir la pena capital. No bastan los meros indicios, las sospechas o las presunciones para solicitar el último suplicio. Nadie en la casa, ni señores ni criados, había visto el tafetán que se aporta como prueba; nadie encontró en la casa un bastidor que, según las señas de dicho tafetán, debió de sustentarlo hasta hacía poco; además, mi defendida no sabe bordar. No existe, pues, la certeza necesaria para emitir una condena sobre los únicos hechos que la fiscalía ha probado, a saber, un trozo de tafetán y unas letras a medio bordar. Lo que se aporta como prueba fundamental no es una bandera, no estaba concluida y por sus colores y formas, un fondo morado con triángulo verde, ofrece indicios más que suficientes para ver en ello no una bandera revolucionaria, sino una insignia masónica de las que suelen adornar las logias en las reuniones que celebran los adeptos a esta secta…

—¿Sostiene la defensa que la bandera en cuestión es, además de revolucionaria, un adorno masónico? —preguntó Pedrosa.

—Disculpe su señoría, no he dicho que además sea un adorno masónico ni admitido que se trate de una bandera revolucionaria. Sino que es adorno y no bandera y que como adorno masónico constituiría un delito de otra especie según nuestras leyes señalan y que convierten en reos a aquellos que se reúnan y sean aprehendidos en ese momento y no a quienes cosan o borden sus atavíos. Menos aún, tratándose de mujeres que, al igual que no pueden ser obispas o confesoras, no pueden ser masonas. No puede llamarse bandera revolucionaria a ese paño de tafetán, como muy agudamente señaló el señor gobernador de las salas del Crimen de esta Real Chancillería en oficio que dirigí a vuestra señoría —De la Escalera miró fijamente a Pedrosa—, en su condición de subdelegado de policía, cuando no había sido habilitado para ser juez de esta causa…

Pedrosa no pudo reprimir un gesto de disgusto y amonestó al letrado.

—¿Insinúa el letrado que soy juez y parte en esta causa?

De la Escalera respiró hondo y se recolocó la toga y aprovechó para tomar otro sorbo de agua, tenía la garganta seca. Escuchó a Peña y Aguayo, que le susurraba:

—No suelte ese bocado, echa por tierra todo el montaje de apariencia legal del que pretende rodear este inicuo proceso.

Hasta los oídos de Pedrosa llegó el rumor.

—¿Decía algo el letrado Peña y Aguayo?

—Advertía a mi colega para que se recolocase la toga, le había resbalado por los hombros.

—Responda, pues, a mi pregunta, letrado. ¿Insinúa que soy juez y parte en esta causa?

—En modo alguno está en mi mente señalar que su señoría es juez y parte en esta causa. Sería tanto como poner en tela de juicio su imparcialidad y admitir que le corresponde discernir acerca de un asunto en el que intervino como subdelegado de policía y, en consecuencia, con un deseo claramente manifiesto de que la acusada fuera condenada al…

—¡Basta, letrado! ¡Ha quedado patente su punto de vista! ¿Tiene algo que añadir?

Pedrosa estaba furioso. Se había percatado demasiado tarde de que con su pregunta había dado pie para que el defensor de Mariana de Pineda pudiera manifestar, sin problemas, lo que pensaba del juicio. Se alegraba de haberlo celebrado a puerta cerrada.

—Decía, señoría, que el gobernador de las salas del Crimen de esta Real Chancillería, en escrito de diecinueve de marzo pasado, que dirigió a su señoría en su calidad de subdelegado de policía, ponía de manifiesto que el tafetán en cuestión…

—¡Lo llamó bandera! —gritó Pedrosa, descompuesto.

—No me ha dejado decirlo, señoría. Señalaba que el tafetán en cuestión era una bandera a la que denominaba «bandera tricolor» porque se trataba de un paño tricolor, pero no revolucionaria, como ha hecho el fiscal porque, como es sabido, los colores de la llamada bandera tricolor son el azul, el blanco y el encarnado. Ésos son los colores que constituyeron la enseña de los revolucionarios franceses desde hace algunas décadas y que volvió a salir a sus calles el pasado año con motivo de la defenestración de su rey y la proclamación de Luis Felipe de Orleans como nuevo soberano, quien desde el balcón del Ayuntamiento de París enarboló una bandera con esos colores. La diferencia es clara respecto a los que se ven en el tafetán que nos ocupa y que son el morado, el verde y el encarnado.

