56

En mangas de camisa, derrengado sobre el sillón, tenía la vista fija en la montaña de papeles. Don José María de la Escalera intentaba poner orden en su cabeza. Conocía los hechos sin necesidad de haber accedido al sumario, pero ignoraba las deposiciones de los testigos, la declaración de Mariana, los argumentos del fiscal para culparla y solicitar la pena para la acusada. En definitiva, era ajeno al sumario hasta recibir la carta de Pedrosa anunciándole que la vista sería tres días más tarde. Pedrosa, en su condición de juez extraordinario para las causas por delitos revolucionarios, con autoridad para acortar los plazos del procedimiento, apenas le dejaba tiempo para preparar la defensa. Se jactaba en su carta de facilitarle las cosas, al entregarle una copia del sumario para que pudiera trabajar con la mayor comodidad; a cambio exigía que las conclusiones de la defensa se presentaran por escrito veinticuatro horas antes de la vista. En la práctica lo obligaba a establecer las líneas de su defensa en veinticuatro horas. La misma noche que recibió la carta había redactado una protesta señalando la indefensión en que quedaba la acusada. La entregó al día siguiente, al acudir a recoger la documentación, y hubo de aguardar más de una hora.

Don Diego Calvo de León, don José de la Peña y Aguayo y los dos ayudantes que don José María tenía en su despacho se devanaban los sesos buscando cómo afrontar la defensa. De la Escalera había acudido a sus amigos, abrumado por la premura de tiempo y, sobre todo, por la petición de la pena solicitada por el fiscal.

—¡No se puede pedir la pena capital por encargar el bordado de una bandera que ni siquiera ha llegado a ondear! —protestó Peña y Aguayo.

—Las presiones de los realistas habrán sido terribles —señaló uno de los pasantes.

—Por muy fuertes que sean esas presiones, ¡un fiscal se debe a su cargo y no puede dejarse amedrentar por influencias externas!

—Me lo crucé cuando salía de la Chancillería —indicó De la Escalera.

—¿Le dijo a usted algo?

—Abochornado, agachó la cabeza y pasó de largo.

—¡Pamplinas! —exclamó Calvo de León—. ¡Bien podía haberse puesto en su sitio! Don José tiene razón, ¡no puede pedir la pena capital por un hecho como el que se juzga!

—Si leen despacio su alegato, verán que carga la mano, más que en los hechos, en unas supuestas consecuencias. —De la Escalera mordisqueaba un cálamo.

—Pedir una condena en base a supuestos es una locura —planteó Peña y Aguayo—. Ésa puede ser una de nuestras líneas argumentales. Llegar a conclusiones sobre meras posibilidades es lisa y llanamente especular.

—También puede argüirse que doña Mariana ordenó la paralización del bordado —añadió otro de los pasantes—, aunque su intento de fuga es un problema.

—Puede explicarse por temor a represalias. Se la ha sometido a otros juicios sin fundamentos para encausarla —señaló Calvo de León.

De la Escalera resopló con fuerza.

—El problema es el juez. Se llama Ramón Pedrosa y Andrade.

Sus palabras levantaron una polvareda de comentarios que cesaron al oírse cómo se abría la puerta. La esposa de don José María, acompañada de una sirvienta, llegaba con unas bandejas rebosantes de embutidos, jamón, queso y otras viandas.

—Descansen un poco, llevan encerrados todo el día sin probar bocado. ¡Hay que reponer fuerzas! ¡Venga, aparten los papeles, no vayan a mancharse!

Comieron sin dejar de trabajar. Los agobiaba la gravedad de la pena solicitada y la falta de tiempo.

—¿Les he dicho que el juicio será a puerta cerrada? Pedrosa se escuda en que una vista pública podría convertirse en un alegato de las ideas revolucionarias.

—¡Lo que busca es evitar habladurías! —El semblante de Peña y Aguayo denotaba preocupación. Todo aquello apuntaba mal, muy mal.

—Intenté hablar con Pedrosa al presentar el escrito de protesta, pero se negó a recibirme alegando que estaba muy atareado con la aparición de pasquines sediciosos en varios lugares de su jurisdicción. Los sediciosos son, en este caso, partidarios del hermano del rey. Promueven alborotos y el gobierno aprovecha para aplicar la ley con la máxima dureza.

—¿Conoce doña Mariana la petición del fiscal? —preguntó Peña y Aguayo.

—No he podido hablar con ella, la tienen incomunicada. Para verla necesito un permiso de Pedrosa.

Don Diego Calvo de León hizo una propuesta, el tiempo apremiaba.

—Si la línea para la defensa parece adecuada, deberíamos preparar el escrito.

—¿Cómo lo iniciamos? —preguntó uno de los pasantes, dispuesto a escribir.

—No nos queda más remedio que asumir la gravedad de los hechos. El Real Decreto del 1 de octubre del año pasado no nos deja resquicio —señaló De la Escalera.

