Mariana, que continuaba abatida en su celda, dejó de llorar al escuchar aquel estruendo y aguzó el oído. Podía ser el estallido de una bomba o el estampido de un cañonazo. Pensó que tal vez sus amigos venían a liberarla o que en las calles de Granada se hubiera iniciado la lucha por la libertad.
El Alcalde del Crimen de la Real Chancillería, que gozaba libremente de los encantos de doña Norberta, se quedó paralizado.
—¿Qué ha sido eso? —En sus ojos podía leerse la inquietud.
—¿Por qué se detiene? —preguntó ella, mirándolo como si despertara de un sueño. El placer que la había desconectado del mundo se había congelado en su rostro.
—¡Es la revolución! —gritó Pedrosa, descompuesto.
—¿Qué tontería está diciendo?
—¿No lo habéis oído? ¡La explosión! ¡El cañonazo! ¡Es la revolución!
Abandonó el diván, nervioso, y comenzó a vestirse a toda prisa. Doña Norberta, con el rostro arrebolado, se cubrió sus senos con las manos y se quedó mirándolo.
—¿Se puede saber de qué me está usted hablando?
Pedrosa soltó una maldición. Sólo pensaba en salir de allí lo más rápido posible. Temía que de un momento a otro una caterva de revolucionarios derribaran la puerta. Doña Norberta se recompuso al sonar unos golpes en la puerta y la voz temerosa de una de sus doncellas.
—¡Señora, abra, por favor!
Doña Norberta supo que algo muy grave había ocurrido para que una de sus criadas aporrease la puerta ignorando sus órdenes.
—¡Aguarda un momento!
—Antes de abrir, ¿tenéis… alguna salida oculta? He de huir, ¡vienen a por mí!
—Pero… pero ¡qué clase de majadería está usted diciendo!
Pedrosa sacó el cachorrillo que siempre llevaba consigo.
—¡Si vinieran a por usted, ya habrían echado la puerta abajo! ¿No le parece?
Pedrosa recordó que la puerta no tenía echado el pestillo, y una vez que doña Norberta recompuso su vestido indicó a la criada que entrase.
—¡Señora, una inundación! ¡Las calles son ríos!
Doña Norberta miró a Pedrosa con desprecio y no aceptó sus disculpas. Indicó a la doncella que lo acompañase a la puerta. Abochornado, abandonó la salita de té.
La calle era un fangal sobre el que la lluvia seguía cayendo con fuerza. Poco a poco, su contrariedad y vergüenza dieron paso al asombro. A duras penas caminaba por una capa de lodo y, conforme avanzaba, tomó conciencia de los destrozos. El estruendo, culpable de su alteración, lo había provocado el Darro al destrozar el embovedado de la Plaza Nueva, buena parte del cual había sido arrastrado por la riada. Los daños eran considerables en algunos inmuebles. Por todas partes se oían lamentos. Logró llegar a la Chancillería, donde todo era desorden, nervios y agitación. Allí fue informado de lo ocurrido: una tromba de agua caída sobre las sierras que se alzaban por el sudeste había desbordado el cauce del río e inundado la ciudad. Pocos recordaban un desastre semejante. Se hablaba de gravísimos daños y un número indeterminado de muertos y heridos. Se sabía que había, al menos, una docena de cadáveres en San Lázaro y San Juan de Dios, no se tenían noticias de los otros hospitales. Se había desprendido parte del Arco de las Cucharas y estaba hundido uno de los tres arcos de la Puerta del Pescado, también los desperfectos eran muy grandes en la Antequeruela.
El mayor destrozo era consecuencia de que en el cauce del Darro se había formado una balsa en el puente del Aljibillo, al arrastrar el agua inmundicias, matojos, cañas, troncos de árboles e incluso algunas piedras de gran tamaño y, cuando el impulso del agua lo reventó, su fuerza desatada cayó sobre el de las Chirimías, que quedó seriamente dañado. El volumen de agua desbordó el cauce y saltó las defensas del río, anegándolo todo a su paso. El puente de Santa Ana no pudo dar salida a la cantidad de agua y rebosó por la Plaza Nueva dañando seriamente el Pilar de Santa Ana al tiempo que el embovedado reventaba en medio de un gran ruido que se escuchó en toda Granada. La tromba de agua bajó por el Zacatín y el puente del Carbón volvió a actuar de presa y al reventar produjo un nuevo estruendo, algo menor que el anterior.
