La desilusión había hecho mella en el ánimo de Mariana, al comprobar que, a pesar de la llegada de su madre al beaterio —una de las primeras decisiones de Pedrosa después de quedar investido como juez—, no iba a permitírsele conversar con ella. Sus órdenes eran estrictas: mantener a las presas aisladas. Se había acabado la cháchara del cuarto de la costura, donde disfrutaba a cuenta de sus enfrentamientos verbales con sor Francisca, siempre entrometida y con ínfulas de sabihonda. Se quedaba sin las historias de las andanzas mundanas, a veces escabrosas, que arrebolaban el virginal semblante de sor Rosita. Permanecía encerrada en su celda, con la única compañía de su celadora que se desvelaba por atenderla, salvo para asistir a misa. Sólo entonces podía ver a doña Úrsula, aunque desde lejos porque la priora, muy rígida en sus normas, y sin duda aleccionada por Pedrosa, había dispuesto que asistieran al oficio divino alejadas una de otra y con la prohibición expresa de comunicarse. Intercambiaban furtivas miradas y en contadas ocasiones podían cruzar una frase, aprovechando que entraban o salían de la capilla. Mariana no había recibido explicación sobre el nuevo trato que se le dispensaba y lo achacaba a la presencia de doña Úrsula en el beaterio.
Echada en el jergón se sobresaltó al oír que alguien hurgaba en la cerradura. Estaba incorporada cuando la puerta se abrió y en el umbral se recortó la silueta de la priora.
—¡Acompáñeme!
—¿Adónde? —preguntó Mariana.
—¡No haga preguntas y acompáñeme! ¡Aunque antes debería componerse el vestido y recogerse el pelo! ¡Parece una cualquiera!
—Yo la ayudaré. —Sor Rosita apareció de detrás de la priora.
—¡Dense prisa, aguardo en el despacho!
Se marchó con aire de dignidad, la capa de su hábito flotando por la galería.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mariana con ansiedad.
—Creo que tiene visita —susurró sor Rosa con voz queda.
—¿Sabe quién es?
—No. Estaba en mi celda cuando la priora me ha ordenado acompañarla.
Mariana se puso una capa para disimular las arrugas del vestido, imposibles de eliminar, y ocultó su pelo bajo un gorrito. Se disponía a salir cuando recordó algo.
—Un momento.
Hurgó en un pequeño descosido que tenía el jergón y sacó un papel.
—¿Qué es eso?
—Una autorización para mi abogado… —Sor Rosa era su único refugio en aquellos muros que la aislaban del mundo—. Tal vez sea quien me visita.
El despacho de la priora estaba en la planta baja, al final de un pasillo sombrío. Las internas tenían mala opinión del lugar, comparecer en él no anunciaba algo bueno. La puerta estaba entreabierta, pero sor Rosita golpeó con los nudillos.
—¡Pasen! —respondió la priora.
La monja empujó la puerta y se hizo a un lado, Mariana tuvo un sofoco al ver a Pedrosa. Su nariz aquilina le pareció el pico de una rapaz. Se esforzó para disimular su zozobra.
—¡Doña Mariana, la encuentro algo desmejorada! ¿No la tratan como es debido en esta casa de recogimiento? —ironizó mirando a la priora.
—A usted, sin embargo, lo veo como siempre.
Pedrosa acusó el golpe. Frunció el ceño y le dirigió una mirada de desprecio. Aunque creyó percibir un destello de debilidad, dedujo de sus palabras que se mantenía firme, pese al endurecimiento de las condiciones de su encierro.
—¿Podría dejarnos a solas, madre?
La priora y sor Rosa abandonaron el despacho en silencio.
—Observo que está empecinada en no colaborar.
—Con usted, ¡jamás!
Mariana hacía de tripas corazón para aparentar una fortaleza que no tenía.
—Sólo un gesto suyo y todo quedaría en agua de borrajas.
—¡Eso lo decidirá el juez!
En los labios de Pedrosa apareció una sonrisa lobuna. Sacó un cigarro y lo encendió con mucha parsimonia utilizando una de las cerillas de Lucifer; el hedor que desprendió el fósforo hizo que Mariana arrugase la nariz. Pedrosa disfrutaba con la reacción de la gente al encenderlas.
—¿Ha dicho el juez?
Mariana no se molestó en responderle.
—¿Se ha preguntado por qué se han restringido sus movimientos? ¿Por qué sólo sale de su celda para el oficio divino? ¿Por qué está aquí su madre y no puede hablar con ella? ¿Lo sabe?
Cada pregunta había sido un aguijonazo que la hizo explotar.
—¡Usted habrá presionado al juez!
—No, pero voy a decírselo. —Pedrosa disfrutaba del momento y se tomó su tiempo—. La causa de esos pequeños cambios está en que Su Majestad ha tenido a bien nombrarme juez de las causas que en Granada han de juzgarse contra quienes atentan contra la seguridad del Estado. ¿Sabe lo que eso significa? Se lo voy a decir muy claro. ¡Significa que está en mis manos!
