Atrás quedó la Semana Santa. En el beaterio de Santa María Egipcíaca se había vivido con el recogimiento propio de los conventos y monasterios. Sus gruesos muros aislaban casi por completo del mundo exterior a las monjas y a las acogidas en la institución. Apenas llegaban los ecos de las cosas mundanas. La última novedad había sido la llegada de doña Mariana de Pineda en calidad de detenida, hasta tanto se celebrara el juicio a que iba a sometérsele.
En muy pocos días sor Rosita se había convertido en su confidente, al hacerla partícipe de su preocupación acerca de la situación en que quedaban sus hijos, sobre todo la pequeña Luisa, que acababa de cumplir los dos años. Los días transcurrían angustiosos y monótonos, bajo la disciplina que presidía la vida del beaterio. Se levantaban a toque de campana, antes del amanecer, y, con una saya de paño basto sobre la camisa de dormir, acudían todas a la capilla, monjas e internas, para el primer rezo del día. Después, cada cual arreglaba su celda y dedicaba unos minutos al aseo personal, antes de volver a la capilla para oír misa. El desayuno, en silencio, consistía invariablemente en un tazón de leche endulzada con miel y unos mojicones. Luego, quienes no tenían señalada cocina, baldeo o lavadero —Mariana estaba exenta de estos trabajos—, pasaban la mañana cosiendo o remendando ropa hasta la oración de antes del almuerzo. Tras la comida se retiraban durante una hora en sus celdas, salvo las encargadas de recoger la cocina. Luego otra vez al cuarto de costura o al patio, si el tiempo lo permitía, para aprender primores como encaje de bolillos y bordado de pañuelos, o tejer alguna pieza en pequeños telares de mano. Ese tiempo era mucho más entretenido que el de la mañana, porque se permitía hablar. Se rezaba el rosario antes de la cena y se despedía el día con una oración común en la capilla. Menos la celadora de turno, las demás se encerraban en las celdas y allí disponían de unos minutos antes de apagar los candiles.
Mariana estaba convencida de que sus amigos preparaban un plan para rescatarla. Había días que se sentía exultante, otros, en cambio, caía en el desánimo, aunque nunca perdía la esperanza. Lo que le resultaba más insoportable era encontrarse separada de su madre y no poder ver a sus hijos. Sabía que José María estaba en muy buenas manos y que Luisita no sufría, aunque quizá echara de menos las visitas de doña Mariana, como la llamaban los hortelanos cuando acudía a ver a su hija. Una tarde, la hermana Rosita observó que se le iba el santo al cielo y se quedaba de manos cruzadas, sin devanar el copo. Su semblante revelaba el dolor de su alma.
—Ya verá como todo se arregla, bordar una bandera no es tan grave.
—Lo es, si esa bandera va contra las leyes de Nuestro Señor —añadió sor Francisca, siempre con los labios apretados bajo un espeso bozo.
—¿La hermana se refiere a las leyes del rey? —Mariana dejó caer el copo.
—No, a las de Dios Nuestro Señor. —Sor Francisca no levantó los ojos de su labor.
—¿Tendría inconveniente la hermana en responderme a un par de preguntas?
Todas suspendieron su labor. Eran frecuentes las trifulcas entre las internas, entonces la disciplina era rigurosa y hasta se usaba el látigo.
—Pregunte —respondió sor Francisca, desafiante.
—¿Nos hizo Dios libres e iguales?
—Por supuesto. —La monja no titubeó.
—En tal caso, la libertad y la igualdad no atentan contra sus leyes, ¿no le parece?
—Desde luego.
—Ésas eran las palabras que, a medio bordar, había en la bandera que encontraron en mi casa y por la que me tienen privada de libertad, invocando otra clase de leyes.
—¿Qué leyes? —preguntó con espontaneidad sor Rosita.
—Las del rey.
—Dudar de nuestro monarca es cosa de masones y herejes. ¡Su poder tiene origen divino! —exclamó sor Francisca.