—¡Menudo decreto! ¡Te condenan antes de abrir la boca, por respirar!

—No podemos obviarlo, el fiscal nos lo restregaría por la cara.

—Estoy de acuerdo, pero sin ceder un ápice. Reconoceremos la gravedad del hecho, pero ridiculizaremos las pruebas que tienen y explicaremos el intento de fuga a partir de las anteriores persecuciones a que ha sido sometida doña Mariana —concretó Calvo de León.

—¿Estamos de acuerdo? —De la Escalera los miró uno por uno y todos asintieron—. En ese caso, manos a la obra. Una precisión final, sólo consignaremos en el escrito las líneas argumentales de nuestra defensa para no dar pistas, sin detalles. La referida a que la acusación basa su petición en meras elucubraciones nos la reservaremos.

Cuando horas más tarde De la Escalera y Peña y Aguayo, los dos abogados que iban a acudir a la vista, se quedaron solos, este último preguntó:

—¿Sabe si se está haciendo algo para sacarla del beaterio?

—Algo se prepara. Pero ya sabe…, las indecisiones son moneda tan corriente.

—No deben andarse por las ramas. Me temo que esto no se queda en unos años de encierro. Si la sentencian a la pena capital, sólo el rey podría indultarla y conmutar la pena.

—¡Eso sería tanto como concederle un mínimo de generosidad a ese cabrón! —explotó De la Escalera.

—No crea. En Madrid las cosas están que arden. Los apostólicos no tragan con la Pragmática Sanción. Quieren a don Carlos en el trono y si el rey desea que su hija sea coronada, no le queda más remedio que buscar apoyos. Gentes como Cea Bermúdez, Martínez de la Rosa o el conde de Ofalia pueden jugar un papel muy importante. Un gesto de magnanimidad no le vendría nada mal.

—No sé. —De la Escalera hizo un gesto de duda—. Tengo entendido que Calomarde le presiona para que derogue la Pragmática y que el Narizotas duda.

—También yo lo he escuchado. Las tensiones en la corte son muy fuertes y Madrid está al rojo vivo.

—Es verdad que lo que ocurre en Madrid repercute en todas partes, pero en Granada quien hace y deshace es Pedrosa, y se la tenía jurada a doña Mariana desde hace tiempo. O la convierte en una delatora, lo que para él sería su triunfo soñado, o se cobra su cabeza. Tenemos que hacer algo en previsión de que las cosas salgan mal.

Diéguez apenas había hecho caso a la carta que le había dado la tía de Martina, estaba ofuscado con la existencia de un texto oculto en el cuaderno de don Fulgencio. Palpó las páginas con las yemas de los dedos y comprobó que, efectivamente, el papel era más áspero en las dos páginas finales.

—Enciende una vela, por favor.

—Primero te beberás el caldo.

Martina echó unos trozos de carbón en el poyo de la hornilla y agarró el soplillo. Lo agitó con fuerza y los rescoldos tomaron un color anaranjado rompiendo en una llamarada que prendió en el carbón. Vertió otra vez el caldo en el pucherillo y lo colocó sobre la hornilla. Diéguez decidió entonces leer la carta y rompió el lacre.

Córdoba, a seis días del mes de mayo de 1831.

Estimado señor don Antonio Diéguez, agente de la policía de Su Majestad en la ciudad de Granada:

Ha de saber, antes de entrar en materia, que escribo estas líneas en circunstancias bien extrañas. No lo conozco e ignoro qué clase de persona es y, por tanto, el destino de estas líneas. Dejo constancia de que es mi obligación escribirlas por estar en cuestión el honor de una dama, doña Cecilia Coello de Portugal y Miralles.

Hoy mismo he tenido noticia, a través de la carta que me ha remitido el sargento don Domingo Vicuña, del desaparecido 8.º Regimiento de Dragones, destinado en la Capitanía General de Granada, de que anda usted haciendo nuevas pesquisas acerca de las extrañas circunstancias que envolvieron la muerte de doña Cecilia. He de referirle que sobre dicha dama cayeron interesadas y viles calumnias que mancharon su honor. Ignoro quién las esparció y qué interés abrigaba, pero puedo asegurarle, empeñando mi palabra de caballero, la vileza que supuso manchar su nombre, achacándole una imaginaria ignominia en la que yo aparecía como partícipe.

Ha de saber que mantuve una hermosa y limpia relación de amistad con doña Cecilia Coello de Portugal y ha de saber también que ella no habría consentido jamás una acción que manchase su honor ni el de su esposo. Por cuestiones que no me reveló, doña Cecilia me confesó que albergaba fundados temores de que su vida corría serio peligro. Le ofrecí, sin otro propósito que el de ponerla a salvo, llevarla lejos de Granada, pero prefirió ofrecer su vida en sacrificio a ser tildada de algo que no era.

