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Había esperado tanto tiempo aquel momento que se había perfumado y estrenaba una camisa de fina batista. Mientras se anudaba al cuello su chalina de seda, la imagen que le devolvía el espejo era la de un hombre satisfecho, pagado de sí mismo. Vistió su mejor levita —la ocasión lo merecía—, cogió una chistera que había mandado lustrar recientemente, sus guantes y su bastón. Aquella tarde se tenía por afortunado, aunque no podía considerarse feliz, algo imposible para un hombre como él, roído por la ambición. Don Ramón Pedrosa y Andrade salió a la calle sintiéndose el dueño de la ciudad. Le apetecía pasear y disfrutar de la agradable tarde con que se estrenaba la primavera. Indicó al cochero dónde debía recogerlo al cabo de dos horas. Era Domingo de Ramos y en Granada se respiraba ambiente de Semana Santa. El olor a incienso salía por las puertas de los templos, en los que se rendía culto a las imágenes que iban a desfilar por las calles.

No había cejado hasta lograr sacar a Mariana de Pineda de su domicilio. Incluso había tenido que presionar al juez, a pesar de que don Gregorio Ceruelo era de su cuerda, para conseguir el traslado de aquella revolucionaria. Aunque estaba fuertemente custodiada, podía intentar fugarse de nuevo y no quería correr ese riesgo. Era una pieza que ambicionaba desde su llegada a Granada, y no estaba dispuesto a dejarla escapar, consciente de que su condena supondría un gran salto en su carrera. Su deseo era conducirla a la Cárcel Baja, pero encerrarla en una celda del beaterio de Santa María Egipcíaca le había producido un placer morboso.

En Granada, al beaterio se le conocía como el de las «recogidas» y popularmente mucha gente se refería a él como las «arrecogías». El nombre le venía dado por las prostitutas que hacían propósito de enmendar su vida y se recogían en él. Pedrosa estaba informado de que Mariana había tenido un desliz y dado a luz una hija, a la que había reconocido como hija natural. Por eso, al negarse el juez a mandarla a la cárcel, lo incitó a ingresarla en aquel beaterio que había dado nombre a la calle donde estaba emplazado.

Al llegar a la calle Recogidas y pasar por delante de la iglesia de San Antón le llegaron, envueltas en aromas de incienso, las lúgubres notas de un órgano que todavía resonaban en sus oídos cuando se detuvo ante el portón del beaterio. Golpeó con el llamador, al instante se abrió un postigo y lo recibió una voz femenina:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—¿Qué desea?

—Visitar a doña Mariana de Pineda.

—Lo siento, señor. Está incomunicada.

—Hermana, soy el Alcalde del Crimen de la Real Chancillería.

Pedrosa sabía que ese cargo era más solemne que el de subdelegado de policía. La Chancillería tenía un gran peso en la vida de Granada. La hermana portera lo miró fijamente a través de la reja del postigo y Pedrosa se llevó la empuñadura de su bastón al ala de su chistera. La priora le había advertido de que la presencia de doña Mariana de Pineda en la casa era algo muy delicado y debía extremar su vigilancia. Decidió no abrir hasta comunicárselo.

—Aguarde un momento —le dijo, dándole con el postigo en las narices.

A Pedrosa no le molestó. Si los cómplices de la detenida intentaban sacarla del beaterio, no lo tendrían fácil. Cuando el postigo se abrió de nuevo…

—¡Abre, Isidra, abre! ¡No hagas esperar a don Ramón!

Oyó descorrerse tres cerrojos. Pedrosa se destocó, saludó a la priora y le manifestó su deseo de ver a la presa. Lo condujo hasta una salita.

—Será sólo un momento.

—No hay prisa, hermana —respondió cortés.

Se distrajo mirando por la ventana que daba a un patio porticado con su pilón de pared al que vertían dos caños abundantes. Un frondoso jazmín trepaba por una de las columnas y cubría las zapatas que adornaban uno de los lados del patio. El silencio, de vez en cuando roto por el gorjeo de unos gorriones, le permitió oír el crujido de los peldaños de la escalera.

Mariana llegó acompañada de la priora y la celadora que se encargaba de ella, una monja de pequeña estatura, de semblante agraciado y mirada expresiva. Se llamaba Rosa Barreda, era oriunda de la Montaña santanderina y, como tal, de familia hidalga. Había profesado en la congregación de María Santísima de la Esperanza después de unos amores desgraciados, aunque ella reiteraba, una y otra vez, que no había conocido varón. En cualquier caso era la alegría del beaterio. Al tomar a Dios por esposo no había cambiado su nombre y en el beaterio todas la conocían como la hermana Rosita. Para Mariana había sido una suerte que la priora la nombrara su celadora. Eso significaba que, además de estar pendiente de ella, le haría compañía los ratos en que diariamente se le permitiría estar fuera de la celda. Ésa había sido una de las condiciones puestas por la priora para admitir a doña Mariana: el tiempo que permaneciera en el beaterio su celda no sería un calabozo. Tendría sus ratos de patio, asistiría a los oficios religiosos, podría hacer labores y disfrutaría de algunas horas en compañía, como las demás «recogidas». Pedrosa, al verla, adoptó una actitud circunspecta. Se sabía ganador de la larga partida que libraban desde hacía años y podía permitírselo. Le bastó una mirada para saber que no la había doblegado, todavía.

