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Era la tarde del Miércoles Santo y don Matías aguardaba en un café, junto al Pilar de Santa Ana. Diéguez se retrasaba. En la nota que le había dejado en la posada, lo citaba a las seis en aquel café para «hacer una visita que convenía a las pesquisas en curso». Hacía rato que las seis habían dado en el reloj de la Chancillería. Había degustado un denso café y garabateaba unas notas con un lápiz de grafito —una novedad traída de las antiguas colonias inglesas de América del Norte—, que marcaba trazos en el papel. El dueño del establecimiento no dejaba de lanzar miradas al extraño objeto. Eran cerca de las siete cuando Diéguez apareció, acalorado y con la respiración agitada. Se deshizo en disculpas por tan inaceptable retraso.

—¡Mil perdones, me ha sido imposible llegar antes! ¡No sabe cuánto lo lamento!

—Estaba a punto de marcharme —protestó muy serio don Matías.

—¡Discúlpeme, lo lamento mucho!

—Bueno, ya está aquí, sosiéguese. ¿Quiere un café?

—Se lo agradezco, pero tenemos que marcharnos.

Diéguez, como desagravio, pidió la cuenta, pese a las protestas de don Matías.

—¡Vámonos, a ver si hay suerte y no llegamos demasiado tarde!

Don Matías se puso su capa y salió a la calle. Reinaba cierta animación, a pesar de que el crepúsculo anunciaba la noche. Era Semana Santa y las autoridades habían levantado el toque de queda. Diéguez andaba tan rápido que le costaba trabajo seguirlo.

—¿Puede saberse adónde vamos con estas prisas?

—¡A Santa Escolástica!

—¿Sale alguna procesión? —ironizó don Matías.

—Vamos al oficio. No se entretenga.

—Eso procuro —respondió resoplando.

Sorprendido, lo siguió hasta el atrio de Santa Escolástica donde se encontraron con el templo abarrotado. Diéguez le indicó que se pegase a él y se abrió paso a base de empellones y pidiendo muchas disculpas, hasta lograr situarse cerca del presbiterio, junto a uno de los pocos candiles encendidos que dejaban el templo sumido en la penumbra. La gente cuchicheaba, el oficio no había comenzado.

—¿Qué ceremonia se celebra? —preguntó don Matías recuperando el resuello.

—El Oficio de Tinieblas.

—¿Puede saberse qué hacemos aquí?

—Observar al sacristán, preste atención.

—¿Es quien realiza la ceremonia?

No tuvo respuesta porque Zacarías apareció con sotana y roquete, con parsimonia encendió un candelabro con forma triangular junto al altar mayor. Prendió las quince velas —siete en cada lado y una en el vértice, mayor que las demás— y después fue apagando los candiles. Al llegar al que estaba junto a Diéguez y don Matías se sobresaltó. El apagavelas tembló en su mano. Apagó el candil y se alejó rápido.

—¿Qué le ha parecido?

—Se ha puesto nervioso —respondió don Matías muy serio—. ¿Vamos a quedarnos a todo el oficio?

—Es posible.

La oscuridad sólo la rompían las quince luces del candelabro y la luz crepuscular que entraba por la puerta del templo.

—Soy poco versado en estas cosas. ¿Qué se celebra? —preguntó don Matías.

—El Oficio de Tinieblas. Las velas de ese candelabro, llamado tenebrario, tienen una simbología. Once representan a los apóstoles, sin contar a Judas.

—¿Y las otras cuatro?

—Tres representan a las mujeres que acompañaron a Jesús, no recuerdo sus nombres…

—María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás —lo sorprendió don Matías.

—¿No decía que era poco versado en estas cosas?

—Me refería a algunos rituales eclesiásticos, pero he leído los Evangelios. La luz número quince, ¿a quién representa?

—A la Virgen María.

