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Acababan de dar las ocho cuando Diéguez entró en el Santo Cristo. La mañana era fresca y la lluvia de la víspera había dejado la atmósfera limpia, llevándose, al menos por unos días, los malos olores que invadían con frecuencia algunas zonas de la ciudad a causa de las basuras y porquerías que los vecinos arrojaban al cauce del Darro, ignorando las normas de policía e higiene del Ayuntamiento. Don Matías, que ya estaba allí, en una mesa apartada, lo recibió con una sonrisa afable.

—¡Buenos días! —Diéguez lo saludó animoso, a pesar de que buena parte de la noche había estado uniendo cabos y haciendo comprobaciones.

—Lo veo contento esta mañana.

—Creo que Zacarías Lupiáñez es la clave para resolver estos asesinatos.

Don Matías arrugó la frente y lo miró con escepticismo. Diéguez se quitó el capote.

—Pidamos el chocolate y los buñuelos —sugirió don Matías.

Una vez despachado el desayuno entraron en materia.

—¿Por qué dice que Lupiáñez es la clave de todo?

Diéguez fue directo al grano.

—Me he enterado de que le tiene afición a la pintura. ¡Ha podido pintar las corozas!

Don Matías se quedó mirando el tazón como si entre los posos de chocolate hubiera un mensaje.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Hace días me lo dijo mi casera. Es herbolaria… bueno, también realiza las mismas tareas a que se dedicaba Tomasa Pereira. Lamentó su muerte y me puso sobre aviso acerca de la clase de sujeto que está hecho el sacristán. La verdad es que al principio me había parecido sincero, aunque algún detalle me hizo recelar de su historia. Luego, cuando me encontré con que los datos que usted había obtenido en Madrid no coincidían con lo que él me había contado, mis sospechas aumentaron. Necesitaba una prueba definitiva e ideé lo del Miércoles Santo. Después de lo ocurrido…

—¿Le importa contarme lo que le dijo su casera?

—Hay poco que contar. Por lo visto, por influencia de quien hace años era párroco de Santa Escolástica, lo admitieron en la Academia de Bellas Artes. Tenía cualidades, pero lo expulsaron por mal comportamiento.

—Si actuamos hábilmente, es posible que Zacarías nos resuelva la mayor parte del misterio. —Don Matías seguía escrutando el fondo de su taza.

—¿Qué quiere decir con eso de actuar hábilmente?

—Que por ahora nos limitemos a someterlo a vigilancia.

—¡Hay que interrogarlo lo antes posible, don Matías! ¡En ese sacristán puede estar la clave de todo! ¡Ayer estaba convencido de que teníamos que hacerlo!

Diéguez había llamado la atención de los parroquianos.

—Modérese, Diéguez. Sólo tenemos indicios, necesitamos ensamblarlos. Fíjese, creemos que las dos corozas han salido de la misma mano y ahora sabemos que ese sacristán es aficionado a la pintura, pero en Granada hay mucha gente que pinta. En mi opinión, un experto debería certificar que las corozas han sido pintadas por una misma persona y cotejar las corozas con alguna pintura de Lupiáñez. No debemos precipitarnos.

—Pero don Matías… Los dos cadáveres que han aparecido con las corozas están relacionados con el sacristán de forma muy directa. A doña Cecilia la encontró él y la última víctima es su madre, con la que no tenía buenas relaciones.

—¿Le dijo ese sacristán en qué se basaba para decir que don Pablo de Armenta era el asesino de su esposa? —preguntó don Matías después de un breve silencio.

—Escuchó una conversación entre don Ambrosio Coello de Portugal y el párroco de Santa Escolástica, el primero se lo dijo al segundo.

—¿Cómo sabía don Ambrosio que Armenta era el asesino?

—Su hermana le había escrito, temía ser envenenada por su marido.

—¡No sé cómo ha podido dar crédito a esa sarta de mentiras! ¿Cree que doña Cecilia Coello de Portugal iba a escribir a su hermano diciéndole que era una adúltera y se veía con un coronel? ¡Imposible! —Don Matías clavó sus pupilas en Diéguez—. Habrá que vigilar al sacristán. Además, tenemos que confirmar las dos cosas que le he dicho: asegurarnos de que las corozas las ha pintado la misma persona y tratar de conseguir algo que haya salido de los pinceles de Lupiáñez. También habría que hablar con el párroco y averiguar si mantuvo esa conversación con don Ambrosio.

—Ya vio cómo nos echó con cajas destempladas, y no es la primera vez.

—Haremos una cosa. Usted se encarga de las corozas y yo de hacerle una visita al párroco. Se llama don Bernardo, ¿no?

