55

Poco después del toque del ángelus, Diéguez, ayudado por Martina y su tía, se sentó, amodorrado, en un sillón junto a la mesa, arropado por almohadones. Al cabo de tres días, la fiebre había remitido gracias a los mejunjes de la tía Casilda y a los desvelos de Martina, que apenas se había apartado de la cabecera de la cama. El aspecto de la moza era deplorable: grandes ojeras y rostro demacrado.

A Diéguez le dolía el cuerpo como si lo hubieran apaleado. La tía Casilda sostenía que algo que había comido le había sentado mal. Salió de la buhardilla para traerle un poco de caldo y un huevo estrellado. Tenía que hacer dieta. Cuando regresó traía un pucherillo humeante que desprendía un olor suculento. Martina estaba haciendo la cama y Diéguez tenía la mirada fija en el ventanuco por donde entraba un rayo de sol y podía verse un trozo de cielo. Llenó una taza de caldo y se la puso entre las manos.

—Ande, dele un sorbo.

Diéguez no contestó. Estaba muy lejos de allí. La tía Casilda insistió:

—Vamos, beba un poco. Lleva tres días sin comer y este caldo es una medicina.

Dio un sorbo y dejó el tazón en la mesa. Martina, terminada la cama, cogió el tazón y se lo puso en los labios, como si fuera un niño. Sorbió maquinalmente.

—En la abacería me han dicho que al hijo de Tomasa lo han encontrado muerto.

Diéguez volvió a la realidad. La tía Casilda sabía que la noticia iba a afectarle.

—¿Quiere repetir eso?

—Al hijo de la Portuguesa lo han encontrado muerto.

—¿Cómo ha sido? ¿Dónde lo han encontrado? —Diéguez se había sacudido la modorra.

—No lo sé. Sólo he oído decir que lo han encontrado muerto.

—¡Rápido, mi ropa! ¡Tengo que salir!

—¡Ni hablar! —replicó Martina—. ¡Te quedas donde estás, no vayas a seguirle los pasos a ese sacristán!

Lo sujetó por los hombros y Diéguez forcejeó, pero, falto de fuerzas, cayó abatido y casi inconsciente. Martina suspiró y lo arropó con ternura. Su tía se quedó mirándola.

—¿Tan enamorada estás?

Sintió cómo el arrebol cubría su cara. Le costaba mucho más trabajo hablar de sus sentimientos que mostrarse zalamera y meticona.

—¡Hasta los tuétanos!

—Pero… si siempre me has dicho que esto no pasaba de unos revolcones en la cama.

—¡Ya ves! —Martina se encogió de hombros.

—Pues eso habrá que arreglarlo —rezongó la tía.

—¡Es demasiado cabezota!

—¡O tú demasiado tonta! ¡El virgo no se entrega hasta después de pasar por la vicaría! —Se llevó la mano a la barbilla y, dando un repentino giro a la conversación, se preguntó en voz alta—: ¿Por qué lo habrá alterado tanto la muerte de ese zopenco? ¿Qué se traía entre manos con él? ¡Ese sacristán era un tarambana!

Martina suspiró de nuevo.

—Habla poco de su trabajo, pero estoy segura de que ese sacristán tenía algo que ver con los crímenes del verdugo de la Inquisición.

—¿Por qué estás segura?

—Cuando estos días deliraba decía palabras sueltas…, alguna frase. Se refería al asesino, mencionaba a Zacarías…, y a don Matías, ese policía de Madrid que también anda buscando esclarecer este enredo. Mentaba a la muerta que apareció en la puerta de Santa Escolástica.

—Doña Cecilia Coello de Portugal y Miralles, ¡una señora de los pies a la cabeza! ¡Su muerte sí que fue una desgracia!

—¿La conocías?

—Una verdadera dama en el amplio sentido de la palabra. ¡Muy distinta de esos pencos que van presumiendo de lo que no son! ¡Muchas son más malas que el rejalgar! ¡A doña Cecilia la envenenaron!

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo ella. ¿Recuerdas a una dama embozada?

—¡Como tantas que buscan remendarse el virgo o solución para un embarazo!

—¡Me estoy refiriendo a doña Cecilia! ¡No vino a lo uno ni a lo otro! ¡Ya te he dicho que era muy señora! ¡Señora de las de verdad! Necesitaba otra cosa.