Chistaron pidiendo silencio. Por la puerta de la sacristía apareció una pequeña comitiva. Abría paso Zacarías con una cruz sin Crucificado que alzaba por encima de su cabeza, le seguía don Bernardo de Oteiza, escoltado por dos sacerdotes; el párroco iba cubierto con un bonete de picos y revestido con una casulla morada, a su alrededor unos acólitos con el incensario, la naveta y unas carracas de madera que también portaban muchos fieles. Al llegar al altar mayor los cuchicheos habían desaparecido. Don Bernardo se quitó el bonete y dio comienzo el ritual. Entonaba una salmodia y respondían los otros clérigos. Concluida, Zacarías, que lanzaba furtivas miradas hacia donde estaban don Matías y Diéguez, apagaba una de las velas del tenebrario y dos acólitos entornaban un poco las puertas del templo haciendo que la oscuridad fuera cada vez mayor. Cuando sólo quedaba encendida la que representaba a la Virgen María, se cerraron las puertas del templo y el sacristán ocultó el tenebrario tras un paño negro. Las tinieblas dominaban el templo y el silencio impresionaba. Los sacerdotes cantaron un miserere y al concluir muchos fieles hicieron sonar las carracas. El ruido atronaba en medio de la oscuridad. Cuando los chasquidos cesaron, la gente empezó a cuchichear.

—¿Sucede algo? —preguntó don Matías.

—No lo sé.

Un grito retumbó bajo las bóvedas.

—¡Fuego!

El paño tras el que estaba oculto el sacristán había empezado a arder.

—¡Dios mío! —exclamó don Bernardo.

La confusión se apoderó del lugar y la gente, presa del pánico, se agolpó contra las puertas cerradas sin poder abrirlas. Los gritos se convirtieron en chillidos, se oían improperios y maldiciones poco a tono con el lugar. Don Matías y Diéguez se pegaron a una columna que les dispensó alguna protección. El paño ardía y su resplandor iluminó el presbiterio, pero conforme se consumía su luz se hizo más mortecina. Diéguez subió al presbiterio y cogió una vela del tenebrario que había rodado por el suelo y logró encenderla con las últimas llamas de la bayeta, evitando que las tinieblas se apoderaran por completo de la iglesia. Luego encendió más velas y amortiguó la oscuridad.

La gente salía a trompicones por las puertas laterales del cancel, convertidas en vías de escape. Seguían oyéndose gritos, quejidos e imprecaciones. Muchos se escabullían por la puerta de la sacristía. Don Matías se acercó al presbiterio donde Diéguez y el párroco atendían a Zacarías que, tendido en el suelo, era presa de fuertes convulsiones. Don Bernardo trataba de serenarlo y Diéguez colocaba su cabeza sobre un cojincillo. El párroco no dejó de hablarle con mimo, mientras don Matías y Diéguez observaban en silencio, y a la oscilante luz de las velas vieron cómo remitían las convulsiones de Zacarías. En la iglesia los gritos se habían apagado cuando el párroco se incorporó. Miró a Diéguez y le espetó:

—¿Otra vez usted? ¡Cómo he de decirle que no quiero verlo por aquí! ¡No ha podido ser más inoportuno! —Se limpió el sudor de la frente con el dorso de su mano—. ¡Usted no viene a rezar! ¡Sólo desea escudriñar en el pasado! ¿Qué demonios hace aquí?

—Perdone, pero ¿qué ha querido decir con que no he podido ser más inoportuno?

—¡Vamos, no me diga que no se ha dado cuenta! A Zacarías le dan espasmos, a veces pierde el conocimiento. Le ocurre cuando está muy nervioso o ha empinado el codo más de la cuenta. Le aseguro que hoy no estaba bebido.

—¿Tengo yo que ver algo con eso? —Un amoscado Diéguez observaba fijamente al párroco.

—Zacarías no ha dejado de mirarle en todo el oficio. ¡Usted lo ha puesto nervioso!

Diéguez iba a decir algo, pero…

—¡Menos mal que la sacristía da a la calle! —Era uno de los sacerdotes.

—¡Padre Emiliano! ¿Dónde estaba usted? —Don Bernardo lo miraba con severidad.

—Corrí a abrir la puerta de la sacristía para que la gente pudiera salir. ¡Se habían amontonado ante el cancel!