—Si necesitan algo, la hermana Rosita estará en el patio —señaló la priora.

Tras el revuelo de tocas que produjo la salida de las monjas, el silencio se convirtió en un pulso que ambos parecían dispuestos a mantener hasta el final. Mariana, que no había mirado a Pedrosa, clavó sus ojos en el estuco de la pared hasta que éste saltó.

—Su actitud no es la más conveniente, sobre todo después de intentar fugarse.

—Si ha venido a amedrentarme, pierde el tiempo.

Pedrosa ignoró el comentario e insistió:

—Será consciente de que su intento de fuga ha complicado mucho su situación.

—¡No me amenace! —Por primera vez Mariana lo miró a la cara.

—¡No son amenazas, sino consideraciones sobre la triste situación en que se halla! Si las hago, es porque su condición podría cambiar si colaborara.

—Si ése es el único objeto de su visita, puede darla por concluida.

—Veo que se mantiene en sus trece. Su tiempo está tasado y su condena puede…

—¿Habla ya de condena antes de que se me juzgue? —ironizó Mariana.

—¡Sus delitos son extremadamente graves! ¡Debe darla por segura!

—¿Encontrar en mi casa un trapo a medio bordar es un delito grave?

—¡Su intento de fuga revela la gravedad! —gritó Pedrosa, exasperado.

—¡Se me retenía en mi casa injustamente!

—¡Eso lo decidirá el juez!

—Lo dice como si la decisión no estuviera tomada.

El encierro en el beaterio no había restado un ápice de su entereza. Pedrosa había creído que una celda, aunque no fuera un calabozo, la ablandaría.

—Observo que no valora en su justa medida mi oferta. Reflexione unos días. No la importuno más.

Abandonó la estancia. En un rincón del patio aguardaba la hermana Rosita en actitud pudorosa y con la mirada baja.

—¡Despídame de la priora! —le gritó Pedrosa llevando el pomo de su bastón al ala de su chistera, que ya se había puesto.

En la calle de Gracia, en casa de los condes de Teba se celebraba una reunión.

—Hemos perdido una oportunidad. Mientras la han tenido en su casa, podíamos haberla sacado por la terraza. Si no tuviera esta carga de años…

—No se agobie, don Martín. Había mucha vigilancia, sobre todo después de que intentara fugarse.

—No digo que sacarla fuera fácil, sino que hemos perdido una oportunidad. En el beaterio es mucho más complicado —insistió don Martín Almela.

—En la calle Recogidas no se observa vigilancia.

—¿Está seguro? —le preguntó el anfitrión.

El médico de los Montijo hizo un gesto de duda.

—He pasado varias veces. Si Pedrosa ha apostado algún hombre, no está visible.

—Hay que confirmarlo, quizá tengamos una oportunidad.

—No será fácil, el beaterio es como un fortín —señaló don Cecilio Moreno.

—Pero si no hay vigilancia… —insistió don Federico.

—Es necesario trazar un plan y sería conveniente saber de cuánto tiempo disponemos. —Don Martín miró a don Diego Calvo de León.

—Puede ser que dispongamos de varias semanas.

—¿Por qué piensa eso? —le preguntó don Cipriano.

—Porque el doctor Malo de Molina, que, como saben, está con nosotros, me ha dicho que Pedrosa trata de convencer a doña Mariana para que delate a quienes llama sus cómplices con la promesa de dar carpetazo al proceso. Para doblegarla necesita algún tiempo. Sabe que cuando la gente lleva varias semanas en prisión suele flaquear.

—¿Cómo sabe eso Malo de Molina?

—Se lo ha dicho la propia doña Mariana, aprovechando las visitas que le ha hecho a cuenta de la enfermedad.

—¿Por qué no nos lo ha dicho antes? —le recriminó don Pedro Ambel.

—Lo he sabido esta misma mañana.

—Pedrosa puede ser muy persuasivo. ¡Estamos en peligro! —Ambel estaba alarmado.

—No puede someterla a tormento, doña Mariana es noble.

—Más bien diga que no debe, don Cipriano. Esa rata es capaz de cualquier cosa.

—¡Doña Mariana no abrirá la boca! ¿Dudan de ella, después de todo lo que ha hecho? —Don Martín no disimulaba su contrariedad.

—En cualquier caso, debemos trazar el plan para sacarla de allí lo antes posible —insistió don Federico Landáburu.

—Tal vez…, tal vez podría intentarse algo en uno de los traslados a la Chancillería para la vista del juicio —señaló el conde de Teba.

—Es una posibilidad, pero creo que sería mejor buscar cómo sacarla del beaterio.