—¿Considera divinas las leyes y las cosas de los hombres?
Sor Francisca iba a decir algo, pero ante la presencia de la priora guardó silencio.
—Doña Mariana, tiene usted visita. Acompáñela, sor Rosa.
Mariana pensó en Pedrosa. No le apetecía verlo.
—Si se trata del señor subdelegado de policía…
—Son dos jóvenes caballeros —cortó la priora con sequedad.
Sor Rosa recogió su labor y Mariana se contuvo para no salir corriendo.
Diéguez, con un fardo en la mano, cruzó el patio de la posada de las Imágenes, donde había gran alboroto al haber coincidido unos arrieros con dos diligencias. Los viajeros vigilaban sus equipajes, arrojados por los mozos desde el techo de la diligencia, mientras los arrieros quitaban las albardas a las bestias y protestaban porque el chamizo asignado no les parecía a propósito; uno de ellos discutía a gritos con el posadero el precio del grano que darían a los animales. Junto a una diligencia los cocheros comprobaban el estado de las ruedas y se chanceaban con las mozas que aseaban el interior del carruaje. Llegó hasta la alcoba de don Matías y llamó a la puerta.
—¿Quién llama?
—Soy Diéguez, don Matías.
—Aguarde un momento, que ya le abro.
La mejora de don Matías era evidente. Había estado enfermo desde el Jueves Santo y Diéguez lo había visitado a diario, aunque no habían vuelto a hablar de los asesinatos. Por la mañana había salido a la calle por primera vez desde que cayó enfermo con unas fiebres extrañas.
—Pase y póngase cómodo. —Miró el fardo—. ¿Quiere un coñac?
—No me vendría mal.
Cogió un búcaro y dos copitas de cristal. Las llenó y le ofreció una.
—No lo esperaba tan pronto —le dijo apartando los papeles que tenía sobre la mesa.
—Quiero mostrarle algo. —Diéguez puso el fardo sobre la mesa y lo que sacó dejó estupefacto a don Matías—. Son corozas con las que la Inquisición cubría las cabezas de los penitenciados. ¿Le importaría examinarlas y decirme qué le parecen?
Don Matías observó los cucuruchos, deteniéndose en su decoración.
—Yo diría que son de la misma mano.
—Yo opino lo mismo. Supongo que ya habrá adivinado qué testas adornaban.
—¿Doña Cecilia y la madre de Lupiáñez? —Diéguez asintió—. ¿Dónde ha encontrado la primera?
—En un cuarto de la Chancillería donde guardan los tablones para montar el cadalso, los enseres del verdugo, los instrumentos de justicia…
—¿Está seguro de que es la que llevaba doña Cecilia?
—Completamente. ¿Se da cuenta? ¡Ambas muertes están relacionadas!
—Sin embargo… sin embargo, eso echa por tierra su teoría de que la muerte de doña Cecilia no tiene que ver con los demás asesinatos.
—Yo no estaría tan seguro. ¿Ha olvidado el cuaderno de don Fulgencio Camero?
—¡Cómo voy a olvidarlo! —Don Matías parecía de malhumor—. Cada vez estoy más convencido de que formaba parte de una trama que explicaría por qué el verdugo de la Inquisición continuó asesinando después de su muerte.
—Yo no lo veo así.
—¡Deme una razón! —Don Matías se bebió su coñac de un trago.
—Doña Cecilia no aparece en el cuaderno. Eso la excluye de esa trama.
—¿Cómo explica que su cadáver apareciera con esa coroza salida de la misma mano que la que cubría la cabeza de la última víctima del verdugo de la Inquisición?
—Porque ni doña Cecilia ni la madre del sacristán han sido víctimas suyas.
—¡Qué está diciendo! ¿Cómo explica que sus cabezas estuvieran cubiertas por las corozas? —Don Matías estaba irritado.
—Zacarías Lupiáñez me dijo que el asesino de doña Cecilia, al exhibirla como penitenciada del Santo Oficio, lanzaba las sospechas sobre el verdugo de la Inquisición.