Las extrañas circunstancias que acompañaron su muerte sobre las cuales no me pronuncio, por no tener conocimiento exacto de lo acontecido, acompañadas de la mascarada a que sometieron su cadáver, es una de las mayores infamias que he conocido. Únicamente diré que doña Cecilia barruntaba el peligro que la acechaba por causa de una oscura trama de intereses familiares. Le aseguro, empeñando mi palabra, que si en mi mano estuviera poder desenmascarar a sus asesinos lo haría con sumo gusto para que pagaran por su delito y, si por alguna razón la Justicia no actuase con la diligencia que le corresponde para ser llamada por ese nombre, le aseguro que me la tomaría por mi propia mano.

Le ruego encarecidamente, si es hombre de bien y su pretensión es esclarecer su muerte, ni siquiera insinúe algo que mancille el honor de una egregia dama, como lo fue en vida doña Cecilia Coello de Portugal y Miralles.

Concluyo estas líneas deseándole que el éxito corone sus esfuerzos.

BALTASAR DE MENDOZA Y SANDOVAL

Coronel del que fuera 8.º Regimiento de Dragones, asignado hoy a una unidad de caballería ligera en la plaza de Córdoba.

Diéguez supo que el adulterio de doña Cecilia era una calumnia difundida para tapar la verdadera razón de su asesinato. Pero… la carta que don Matías le había enseñado el mismo día que llegó a Granada…

Lo que la carta del coronel revelaba era que la historia de Zacarías Lupiáñez era una sarta de embustes. Su inesperada muerte le había privado de un interrogatorio que sólo las reservas de don Matías… Conocer las circunstancias de su muerte podría esclarecer alguna cosa, aunque Diéguez tenía ya claro que su participación en los asesinatos era incuestionable. Lo sabía desde hacía días y sólo le quedaba por determinar hasta dónde se había implicado. Había preferido no adelantarle nada a don Matías, para que no lo acusase nuevamente de precipitación, pero no tenía que acudir a ningún experto en pintura para certificar que las dos corozas habían sido pintadas por la misma persona, y hacía días que sabía que esa persona era Zacarías Lupiáñez.

La carta de don Baltasar eliminaba, además, el único argumento para imputar al verdugo de la Inquisición el asesinato de doña Cecilia y venía a sumarse a lo que por omisión quedaba claro en el cuadernillo de don Fulgencio, donde doña Cecilia no aparecía. Su muerte sólo tenía en común con las otras víctimas haber aparecido con un distintivo propio de los penitenciados del Santo Oficio. ¿Había sido el sacristán quien la había coronado de forma tan abyecta? Todo apuntaba a una respuesta afirmativa, aunque era uno de los cabos que le quedaban por atar. Por último, aquella carta desvelaba la razón de la muerte de doña Cecilia; según don Baltasar de Mendoza, estaba relacionada con una trama de oscuros intereses familiares. Ignoraba a qué se refería, pero tanto el militar como la tía de Martina, por caminos muy diferentes, coincidían en señalar los temores que albergaba la difunta.

—Toma, ya está caliente, ¡bébelo!

Martina le dio el tazón y Diéguez, muy recompuesto —la catarata de acontecimientos había ejercido el efecto de un elixir milagroso sobre su castigado organismo—, se lo bebió sin rechistar. Su mayor deseo era conocer el contenido de lo que ocultaba el cuaderno de don Fulgencio. Tragó rápidamente, devolvió a Martina el tazón y reclamó la vela.

—El humo podría estropear ese escrito —Martina, con el tazón en las manos, lo miraba con una sonrisa pícara—, hasta podrías quedarte sin saber lo que pone.

—¿Entonces?

—La hornilla… está caliente y no da humo. ¡Dame el cuaderno!

—Me gustaría hacerlo yo.

Martina lo ayudó a levantarse y acercarse al poyo, olvidándose de los dolores que lo mortificaban. Sostuvo el cuaderno abierto dos palmos por encima de la hornilla. Percibía el calor en las manos, ignorando si la escritura aparecía. Ansioso volvió el cuaderno para mirarlo. Las páginas continuaban en blanco.

—¡Aquí no se lee nada!

—Me parece que has sido demasiado impaciente.

Lo colocó de nuevo con las páginas de cara a la hornilla y lo mantuvo hasta que los dedos empezaron a quemarle; cuando le dio la vuelta, el texto había aparecido.

—¡Tu tía tenía razón!

Martina se limitó a sonreír.

Al tiempo que leía, su ceño se fruncía y las arrugas de su frente se acentuaban. Su rostro tomó una tonalidad cenicienta y el cuadernillo temblaba en sus manos. Miró a Martina desconcertado, como si buscase una explicación a lo que acababa de leer.

—¡Esto… esto no es posible!

—¿Qué no es posible? —preguntó ella, inquieta.

No tuvo respuesta porque a Diéguez se le nubló la vista y Martina no pudo evitar que diera de bruces en el suelo. Corrió hacia la puerta pidiendo auxilio a gritos.