La fuerza del agua afectó en menor medida al puente de la Paja porque en Puerta Real el agua se estrelló contra la posada de las Imágenes, que recibió grandes daños y actuó como un malecón donde batieron las aguas, dividiéndose y perdiendo mucha de su fuerza. Una parte bajó por la plazuela de San Antón y la calle Recogidas y otra por la Acera del Darro, inundando el Campillo y la Alameda de la Virgen.
La riada alteró los planes trazados por don Matías, quien ante los desperfectos que aquélla había causado en la posada de las Imágenes, se había trasladado a la del Patazas, a pocos metros. Diéguez, por encargo de Pedrosa, se dedicó a coordinar un grupo de agentes que elaboró un informe sobre los daños. Tenía que presentarlo en un plazo de cinco días porque el subdelegado de policía se había comprometido a entregárselo a las autoridades municipales, como máximo, en una semana. A pesar de que en cuatro días Pedrosa tenía el informe sobre su mesa, despidió a Diéguez sin una palabra de reconocimiento. Estaba de un humor de perros, mucho peor del habitual, y parecía desquiciado. Nadie encontraba la explicación, que estaba en el fracaso de sus dos intentos por congraciarse con doña Norberta, el segundo de los cuales había supuesto una dolorosa humillación. La dama se negó a recibirlo y, a través de un criado, le hizo saber que su presencia era una molestia.
Diéguez, concluida la tarea que Pedrosa le había encomendado, quedó en verse con don Matías en un mesón de la calle de San Jerónimo, cerca de la plaza de las Escuelas. El viejo policía ya esperaba cuando él entró. Don Matías lo había elegido porque, según él, allí servían las mejores lentejas de Granada.
—¿Entregó ya ese maldito informe?
—Pedrosa ya lo tiene —resopló Diéguez, como si se quitara un peso de encima.
—¿Qué tal el subdelegado?
—Como siempre… Bueno…, peor. Está desatinado. ¿Usted cómo se encuentra?
—Todavía me duelen los costados, pero mucho mejor. ¿Ha averiguado algo de las corozas?
—Lo siento. Han sido unos días… Apenas he dormido. No se imagina cómo está todo. Hay zonas donde pasarán meses antes de que se recupere la normalidad. Hay barro por todas partes. El cauce del Darro está hecho un asco y Plaza Nueva… ¿Usted ha podido hablar con el párroco?
—Al fin esta mañana ha sido posible. También él ha estado muy ocupado. He aprovechado estos días para buscar unos papeles en la sala de Hijosdalgo de la Chancillería.
Diéguez pasó por alto lo de la búsqueda de papeles.
—¿Qué tal ha ido su visita a don Bernardo?
—Niega haber tenido una conversación con don Ambrosio Coello de Portugal.
Diéguez dio un respingo, parecía que le habían pinchado con un alfiler.
—¿Quiere repetirlo?
—El párroco niega haber tenido esa conversación —recalcó sus palabras.
—¡Ese sacristán miente como un bellaco! ¡Cuando lo encuentre voy a ajustarle las cuentas! —explotó Diéguez, irritado.
Don Matías lo miró con una sonrisa de suficiencia.
—Amigo mío, no se altere, le queda mucho que aprender. Sepa que nada he comentado a don Bernardo del sujeto que tiene por sacristán. El párroco es hombre vehemente y lo habría abroncado, poniéndolo sobre aviso. Nos interesa que el sacristán no sospeche que estamos al tanto de sus mentiras, al menos por el momento.
El mesonero llegó con dos escudillas, un cestillo de pan y un cuenco de aceitunas.
—¡Las lentejas vienen de camino!
Apenas un minuto después, una moza dejó una olla encima de la mesa.
—¿Dónde está el excusado? —le preguntó Diéguez.
—En el patio de atrás, junto al estercolero.
—Discúlpeme un momento.
Al regresar, las lentejas estaban servidas. Su escudilla rebosando hasta el borde.
—Después de lo que me ha dicho, lo más conveniente será detener a Zacarías Lupiáñez y obligarle a confesar la verdad.
Don Matías saboreó las lentejas antes de responder.
—Vuelve a precipitarse. Como acabo de decirle, no debemos espantarlo. Para que nos conduzca al final de esta historia hay que permitirle que se mueva. Yo estaré pendiente. Antes o después cometerá un error.