—¿Qué quería?

—Un remedio contra el veneno. Temía que la envenenaran.

—Lo que se oyó decir fue que su muerte tenía que ver con un asunto de cuernos.

—¡Una calumnia para ocultar lo que había ocurrido! ¡Mira que colocarla en la puerta de Santa Escolástica hecha un adefesio, con aquel capuchón! No me extrañaría que en aquella farsa tuviera algo que ver el zascandil del sacristán, al que… —La tía Casilda se quedó un momento en suspenso—. Ahora que lo pienso… ¡A ése se lo han quitado de en medio!

Diéguez, que había recuperado el sentido, disimulaba como podía. Lo que estaba escuchando lo dejaba atónito.

—¿Por qué no le contaste a Diéguez lo del temor de esa señora a ser envenenada?

—Porque ella me rogó… Fíjate bien, Martina, he dicho «rogó». ¡Hasta en eso se le notaba el señorío! ¡Cualquier pelandusca habría exigido! Me rogó que guardara silencio y prometí no abrir la boca. —Miró a Diéguez, sabía desde hacía rato que estaba escuchando, y alzó la voz—: ¡Pero me temo que le he hecho un flaco favor guardando silencio! ¿No le parece a usted?

Diéguez abrió un ojo, como un chiquillo sorprendido cometiendo una travesura.

—¿Cuánto rato llevas despierto? —preguntó Martina, enfadada.

—¡Desde que salió a relucir doña Cecilia! —replicó su tía.

Diéguez asintió y Martina, aunque suspiró aliviada, lo miró enfurruñada.

—¡Para que se entere de una vez! ¡A doña Cecilia Coello de Portugal la envenenaron! Tengo sobre mí no haber podido hacer más de lo que hice. Era complicado dar con el antídoto sin saber la clase de veneno que iban a utilizar.

—¿Sabe quién lo hizo? —masculló Diéguez.

—Si lo hubiera sabido, no me habría callado. ¡Por mucho que me hubiera rogado doña Cecilia! ¡Sus asesinos remataron la hazaña, exponiéndola a la vista de todos de aquella manera tan vergonzosa! A los canallas que discurrieron esa infamia habría que colgarlos, ¡pero no del cuello! ¡Tendrían que colgarlos por los cojones! —Indignada, miró otra vez al policía—. ¡Usted tómese ese caldo, antes de que se enfríe más! ¡Ah! Y para que lo sepa también…, ¡mi sobrina no se ha separado de su cama en estos tres días!

Martina se puso roja como la grana, como si la hubieran sorprendido en una falta. Diéguez buscó su mano, a pesar de que lo que acababa de oír lo tenía desconcertado.

—Entonces, ¿la historia que circuló de sus amoríos?

—¡Un invento para enmascarar los motivos de su muerte! —La tía Casilda rebuscó entre sus refajos—. ¡Qué cabeza la mía! Tenga esta carta, llegó ayer. Tome esto también. —Al coger el cuadernillo, Diéguez la miró muy serio y ella añadió—: Se le debió de caer con los vómitos. Por cierto, en una página hay un mensaje oculto.

—¿Qué… qué… qué quiere decir? —tartamudeó.

—¡Que hay un texto escrito que no puede leerse si no se saca a la superficie! Lo habrán tratado con orina o con zumo de limón para impedir que se lea a simple vista.

Los ojos de Diéguez estaban como platos. Había releído aquel cuaderno mil veces buscando algo de luz en aquella maraña. Se removió en el sillón.

—¿Cómo puede leerse?

—Calentándolo. Aproveche cuando Martina caliente el caldo, que ya estará frío.

—¿Ha leído lo que está escrito?

—¿Yo? ¿Por quién me toma? Si llego a saber que iba a decirme eso… Sé que hay un texto porque quienes sabemos de eso lo podemos percibir al tacto, pasando los dedos por la página. Compruébelo usted mismo.

Diéguez se sintió abrumado. La tía Casilda jamás se había entrometido en sus asuntos, ni para reprocharle que hubiera acabado con la virginidad de su sobrina a cambio de nada. Era la discreción personificada. Le costó trabajo farfullar una disculpa.

—Lo lamento…, lo lamento mucho. He sido un estúpido que… que en lugar de darle las gracias, la he ofendido. Le pido disculpas.

—Disculpado, pero prométame que se tomará el caldo.