A Mariana se le demudó el semblante. Si era cierto lo que decía, se le aplicaría el máximo rigor. Eso significaría cuatro años de encierro, si no lograba escapar. Se encogió, tratando de controlar las convulsiones que empezaban a sacudirla y para no darle el gusto de verla temblar. En un instante afloraron los miedos y sinsabores acumulados durante semanas. Le costó trabajo mantenerse en pie y buscó apoyo en el respaldo de un sillón. Sentía náuseas y tenía ganas de vomitar. Lo que más le dolía en aquellos momentos no era saber que estaba en manos de aquel miserable, sino la forma en que la miraba. Trató de poner fin a aquel suplicio.
—¿Es cuanto tenía que decirme? —Intentaba mostrarse animosa, pero la debilidad de su voz la delataba.
—No vaya tan deprisa. Hay un par de cosas más que debe saber.
Pedrosa disfrutaba. Había aguardado durante años la llegada de aquel momento y no estaba dispuesto a finalizar rápidamente. Quería gozar de su triunfo y regocijarse viendo a su víctima doblegada. Doña Mariana de Pineda representaba todo lo que él odiaba y quería dejarle claro que podía acabar con ella y que dependía de su voluntad salvarla o que se condenase.
—Diga lo que sea, pero hágalo rápido. Su presencia me incomoda.
—Voy a ofrecerle una muestra más de mi generosidad. Bastará que acepte mi propuesta para que decrete su inmediata puesta en libertad.
—Ha dicho un par de cosas, ¿cuál es la segunda? —Su tono daba la impresión de haber recuperado el ánimo.
—Se me ha facultado para simplificar los trámites. Eso significa que el sumario estará concluido muy pronto y en pocos días comenzará el juicio.
—¿Algo más? —preguntó desafiante.
—¿Se da cuenta de lo que he querido decirle?
—Que no hay mucho tiempo.
—¡Exacto! ¡No más de dos o tres semanas!
Mariana se quedó mirándolo fijamente.
—Si es el plazo que se ha dado para conseguir mi colaboración, puede ahorrárselo. ¡Jamás colaboraré con usted! ¡Prefiero mil veces pasar el resto de mi vida en un calabozo que convertirme en su cómplice!
—Puede que se arrepienta de lo que acaba de decir.
Pedrosa salió al pasillo donde aguardaban la priora y sor Rosita, que acompañó a Mariana a su celda. Cuando la hermana echó la llave, se arrojó al jergón y rompió a llorar desconsoladamente. Había recibido la peor de las noticias. Al ser nombrado juez de su causa, quedaba en manos de Pedrosa. Si sus compañeros no lograban sacarla de allí, su suerte estaba echada. Podía pasar una buena parte de su vida en una mazmorra.
Pedrosa con las manos enguantadas, la chistera puesta y portando bastón, para cumplir con los dictados de la moda, salió de Santa María Egipcíaca, acompañado por el ruido de la lluvia, con un sabor agridulce y el ánimo más agitado de lo previsto. Satisfecho de haber turbado el ánimo de su prisionera, pero molesto porque, repuesta de la impresión, había acabado desafiándolo. Habría dado cualquier cosa por verla en aquel momento, desmadejada y llorosa, tirada en el jergón de su celda. Estaba convencido de que la doblegaría, era cuestión de apretarle las clavijas y de tiempo, aunque no estaba dispuesto a prolongar aquella situación. En Madrid le habían dado facultades para actuar, pero querían resultados. Tenía el presentimiento de que liberales y masones preparaban algo muy gordo y era consciente de que en las circunstancias políticas presentes, con los problemas causados por el nacimiento de la pequeña Isabel, los revolucionarios aprovecharían el momento. En su imaginación veía liberales por todas partes.
Los amenazantes nubarrones que cubrían el cielo cuando entró en el beaterio habían traído una lluvia que se intensificaba por momentos. Comprobó que andaba con el tiempo justo para acudir a la merienda —según rezaba la invitación recibida— en casa de doña Norberta Pimentel. Ignoraba si era una invitación privada. Cruzó el Darro por el puente de la Paja y avivó el paso al subir por la calle del Carmen. La lluvia era cada vez más molesta. El paraguas con que se protegía chorreaba tanta agua que parecía una fuente cuando llegó a la calle Pavaneras donde vivía doña Norberta, frente a la estafeta de correos.
Al llegar, consultó de nuevo su reloj. Había caminado tan deprisa que aún faltaban unos minutos para la hora. Sentía un cosquilleo en el vientre. En Granada sólo había dos mujeres que le inspiraban fuertes sentimientos. Una, a la que odiaba con toda su alma, acababa de dejarla en el beaterio de Santa María Egipcíaca; la otra, con quien iba a merendar, despertaba su libido, y si la oportunidad lo permitía… A pesar de la lluvia, remoloneó, no era de buen tono presentarse con antelación. Mejor unos minutos tarde.