—¡Yo no daría mucho crédito a ese sacristán!
—Es un sujeto poco fiable, pero quizá entre sus mentiras haya alguna verdad.
—Si pudiéramos interrogarlo…, aunque al ser una investigación privada…
—Yo sí puedo. Después de lo ocurrido el Miércoles Santo…
El cansancio había aflorado en el rostro de don Matías.
—¿Quiere descansar? Esta conversación podríamos seguirla mañana.
—¿Le parece bien a las ocho?
—¿No es muy temprano? Lo digo por usted.
—No se preocupe. Ya estoy bien, sólo un poco cansado.
—Lo invito a chocolate y buñuelos en el Santo Cristo, en la calle Mesones.
—Estaré allí a las ocho.
Diéguez recogió el fardo y salió de la posada donde había disminuido el trajín. Se encaminó hacia la Chancillería, todavía le quedaba una cosa importante que hacer. Cruzó el último patio y se fue directamente a ver al sota alcaide de guardia, con quien mantuvo una breve pero tensa conversación.
—¡No tiene una autorización para visitar al preso!
—No la necesito. No se trata de una visita de cortesía, sino un acto de servicio. A Pedrosa no va a gustarle saber que está entorpeciendo esta investigación.
El sota alcaide se apartó el cigarro de la boca y pareció reflexionar.
—¡Tú —le gritó a uno de los carceleros—, acompáñalo a la celda de visitas! —Miró a Diéguez y, apuntándole con el dedo, le espetó—: Sólo diez minutos, ¡ni uno más!
Se dirigía a la galería que conducía a la cárcel cuando la voz del sota alcaide lo detuvo.
—¿Qué lleva en ese fardo? ¡No quiero problemas!
Diéguez mostró las corozas. Su vista tranquilizó al sota alcaide.
Cinco minutos después, Burel aparecía por la celda. Su imagen no era mala, aunque el pelo sucio y la barba de varios días le daban un aspecto descuidado. Los dos hombres se quedaron un momento en silencio, mirándose.
—¿Cómo se encuentra?
Burel se encogió de hombros y preguntó a su vez:
—¿A qué ha venido?
—A hablarle de las pesquisas y del cuaderno. Pero sentémonos.
—No pretenderá que me crea que ha venido a eso —señaló Buriel sentándose en la banqueta.
—Bueno… en realidad… quiero pedirle un favor y… ver cómo se encontraba.
—¿Qué clase de favor? En mis circunstancias no puedo ser de mucha ayuda.
—No lo crea… Dígame, ¿cómo se encuentra?
—Esperando el juicio y la sentencia…, aunque sé que será desproporcionada. Pedrosa le tenía ganas a mi ama y ha encontrado la forma de perderla. No saldremos bien parados de ésta…, sobre todo ella.
—Si puedo hacer algo por usted, dígamelo. Lleva razón… —miró hacia la puerta— al decir que Pedrosa no siente mucho afecto por su ama. Pero ningún juez medio decente, y en don Gregorio Ceruelo queda un resto de dignidad, dictará una sentencia muy grave.
—Ya veremos… ¿Qué favor es ése del que me ha hablado?
—Verá, Burel. Necesitaría que me autorizase a entrar en su casa para…
—¿Sabe que el fiscal ha solicitado confiscar mis bienes? —lo interrumpió Burel.
—Lo sé, pero hasta que no haya una sentencia…
—Si quiere permiso para entrar, lo tiene. Redacte una autorización y se la firmaré.
—La traeré mañana. ¿Necesita algo?
—Un poco de jabón… Si no es indiscreción, ¿para qué quiere entrar en mi casa?
—¡Se acabó el tiempo! —El carcelero entró sin miramientos en la celda.
—Mañana se lo explicaré cuando venga para que me firme la autorización.
Se despidieron con un apretón de manos. Mientras Burel caminaba hacia los calabozos pensaba que le habría gustado conocer a Diéguez en otras circunstancias.