Pedrosa estaba a punto de estallar ante las alusiones a la revolución que el año anterior se había producido en Francia y que había dado lugar al final de la monarquía de Carlos X y a la implantación de la monarquía orleanista, de marcado carácter constitucional y que había alentado los movimientos de los liberales españoles.

—¡Déjese de colores y vaya concluyendo!

—Señoría, sólo pretendo dejar sentado que el fiscal no posee argumentos sólidos para llamar bandera revolucionaria a ese tafetán, que esta defensa considera sólo como un adorno masónico. Tanto mi compañero como yo —miró a Peña y Aguayo, cuya satisfacción por la brillante defensa podía leerse en su semblante— consideramos que para realizar una revolución lo importante no son las banderas sino los hombres y las armas. Podemos, pues, concluir que en las muchas revoluciones que conocemos, unas por fortuna y otras por desgracia, no tenemos conocimiento de que hubiera como señal alguna bandera, y no habiendo ni alzamiento ni armas ni gente alistada, no se puede llamar bandera a un trapo insignificante. En consecuencia, rechazamos la petición del fiscal, que creemos dictada por la enemistad que algunos tienen a la acusada, hasta el punto de que su resentimiento y deseos de venganza tratan de arruinarla.

—¿Ha concluido?

—No, señor.

—¿Qué más tiene que alegar?

—Rechazar las condenas que el fiscal de Su Majestad pide para doña Úrsula Lapresa y don Antonio José Burel. El fiscal no ha aportado una sola prueba sobre la culpabilidad de ambos acusados. Ni una sola prueba acerca del conocimiento de la existencia de ese tafetán…

—¡Doña Úrsula trataba de ocultarlo! —gritó el fiscal.

—¿Ocultar? ¿Qué ocultaba? Dígame el fiscal, ¿qué ocultaba?

—¡La bandera!

—En modo alguno. Ocultaba un trozo de tafetán morado con unas letras, a medio bordar, que nada significaban.

—¡Concluya! —exigió Pedrosa.

—Por lo que respecta al señor Burel, la petición del fiscal resulta inaudita. ¡Ni siquiera estaba en la casa número seis de la calle del Águila cuando agentes del señor subdelegado irrumpieron en la misma! Se encontraba ausente y la fiscalía no ha aportado una sola prueba que demuestre que tuviese conocimiento de la existencia de ese tafetán. Solicitamos para ambos la libre absolución.

—¿Ha concluido?

—Ahora sí, señoría.

Pedrosa no perdió un minuto.

—Realizadas las alegaciones correspondientes a la fiscalía y a la defensa. Este tribunal dictará sentencia en un plazo no superior a veinticuatro horas.

Abandonó la sala a toda prisa, casi sin dar tiempo al ujier a cumplir con el protocolo marcado para cuando el juez abandona la sala. Don José María de la Escalera sacó un pañuelo y se secó el sudor que perlaba su frente.

—¡Brillante, don José María, sencillamente brillante! —lo felicitó Peña y Aguayo—. ¿Se ha fijado en el rostro de Pedrosa cuando aludió al triunfo de la monarquía de Luis Felipe?

—Al menos nos quedará el consuelo de haber hecho la mejor defensa posible.

Aquella misma tarde Pedrosa dictó la sentencia por la que se condenaba a doña Mariana de Pineda a la pena capital solicitada por el fiscal. La ejecución sería pública y se efectuaría por el procedimiento del garrote. En consideración a su hidalguía, se tendrían con la condenada las prerrogativas propias de la nobleza. Todo ello se señalaba en la sentencia, sin perjuicio de lo que Su Majestad tuviera a bien determinar. Las demás peticiones de la fiscalía quedaron ratificadas en todos sus términos. Al no tratarse de penas capitales se dictaba su inmediata ejecución. La sentencia de Mariana se envió a Madrid con un correo especial para cumplir el último trámite.