La casa hablaba de la calidad de su dueña. Un amplio balcón sobre la puerta principal, enmarcada en piedra, que estaba coronado por el escudo de los Pimentel. Doña Norberta era un excelente partido, una ricahembra y una mujer hermosa.
Entró en el amplio zaguán cerrando el paraguas y esperó a que soltase el agua. Luego se detuvo ante la cancela, que era una obra de arte en hierro forjado, como la vidriera que ocultaba el interior a miradas indiscretas. Se recompuso antes de tirar de la cadenilla de la campana. No tuvo que esperar, al punto una doncella abrió la puerta.
—¿Don Ramón Pedrosa?
—… y Andrade —añadió él.
Con una ensayada reverencia lo invitó a pasar, solicitándole el bastón, los guantes y la chistera. Después lo condujo a una estancia donde los pies se hundían en la alfombra, las cortinas eran de brocado de damasco y los muebles denotaban un gusto exquisito. Pedrosa se sentía cómodo en medio de aquel lujo y feliz de ser el único invitado. Admiraba un cuadro que llenaba uno de los testeros —la Virgen y santa Ana con dos niños casi desnudos—, cuando oyó un frufrú a su espalda. Al volverse se encontró con doña Norberta; lucía traje de seda rosa y adornos de gasa con un amplio escote abierto hasta los hombros, tenía la melena recogida con unos hilos de diminutas perlas y adornaba su cuello con una gargantilla de oro.
—¡Sois una diosa! —exclamó conturbado.
Doña Norberta le ofreció su mano y él la besó con devoción.
—Es un placer recibirle en mi casa, don Ramón. ¿Le interesa la pintura?
—Me parece la más sublime de las bellas artes, muy superior a las demás.
—Es un lienzo de Atanasio Bocanegra, el principal discípulo de Alonso Cano.
—La Virgen es de una belleza extraordinaria, pero en absoluto comparable a la vuestra. —Pedrosa se lanzó a piropearla.
Doña Norberta se quedó mirándolo.
—¡Es usted un poco hereje! —le reconvino dulcemente.
También ella acortaba distancias. El encuentro comenzaba de forma prometedora.
—Tenga la bondad de acompañarme.
Contuvo la respiración cuando ella se agarró a su brazo y sintió la suavidad de su costado. Aquel gesto le daba pie a ciertos atrevimientos que debería medir con cuidado. En la salita del té todo estaba dispuesto. A diferencia del salón, era más recoleto, pero no menos lujoso. En el centro brillaba un brasero de latón sobre una peana octogonal de pulida madera de caoba; sobre las paredes, enteladas en un suave azul, resaltaban unas lujosas cornucopias. Parte del suelo estaba cubierto por una alfombra de seda. Las ricas maderas de los muebles relucían a la dorada luz de las velas que ardían en dos grandes candelabros de plata maciza. Tanta riqueza excitaba a Pedrosa, al tiempo que la familiaridad que le dispensaba doña Norberta alimentaba las ilusiones que había forjado en su imaginación. El diván donde se sentaron estaba tapizado de gruesa seda gris.
Apenas se acomodaron, tomó sus delicadas manos entre las suyas, lo que ella admitió como algo natural, pero la llegada de dos doncellas le hizo soltarlas como si un fuego le quemara; la dama le dedicó una sonrisa. Traían el servicio de té, una bandeja con pastas y confituras, y otra con la salvilla y una panzuda chocolatera de plata.
—¿El señor tomará té o chocolate? —preguntó una de las doncellas.
Pedrosa no tuvo tiempo de responder.
—Retiraos, yo atenderé al señor.
Hicieron una inclinación de cabeza y, al salir, su ama les ordenó:
—Cerrad la puerta y que no se nos moleste.
Pedrosa se sentía en los cielos. Aquello superaba todas sus expectativas. Había acudido a ciegas a una merienda… Los encantos de doña Norberta lo atrajeron desde que la conoció y ella se mostró asequible a sus insinuaciones. En el esplendor de su madurez a Pedrosa le parecía inconcebible que permaneciera célibe. Envuelto en tan agradable atmósfera, su mente era un volcán. Al cerrarse las puertas, quedaron aislados del mundo exterior. Hasta allí no llegaba el ruido de la lluvia torrencial que estaba descargando sobre la ciudad.
—¿Té o chocolate?
Doña Norberta, al inclinarse hacia delante, dejó casi al descubierto sus senos y Pedrosa no pudo resistirse. Tomándola por los hombros, la besó con pasión y hurgó con mano torpe en el escote. Ella se recostó en el diván para facilitarle la tarea. Fuera la lluvia arreciaba, pero su mundo se circunscribía en aquellos momentos a las cuatro paredes de la salita de té.