Diéguez salió del mesón y regresó a su casa. Martina ya tenía preparado lo que le había encargado la víspera. Cogió el cesto y se fue directamente a la cárcel, donde seguía de guardia el mismo sota alcaide de la víspera. Los turnos eran de veinticuatro horas y los relevos se hacían a mediodía. No hubo discusión, pero el cesto fue sometido a un riguroso examen. Junto a la comida había un hermoso taco de jabón. Aguardó en la celda de visitas a que apareciera Burel, éste firmó la autorización y, una vez cumplido el trámite, Diéguez satisfizo su curiosidad.

—Espero que encuentre la clave que está buscando —le deseó el preso.

—Estoy seguro de que será así. En realidad, lo que quiero es una confirmación.

Al despedirse, en lugar de estrecharse la mano, los dos hombres se abrazaron y Diéguez volvió a repetirle que, aunque era poco lo que podía hacer, si necesitaba algo que estuviera en su mano no tenía más que avisarle. Fue entonces cuando Burel le dijo:

—Tendrá noticias mías.

Pedrosa había regresado de Madrid y cuando a la mañana siguiente entró en la Chancillería portando un maletín, parecía que la vida le sonreía. Llegó a la antesala de su despacho y el ujier lo recibió con una reverencia.

—¿Ha tenido buen viaje, señor?

Pedrosa le respondió con un gruñido.

El ujier le abrió la puerta y, antes de cruzarla, le ordenó:

—Vaya y dígale a don Gregorio Ceruelo que necesito verlo. ¡Es urgente!

—Sí, señor.

El ujier se perdió por la escalera y él entró en el despacho. Todo estaba ordenado. Cogió un puro, se lo llevó al oído y lo apretó entre sus dedos. Lo encendió con una de sus cerillas y se sentó, dispuesto a esperar relajadamente la presencia del juez. Tardó más de lo que esperaba, pero no pareció importarle. Cuando unos suaves golpes sonaron en la puerta, había dado buena cuenta de la mitad del habano.

—¡Adelante!

—Me alegro de verlo, ¿qué tal su viaje?

Se levantó y estrechó la mano de Ceruelo.

—Provechoso, don Gregorio, provechoso y fructífero. Quería hablarle de ello. Siéntese, por favor.

Pedrosa le señaló un sillón frente a su mesa y ambos se sentaron. Luego, el subdelegado de policía abrió el pequeño maletín, sacó un pliego y se lo alargó al juez.

—Léalo, por favor. Está firmado por don Tadeo Calomarde —añadió orgulloso.

Don Gregorio se colocó sus antiparras.

He dado cuenta al Rey nuestro Señor del oficio de V. S. de 19 de marzo último, participándole la aprehensión de un estandarte revolucionario con lemas subversivos en casa de doña Mariana de Pineda, vecina de la ciudad de Granada. Penetrado S. M. de la urgente necesidad de adoptar medidas vigorosas y extraordinarias para el pronto descubrimiento y castigo de tan horrendos crímenes, y atendiendo a las recomendables cualidades del esmerado celo por su real servicio y de sus conocimientos de las maquinaciones y planes de los revolucionarios, que concurren en don Ramón Pedrosa y Andrade, Alcalde del Crimen de la Chancillería de dicha ciudad de Granada, ha tenido a bien autorizarle especialmente para que, por ahora y mientras duren las actuales críticas circunstancias, conozca de todas las causas de los revolucionarios que se hallen pendientes en ese Tribunal y deban formarse en adelante por tramas e inteligencias sospechosas de conspirar contra la seguridad del Estado y los legítimos derechos del trono, para que las sustancie a la mayor brevedad posible, acortando los términos que establecen las leyes según le dicte su prudencia y justificación, y para que sentencie con arreglo a las penas establecidas para la expresada clase de delitos.

En consecuencia de dicha soberana resolución quiere asimismo Su Majestad que disponga V. S. se pase inmediatamente al expresado don Ramón Pedrosa y Andrade la referida causa contra doña Mariana de Pineda y sus demás cómplices.

Dada en Madrid a cinco días del mes de abril de 1831.

T. CALOMARDE

A la atención del Excmo. Señor Regente de la Real Chancillería de Granada.

Terminada la lectura le devolvió el escrito y, poniéndose de pie, le dijo:

—En el momento que el Regente tome cuenta de esta comunicación del ministerio y me dé la correspondiente razón —en su interior sentía contrariedad y liberación a la vez—, le entregaré todos los documentos del sumario. El asunto es suyo. Me inhibo a partir de este momento.