—¿Y el padre Adriano?

—En la sacristía. Atendiendo a una anciana con las piernas rotas y poniendo agua bendita en algunos chichones. ¡Gracias a Dios, es lo único que hay que lamentar!

Don Bernardo paseó la mirada por su parroquia. En el suelo podían verse tiradas varias carracas y los reclinatorios que las señoras se hacían llevar desde sus casas para no hincar las rodillas en el suelo. Dejó escapar un suspiro y miró a Diéguez:

—¡¿Usted quiere algo?! —La pregunta fue casi un exabrupto.

Diéguez se limitó a negar con la cabeza.

—Entonces, ¡a la calle! ¡El espectáculo se ha terminado y aquí no pintan nada! ¡Don Emiliano, ayúdeme, vamos a llevarnos a éste a la sacristía!

Los alrededores del templo estaban llenos de gente comentando lo ocurrido.

—¿Puede saberse a qué hemos venido? —Don Matías estaba visiblemente molesto.

—Quería que observara al sacristán.

—¿Por qué razón?

—Porque fue él quien me desveló los entresijos de la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal y culpó del crimen a su esposo.

Diéguez creyó detectar cierta sorpresa en el semblante de don Matías.

—¿El sacristán fue quien le contó esa historia?

—También me dijo que don Ambrosio Coello de Portugal fue quien impulsó en Madrid las investigaciones del asesinato de su hermana.

—Puedo asegurarle que eso no es cierto.

—Entonces, ¿he de suponer que tampoco es cierta la historia que me contó acerca de la muerte de doña Cecilia?

Don Matías mostraba signos de cansancio. Las prisas para venir a Santa Escolástica lo habían agotado. Andaba con paso cansino y parecía no haber escuchado la pregunta. Habían dejado atrás el atrio cuando se detuvo y lo miró fijamente a los ojos.

—No encuentro la explicación de por qué me ha traído aquí —insistió don Matías.

—Necesitaba que el sacristán nos viera. Sospecho de él desde que la historia que me contó no coincide con sus datos.

Caminaron en silencio y, al pasar bajo un farol del alumbrado público, ya en la calle Pavaneras, don Matías se detuvo.

—¿Ha sacado alguna conclusión?

—Bueno… Usted ha oído al párroco. Parece que lo hemos puesto nervioso.

Don Matías se quedó en la fonda. Estaba nublado y soplaba una brisa que traía olor a tierra mojada. El temporal que se desencadenó en pocos minutos sorprendió a Diéguez en la calle, cuando llegó a su casa estaba empapado.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Martina lo llamaba tras la cortina de agua que vertían los aleros. Fue hacia ella pensando en cómo decirle que no tenía cuerpo para retozar.

—¡Estás hecho una sopa!

—La lluvia me ha sorprendido al llegar a la Trinidad.

—Entra, voy a buscar algo con que secarte.

—No te molestes, es menos de lo que parece.

—¡Pero si estás chorreando! Vamos, entra. Mi tía quiere comentarte algo.

Lo condujo a una salita que era una sucursal de la cocinilla, llena de albarelos, tarros… Casilda Bullejos estaba ante una mesa al calor de la chimenea, empaquetando hierbas.

—Su sobrina me ha dicho que quería verme. —Diéguez casi se excusó.

—¡Ah!, es usted. Pase, pase. —Al verlo empapado, exclamó—: ¡Va a coger una pulmonía! Acérquese a la lumbre y siéntese.

Cuando Martina apareció con el lienzo para secarlo, su tía estaba terminando de contarle lo que tenía que decirle.

—… la verdad es que no tenía mala mano.

Mientras Martina le secaba la cabeza, Diéguez no paraba de dar vueltas a lo que acababa de oír. Si aquello se confirmaba, era posible que allí estuviera la clave de todo.

—Tienes que quitarte esa ropa, vas a coger una pulmonía. Te llevaré un caldo.

—Déjalo, no te molestes. —Diéguez se levantó y dio las gracias a la tía Casilda.

—No las merezco. Hágale caso a Martina. Cámbiese y tómese ese caldo.