Pedrosa dejó atrás Puerta Real y, por Pavaneras, se encaminó hacia el Realejo. Estaba invitado a la tertulia de la duquesa de Gor, mujer amante de la música y la poesía. Habría una lectura poética y un concierto de arpa, sin ágape, por ser Domingo de Ramos. Ni la poesía ni la música le importaban, los poetas le aburrían, la música le daba sueño; lo que le interesaba de aquella tertulia era que la frecuentaba doña Norberta Pimentel. El palacete de la duquesa estaba en la plaza de los Girones. Lo recibieron unos lacayos con librea y uno de ellos lo acompañó hasta el salón, la escalera estaba cubierta por un artesonado de abolengo morisco. En el salón conversaban en voz baja una treintena de personas. Pedrosa saludó a la duquesa, que lucía un vestido negro con encajes y puntillas, besándole la mano y agradeciéndole la invitación. Después buscó con la mirada a la dama, cuyas opulentas formas le hacían fantasear. Doña Norberta estaba con doña Rosario Montes de Ortigosa, doña Hortensia Alpuente y otras señoras y caballeros.

—¡Cuánto honor! —lo saludó doña Rosario—. Sobre todo teniendo en cuenta lo poco dado que es a las reuniones sociales.

—No podía desairar a nuestra anfitriona —respondió mirando a doña Norberta.

La dama lo saludó con una inclinación de cabeza, al tiempo que se abanicó nerviosa. Doña Rosario, perita en aquellas materias, percibió el detalle y lo añadió a sus observaciones en la iglesia de Santa Escolástica, donde don Ramón ofrecía los domingos el agua bendita a doña Norberta. Ayudaría en lo que pudiera y al paso alcanzaría noticias de primera mano sobre la situación de la viudita Pineda.

—Don Ramón, sé que, por razones del servicio a Su Majestad, ha de mostrar la reserva a que está obligado, pero no me resisto a pedirle que satisfaga la curiosidad de doña Norberta por un asunto muy delicado.

—¿A qué se refiere? —Pedrosa preguntó a doña Norberta, incómoda ante tanta desfachatez. Era un invento de doña Rosario, que acudió en su ayuda con desparpajo.

—Norberta, querida, ¡ni que te hubiera comido la lengua un gato! Se interesaba por la suerte de doña Mariana de Pineda. ¿Es cierto todo lo que se dice?

Pedrosa vio una oportunidad de lucimiento y se explayó acerca del descubrimiento de una bandera revolucionaria y cómo supo que se ocultaba en casa de doña Mariana de Pineda. Contó el intento de fuga y respondió a varias preguntas sobre el disfraz de la fugitiva, los medios empleados y cómo lograron detenerla. Decidió reservarse lo del traslado al beaterio de Santa María Egipcíaca.

—¿Es cierto que estaba enferma? —preguntó doña Rosario.

—Creo que ha intentado engañarnos con la colaboración de los médicos.

—¡Como yo te dije, Hortensia! ¡Es que la tengo calada!

—Podía estar enferma —señaló un caballero—. En un trance tan difícil…

—¡No irá a salirme usted liberalito a estas alturas! —protestó doña Rosario.

—Supongo que don Modesto opina como médico —señaló Pedrosa, conciliador.

—¡Tienen que meterla en la cárcel! ¡En su casa intentará fugarse de nuevo! ¡No sé a qué vienen tantos melindres! —protestó doña Hortensia.

—Para su tranquilidad, mi querida señora, le diré que ha sido conducida al beaterio de Santa María Egipcíaca.

—¿Quiere repetir eso? —Doña Rosario no daba crédito a lo que acababa de oír.

—Doña Mariana de Pineda está en una celda del beaterio de la calle Recogidas.

A doña Rosario y a doña Hortensia se les iluminó el rostro.

—¡Le felicito! ¡Una elección acertadísima! ¡Está en el sitio que le corresponde!

—¡Con las arrecogías! —sentenció doña Hortensia con un deje popular.

Pedrosa agradeció el cumplido y dejó a partir de aquel momento que los comentarios volasen. Él dedicó toda su atención a doña Norberta, complacida con sus deferencias. No dejaron de intercambiar miradas durante la lectura poética y el concierto, y a doña Norberta la halagó que le pidiera visitarla.

—Después de Semana Santa, he de viajar a la corte por obligaciones de mi cargo. Os prometo que estaréis de forma permanente en mis pensamientos. —Doña Norberta cubrió con el abanico su rostro sonrojado—. Seré vuestro devoto servidor, vuestro esclavo.

Al despedirse Pedrosa aprovechó la soledad de un pasillo para robarle un beso furtivo.

—¡Es usted un caballero muy atrevido! ¡Estamos en Semana Santa!

—Ponedme penitencia por disfrutar de vuestros labios.

Él la tomó por la cintura y le dio un largo beso. A pesar de ser Semana Santa, ella no se sintió con fuerzas para rechazarlo.