Ambos se concentraron en sus lentejas. Don Matías tenía razón, le quedaba mucho por aprender.
—Estos días he averiguado que los Armenta tienen antecedentes conversos.
—¿Qué significa tener antecedentes conversos?
Don Matías se tomó un tiempo para responder. Antes acabó sus lentejas que disfrutaba con fruición; verdaderamente, eran las mejores de Granada.
—Que sus antepasados eran judíos. Los conversos eran los judíos y los moros convertidos al cristianismo.
—¿Está en los papeles que buscaba en la sala de Hijosdalgo? —preguntó Diéguez y don Matías asintió—. ¿Tiene alguna importancia todo eso para lo que estamos investigando?
—Mucha, mi querido amigo, tanta como para explicar por qué los Armenta decidieron obstaculizar la investigación sobre la muerte de doña Cecilia.
Diéguez soltó la cuchara.
—¿Le importaría explicármelo? ¡Estoy a dos velas!
—Entonces comenzaré por el principio. Pero antes, permítame… —Don Matías sacó un habano, pidió lumbre y lo encendió con parsimonia—. Los Armenta eran unos acaudalados judíos cordobeses convertidos al cristianismo, cuyo apellido original era Ben Arroch, pero a uno de sus miembros lo procesó la Inquisición por practicar en secreto la ley de Moisés. Fue un baldón que cayó sobre la familia y decidieron abandonar Córdoba. Primero marcharon a Algeciras, después a Almería y acabaron instalándose en Granada. Realizaron ese periplo para borrar las huellas de sus ancestros, cosa que lograron. Un siglo más tarde, uno de sus miembros se hizo con un hábito de la Orden de Santiago y adquirió una plaza de veinticuatro en el cabildo granadino. Cuando en 1686 se creó la Maestranza de Caballería, los Armenta formaron parte de esa elitista institución. Nadie sospechó que sus antepasados eran conversos, ni que uno de ellos fue un penitenciado del Santo Oficio. Si se profundizaba en las pesquisas, podían llegar a conocerse sus orígenes judíos, ¿se da cuenta?
—¿Qué tienen que ver los orígenes judíos de los Armenta con el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal?
—¡El cadáver de doña Cecilia apareció como una penitenciada del Santo Oficio! ¡El hermano de don Pablo de Armenta, don Luis, era miembro del Consejo de las Órdenes, en representación de la de Santiago! ¡Si se escarbaba en sus antecedentes familiares, podía ser expulsado! ¡En Granada los Armenta podían quedar señalados! ¡Usted sabe mejor que yo lo rancia que es la aristocracia de esta ciudad!
Diéguez no acababa de ver una relación entre que los Armenta fueran conversos y el asesinato de doña Cecilia, pero no insistió en ello y preguntó:
—¿Qué lo ha llevado a investigar en esos… esos orígenes?
Don Matías dio una chupada a su veguero.
—¿Recuerda lo que me preguntó el día de mi llegada a Granada, cuando con hambre atrasada de días nos comimos aquellas costillas adobadas en un mesón a la espalda de la alhóndiga Zaida?
Diéguez hizo un gesto de impotencia.
—Le pregunté tantas cosas…
—Me preguntó la razón por la cual sospechaba que algunos miembros de la familia Armenta no deseaban que se indagase sobre la muerte de doña Cecilia, ¿lo recuerda?
—Ahora que lo dice…
—Entonces le dije que tenía algunas sospechas, pero no estaba seguro. Ahora las sospechas, después de husmear en esos papeles, se han confirmado. Como le he dicho, los Armenta proceden de una familia de conversos.
—¡Todo está tan confuso! Jamás me había enfrentado a algo tan complicado.
Don Matías asintió y dio otra calada a su cigarro, fumaba con verdadero placer.
—Ciertamente se trata de un caso complejo donde se dan la mano el concepto del honor que tienen las familias de abolengo y unos locos que pretenden con sus crímenes resucitar la Inquisición. Supongo que ahora que Pedrosa tiene su informe, podrá dedicarle algún tiempo a las corozas.
Diéguez asintió mecánicamente. Una punzada en el estómago le advirtió de que había comido demasiadas lentejas. Quedaron en verse al día siguiente para desayunar en el Santo Cristo.